TREINTA Y UNO

TREINTA Y UNO

EL LAMENTO DE PROSPERO

Un relámpago púrpura restalló en el cielo, que se ennegreció con la repentina caída de la noche. Cayó un diluvio de lluvia negra que lo empapó todo en un instante y que saturó el aire con el sabor amargo de las cenizas húmedas. Ahriman levantó la mirada y se asombró al ver a un gigante envuelto en llamas que descendía desde los niveles superiores de la pirámide de Photep. La cruz ansada relucía con un fuego verde, y una andanada tras otra de relámpagos caleidoscópicos azotaron el suelo aniquilando a decenas de aquellos malditos wulfen con cada restallido.

El suelo se llenó de grietas y las aguas que rodeaban la pirámide se agitaron e hirvieron enfurecidas. Unas olas negras se estrellaron contra sus bordes, y los fragmentos de cristal que caían de la pirámide se arremolinaron en un torbellino con conciencia propia que apareció de repente y los arrojó como si fueran lanzas para empalar a los guerreros enemigos y dejarlos clavados en el suelo.

Ahriman notó un incremento enorme de energía y tuvo que invocar toda su fuerza de voluntad para controlar su cuerpo, ya que sabía que las mutaciones que albergaba su cuerpo intentarían librarse de las ataduras que suponía su forma humana para desencadenar otras nuevas y terribles en su interior. Sin embargo, la dolorosa aparición de crecimientos mutantes no llegó a producirse, y por fin levantó la mirada de nuevo hacia el ser radiante de fuego y luz que se acercaba cada vez más.

Magnus el Rojo era una visión magnífica. Su armadura dorada y su cabello suelto y rojizo resplandecían cargados de energía etérea. El báculo rematado por una hoja afilada que empuñaba lanzaba relámpagos cegadores que destruían los vehículos blindados con unas explosiones atronadoras. Magnus paseó la mirada por las filas de los horrorizados Lobos Espaciales, y todos los que le sostuvieron esa mirada murieron de forma instantánea al enloquecer sin remedio por las profundidades estigias del caos infinito que vieron en su ojo.

Por encima de Tizca rugía la locura, ya que el poder del Gran Océano intentaba entrar en el universo material, y el cielo se transformó en una ventana transparente a la dimensión que esperaba al otro lado. Unos ojos gibosos del tamaño de montañas y unos monstruos amorfos como sólo un demente podría soñar miraron burlones el mundo condenado que se abría a sus pies. Cientos murieron ante de inmediato sólo al contemplar aquellos horrores blasfemos.

Ninguna persona cuerda podía contemplar aquella vileza sin retroceder de inmediato, y el ejército invasor detuvo su matanza asombrado por la presencia de semejantes criaturas, que observaban hambrientas el mundo que se extendía bajo ellas. Hasta los wulfen se acobardaron ante aquellos seres abominables al sentir la insignificancia de su propia existencia.

Tan sólo Leman Russ y sus lobos se mantuvieron impertérritos frente a aquella visión de Magnus. Ahriman incluso llegó a ver un destello impaciente en la mirada del Rey Lobo, como si ya estuviese disfrutando de la idea del combate que se avecinaba.

Magnus se posó en la calzada y el ritmo normal del tiempo se ralentizó. Cada una de las gotas siguió cayendo con extrema lentitud, y el resplandor zigzagueante de los relámpagos se movió con una parsimonia infinita. La piedra volcánica de la calzada se onduló a los pies de Magnus, sometida a las fuerzas transformadoras del primarca. Ahriman cayó de rodillas ante su primarca, ya que los siglos de obediencia imbuida hicieron que el movimiento fuera involuntario.

El primarca de los Mil Hijos era una figura de luz divina en mitad de aquella oscuridad. El oro de su armadura jamás había brillado tanto, ni el rojo de su larga cabellera había sido tan intenso. Su carne ardía por el contacto con un poder inmenso, mayor que cualquier otro que hubiera contenido jamás. Centró la mirada de su ojo en los ojos de Ahriman, y la profundidad de la desesperación que vio en aquel orbe reluciente y atormentado le heló la sangre en las venas. En ese preciso momento, Ahriman sintió el mismo horror que Magnus había sentido cuando sus hijos se transformaban en monstruos y la angustia que, siglos más tarde, le supuso verlos caer asesinados para satisfacer la ambición enloquecida de un hermano.

Comprendió el noble ideal que había impedido al primarca actuar durante toda la batalla, y lo reconoció por lo que era, no por lo que él había pensado que era. Sintió el perdón que le concedía su padre por haber dudado de él, y oyó su voz en el interior de la cabeza.

Este castigo siempre estuvo dirigido contra mí, no contra vosotros —dijo Magnus, y Ahriman supo que todos y cada uno de los guerreros supervivientes de los Mil Hijos lo oían también—. Sois mis hijos, y os he fallado.

Ahriman sintió ganas de echarse a llorar ante las palabras de su primarca al captar el dolor que sentía un ser que había tenido al alcance de la mano toda la creación, pero que no había logrado aferrarla. Cuando Magnus habló de nuevo, él fue el único que oyó sus palabras.

Ahzek, llévate a mis hijos al interior de la pirámide.

—¡No! —gritó el bibliotecario jefe, y sus lágrimas de dolor se entremezclaron con las gotas de la lluvia que no había dejado de caer en un aguacero interminable.

Debes hacerlo —le insistió Magnus. Alzó su rojo brazo y señaló hacia las puertas de bronce de la pirámide, que se abrieron obedeciendo su gesto. Una luz blanca y tentadora surgió del interior—. Amon te espera, y tiene consigo un objeto de valor incalculable que debes llevarte de aquí. Debes hacerlo, o todo lo que hemos hecho hasta ahora no habrá servido para nada.

—¿Y qué hay de vos, mi señor? —le preguntó Ahriman—. ¿Qué haréis vos?

Lo que debo hacer —le contestó el primarca mirando a la forma enfurecida de Leman Russ, quien en esos momentos cargaba con una marcha ralentizada por la calzada.

El primarca de los Mil Hijos bajó una mano y tocó el escarabajo de jade que había en el centro de la placa pectoral. El cristal brilló con una luz pálida, y Ahriman sintió el inmenso poder que albergaba.

Esta piedra se sacó de la Cueva Reflectante —le dijo Magnus—. Todos los guerreros de mi legión llevan una engastada en la armadura. Cuando llegue el momento, y lo sabrás cuando ocurra, concentra todas tus energías en este cristal y en el de tus hermanos de batalla.

—No lo entiendo —le contestó Ahriman con un tono de voz implorante—. ¿Qué es lo que debo hacer?

Lo que estabas destinado a hacer desde antes incluso de que nacieras. Y ahora, ¡márchate!

—Voy a quedarme con vos —dijo Ahriman.

No —le replicó Magnus desde un abismo insondable de remordimiento—. No lo harás. Nuestros destinos se están desenmarañando en este preciso instante, y lo que va a ocurrir aquí es porque tiene que ocurrir. Hazme este último favor, Ahzek.

Aunque le partió el corazón, Ahriman asintió, y el mundo giró a su alrededor cuando el flujo del tiempo recuperó su integridad tras la distorsión que había causado la llegada de Magnus. Los rugidos de las piras llameantes y del trueno inmaterial recorrieron la superficie del mundo una vez más, y el ensordecedor retumbar de los disparos resonó con más fuerza todavía.

El aullido del Rey Lobo ahogó todos los demás sonidos.

Ahriman y los Mil Hijos dieron media vuelta y echaron a correr hacia la pirámide de Photep.

La pirámide estaba repleta de gente, en su mayoría ciudadanos aterrorizados y soldados exhaustos de la Guardia de las Torres. Los Mil Hijos entraron en tromba con las armaduras negras y goteantes por el diluvio de pesadilla que seguía cayendo en el exterior. Ahriman hizo un cálculo por lo bajo y llegó a la conclusión de que del ataque de los wulfen sólo habían escapado poco más de mil guerreros.

—Una décima parte de la legión —musitó.

La terrorífica escala de las pérdidas lo dejó aturdido.

Hathor Maat y Sobek se acercaron a él mientras intentaba asimilar en lo que había quedado convertida su amada legión. Todavía aturdido tras haber descubierto que quedaban tan pocos supervivientes, Ahriman buscó a Amon. Lo encontró en el centro de la enorme estancia, y se dirigió hacia él.

Amon llevaba puesta la armadura, pero tenía todas las placas impolutas, sin mancha alguna. Sus armas permanecían enfundadas y en las manos portaba un cofre reforzado con un candado de hierro frío.

—Me aseguró que sobrevivirías —le dijo Amon a modo de saludo.

—¿El primarca?

—Sí. Hace años, cuando estabas moribundo en mitad del cambio de la carne, él supo que vivirías para ver llegar este momento.

—Ahórrame los cuentos —le replicó Ahriman—. El primarca me dijo que tenías algo para mí.

—Así es —le confirmó Amon al mismo tiempo que alzaba el cofre para que Ahriman lo abriera.

—Está cerrado.

—Quizá para todos los demás, pero no para ti.

—No tenemos tiempo para esto —bufó Ahriman al mismo tiempo que echaba un vistazo por encima del hombro.

Los dos dioses de la guerra se enfrentaban en un combate que retumbaba igual que dos planetas al colisionar. Una luz cegadora inundó la pirámide, y el aullido de Leman Russ compitió con el tronar de los relámpagos de Magnus.

—Pues tendrás que sacar tiempo para ello, o todo esto no habrá servido para nada —le replicó a su vez Amon.

Ahriman alargó una mano y agarró el candado, que se abrió con un chasquido metálico en cuanto lo tocó. Levantó la tapa y se le escapó un jadeo cuando vio el libro que había dentro, con las tapas rojas y agrietadas por el paso del tiempo, igual que si fuera un descubrimiento arqueológico en vez de un grimorio usado hacía poco.

—El Libro de Magnus —musitó Hathor Maat.

—¿Por qué yo? —quiso saber Ahriman.

—Porque tú eres su nuevo portador —le explicó Amon—. Debes mantenerlo a salvo y asegurarte de que el conocimiento que alberga en sus páginas no caiga nunca en las manos equivocadas.

Ahriman sacó el libro del cofre de hierro y sintió el peso del poder y de la expectación contenida en sus páginas sagradas. La fuerza de sus encantamientos y de sus fórmulas lo llamaba de forma tentadora e insistente, llena de promesas de las grandes cosas que lograría con los secretos que estaban escritos en sus páginas.

Quiso negarse, colocar el libro de nuevo en el cofre y cerrar el candado de modo que nadie pudiera mirar de nuevo sus páginas y ansiar el poder que podrían llegar a conceder. Deseó que Magnus regresara y recuperara su grimorio, pero comprendió con una claridad repentina que eso no iba a ocurrir jamás.

Magnus no esperaba sobrevivir a su duelo con Leman Russ.

Ahriman tomó el libro y corrió de regreso a las puertas de bronce de la pirámide. La desesperación que sentía le dio alas a cada una de sus zancadas. Del otro lado de la puerta les llegaban el resplandor de unas tremendas explosiones de luz y el estruendo de unos impactos aterradores provocados por el enfrentamiento de dos fuerzas titánicas que estaban más allá de la comprensión de los mortales.

Ahriman llegó al inmenso portal y vio que el combate entre los dos hermanos no tenía parangón en cuanto a ferocidad, poder y locura. Magnus y el Rey Lobo luchaban, y el destino de todo un mundo dependía del resultado final de aquella contienda. Del suelo salían disparadas unas tremendas descargas de rayos que los aislaban de la hueste formada por los Lobos Espaciales y los Custodios.

Russ descargó un golpe tras otro contra Magnus y le destrozó la placa pectoral adornada con cuernos. Magnus respondió al ataque lanzando un rayo abrasador de fuego helado que le agrietó la armadura y le incendió el cabello.

Le dio la impresión de que ambos combatientes habían aumentado de tamaño hasta tener unas proporciones monstruosas, semejantes a las de los gigantes de los mitos y las leyendas. La espada de colmillo de hielo del Rey Lobo bajó rauda contra Magnus, pero el hacha dorada de éste desvió el golpe mientras ambos giraban y esquivaban en una batalla épica bajo la locura de una tormenta centelleante llena de rayos cegadores y truenos ensordecedores. Era un enfrentamiento que se libraba en todos los planos: el mental, el físico y el espiritual, donde cada uno de los primarcas volcaba hasta la última gota de sus poderes casi ilimitados en destruir a su oponente.

Las aguas que rodeaban a la pirámide, negras como el aceite, se agitaron como si una tormenta invisible rugiera bajo su superficie, lo que hizo que rompieran contra las orillas del foso. Los guerreros de los Lobos Espaciales y de la Guardia Custodia atravesaron el foso vadeando las aguas espumeantes para llegar hasta la pirámide y ayudar a Leman Russ en su combate. Magnus abrió los brazos y los guerreros que había en el agua comenzaron a lanzar unos gritos de dolor agónico cuando el líquido se transformó en un ácido tremendamente corrosivo que derritió las placas de ceramita y convirtió la carne y el hueso en gelatina.

Empezó a caer una espesa lluvia capaz de ahogar a todo el planeta. El suelo que pisaban se transformó en un lodazal apestoso del que surgieron unas formas serpenteantes semejantes a manos. Esas extremidades aferraron a los guerreros heridos y los hundieron bajo el barro, y aunque se resistieron con todas sus fuerzas frente a aquellos atacantes invisibles, no lograron evitar que los arrastraran hacia las profundidades y a su condenación eterna.

Prospero se estaba deshaciendo. El velo que separaba los dos planos se había agrietado, y los gritos y las carcajadas enloquecidas de los habitantes del Gran Océano hicieron que los mortales cayeran de rodillas al suelo atenazados por el terror. El ataque contra los sentidos fue absoluto, y Ahriman apenas consiguió mantenerse en pie cuando unos vientos de fuerza huracanada azotaron la pirámide. Las ráfagas arrancaron de su estructura los paneles de cristal y derribaron las columnas de oro y de plata. El retumbar ensordecedor de los truenos resonó en mitad del cielo nocturno, y unas cuantas sacudidas sísmicas ensancharon las grietas cada vez mayores que se abrían en el suelo y derribaron las pocas estructuras de Tizca que todavía se mantenían en pie.

El epicentro de toda aquella destrucción era el duelo de Magnus y Russ. Ahriman contempló cómo aquellos dos titanes se enfrentaban con una enemistad feroz reservada sólo a aquellos que antes se habían llamado amigos. Aquel combate fue lo más desesperado que Ahriman jamás había contemplado. Sintió el deseo de echar a correr hacia ellos y de recordarles el lazo de hermandad que habían compartido, pero sabía que intervenir en semejante combate, capaz de sacudir un planeta, sería simplemente un suicidio.

Ahriman había advertido a sus guerreros de que no utilizaran sus poderes por temor a que eso les produjera el cambio de la carne, pero Magnus no mostró contención alguna al respecto, y machacó a Leman Russ con un puño envuelto en fuego y el otro rodeado de relámpagos. Russ era un primarca, por lo que aquellos poderes, capaces de acabar con ejércitos enteros, apenas tuvieron efecto en él aparte de enfurecerlo todavía más.

Magnus propinó un puñetazo en el pecho al primarca de los Lobos Espaciales. La placa pectoral helada se partió con un sonido semejante al de dos planetas al colisionar y varios fragmentos de ceramita se clavaron en el propio corazón del Rey Lobo. En respuesta, Russ le dobló hacia atrás el brazo y Ahriman oyó cómo se partía en mil pedazos. En el otro brazo de Magnus apareció una hoja afilada de puro pensamiento y la clavó con fuerza en el pecho de Russ atravesando la armadura destrozada.

La punta de la hoja asomó por la espalda de Russ, y el Rey Lobo soltó un aullido ensordecedor de sufrimiento. Un coro de los lobos que no eran lobos añadió sus aullidos a los de su señor. Los dos enormes monstruos lupinos que acompañaban a Russ se abalanzaron de un salto contra Magnus y cerraron sus fauces en las piernas del primarca. Magnus le propinó un puñetazo en la cabeza al lobo negro y el golpe lo estrelló contra el suelo, donde se estampó con un gañido ahogado y el cráneo destrozado. Después lanzó un rugido de rabia y arrancó al lobo blanco de su otra pierna con un simple pensamiento para lanzarlo lejos por encima de las cabezas del ejército de Russ.

Ahriman sintió que unas manos tiraban de él mientras los vientos aullantes y el fuerte diluvio atravesaban las puertas. Intentó librarse de ellas, pero oyó que alguien gritaba su nombre. Hathor Maat y Amon lo apartaron a tirones de la entrada al mismo tiempo que los enormes mecanismos de cierre empezaban a mover las inmensas puertas para aislarlos del exterior.

—¡No! ¡No podemos hacerlo! —gritó, y sus palabras fueron arrastradas por los vientos aullantes.

—¡Debemos hacerlo! —le replicó Hathor Maat también a gritos a la vez que le señalaba las aguas salvajemente agitadas, que era lo único que separaba a los Lobos Espaciales de la pirámide.

Los guerreros enemigos habían utilizado los trozos que se habían desprendido del techo para crear unas balsas improvisadas y estaban remando con las culatas de los bólters para cruzar las aguas en dirección a la entrada de la pirámide. El líquido volvía a ser agua, y lo único que recordaba a los guerreros que habían muerto en ella eran las manchas de carne licuada y algunos trozos de huesos que flotaban sobre la superficie. Las hordas de wulfen se lanzaron de cabeza al agua, y jaurías enteras se dirigieron a toda velocidad hacia la pirámide mientras centenares más esperaban un hueco para hacerlo.

Ahriman miró más allá de la oleada de monstruos que se acercaban y vio a Magnus y a Russ trabados en combate en lo alto de la calzada. El horror que suponía aquel enfrentamiento quedaba oculto por las descargas de rayos y de fuegos etéreos. Un relámpago de luz negra destelló como una erupción y Russ gritó por el dolor agónico que lo invadió. Lanzó un mandoble a ciegas y logró acertar con una enorme fortuna en el arma más temida de su enemigo: el ojo.

La cascada pirotécnica de luces y de fuego cesó de inmediato, y un silencio se impuso deteniendo el combate. Se detuvo todo movimiento, y los titanes que batallaban sobre la calzada desaparecieron cuando los primarcas recuperaron su tamaño habitual.

Ahriman gritó al ver a Magnus retroceder tambaleándose para alejarse de Russ. Tenía la mano sana pegada al ojo mientras el brazo roto restallaba cargado de energías regeneradoras. A pesar de lo herido y ensangrentado que estaba, el Rey Lobo tenía las fuerzas suficientes como para aprovechar aquella oportunidad. Se lanzó a por Magnus y lo agarró por la cintura como si fuera un luchador profesional, y rugió al levantar el cuerpo de su hermano por encima su propia cabeza.

Todos los ojos se volvieron hacia Russ un momento antes de que estrellara el cuerpo de Magnus contra una de sus rodillas, y el sonido de la espalda del Rey Carmesí al partirse desgarró los corazones de todos los guerreros de los Mil Hijos.

Ahriman cayó de rodillas, y al hacerlo se le escapó el Libro de Magnus en un movimiento reflejo cuando un terrible dolor, semejante a una lanza al rojo blanco, le atravesó todo el cuerpo. Ningún dolor del mundo podía ser peor, ya que un golpe como aquél podía acabar con un primarca, y sería capaz de matar a un centenar de mortales al mismo tiempo. Todavía de rodillas, se apoyó en el umbral de la entrada mientras las jaurías de wulfen llegaban a la orilla junto a los guerreros bajo el mando de un capitán con los colmillos ensangrentados, el cabello quemado y una hacha cubierta de escarcha.

El Rey Lobo aulló su triunfo al cielo ennegrecido, y una lluvia de sangre sustituyó al diluvio de gotas negras cuando Prospero lloró por la muerte de su hijo. Las lágrimas que Ahriman derramó también fueron de sangre al ver cómo Leman Russ arrojaba a Magnus al suelo para empuñar luego con fuerza su colmillo de hielo, Mjalnar, para decapitar a su enemigo derrotado.

Magnus giró la cabeza con las últimas fuerzas que le quedaban y miró a Ahriman con su ojo destrozado.

Te entrego mi último presente.

Leman Russ bajó con fuerza su espada, pero antes de que el filo letal alcanzara su objetivo, Magnus musitó unas sílabas antinaturales desconocidas para la humanidad desde que alzó por primera vez sus cánticos guturales a los dioses sin nombre del cielo. El cuerpo de Magnus sufrió una disolución instantánea y todo su ser desapareció con una sola palabra. A Ahriman se le escapó un jadeo cuando un poder inmenso, sin fin, entró en su cuerpo.

Era demasiado como para que cualquier ser mortal fuese capaz de contenerlo, pero a medida que lo invadía, supo qué hacer.

Ahriman se llevó las manos al escarabajo de jade que tenía engastado en la placa pectoral e impregnó su mente con todas sus curvas y características, con sus imperfecciones, con los intrincados detalles de la montura de oro, con las dimensiones exactas de un escarabajo negro talladas en la piedra verde.

Lo sabía todo sobre aquella gema, y se imaginó el artefacto idéntico que llevaban en el pecho todos y cada uno de los guerreros de los Mil Hijos. Nada más visualizarlos, el poder que pasaba a través de él se extendió por todos los supervivientes de la legión cuando Magnus entregó sus últimas fuerzas para salvar a sus hijos.

Un crujido terrible destrozó el silencio, un estruendo semejante al que provocaría un planeta al salirse de su eje. El sonido de la locura atravesó la sustancia común de la realidad cuando el último aliento de un dios desencadenó un poder de una magnitud imposible.

La superficie de Prospero se retorció literalmente, y Ahriman sintió una sacudida terrible que le provocó una nauseabunda sensación de vértigo. Le pareció que el propio planeta caía a una velocidad inimaginable, o que él mismo se hundía en una sima sin fondo. El mundo desapareció y fue sustituido por la oscuridad absoluta que habría al final del universo, cuando todos los seres vivos se hubieran convertido en polvo hacía miles de millones de años.

Aquella negrura no permanecía en silencio, sino que estaba repleta de una miríada de aullidos, igual que si hubiera manadas de lobos acechando por los rincones ocultos entre los planetas. ¿Es que no habría huida posible de los perros de la guerra del Emperador?

De un modo repentino hasta lo salvaje, el vacío impenetrable carente de toda luz fue sustituido por un torbellino de luces y colores, de visiones angustiosas de una desesperación infernal y de un éxtasis desbordado. Todo y nada entró y salió de aquello en momentos, y se extendió hasta el infinito mientras la pesadilla continuaba.

Ahriman sintió que estaba perdiendo la cordura poco a poco, que se le escapaban una a una las frágiles nociones de la realidad a las que los mortales se aferraban a medida que le bombardeaban la mente con miles de millones de imágenes al mismo tiempo.

En un acto de afortunada misericordia, su mente se sumergió en la inconsciencia para impedir hundirse en la psicosis por aquella descarga incesante de sensaciones. Ahriman cayó flotando en la oscuridad, perdido en el espacio y en el tiempo.

«Es el fin».

«No es el fin».

Ahriman abrió los ojos y descubrió que se encontraba boca abajo sobre una losa irregular de roca negra. Tenía todas y cada una de las partes del cuerpo envuelta en un dolor terrible, desde el torso lleno de golpes y señales hasta los propios tendones de la mente. En el reluciente suelo de obsidiana se reflejaban unas chispas parpadeantes de color ámbar, y soltó un gruñido cuando intentó recomponer un poco en su cabeza los retazos de lo último que recordaba.

Oyó el retumbar de un trueno por encima de su cabeza, y los relámpagos reflejaron unas sombras estroboscópicas por delante de él. Aunque su cuerpo protestó por el dolor abrasador que sentía, Ahriman se incorporó hasta quedar apoyado sobre una rodilla y miró a su alrededor para saber qué había sido de Prospero.

Lo primero que pensó fue que el último esfuerzo de Magnus había causado un cambio horrible en su planeta natal, pero su mente magullada no tardó en darse cuenta de que aquel cielo no era el de Prospero. En éste bullían tormentas con un millón de colores y unas columnas chasqueantes de relámpagos y rayos de fuego subían desde el cielo directamente hasta las nubes.

Estaba de rodillas en la ladera inferior de un saliente de roca negra que daba a una llanura volcánica llena de fisuras humeantes y recorrida por ríos serpenteantes de lava. En esa misma llanura se veían afloramientos de rocas que tenían las cimas rematadas por torres de plata que se alzaban como una burda imitación de las gráciles torres de Tizca. El Libro de Magnus, encuadernado en cuero, estaba a su lado, y se lo metió bajo el brazo en un gesto protector.

Los agrestes picos montañosos se elevaban inmensos hacia un cielo reluciente en el que resonaba el tañido incesante de los truenos. El cielo destellaba y centelleaba igual que el Mechanicum Borealis más magnífico posible, pero aquello no era un efecto secundario de los siglos de industria y de contaminación. Aquello era el éter en estado puro que saturaba el aire y rugía con las mareas oceánicas de poder.

Los guerreros de los Mil Hijos deambulaban a centenares y sin rumbo fijo por aquel paisaje rocoso árido y abrupto. Estaban aturdidos por la desolación en la que se encontraban. Bajo el suelo resonaba cada poco tiempo un estruendo rugiente, como si una serie interminable de temblores se dedicase a reorganizar de forma continua la corteza del planeta.

Ahriman se puso en pie y estudió con detenimiento aquel paisaje de pesadilla sometido a una transformación continua. Una figura encorvada se acercó a él, y aunque llevaba la cabeza agachada, el bibliotecario jefe reconoció aquel cuerpo castigado por los combates. Era Khaphed, uno de los Guardianes del Conocimiento de la biblioteca del templo Corvidae. En aquel lugar tan infernal, le resultó un consuelo encontrarse con alguien conocido.

—¿Khaphed? ¿Eres tú? —le preguntó.

Ahriman sintió que sus palabras llenaban el aire con todo un potencial para asombrosas maravillas y múltiple éxtasis, como si cada bocanada de su aliento estuviera cargada de poder.

El guerrero no le contestó, y Ahriman captó una fuerza temible en el cuerpo de Khaphed. El guardián del conocimiento alzó la cabeza y Ahriman dio un paso atrás al ver las mutaciones que habían transformado a Khaphed. Decenas de ojos distendidos se esforzaban por abrirse paso en cada centímetro de superficie de su cara, hasta el punto de que ya no tenía boca, ni nariz ni ningún otro órgano sensorial que no fueran ojos.

Khaphed alargó un brazo hacia él, y todos los ojos de su rostro lo miraron con una expresión implorante.

Ahriman alargó la mano hacia Khaphed y descargó un chorro de rayos y de fuego contra el cuerpo del guardián del conocimiento. Ese tipo de poderes eran la especialidad de los cultos Pavoni y Raptora, pero saltaron de los dedos de Ahriman con la misma naturalidad que si hubiera recibido el entrenamiento de ambos templos desde que era un niño.

El cuerpo achicharrado de Khaphed se desplomó contra el suelo, donde se deshizo en trozos de ceniza.

Horrorizado, Ahriman se apresuró a bajar por la ladera para reunirse con el resto de sus guerreros.

Encontró en muy poco tiempo a Hathor Maat, a Amon y a Sobek, pero tampoco tardó mucho en darse cuenta de que el guardián del conocimiento de los corvidae no había sido el único miembro de la legión en sufrir el cambio de la carne. Hubo que acabar con unas docenas en total, hasta que todos los que quedaron parecieron estar libres de mutación alguna.

En total, a la destrucción de Prospero sobrevivieron mil doscientos cuarenta y dos guerreros.

—¿Dónde estamos? —quiso saber Sobek, haciendo la pregunta más obvia.

Nadie supo responderle. Los Mil Hijos exploraron la horrible desolación de su nuevo hogar durante largos días y noches, aunque fue imposible determinar con seguridad el paso del tiempo debido a que todos los cronógrafos de las armaduras quedaron inutilizados.

Descubrieron que las torres plateadas no eran una parodia de las que habían construido en Tizca, sino que eran las mismas torres, aunque rotas y retorcidas por la extraña alquimia que los había llevado hasta allí. Aparte de aquellas reliquias de su planeta natal, no había nada que indicara en lo más mínimo en qué lugar se encontraban.

Ni el poder del Corvidae ni el de ningún otro culto podía determinar la localización del planeta o de qué modo habían sido transportados hasta aquella superficie arrasada.

Todo eso cambió el día en el que la Torre de Obsidiana surgió del suelo.

Comenzó como otro terremoto más, algo bastante común a lo que ya nadie prestaba atención. Un humor sombrío se había apoderado de los Mil Hijos, lo que era de esperar, puesto que, ¿qué persona no sentiría profundamente la pérdida de su hogar, de su padre y de sus hermanos?

Sin embargo, aquel temblor de tierra no se desvaneció tras abrir una nueva fisura en la interminable planicie volcánica al mismo tiempo que cerraba por completo otra. Del centro de aquella llanura comenzaron a surgir grietas en un entramado circular, y unos instantes después, un diamante negro salió de la tierra de un modo explosivo, igual que si fuera la punta de basalto de una lanza.

Se elevó hacia el cielo, haciéndose más alto y más alto y más y más ancho a cada segundo que pasaba, hasta que terminó de nacer una nueva montaña. Gigantesca, de laderas muy pronunciadas, era más alta que el Mons Olympus y la Montaña de Aghoru juntos. Las rocas partidas cayeron desde aquella altura imposible al desprenderse de los lados angulosos para acabar formando un contorno compuesto por piedras de un tamaño ciclópeo y bloques titánicos de ángulos extraños y una perspectiva imposible.

Cuando cesó la lluvia de polvo y de escombros, los Mil Hijos se reunieron en la base de aquella creación formidable, a sabiendas de que ninguna fuerza natural habría sido capaz de crear una obra tan perfecta. En la lejana cima relucía un fuego brillante y una luz azul y resplandeciente cubría el resto de la montaña, como si sus túneles fuesen recorridos de un modo constante por los relámpagos igual que la sangre por las venas.

De la cima de la montaña descendió una figura titilante envuelta por la luz de las estrellas y el poder de las posibilidades infinitas. Unas alas fulgurantes de fuego etéreo se desplegaron a la espalda de la figura, y los Mil Hijos cayeron de rodillas al quedar bañados en la luz de su padre.

Magnus aterrizó con suavidad ante sus hijos, y éstos lo miraron asombrados mientras su brillo iluminaba la oscuridad desolada de aquel planeta. Aquello no era la envoltura carnal de un cuerpo sutil como la que había llevado su primarca cuando caminaba entre ellos. Aquello era un cuerpo de luz capaz de existir más allá de los confines del Gran Océano. Magnus había sacrificado la carne que albergaba su esencia, y al hacerlo había trascendido a una forma más evolucionada, libre de las ataduras de la mortalidad y de los límites de la realidad.

—Hijos míos, bienvenidos al Planeta de los Hechiceros —les dijo Magnus con una resignación cansada.