VEINTIDÓS
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VEINTIDÓS
LOS MIL HIJOS
HACIA LA DESOLACIÓN
Tres días después del ataque de Kallista, Ahriman habló por fin del origen de los Mil Hijos. Lemuel no estaba de humor para rememoraciones después de haber pasado dos noches sin dormir con Camille junto a la cama de Kallista. Estaba en una unidad médica en la pirámide de los Apotecarios enganchada a una plétora de máquinas que Lemuel no sabía para qué servían. Algunas parecían ser aparatos especializados de los corvidae, pero Ankhu Anen se negaba a decir qué era lo que hacían por ella.
El ataque le había absorbido la fuerza y la vitalidad, como si se hubiera encogido ante sus ojos. Cada vez que Lemuel intentaba descansar, veía los ojos ensangrentados y el sueño lo eludía. Ver a Kallista así lo había aterrorizado más de lo que era capaz de admitir.
Malika había sufrido ataques como el de Kallista en los meses anteriores a que ella….
«No, no pienses eso».
Lemuel no había hecho más que empujar el cuaderno y la pluma hacia las manos de Kallista, cuando ella ya había llenado página tras página de versos absurdos.
Ankhu Anen lo estaba examinando ahora, esperando adivinar alguna verdad, y Lemuel esperaba que encontrara algo. Por lo menos, eso daría sentido al sufrimiento de Kallista.
—¿Deseas oír esto? —le preguntó Ahriman, y Lemuel se centró en sus palabras.
Estaban sentados en uno de los altos balcones del templo Corvidae, un jardín botánico arbóreo con un tejado de cristal en ángulo desde el que se veía la ciudad en la distancia, aunque la temperatura estaba regulada con absoluta precisión para imitar la sensación de estar al aire libre. La terraza estaba colocada en la esquina más meridional, lo que permitía a Lemuel ver la pirámide del culto Pyrae y la tiránica máquina de combate que guardaba la entrada. Había oído que se trataba de un trofeo de batalla, conseguido por Khalophis en el campo de Coriovallum y que había pertenecido a la Legio Astorum. Le parecía de mal gusto haber tomado una máquina de guerra imperial como trofeo, pero por lo que sabía de Khalophis, eso era más o menos lo que había ocurrido.
—Lo siento, estaba pensando en Kallista —se disculpó Lemuel.
—Lo sé, pero está en buenas manos —le aseguró Ahriman—. Si hay alguien que pueda descifrar los escritos de la señora Eris, ése es Ankhu Anen. Y nuestras instalaciones médicas no tienen parangón, porque practicamos tanto las ramas antiguas de la medicina como las modernas.
—Ya lo sé, pero no puedo evitar preocuparme. ¿Comprendéis?
—Sí —le aseguró Ahriman—. Más de lo que tú piensas.
—Por supuesto —asintió Lemuel—. Debe de ser duro perder camaradas en la batalla.
—Lo es, pero no es a eso a lo que me refería. Me refería a los que mueren pero no en batalla.
—¿Cómo? Tenía entendido que los astartes eran más o menos inmortales.
—Exceptuando las heridas de batalla, puede que lo seamos, sí. Es demasiado pronto aún para saberlo.
—Entonces, ¿cómo podéis saber cómo me siento?
—Porque yo también perdí a alguien a quien amaba —le contestó Ahriman.
La sorpresa de semejantes palabras en boca de un astartes, sacó a Lemuel de su amarga ensoñación y le hizo entrecerrar los ojos. Ahriman estaba tocando de nuevo inconscientemente el racimo de hojas de roble de plata que tenía en la hombrera.
—¿Qué es eso? —inquirió Lemuel.
—Era un talismán —le respondió Ahriman con una sonrisa triste—. Un amuleto, si lo prefieres. Mi madre nos dio uno a mí y otro a mi hermano gemelo cuando nos seleccionaron como estudiantes aspirantes a los Mil Hijos.
—¿Tenéis un gemelo?
—Tenía un hermano gemelo —lo corrigió Ahriman.
—¿Qué le pasó?
—Murió, hace mucho tiempo.
—Lo siento —dijo Lemuel, dándose cuenta de que la noción de que los guerreros astartes tuvieran vidas antes de su transformación en seres humanos superiores tras la ingeniería genética era algo que nunca se había planteado. Las diferencias con los humanos normales eran tan enormes que resultaba más fácil asumir que los astartes nacían ya adultos en algún laboratorio secreto. Le ponía rostro humano a una creación inhumana saber que Ahriman había tenido un hermano, una relación que la mayoría de los mortales daban por sentado.
—¿Cómo se llamaba?
—Se llamaba Ohrmuzd, que significa «sacrificio» en la antigua lengua de los avesta.
—¿Por qué me estáis contando esto?
—Porque será útil. Para los dos, creo. El sino de Ohrmuzd también es la historia de cómo se crearon los Mil Hijos. ¿Quieres oír hablar de ello?
—Sí —se apresuró a asentir Lemuel.
—Desde el principio, fuimos una legión con problemas —le explicó Ahriman—. El primarca me contó que nuestra reserva genética fue recogida en un momento poco propicio, un momento de gran agitación cósmica. Las tormentas de la disformidad que habían aislado Terra en la oscura época de los conflictos estaban renaciendo de nuevo y los efectos se sentían en todo el mundo: locura, suicidio y violencia sin sentido. Los últimos déspotas pancontinentales habían sido derrocados y el mundo estaba empezando a levantar la cabeza de las cenizas del conflicto global. Parecía que éstos eran los últimos agonizantes paroxismos de las guerras, lo que, hasta cierto punto, era cierto. Pero había más.
—¿Estuvisteis allí? —le preguntó Lemuel—. ¿Y visteis todo eso?
—No, pero aprendía rápido. Fui uno de los afortunados, concebido y nacido entre las ricas tribus del Imperio Achaemenida. Nuestros reyes se habían aliado con el nuevo señor de la Tierra más de un siglo antes, y eso nos evitó los horrores de la guerra atómica y de la invasión de los guerreros con armaduras del trueno.
—Los protoastartes.
Ahriman asintió.
—Eran unas creaciones brutales y feroces, aunque eficientes para el trabajo de conquista. Eran hombres normales, los guerreros más fieros del Emperador, en cuyos cuerpos habían insertado implantes biológicos maduros y mejoras biónicas mecánicas para incrementar su fuerza, su resistencia y su velocidad. Eran cosas monstruosas, y la mayoría terminaron por volverse locos a causa de las exigencias que sus físicos mejorados les imponían.
Lemuel captó el énfasis que Ahriman había puesto en la palabra mejorados, viendo ahí una crítica levemente encubierta a las primeras creaciones del Emperador.
—Con el final de las guerras, el Emperador aumentó su control sobre Terra y miró al cielo, sabiendo que sólo había conseguido dar el primer paso hacia la unidad. Sabía que los Guerreros del Trueno nunca podrían sumarse a él en su búsqueda de los hilos dispares de la humanidad para unirlos de nuevo. Necesitaría otro ejército, un ejército tan superior a los Guerreros del Trueno como ellos eran superiores a los hombres mortales. Pero primero necesitaría generales, poderosos soldados que los pudieran dirigir en la batalla.
—¿Estáis hablando de los primarcas, verdad?
—Sí, así es. El Emperador creó a los primarcas utilizando ciencias y tecnologías perdidas que él había descubierto en sus largas guerras. Con la ayuda de genetistas de la Hegemonía Marciana diseñó seres de tal luminosidad que nunca podría haber otros iguales. Eran la cumbre de la evolución genética, pero el Emperador los perdió antes de que pudieran alcanzar la madurez. Seguro que has oído las leyendas, ¿verdad?
—Sí, pero creía que no eran más que eso, leyendas.
—No —lo contradijo Ahriman, moviendo la cabeza con un gesto negativo—. Son verdades resaltadas por mitos que permiten a los hombres inmortalizar mejor sus hechos. Es mucho más fácil marchar hacia los fuegos de la guerra siguiendo a un guerrero cuyos orígenes son legendarios que a uno que no tiene un pedigrí tan glorioso.
—Supongo que sí —admitió Lemuel—. No lo había pensado de esa forma.
—Pocos lo hacen —dijo Ahriman con una sonrisa—. Pero yo estaba hablando de mí.
—Lo siento. Continuad.
—La herencia biológica de mi pueblo no estaba contaminada por ninguno de los muchos defectos heredados y víricos que eran tan comunes entre otras tribus de Terra, así que el Emperador caminó entre nosotros con su ejército de científicos, haciendo pruebas a todas y cada una de las agrupaciones familiares en busca de los marcadores genéticos adecuados. En mi hermano y en mí encontró lo que estaba buscando y, con la bendición de mis padres, nos llevó a un lugar secreto escondido en las altas montañas que coronan el mundo. Antes de que nos marcháramos, nuestra madre nos dio uno de estos talismanes a cada uno, diciendo que representan la fuerza de Dhul-Qarnayn, el mayor soberano de los achaemenidas. Nos pidió que los mantuviéramos cerca, diciéndonos que el poder del antiguo rey nos mantendría a salvo.
Ahriman tiró de un cordón de cuero que llevaba alrededor del cuello y le mostró un colgante de plata del tamaño de una moneda sobre el que aparecía la imagen de una hoja de roble en relieve, gemela a la que aparecía en su hombrera.
—Una estúpida superstición, por supuesto. ¿Cómo iba a proteger a los vivos un rey que hace decenas de miles de años que se convirtió en polvo? Aunque iba contra el nuevo credo de la razón, guardamos nuestros talismanes cerca durante todo el período de entrenamiento.
—¿Qué clase de entrenamiento?
—Pruebas de fuerza, velocidad y agilidad mental. Desde una edad muy temprana, a la gente de mi cultura se le enseñaba a valorar la verdad sobre todas las cosas, y Ohrmuzd y yo éramos hijos de la realeza, así que hacía mucho que habíamos aprendido a cazar, a matar y a debatir. Sobresalíamos en todos los aspectos de nuestro entrenamiento, y nuestro avance biológico fue una fuente de enorme placer para los científicos que nos atendían y que registraban nuestro progreso. Éramos muchos entrenándonos bajo las montañas, pero gradualmente nos fueron canalizando hacia grupos diferentes, y Ohrmuzd y yo estábamos contentísimos de haber podido seguir juntos cuando muchos otros hermanos fueron separados.
»Crecimos rápidamente, y nos entrenábamos con más esfuerzo que nadie antes ni después de nuestra llegada. Nuestra valentía no tenía igual, y marchamos a la batalla para sofocar los últimos núcleos de resistencia y rebelión de Terra para poner a prueba nuestras habilidades guerreras. Equipados con las más modernas armaduras y con las armas más destructivas, nadie podía igualarnos, y nos bautizaron con el nombre de los Mil Hijos.
»Cuando llegó la hora de abandonar Terra, fue un gran momento. Ni siquiera el triunfo conseguido en Ullanor se puede comparar con el momento de dolor de un mundo entero llorando al ver marchar al arquitecto de la Unificación. La alianza de Terra y Marte se había completado, y el Mechanicum se había superado a sí mismo al construir las flotas de naves que permitieron al Emperador llegar a las estrellas y completar su gran cruzada de unidad. Los cielos que cubrían Terra estaban llenos de naves espaciales, cientos de miles de ellas organizadas en más de siete mil flotas, grupos de reserva y fuerzas secundarias de apoyo. Era una armada diseñada para conquistar la galaxia, y eso era exactamente lo que nos disponíamos a hacer.
Ahriman hizo una pausa en su relato para mirar a Tizca allá abajo, a lo lejos, y levantar los ojos después hacia el espejo negro del océano. Lemuel vio una mirada lejana en sus ojos, y tuvo la poderosa sensación de que Ahriman estaba contando este relato tanto por sí mismo como por Lemuel.
—Los primeros años de la Gran Cruzada fueron de alegría para nosotros, una época de guerra y conquista durante la que barrimos el sistema solar y lo reclamamos una vez más. Más allá de las fronteras de Terra habían arraigado especies hostiles de alienígenas, y nosotros los matamos de forma selectiva, sin misericordia, ennegreciendo sus mundos y sin dejar más que cenizas a nuestro paso.
—Eso no parece una Gran Cruzada —apuntó Lemuel—. Creía que se trataba de ilustrar y del avance de la razón. Eso suena a conquistar por conquistar.
—Tienes que entender que luchábamos por la supervivencia de nuestra especie. Terra estaba rodeada de razas depredadoras por todas partes, y para sobrevivir combatimos con las mismas armas. Fue un tiempo glorioso en el que los astartes conocimos la furia absoluta e imparable de la que éramos capaces. La guerra forja el carácter de un hombre, y eso no es menos cierto cuando se refiere a una legión. No sé si tenía algo que ver con los ecos de los genes reproductores que llevábamos en la sangre, pero lo que sí es cierto es que cada una de las legiones empezó a tomar forma más allá de un simple nombre. Los Ultramarines se ganaron la reputación del orden y la disciplina, de los soldados que aprendían de cada batalla y aplicaban ese conocimiento en la siguiente. Los Devoradores de Mundos, ya te imaginarás cómo aprendieron a luchar.
—¿Y los Mil Hijos?
—Bueno, aquí llegamos a las primeras grietas de nuestra gran aventura —dijo Ahriman.
—¿Grietas?
—Nuestro carácter se manifestó a los cinco años de empezar la cruzada. Nuestros guerreros empezaron a mostrar unas capacidades que iban más allá de lo que habíamos esperado. Yo veía las cosas antes de que ocurrieran y Ohrmuzd podía crear rayos a partir del aire. Otros de nuestra legión podían realizar hazañas parecidas. Al principio estábamos exultantes, creyendo que se trataba de un poder latente codificado en nuestros genes por el Emperador, pero pronto nuestra alegría se convirtió en horror cuando primero uno, y después más guerreros, empezaron a cambiar.
—Como Hastar en Alcaudón —apuntó Lemuel.
—El cambio de la carne, sí —asintió Ahriman, levantándose y desplazándose hasta el extremo del jardín botánico arbóreo. Ahriman se agarró a la barandilla, mirando a la distancia. Lemuel se acercó a él, y tuvo que luchar contra un leve vértigo cuando miró hacia abajo.
—El primer guerrero murió en Bezant, con la carne vuelta del revés y con los poderes fuera de su control. Algo se apoderó de su carne, lo desgarró por entero y lo convirtió en un recipiente para una bestia alienígena del Gran Océano. Pensamos que esto había sido un incidente casual, pero no era así: se trataba de una epidemia.
—¿Tan malo fue?
—Fue peor de lo que puedas imaginar —le respondió Ahriman, y Lemuel lo creyó—. No pasó mucho tiempo antes de que otros también se dieran cuenta. Muchas de las legiones se habían reunido con sus progenitores y algunos de ellos encontraban la idea de nuestros poderes odiosa. Mortarion era el peor, pero Corax y Dorn no eran mucho mejores. Tenían miedo de lo que podíamos hacer y se encargaron de propagar sus mentiras a todos los que quisieran escucharlos, diciéndoles que éramos brujos y que practicábamos sortilegios impuros. No se daban cuenta de que estaban condenando los mismos poderes que les permitían viajar entre las estrellas e incluso propagar sus malintencionados rumores.
Lemuel vio la ira asomar al rostro de Ahriman y cómo la amargura de sus recuerdos estaba provocando que las plantas más cercanas a él se marchitaran y ennegrecieran. Sintió un amago de náuseas en las tripas y contuvo una arcada de bilis mientras Ahriman continuaba.
—Cada año que pasaba, más y más guerreros nuestros sucumbían al cambio de la carne, a pesar de que nos fuimos haciendo cada vez más capaces de reconocer los signos y de tomar medidas para contenerlos. De una forma perversa, mientras más guerreros sufrían el cambio, más fuertes se iban haciendo nuestros poderes. Aprendimos cómo mantener a raya lo peor del cambio de la carne, pero cada vez eran más los que caían presa de él, y las voces de nuestros perseguidores se iban haciendo más y más estridentes. Se llegó a hablar incluso de licenciamos y hacernos desaparecer de la historia imperial.
Lemuel negó con la cabeza.
—Eso es lo que pasa con la historia —dijo el rememorador—. Que tiene la costumbre de recordar las cosas que a ti te gustaría olvidar. Nadie puede llegar a borrarlo todo; siempre queda algún rastro.
—No estés tan seguro, Lemuel —le replicó Ahriman—. La ira del Emperador es algo terrible.
Lemuel percibió la pena en la voz de Ahriman y quiso preguntar más, pero el relato aún no había concluido.
—Ohrmuzd y yo estábamos a la vanguardia de los Mil Hijos, éramos los mejores guerreros y los más poderosos practicantes de las artes. Nos creíamos inmunes al cambio de la carne, pensábamos que nuestro poder era demasiado fuerte para que nos tocara. ¡Qué arrogantes fuimos! Ohrmuzd fue el primero en caer presa de sus efectos, y yo me vi obligado a inmovilizarlo mientras él luchaba contra su carne sublevada.
Ahriman se volvió hacia Lemuel, y éste tembló ante la intensidad de su mirada.
—Imagínate a tu cuerpo rebelándose contra ti, con cada molécula negándose a seguir con su finalidad genéticamente codificada, y tú contando sólo con la fuerza de tu voluntad para evitar que tu carne mute de manera incontrolable, sabiendo todo el tiempo que al final te debilitarás y se apoderará de ti.
»Hice lo que pude por Ohrmuzd, pero poco después de que sucumbiera yo estaba muy afligido. No entré en estasis con el resto de los hermanos caídos, condenados a esperar al final de la Gran Cruzada hasta que se pudiera encontrar una cura, porque yo podía evitar el cambio, aunque sabía que era una batalla que estaba destinado a perder.
Ahriman sonrió, y el dolor de los retortijones de las tripas de Lemuel se calmó.
—Después, ocurrió un milagro. Llegamos a Prospero y el Emperador encontró a Magnus.
—¿Cómo fue lo de reuniros con vuestro padre perdido? —quiso saber Lemuel.
—Magnus fue nuestra salvación —dijo Ahriman con orgullo—. Descendimos a la superficie del planeta al lado del Emperador, aunque recuerdo poco de la primera reunión entre padre e hijo porque sufría dolores atroces al intentar mantenerme inmutable. Fue una época oscura para nuestra legión, y al mismo tiempo, una época de gozo. Teníamos claro que no podíamos continuar de aquella manera, ya que el cambio de la carne se estaba llevando a demasiados de nosotros y no había nada que pudiéramos hacer por detenerlo. Aun cuando estábamos desesperados, también nos alegramos, ya que por fin nos habíamos reunido con el padre genético de nuestra legión.
Lemuel sonrió al sentir el cariño del recuerdo en la voz de Ahriman. El capitán de la Primera Hermandad miró hacia la pirámide de Photep, y una expresión indescriptible cruzó su cara, como la de un hombre que teme enfrentarse a un recuerdo de culpabilidad que ha enterrado muy hondo.
—Al día siguiente de que el Emperador se hubiera marchado de Próspero, más y más integrantes de la legión cayeron presa del cambio. Aunque yo lo había resistido durante más tiempo que ningún otro, también sucumbí y mi cuerpo empezó a rebelarse. Mis poderes rugían descontrolados, pero lo único que recuerdo de ese día es el horror de saber que pronto sería poco más que algunas de las cosas monstruosas que habíamos matado en nuestra expansión desde Terra. Pronto sería necesario que me sacrificaran como a una bestia.
»Después recuerdo una voz tranquilizadora en mi cabeza, suave y sedosa, como yo imaginaba que sería la voz de un padre que consuela a su hijo enfermo. La oscuridad me invadió, y cuando me desperté, mi cuerpo estaba perfectamente y sin una sola marca. El cambio de carne casi nos había destruido, y aun así estábamos enteros y con el control de nuestros cuerpos una vez más. La legión se había salvado, pero yo no sentí gozo aquel día, porque una parte de mí había muerto.
—Vuestro hermano gemelo —apuntó Lemuel.
—Sí. Yo estaba entero, pero Ohrmuzd había muerto. Su cuerpo había sufrido demasiados estragos durante el cambio de carne y no se podía hacer nada para salvarlo —dijo Ahriman—. Cogí su hoja de roble de plata y la incorporé a mi armadura. Su recuerdo no merecía menos.
—Quiero presentaros mis condolencias de nuevo —dijo Lemuel.
—Ninguno de nosotros podía recordar nada de cómo ocurrió ese milagro, pero estábamos vivos, aunque quedábamos escasamente unos mil.
—El nombre de la legión —apuntó de nuevo Lemuel.
—Literalmente —admitió Ahriman—. Ahora sí que éramos verdaderamente los Mil Hijos.
Lemuel frunció el ceño.
—Esperad, eso no tiene sentido. Ya se os conocía como los Mil Hijos antes de que alcanzarais Prospero, ¿no?
—Sí.
—¿Por qué?
—¿Por qué qué?
—¿Por qué ese nombre en especial? El nombre de la legión sólo tiene sentido después de que Magnus os salvara en Prospero —explicó Lemuel—. Y sin embargo, se os conocía como los Mil Hijos antes de eso. Así que, ¿se trata sólo de una coincidencia formidable que por casualidad sólo quedarais mil supervivientes?
—Ahora estás pensando como un practicus —dijo Ahriman con una sonrisa—. No dejo de decirte que la coincidencia no existe.
—Entonces, ¿qué me estáis diciendo? ¿Que el Emperador vio lo que os estaba ocurriendo y supo que Magnus salvaría a mil de vosotros?
—Quizá. El Emperador ha visto muchísimas cosas —respondió Ahriman, aunque Lemuel sintió en sus palabras que estaba evadiendo la cuestión—. Sí, Magnus nos salvó, pero nunca dijo cómo lo había hecho.
—¿Eso importa? —le preguntó Lemuel—. Os salvó. ¿No es suficiente con eso?
Ahriman levantó la vista al cielo.
—Eso aún está por ver, pero creo que sí importará. Creo que importará, y mucho.
Aunque estaba muy preocupada por Kallista, Camille estaba disfrutando demasiado de su día de exploración como para preocuparse de su amiga enferma. Se había tirado de la cama, le había dado un beso de despedida a Chaiya y se había encaminado a su lugar de encuentro con Khalophis sin que Kallista Eris le viniera siquiera a la cabeza. Se sentía culpable por eso, pero no lo suficiente como para dejar pasar la oportunidad de explorar la Desolación de Prospero.
El disco volador de Khalopis los llevó a la ciudad en ruinas en menos de una hora, lo que desilusionó a Camille hasta que él le dijo la distancia que habían recorrido y la velocidad a la que habían viajado. Tizca estaba muy lejos a su espalda, y ella se preguntó por qué todo el mundo seguía llamando «la Desolación» a las tierras que estaban más allá de Tizca, ya que nada podía alejarse más de la realidad. El paisaje era más exuberante que nada que ella hubiera podido imaginar. Unos bosques inmensos y unas llanuras abiertas se extendían hasta perderse en el horizonte, y unos ríos cristalinos se derramaban en espumosas cataratas que caían de las montañas.
Khalophis había pilotado el disco con tanta habilidad que a ella le pareció sorprendente. Esperaba que lo hiciera con brusquedad y sin ninguna clase de sutileza. La sensación de velocidad al atravesar volando esta tierra había sido electrizante, y que se le permitiera explorar las ciudades lejanas de Prospero era algo tan cercano a la perfección como ella hubiera podido imaginar.
Camille levantó la mirada hacia las altas pilas de piedra y hierro ennegrecidos que se alzaban por encima de ella. Las estructuras estaban envueltas por el follaje y se mecían suavemente con los vientos fríos que bajaban desde el otro extremo del valle. Cientos de esqueletos de estructuras dispuestos en lo que parecían diseños en cuadrícula salpicaban la boca del valle, y el suelo a sus pies parecía rococemento descolorido, agrietado y levantado por la paciente maleza.
Las pilas de cascotes se amontonaban al pie de las estructuras, como si los revestimientos de suelos y paredes se hubieran caído, empujados por las incansables fuerzas de la naturaleza.
Durante el curso de la mañana y de las primeras horas de la tarde habían descubierto algunas que todavía conservaban intactos elementos de su estructura interna, pero eran pocas y estaban muy alejadas entre sí.
Khalophis la seguía con el bólter apoyado sobre el hombro de forma despreocupada mientras la observaba capturar con el pictógrafo imágenes de las estructuras. Ya tenía imágenes como para montar una biblioteca, pero las cosas que había tocado hasta ese momento eran de escaso interés.
—¿Has encontrado algo ya? —le preguntó Khalophis—. Estas ruinas me aburren.
—Nada todavía —respondió Camille.
—Deberíamos irnos. En este valle ha habido cierta actividad de psiconeueins últimamente.
Lemuel había mencionado a los psíquicos una vez. Parecían ser algo horrible, pero con un guerrero como Khalophis para protegerla no estaba excesivamente preocupada.
—No podemos irnos todavía —dijo ella, hundiéndose en las sombras de una estructura intacta en su mayor parte que hacía eco de sombras y de corrupción—. Hasta ahora, todo lo que he tocado ha sido construido por máquinas y sin memoria. No me sirven para nada. Éste está en unas condiciones bastante buenas, así que podría contener algo de valor.
El interior del edificio apestaba a abandono y a humedad, y sus sombras eran refugio de animales salvajes que tenían su hogar en la Desolación de Prospero. La luz entraba por los agujeros de las paredes y caía en lanzas desde arriba. Había polvo suspendido en el aire y las motas se movían bajo la luz empujadas por la brisa.
Camille respiró profundamente, saboreando la edad de la estructura en las rancias fragancias. Allí había historia, historias que ella podría destapar si consiguiera encontrar sólo una cosa que hubiera pertenecido alguna vez a una persona viva, a una persona que respirara.
—Por aquí —le dijo, encaminándose hacia unas escaleras combadas de acero que conducían al siguiente nivel.
—Eso no parece muy seguro —le advirtió Khalophis al ver las barandillas oxidadas.
—Me conmueve su preocupación —le respondió Camille—, pero ha resistido mil años así. Supongo que durará una tarde más, ¿no le parece?
—No lo sé. No soy ingeniero.
Ella intentó averiguar si estaba de broma, pero desistió cuando su expresión no se alteró.
—De acuerdo entonces —dijo ella dándose la vuelta—. Ya he subido por un montón de escaleras desvencijadas y ésta está bien.
Se volvió y empezó a subir, esperando que las fuerzas imprevisibles de la comedia no estuvieran a punto de depositarla sobre un montón de escaleras rotas cubierta de vergüenza. Afortunadamente aguantaron, aunque gimieron y chirriaron de forma alarmante cuando Khalophis cargó su peso sobre ellas.
El piso superior estaba igual de desolado que el inferior, con el suelo gris cubierto de polvo, suciedad y escombros de los niveles superiores. La mayoría de los pisos más altos se había derrumbado, dejando al edificio poco más que como una chimenea, con algún trozo ocasional de suelo y con algunos pilares de la estructura elevándose en el aire. Se oía el revolotear de los pájaros, y percibió un débil susurro de alas en unos nidos que estaban muy arriba.
—¿Qué esperas encontrar aquí? —quiso saber Khalophis—. Todo está destrozado. Si hubiese algo de lo que aprender aquí, ¿no crees que ya lo habríamos encontrado a estas alturas?
Camille le dirigió una sonrisa de seguridad en sí misma.
—Un astartes no puede mirar como yo miro.
Khalophis gruñó.
—Ninguno de vosotros los rememoradores habéis hecho nada que valga realmente la pena desde que os unisteis a nosotros. Ha sido una pérdida de tiempo traerte aquí. Todavía no he visto nada especial.
Ella no le hizo caso y se movió a través de los restos del edificio, parándose de vez en cuando a examinar los escombros por si hallaba algo que pudiera resultar útil. Había distintos restos de lo que podrían haber sido efectos personales en algunas de las pilas, pero estaban tan carentes de vida como las propias ruinas.
Algo se movió por encima de ella, un crujido de piedra y un suave gruñido animal. Camille levantó la vista y vio una sombra que revoloteaba; un pájaro sorprendido a cuyo nido ella se había aproximado demasiado sin darse cuenta. Miró detenidamente hacia un rincón del edificio, donde vio una colección de palos de madera y de lo que parecían hojas de metal colocados de una manera demasiado intencionada como para que fuese algo casual.
—¿Tiene alguna luz en esa armadura suya? —preguntó Camille—. ¿O una linterna?
—Puedo hacer algo mejor que eso —le respondió Khalophis con satisfacción.
Extendió la mano y una bola de luz apareció en el aire delante de él. Era más brillante que el soplete de un soldador e iluminó toda la estructura en ruinas.
—Impresionante —dijo Camille, entrecerrando los ojos ante tal brillo.
—Esto no es nada. Es casi insultante utilizar mis poderes para algo tan insignificante.
—Sí, vale, pero es demasiado brillante. ¿Puede atenuarla un poco?
Khalophis asintió y la intensidad de la luz se atenuó hasta un nivel que le permitía ver. Aquella luz proyectaba profundas sombras negras y revelaba el estado de deterioro de la estructura en toda su dimensión. A pesar de que el edificio en ruinas tenía poca memoria recuperable, Camille sintió una momentánea punzada de tristeza por la civilización que había desaparecido miles de años antes de que ella naciera.
La gente había vivido y muerto aquí, donde habían pasado sus vidas soñando con épocas mejores y trabajando para proveer para sí mismos y para sus familias. Ahora eran polvo, y que estuvieran tan olvidados hizo que a Camille se le encendiera una lucecita. Se movió alrededor de las barricadas, puesto que una serie de artículos dispuestos así no podían tener otra finalidad, y vio un montón de esqueletos cubiertos de telarañas cuyos huesos se mantenían unidos por lo que parecía algún tipo de resina endurecida.
—No se dieron cuenta de la facilidad con la que se lo podrían quitar todo —dijo ella.
—¿Quiénes?
—La gente que vivía aquí —le explicó Camille, arrodillándose junto al cuerpo más próximo. Aunque no era ninguna experta en el estudio de los huesos, su tamaño sugería que pertenecía a un hombre—. Seguro que alguno de ellos se despertó y pensó: «Éste es el día en el que termina nuestro mundo, así que será mejor que haga que sirva para algo».
Levantó la vista hacia Khalophis.
—Nada es permanente y no importa cuánto podamos llegar a pensar que sí lo es. Supongo que eso es lo que estoy aprendiendo aquí.
—Algunas cosas permanecerán —le replicó Khalophis con la certeza de un fanático—. El Imperio.
—Espero que tengáis razón —dijo Camille sin deseos de enzarzarse con él en una discusión sobre el futuro del Imperio.
Se quitó uno de los guantes y tocó el esqueleto con cautela, medio esperando que se deshiciera en polvo a su contacto. Era un milagro que ninguno hubiera sucumbido ya a los estragos del tiempo, pero la resina endurecida parecía ser la causa de su conservación.
Oyó el susurro de pájaros asustados en lo alto, pero cerró su mente al ruido mientras pasaba la mano por las endurecidas clavículas del esqueleto del hombre muerto, y se dio cuenta de que la tapa del cráneo estaba separada. Colgaba hacia un lado, como una puerta abisagrada que hubieran abierto desde el interior.
Cerró los ojos dejando que la calidez familiar fluyera desde su mano hasta el interior de la reliquia de tiempos pasados. El poder se movió dentro de ella y sintió la urgencia del hombre cuyo cráneo estaba tocando, tirando de ella hacia abajo, hacia su vida y sintiendo cómo crecían sus emociones al dirigirse hacia ella.
Demasiado tarde Camille se dio cuenta de que se trataban de dolor y locura. Intentó retirar la mano, pero la urgencia roja de la agonía fue demasiado rápida para ella y un dolor abrasador le apuñaló el cerebro como una lanza caliente. La sangre le salió a chorros de la boca cuando se mordió la lengua. Camille gritó cuando el último momento angustiado del hombre la rajó por dentro. Unas terribles imágenes de gusanos blancos dándose un banquete, de carne reventada y de seres queridos agonizando fueron abrasándola hasta llegar a su conciencia.
Se sacudió como si se hubiera visto atrapada por una corriente de alta energía, rechinando los dientes y con los tendones tensados al máximo cuando abrió la boca de golpe en un grito silencioso.
Y entonces se acabó. Sintió que unas manos ásperas se la llevaban y el momento de conexión con el hombre muerto se rompió. Unas imágenes inciertas permanecieron grabadas en su visión, y jadeó con el horror de los últimos momentos del hombre. Había tocado a los muertos antes, y siempre había podido aislarse de sus finales, pero éste había sido demasiado terrible e intenso para poder ignorarlo. La boca le sabía a metal y escupió un chorro de sangre.
—Te dije que no debíamos habernos quedado tanto tiempo —gruñó Khalophis.
—¿Qué? —fue todo lo que pudo decir mientras veía a Khalophis por encima de ella. Un pesado guantelete la agarró del hombro. El otro estaba coronado por una oscilante llama naranja.
—Psiconeueins —masculló Khalophis, arrastrándola hacia las escaleras.
Entonces lo oyó ella: un zumbido como el de un enjambre de vespidaes y el batir excitado de lo que parecía una explosión de alas, como si una bandada de pájaros depredadores emprendiera el vuelo.