DIECIOCHO
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DIECIOCHO
NIKAEA
ARROJADO A LOS LOBOS
LA MANO DERECHA DEL EMPERADOR
Una catarata de nubes oscurecía la superficie, una cubierta estriada atravesada por destellos piroclásticos y por relámpagos de color ocre. Nikaea era un mundo nuevo cuya geología estaba aún sin terminar y que no había alcanzado todavía su forma definitiva. Bajo la superficie se producían movimientos tectónicos y fuerzas de presión de kilómetros de profundidad que enviaban ondas de choque a través del manto, separando violentamente algunos continentes y juntando otros con mayor violencia aún.
Dos Stormbird y un Stormhawk cortaron las nubes como pájaros abatiéndose sobre su presa con los cascos carmesíes teñidos por la lluvia corrosiva al atravesar aquella atmósfera volátil. Nikaea era un mundo inmerso en un cambio constante en mitad de un nacimiento violento.
El espacio que rodeaba el planeta era una sopa efervescente de estática electromagnética, y sus proximidades estaban en pésimas condiciones, llenas de escombros espaciales que habían quedado atrapados en los remolinos de sus inconstantes ondas de gravedad, que hacían inoperantes los sistemas de dirección geomagnética.
Sólo siguiendo un haz constante de luz incandescente que se elevaba en el cielo desde aquel mundo podía una nave intentar navegar por el sistema de Nikaea. Intentar encontrar Nikaea, y mucho menos un punto fijo de su superficie, sin la ayuda de esta señal, habría sido imposible para cualquiera excepto para los pilotos más afortunados de la galaxia. La 28.ª Expedición había tardado un año entero en viajar desde Hexium Minora hasta ese remoto rincón de la galaxia.
Ahriman iba sentado delante en el Escarabajo Primus, en el que las consolas de los pilotos estaban llenas de luces destellantes, de diagramas de vectores y de planos tridimensionales acotados de aquel terreno accidentado. Unos cables de emisión de impulsos conectaban a los pilotos con el sistema de aviónica, lo que les permitía volar utilizando sólo los instrumentos, aunque tampoco cabía otra posibilidad, dado que el cristal de la cubierta de la cabina estaba completamente opaco por la ceniza y el humo.
Aunque el pensamiento era ligeramente blasfemo, Ahriman esperaba que el Dios Máquina estuviera velando por ellos. Perder el control por encima de un mundo tan hostil suponía una sentencia de muerte tan segura como previsible.
No eran los pilotos los que estaban guiando el Stormbird. Esa tarea recaía en Jeter Innovence, el navegante sujeto al arnés de gravedad en el que Ahriman normalmente desempeñaba sus deberes de protección personal cuando volaban en situaciones de riesgo. Innovence había protestado por haberse visto obligado a dejar su cúpula hermética a bordo del Photep, pero se había retractado de sus objeciones cuando le dijeron a quién guiaría y de quién precedía la luz que seguiría.
Magnus el Rojo iba sentado tras el navegante, resplandeciente con su túnica magníficamente bordada en rojo y oro, con una capucha de malla dorada de la que colgaban adornos de plumas y piedras preciosas. En honor a la ocasión, los antebrazos de Magnus iban enfundados en brazaletes con una águila estampada y llevaba una faja en forma de rayo alrededor del torso.
Llevaba el pelo suelto, lustroso y brillante como un espejo, del color de la sangre de las arterias.
No había en la galaxia ningún erudito guerrero mejor que él.
La forma menuda de Mahavastu Kallimakus iba sentada junto a él, y ni siquiera las pesadas vestiduras que lo cubrían podían disimular su constitución delgada en exceso. Kallimakus era venerable, como Lemuel había descrito, pero Ahriman no se había dado cuenta de cuánto le estaba costando al rememorador el control que el primarca ejercía sobre él. Una pesada cartera de libros en blanco descansaba contra el fuselaje, páginas nuevas para que el escribano las rellenara con las palabras y los hechos de Magnus.
La mirada de Ahriman se cruzó con la del primarca, cuyo ojo era ese día un emocionado eclipse de azul celeste moteado de avellana.
—Estamos cerca, Ahzek. En todos los sentidos —le dijo Magnus.
—Sí, señor. Aterrizaremos dentro de menos de diez minutos.
—¿Tanto? ¡Yo podría haber bajado la nave en la mitad de tiempo! —gritó Magnus, fulminando con la mirada la figura del navegante. Pero su ira era falsa y se echó a reír.
Magnus le dio una palmada en el hombro al navegante con una mano luminiscente que lo hizo estremecerse.
—¡No me hagas caso, Innovence! —le dijo Magnus—. Simplemente estoy impaciente por volver a ver a mi padre. ¡Estás haciendo un trabajo magnífico, amigo!
Ahriman sonrió. La melancolía que rodeaba el alma de Magnus desde Ullanor se había disipado cuando llegaron las noticias del cónclave de Nikaea. El año que habían pasado atravesando el espacio disforme desde Hexium Minora había sido testigo de un frenesí de investigación y estudio a bordo del Photep, cuando Magnus repartía pruebas teóricas, argumentos filosóficos y enrevesados acertijos de lógica para que sus hijos los resolvieran con la finalidad de agudizar sus mentes. Nikaea prometía ser la reivindicación de la tarea llevada a cabo por los Mil Hijos, y ni Magnus ni su legión fallarían.
Ahriman se volvió de nuevo hacia la cabina. Según la telemetría que aparecía en las pantallas, se encontraban prácticamente encima de su destino, pero la cubierta de nubes era todavía impenetrable.
—Descendemos —entonó el piloto—. Comenzamos la aproximación. Protocolos de aterrizaje intercambiados y verificados. Señal de radiofaro aceptada y control cedido.
Los pilotos se retreparon en sus asientos cuando cedieron el control de la nave a los controladores de tierra. La nave inclinó el morro e inició un descenso en picado formando un bucle. Ahriman tuvo una breve sensación de vacío en el estómago antes de que su fisiología mejorada se compensara. Las nubes se deshilachaban traspasadas por la cubierta exterior de la cabina y el cristal se deslizaba cargado de humedad y manchado de ceniza gris viscosa.
Y luego, ya más abajo, el paisaje de Nikaea se extendió ante ellos.
Era negro y geométrico con gran profusión de detritos angulares esparcidos por el suelo, como las formas primordiales que yacían en el corazón de todas las cosas y que aún habían de ser cubiertas con la mentira de la individualidad. Unas esferas perfectas se alzaban desde el suelo de basalto, onduladas con las líneas líquidas consolidadas en su formación. Varios cubos enormes aparecían al lado de escalonadas llanuras volcánicas de enrevesados diseños, que resultaban demasiado aleatorios para serlo en realidad.
Magnus apareció a su lado como un emocionado aprendiz a punto de tomar el Liber Throa y convertirse en neófito. El primarca escudriñó el paisaje a través de la cubierta exterior de la cabina y captó su precisión geométrica.
—Increíble —susurró—. La génesis de un mundo. El orden del universo descrito a través de las matemáticas, de formas perfectas y de la geometría. ¡Qué propio de mi padre elegir un sitio así! Sabía que este lugar me hablaría. Son los fragmentos de piedra de mi juventud a escala planetaria.
El Stormhawk continuó bajando en picado, inclinó las alas lateralmente al hacer la aproximación final, y una extensa masa continental cónica apareció ante ellos. Era un gigantesco estratovolcán de laderas escarpadas y rugosas formadas por lava endurecida, piroclastos y ceniza negra.
Horadaba las nubes, y Ahriman tuvo la absoluta certeza de que en su corazón se alojaba un gran anfiteatro esculpido. Desde el cráter más alto se elevaba una columna de la más pura luz que, aunque invisible para los ojos mortales, era un haz brillante que taladraba el cielo para aquellos que tenían visión etérea. Un nubarrón cada vez más grande atravesado por un rayo dorado llenó el cielo que se alzaba por encima del volcán.
Ahriman había sentido la presencia de la luz en cuanto las naves de la 28.ª Expedición habían entrado en el sistema de Nikaea, pero verla ahora ante él fue como despertar de un coma en una habitación fuertemente iluminada.
—¡Trono, es glorioso! —exclamó Magnus—. Eso sí que es tener auténtico poder; una mente que puede recorrer toda una galaxia y aglutinar un imperio en un sueño de unidad. Es para mí una lección de humildad saber que servimos a un amo tan magnífico.
Ahriman no contestó. Tenía la boca seca y el corazón le golpeteaba en el pecho.
La luz era magnífica. Gloriosa e increíble por su potencia y su pureza. Y sin embargo, todo lo que sentía no era más que una creciente sensación de consternación.
—He visto esto antes —dijo.
—¿Cuándo?
—En Aghoru —afirmó Ahriman en un susurro—, cuando nadé en el Gran Océano cazando los hilos del futuro. Cuando encontré a Ohthere Wyrdmake vi esto: el volcán, la luz dorada.
—¿Y aun así no dijiste nada? ¿Por qué te lo callaste? —le preguntó Magnus.
—Porque no tenía sentido —respondió Ahriman, incapaz de evitar el miedo en su voz—. Las visiones eran fragmentarias, inconexas. Era imposible descifrar qué significaban.
—No importa —dijo Magnus.
—No —lo contradijo Ahriman—. Creo que sí importa. Creo que importa mucho.
Las luces de aterrizaje parpadeaban siguiendo un patrón cruciforme cada vez menos frecuente mientras los pilotos remotos de los custodios tiraban del Stormhawk. Las otras dos naves permanecían en posición de patrón de espera y no descenderían hasta que el primer pájaro lo hubiera hecho. El Stormhawk bajó de golpe con un martilleo de metal quemado dando lugar a una nube de arena sulfurosa provocada por el flujo de los motores. En cuanto aterrizó, una cinta de luz blanca se extendió por la plataforma al levantarse una puerta blindada.
Unas sombras alargadas se dibujaron desde el destacamento de guerreros con armaduras de color rojo sangre y amatista que marchaban bajando uno de los lados de la montaña. Cuidadosamente entrenados y precisos, los guardias de honor de los astartes tomaron posición ante la rampa de asalto del Stormhawk. Algunos llevaban falces curvas de hoja dorada, mientras que otros desenvainaron enormes espadas de hojas plateadas, que posaron sobre la plataforma con los guanteletes descansando sobre los pomos.
La rampa del Stormhawk se abrió con un chirrido de aire comprimido y Magnus el Rojo descendió a la superficie. Seguido de Ahriman y de la forma cansina de Kallimakus, el primarca bajó de la rampa e inspiró profundamente el aire caliente y requemado de Nikaea.
Kallimakus dejó escapar un leve jadeo y la frente de Ahriman se llenó de sudor, aunque no dijo nada. Un destacamento de nueve guerreros del Sekhmet formaron detrás de Magnus, colocándose sutilmente en línea con los guerreros de la plataforma por delante de ellos.
No se trataba de astartes normales y corrientes; éstos eran la élite de las dos legiones. Los guerreros armados de espadas pertenecían ni más ni menos que a las Huestes Sanguinarias, los protectores de élite del señor de los Ángeles Sangrientos. La Guardia Fénix de lord Fulgrim estaba con ellos, con sus largas falces enhiestas como velas a su lado, todos perfectamente colocados y con una presencia inmaculada.
Su presencia allí sólo podía significar una cosa.
Dos figuras gigantes salieron del volcán, caminando una al lado de la otra como viejas amigas. El ritmo cardíaco de Ahriman alcanzó su punto máximo cuando las vio. La primera era la de un guerrero gloriosa y ricamente ataviado con una armadura de color oro y púrpura, llameantes hombreras y una vaporosa capa escarlata y oro. Su pelo era blanco brillante, sujeto a las sienes por una cinta de plata, y su cara era de una simetría perfecta, como una geometría euclidiana de proporciones divinas.
La segunda figura llevaba una armadura del carmesí más profundo, un color que emanaba vitalidad y urgencia. Unas alas moteadas negras y blancas susurraban a su espalda, y de las plumas colgaban finos lazos de alambre de plata y madreperla. El pelo negro azabache enmarcaba una cara pálida de formas clásicas, parecida a miles de caras similares esculpidas en mármol que decoraban el Palacio Imperial de Terra. Pero ésta no era una representación sin vida de alguien muerto hacía mucho, sino que se trataba de un ángel hecho carne, vivo, cuyo rostro era el más bello de toda la existencia.
—Lord Sanguinius —dijo Ahriman, maravillado.
—Y el Hermano Fulgrim —añadió Magnus—. Firmitas, utilitas, ven ustas.
Parecía que lo hubieran oído porque sonrieron con auténtico placer, aunque las palabras debieron de quedar ahogadas en el infernal gruñido de los motores del Stormhawk al enfriarse.
Los primarcas estaban iluminados por el brillo reflejado del volcán y sus facciones suaves resultaban abiertas y acogedoras. Sus caras mostraban el placer de unos hermanos al ver a su otro hermano, aunque se habían visto recientemente en Ullanor.
Magnus dirigió sus pasos hacia Fulgrim y el señor de los Hijos del Emperador abrió los brazos para recibir el abrazo de su hermano. Intercambiaron palabras de bienvenida, pero eran privadas y Ahriman apartó la mirada de la majestad de aquel rostro hermoso. Después, Magnus se volvió hacia Sanguinius, y el primarca de los Ángeles de Sangre besó a su hermano en las mejillas en un saludo sentido de corazón pero contenido. Sólo entonces fue Ahriman consciente de los guerreros que acompañaban a cada primarca. Sanguinius tenía dos acompañantes, un asceta delgado con ojos de asesino y otro con la piel tan pálida que las venas de la cara se translucían con total claridad.
Ahriman ocupó su puesto junto a Magnus cuando éste y Sanguinius se separaron. Magnus se dirigió a él.
—Hermano Sanguinius, permíteme que te presente a mi bibliotecario jefe, Ahzek Ahriman.
El Señor de los Ángeles dirigió su atención hacia él y Ahriman sintió toda la fuerza de su valoración. Como Russ antes que él, Sanguinius evaluó a Ahriman, pero mientras que Russ buscaba alguna debilidad que poder explotar, Sanguinius buscaba una fortaleza que encauzar.
—He oído hablar mucho de ti, Ahzek Ahriman —le dijo Sanguinius con una voz sorprendentemente suave. Pero a pesar de aquella aparente suavidad, escondía una fuerza violenta, como aguas revueltas bajo un plácido paisaje marino—. Hay muchos que te tienen en muy alta estima más allá de tu legión.
Ahriman sonrió satisfecho al oír una alabanza así de labios de un primarca.
—Señor, sirvo al Emperador y a mi legión lo mejor que mis capacidades me permiten.
—Y menudas capacidades —afirmó Sanguinius con una sonrisa de complicidad. El primarca se volvió para presentar a los guerreros que estaban a su lado—. Magnus, éste es Raldoron, señor del capítulo de mis protectores —lo presentó Sanguinius colocando una mano elegantemente esculpida en el hombro al guerrero de los ojos letales. A continuación, dirigió su atención al guerrero de la piel pálida—. Y éste es el capitán Thoros, uno de nuestros más alabados capitanes de batalla.
Ambos guerreros hicieron una profunda inclinación y Ahriman percibió de súbito un fogonazo en su mente, como si una única imagen incongruente hubiera pasado fugazmente: una bestia arácnida de múltiples patas, gritando, toda colmillos y miembros como espadas. Fue tan rápida que Ahriman no estaba ni siquiera seguro de haberla visto, pero permaneció allí como un presagio cuando miró a Thoros.
Se deshizo de la imagen cuando Fulgrim se dirigió hacia sus guerreros. Los dos eran orgullosos y altivos, con un aire de superioridad despreocupada que inmediatamente puso a Ahriman en guardia. Su aspecto era tan absolutamente inmaculado como el de su primarca, perfectos en todos los sentidos, pero sin rastro de la humildad de los pretorianos de Sanguinius.
—Magnus, permíteme que te presente a mis comandantes generales, Eidolon y Vespasiano.
—Es un auténtico placer conoceros —dijo Magnus, saludando con una inclinación a los guerreros de sus hermanos primarcas, demostrándoles el mismo respeto que a sus señores.
—Bueno —dijo Fulgrim—, éste promete ser un día memorable, hermano, así que, ¿seguimos?
—Por supuesto. Estoy impaciente por comenzar —le respondió Magnus.
—Igual que todos nosotros —le aseguró el Fénix.
Sanguinius y Fulgrim los condujeron hasta el corazón del volcán a través de túneles vítreos de paredes suaves, lo que indicaba que se habían formado con fundidores de escala industrial. Atravesaban el corazón mismo del volcán y ascendían en espiral a través de la lava solidificada, y tenían suficiente anchura para que los tres primarcas caminaran a la par. Los túneles estaban iluminados con una fuerte luminiscencia, como si el calor del magma fundido en el corazón del volcán se estuviera filtrando desde abajo.
Ahriman se quitó el casco para poder apreciar mejor la sorprendente geología del volcán, observando las bandas cambiantes de capas cristalinas a través de la roca translúcida, como si se tratara de las capas de sedimentos de la superficie de una roca.
—Puede que este mundo sea joven, pero este volcán es viejo —afirmó Ahriman, y vio cómo los comandantes de Fulgrim se intercambiaban miradas mientras hablaba. No pudo leer sus auras ni tampoco establecer una conexión con su tutelar. La luz deslumbradora del Emperador era demasiado poderosa y lo eclipsaba todo con su intensidad.
Ahriman se preguntó si Magnus también estaría cegado por ella.
Observó a Magnus y a sus hermanos hablando en voz baja, deleitándose al ver a su primarca en compañía de unos pares que no albergaban ningún mal sentimiento hacia él. Aun así, a pesar de la afabilidad, su discurso era superficial. Mientras más estudiaba el flujo y el reflujo de su conversación y de su lenguaje corporal, más veía Ahriman el sutil calentamiento de un combate lingüístico.
Los primarcas hablaban de pasadas campañas, viejas glorias y experiencias compartidas, pisando sólo el terreno conocido y cómodo de los recuerdos comunes. Cualquier indicio de que el tema de sus palabras pudiera serpentear hacia asuntos del futuro o hacia la naturaleza del cónclave, era sutilmente desviado por Fulgrim, que le daba la vuelta y lo encaminaba hacia terreno más seguro.
«Está ocultando algo. Algo sobre esta reunión que no quiere que nosotros sepamos», pensó Ahriman.
Magnus también debía de haberse dado cuenta, pero su primarca no daba ninguna muestra de ser más que un actor dispuesto a interpretar su papel en la obra que se estaba representando. Ahriman miró a los Hijos del Emperador que iban delante y detrás de ellos, viéndolos ahora más como la escolta de unos prisioneros que como una guardia de honor.
Quiso advertir a Magnus, pero nada de lo que pudiera decir cambiaría su curso. Fuera lo que fuera lo que los esperaba en el anfiteatro que él sabía que se encontraba en el corazón de este volcán, no les quedaba más remedio que enfrentarse a ello. Éste era un destino en el que el futuro era inmutable e imposible de cambiar.
El serpenteante pasadizo no hacía más que ascender y Ahriman supo que estaban muy cerca de la cima.
El brillo de las paredes se hizo aún más intenso, y Ahriman vio que entraba más luz de una antecámara abovedada de basalto y cristal suaves como espejos. Unos servidores aguardaban su llegada con refrescos, y a lo largo de las paredes había sofás acolchados.
—Éstos serán tus aposentos privados durante los recesos del cónclave —le comunicó Sanguinius.
—Son más que suficiente —contestó Magnus.
Ahriman quería gritar ante la forzada formalidad de todo aquello. ¿Es que Magnus no se daba cuenta de que allí había algo que iba muy mal? La cara y el cuello de Ahriman se perlaron de sudor. Tenía unas ganas imperiosas de subirse a la Stormhawk, poner en marcha los motores y volver al Photep, para no regresar jamás a Nikaea.
Un par de puertas de bronce daban al interior del corazón de la montaña y el futuro se les venía encima desde el otro lado.
—¿Hay alguna otra cosa que necesites, amigo Ahzek? —preguntó el comandante Eidolon.
Ahriman negó con la cabeza, y el esfuerzo por mantener una expresión neutra resultó casi demasiado para él.
—No —alcanzó a decir—, aunque agradezco vuestra preocupación.
—Por supuesto, hermano —asintió Eidolon, y Ahriman captó la inflexión de la última palabra.
Sanguinius se volvió e hizo un gesto con la cabeza a Raldoron y a Thoros, quienes tomaron posiciones a cada uno de los lados de su maestro y abrieron las puertas de bronce.
Ahriman tuvo que esforzarse para evitar gritarle una advertencia a Magnus. El primarca de los Ángeles Sangrientos atravesó el gran portal dirigiéndose a la luz dorada con Fulgrim a su lado. Hicieron señas a Magnus para que los siguiera.
Magnus se volvió para mirar a Ahriman y vio en su ojo el dolor por la inminente traición.
—Lo sé, Ahzek, lo sé —se apresuró a decirle Magnus con cansancio—. Ahora veo por qué estamos aquí.
Magnus se volvió y siguió a sus hermanos hacia la luz del interior.
Ahriman siguió a Magnus, cruzaron las puertas y entraron en un impresionante anfiteatro labrado en las laderas interiores de aristas afiladas del cráter del volcán. Miles de figuras llenaban los bancos negros tallados y miraban hacia la parte baja del anfiteatro. La mayoría eran adeptos de alto rango vestidos con túnicas, aunque Ahriman vio grupos de astartes dispersos por la gradas. El suelo del anfiteatro era de mármol negro y en él habían incrustado una enorme águila de oro.
Sanguinius y Fulgrim los condujeron al centro del anfiteatro, y Ahriman se sorprendió al pensar en lo apropiado del término, recordando las antiguas leyendas romanii que describían cómo los miembros capturados de una secta menor habían sido echados a los lobos y devorados vivos para satisfacción del placer perverso de la multitud.
Aunque el mundo que los rodeaba estaba enfurecido por los dolores del parto, el aire del interior del volcán estaba totalmente en calma, ya que los artefactos ocultos del Mechanicum mantenían alejadas las tempestades que se desataban más allá de la cumbre afilada.
A Ahriman le falló el paso cuando vio el estrado con escalones en forma de pirámide al otro lado del anfiteatro y a quien los esperaba allí. Éste era el epicentro de la luz y del faro que los había guiado a través del torbellino de interferencias espaciales que rodeaba Nikaea. Era tan brillante que casi quedaba oscurecido por su propio brillo. El Emperador de la Humanidad estaba sentado sobre un trono tallado en forma de alas de águila extendidas con unas garras coloreadas con rubíes rojos como la sangre. Tenía una espada de oro descansando sobre el regazo y sostenía un orbe coronado por una águila en la mano izquierda.
Por encima del Emperador ondeaban banderas negras bordadas en oro, sostenidas en el aire por querubines de plata con relucientes cornetas que llenaban el aire con una fanfarria carente de melodía. Ahriman recordó inmediatamente el naipe de la baraja Visconti-Sforza que Lemuel le había pedido que cogiera.
—El Juicio —susurró, preguntándose cómo se le había podido escapar un presagio tan obvio.
Los custodios flanqueaban a su señor formando un muro acorazado ante el estrado. Las dudas de Ahriman se disiparon ante un ser tan asombroso. Porque ¿qué podría inquietar una mente bendecida con esta visión de perfección? No podía ver la cara del Emperador, sino sólo algunos detalles. Una frente atronadora y unos severos rasgos patricios fundidos en un molde de esperanzas frustradas.
—Claridad, Ahzek —le advirtió Magnus—. Quédate a mi lado y elévate con las Enumeraciones. Mantén tu agudeza mental.
Ahriman arrancó su mirada del Emperador haciendo un esfuerzo y caminó junto a Magnus. Iba susurrando los nombres de los primeros maestros de Tizca una y otra vez hasta que alcanzó la paz de la esfera más baja. Eso le facilitaba el avance hacia las esferas más altas, y los pensamientos de Ahriman regresaron a algo que se aproximaba al equilibrio con cada paso que daba.
Libre de la confusión inicial, dirigió su atención al estudio de lo que lo rodeaba con la misma profundidad que habría dedicado a examinar con detenimiento cualquier grimorio. Vio que el Emperador no estaba solo en el estrado. El pretoriano que estaba junto al Emperador era un guerrero que Ahriman había visto una vez en Terra, Constantin Valdor.
A juzgar por el aspecto de la escritura ondulante que serpenteaba por toda su armadura, Valdor había prosperado en los rangos de los custodios, y su proximidad al Emperador seguramente lo señalaba como el miembro de mayor categoría.
Un hombre, vestido con la sencilla túnica oscura de los administradores, estaba de pie junto a Valdor; un hombre sencillo cuyo aspecto resultaba frágil e insignificante al lado de los gigantes guerreros custodios. Ahriman también reconoció a este hombre; su larga melena de pelo blanco y todas sus debilidades humanas, lo señalaban como a Malcador el Sigilita, leal mano derecha del Emperador y su consejero más valioso.
Haberse ganado un puesto así en una compañía tan enrarecida, hacía a Malcador alguien excepcional, incluso entre las mentes más brillantes de la galaxia. No había alcanzado tanta preeminencia en virtud de la eugenesia, sino por la simple brillantez de su sabiduría mortal.
La fusión de partes mecánicas y orgánicas vestida con una túnica roja era seguramente Kelbor-Hal, el Fabricador General de Marte, pero el resto de los que se encontraban en el estrado eran unos desconocidos para él y sólo sabía de ellos por su reputación: el Maestro del Coro de los Astrópatas con su túnica verde, el Maestro de los Navegadores y el Lord Militante del Ejército Imperial.
La grada inferior del anfiteatro estaba salpicada de palcos en voladizo, como los que se encuentran reservados a los reyes en los teatros. Un tramo corto de escalones iba desde cada uno de los palcos hasta el suelo del anfiteatro. Había figuras sentadas en los palcos, pero Ahriman no logró enfocarlas ni discernir ningún rasgo relativo a la altura, corpulencia o aspecto. En lugar de formas definidas, veía sombras y reflejos en los palcos iluminados con pliegues de luz. Aunque no había duda de que había gente en su interior, el artificio tecnológico los ocultaba a la vista.
«Capas de falsedad».
Quienesquiera que ocuparan los palcos, se mantenían en el anonimato gracias a capas camaleónicas que los protegían de las miradas de los observadores ocasionales. Pero Ahriman no era uno de esos observadores, y ni siquiera la arrolladora luz del Emperador podía oscurecer completamente las fuerzas titánicas que se escondían bajo esas falsedades.
Ahriman desvió su atención de los espectadores camuflados cuando Sanguinius y Fulgrim llegaron a un pedestal que se elevaba delante del estrado. El único mobiliario consistía en un sencillo atril de madera como el que podría utilizar un director de orquesta para sostener su partitura. Magnus y Ahriman se detuvieron ante el pedestal y los nueve guerreros del Sekhmet mantuvieron la guardia junto a sus señores.
Los Ángeles Sangrientos y los Hijos del Emperador se postraron de rodillas ante el Emperador, y los Mil Hijos los imitaron. Ahriman vio el terror de este momento en sus ojos oscuros reflejados en el brillante suelo negro.
—Saludemos todos al supremo Señor de la Humanidad —dijo Sanguinius, llenando el anfiteatro de fuerza silenciosa con su voz suave—. Presento ante vosotros a Magnus el Rojo, primarca de los Mil Hijos y Señor de Prospero.
—Levantaos, hijos míos —dijo una voz que sólo podía pertenecer al Emperador. Ahriman no lo había oído hablar, pero un reverente silencio llenó el anfiteatro, una absoluta ausencia de sonido que parecía imposible con tantos miles allí reunidos.
Ahriman se puso de pie cuando Malcador el Sigilita descendió los escalones del estrado llevando un cetro coronado por una águila que Ahriman reconoció como propiedad del Emperador. Hacía parecer pequeño al hombre, pero Malcador no parecía notar su peso. En lugar de eso, lo llevaba con la misma ligereza que si se tratara de un bastón. Una pareja de acólitos seguían al Sigilita; uno portaba pergaminos enrollados y el otro un brasero humeante sostenido con unas ennegrecidas pinzas de hierro.
Malcador cruzó el brillante ruedo del anfiteatro hasta pararse frente a los tres primarcas. El pelo blanco del Sigilita se desparramaba por sus hombros como nieve recién caída y su piel tenía la textura del pergamino viejo. No era más que un hombre, pero aun así, había vivido tantos años como muchos hombres juntos. Algunos lo atribuían a los mejores y más sutiles implantes biónicos o a un riguroso régimen de tratamiento rejuvenecedor, pero Ahriman no conocía ningún medio que pudiera mantener vivo a un mortal durante tanto tiempo.
Malcador tenía la sabiduría de los eones en sus hundidos ojos oscuros; una sabiduría que había adquirido a lo largo de los siglos pasados al lado de los mayores practicantes de las artes de la galaxia. Así era como Malcador se mantenía, no mediante trucos baratos ni por los artificios de baratijas tecnológicas, sino por decisión del Emperador.
Levantó el cetro ante Magnus, Fulgrim y Sanguinius, y Ahriman vio que tenía las manos delgadas, huesudas y frágiles. Qué fácil resultaría romperlas.
—Fulgrim, Magnus, Sanguinius —dijo Malcador con lo que a Ahriman le pareció una familiaridad lamentablemente fuera de lugar—. Me gustaría que colocarais la mano derecha sobre el cetro, si sois tan amables.
Los tres primarcas así lo hicieron cayendo de rodillas, de modo que sus cabezas quedaron a la misma altura que la de Malcador. El venerable sabio sonrió antes de continuar.
—¿Juráis que honrareis a vuestro padre? Ante todos los aquí reunidos en Nikaea, ¿juráis solemnemente decir la verdad tal y como vosotros la conocéis? ¿Haréis honor a vuestras legiones y a vuestros hermanos aceptando la sentencia que este augusto cuerpo dictará? ¿Lo juráis sobre el cetro del padre que os engendró, os educó y cuida de vosotros en esta hora de agitación y cambio?
Ahriman escuchó las palabras del Sigilita y llegó hasta el corazón de las mismas, viendo más allá de las bonitas homilías y de los ideales nobles y contemplando la verdad que se ocultaba debajo. No se trataba de un simple Juramento del Momento; éste era el juramento de un acusado en un juicio por su vida.
—Lo juro sobre este cetro —entonó Fulgrim.
—Lo juro por la sangre de mis venas —dijo Sanguinius.
—Juro defender todo lo que se ha dicho sobre este cetro —afirmó Magnus.
—Que así quede registrado —contestó Malcador con una rígida formalidad que no estaba acorde con su habitual afabilidad.
Sus acólitos se acercaron hacia los primarcas arrodillados. El primero desenrolló un delgado pergamino en el que estaban escritas las palabras que Malcador había pronunciado. Lo mantuvo plano contra el brazal de Magnus, mientras que el segundo sacaba una gota de cera caliente del brasero y la vertía sobre el pergamino. Después lo marcaron con un sello de hierro que lucía el águila y los rayos cruzados del Emperador. Los servidores repitieron el proceso con Fulgrim y con Sanguinius, y cuando hubieron terminado, se retiraron a la espalda de Malcador.
—Bien —dijo el Sigilita—. Ahora podemos comenzar.
Unos adeptos encapuchados condujeron a los Mil Hijos al palco de las gradas inferiores del anfiteatro que se encontraba por encima del lugar por el que habían entrado. Magnus y sus guerreros ocuparon sus lugares en el interior del palco, mientras que Fulgrim y Sanguinius eran conducidos a sus asientos. Y una conversación animada comenzó de nuevo.
Ahriman se encontró atraído inexorablemente hacia el Emperador. Ya en lo más alto de las Enumeraciones, estaba libre del impacto de las emociones, y descubrió que podía ver con claridad al Señor de la Humanidad, leyendo la reticencia que tenía grabada en sus reales facciones.
—Él no quiere esto —dijo Ahriman.
—No —coincidió Magnus—. Han sido otros los que han clamado por ello y al Emperador no le ha quedado más remedio que apaciguar a sus seguidores.
—¿Clamar por qué? —preguntó Ahriman—. ¿Sabéis qué es lo que está pasando?
—No del todo —admitió Magnus—. En cuanto oí la voz de Fulgrim, supe que algo no iba bien, pero el fondo de todo se me escapa.
Mientras hablaba, Magnus se daba golpecitos en el muslo, haciendo una serie de movimientos aparentemente inocuos con los dedos, como si estuviera desentumeciendo las articulaciones. Ahriman los reconoció como los gestos somáticos del Símbolo de Thothmes, el medio por el que un sanctum podía protegerse de ser observado. También era un símbolo de silencio en presencia del enemigo.
Junto al primarca, Mahavastu Kallimakus recogía fielmente sus palabras, con los ojos fijos al frente sin llegar a ver qué estaba ocurriendo realmente. Sólo un hombre que estuviera completamente bajo la influencia de otro podía verse tan poco afectado por aquella impresionante compañía bajo las estrellas.
—De todas maneras —añadió Magnus—, creo que estamos a punto de conocer cuál es la naturaleza de esta reunión.
Ahriman volvió a mirar hacia el ruedo del anfiteatro y vio a Malcador de pie ante el pedestal con un fajo de notas esparcidas sobre el atril que tenía ante él. Se aclaró la garganta y la acústica del cráter del volcán amplificó el sonido hasta que incluso los que se encontraban situados en la parte de atrás del anfiteatro pudieron oírlo con claridad.
—Amigos míos, nos reunimos aquí, sobre la piedra del nacimiento de Nikaea, para hablar de un asunto que ha preocupado al Imperio desde su principio. Muchos de los que estáis hoy aquí habéis venido sin conocimiento del tema de este cónclave ni de la naturaleza de este debate. Otros lo conocen demasiado bien. Os pido disculpas por ello.
Malcador consultó sus notas de nuevo y entrecerró los ojos, como si tuviera dificultades para leer su propia letra.
—Y ahora vamos al meollo del asunto —siguió diciendo Malcador—. Esta reunión tratará el tema de la brujería en el Imperio. Sí, caballeros, estamos aquí para resolver la Crisis del Bibliotecario.
Una exclamación de asombro recorrió en ondas las gradas del anfiteatro, aunque Ahriman había adivinado cuál era el fondo de las palabras de Malcador en cuanto éste subió al pedestal.
—Éste es un asunto que nos ha dividido durante años, pero aquí vamos a terminar con esa división. Algunos mantendrán que la brujería es la mayor amenaza con la que se enfrenta nuestro dominio de la galaxia, mientras que otros clamarán contra lo que aquí se dice, creyendo que lo que mueve las manos de sus acusadores son el miedo y la ignorancia.
»Permitidme que os asegure a todos que no hay mayor crisis a la que tenga que enfrentarse el Imperio, y que la empresa heroica en la que todos estamos embarcados es demasiado vital como para ponerla en riesgo con la discordia.
Malcador se irguió en toda su altura antes de volver a hablar.
—Una vez dicho esto, ¿quién de entre vosotros quiere hablar primero?
Una voz ronca irrumpió sobre los comentarios de las gradas.
—Yo hablaré.
La luz ondulante del palco de enfrente al de los Mil Hijos se estremeció cuando una poderosa figura se despojó de su capa de falsedad. La barba del guerrero estaba encerada y llevaba una cabeza de lobo mostrando los colmillos encima de su cabeza afeitada. La piel de las patas delanteras caía sobre el pecho ancho y fuerte, y el resto de la piel colgaba formando una capa desigual.
Con una armadura de color gris nube y portando su báculo con la cabeza de águila apoyado sobre un hombro, Ohthere Wyrdmake, el sacerdote rúnico de los Lobos Espaciales, bajó hasta el ruedo del anfiteatro.