VEINTITRÉS
![](/epubstore/M/G-Mcneill/Los-Mil-Hijos/OEBPS/Images/aquila.jpg)
VEINTITRÉS
PYRAE DESATADA
SI ESTÁS MUERTO
LA CUEVA REFLECTANTE
—¡Corre! —le gritó Khalophis cuando el frenético zumbido se hizo más fuerte. Camille levantó la mirada y vio un enjambre de seres alados lanzándose desde sus guaridas escondidas en la oscuridad de la estructura en ruinas.
El terror invadió sus extremidades con una angustia paralizante.
El estruendo de cientos de patas de insectos resonó en la estructura de acero cuando grandes cantidades de psiconeueins bajaron frenéticos por todo el edificio con una hambre alienígena. Camille vio cientos de ellos, horribles monstruos con forma de insectos con extremidades como pinzas y probóscides para alimentarse. El zumbido de cientos de alas y el repiqueteo quitinoso de mandíbulas intentando morder fue subiendo de volumen sin parar.
Algo se movió detrás de ella y se volvió, encontrándose con una de aquellas horribles criaturas parecidas a escarabajos. Tenía un cuerpo segmentado y brillante con seis patas largas que rezumaban una resina repelente. Movía las alas demasiado rápido para poder verlas y apestaba a carne podrida.
Las mandíbulas sobresalían de una cabeza hinchada que tenía una superficie grotescamente parecida a la de un cerebro humano horadado por ojos multifacéticos que le devolvían su reflejo horrorizado.
La criatura se lanzó hacia adelante, pero estalló en llamas antes de que pudiera alcanzarla. El cadáver calcinado la golpeó en el pecho y se desintegró en cenizas calientes.
Ella gritó, y todavía se sacudía frenéticamente los restos humeantes del regazo cuando Khalophis la alzó y se la metió en el hueco del brazo con la misma facilidad con la que un hombre cogería a un niño pequeño.
—Te dije que corrieras —le soltó—. Vosotros los mortales nunca hacéis caso.
Khalophis se dirigió a la escalera, pero una bandada de psiconeueins venía arrastrándose hacia arriba.
—Malditas cosas —gruñó el astartes, y dirigió su mano vacía hacia ellos. Una pared de llamas rojas se levantó del suelo, consumiendo a las criaturas en cuestión de segundos.
No había hecho más que despachar a esos psiconeueins, cuando otros más aterrizaron sobre las salientes vigas y los montones de escombros. Camille contó por lo menos una docena.
Como si una sola inteligencia controlara a las bestias, echaron a volar al mismo tiempo. Descendieron en picado hacia ellos y el chirriar de sus alas sonó como un grito de guerra.
—¿Vosotros os creéis que va a ser tan fácil? —rugió Khalophis, llenando el aire a su alrededor con bolas de llamas fosforescentes, haciéndolas girar como si se tratara de juegos malabares con fuego. Los psiconeueins planearon acorralados, siseando y escupiendo mientras las abrasadoras esferas tejían un entramado de llamas alrededor de sus presas. A cada segundo que pasaba, aparecían más criaturas.
Khalophis la puso en el suelo.
—Quédate detrás de mí. Haz lo que te diga cuando te lo diga y vivirás. ¿Entendido?
Camille asintió con la cabeza, demasiado aterrorizada como para hablar.
El guerrero astartes lanzó un torrente de llamas desde sus manos hacia el grupo de psiconeueins más numeroso, y chillaron de furia mientras ardían. Una parte de su mano izquierda mandó un rayo de fuego a un psiconeuein que se atrevió a lanzarse contra él desde arriba. La mano derecha irradió una invisible ola de calor hacia el exterior. Una docena de bestias reventaron espontáneamente cuando las moléculas de sus cuerpos se sobrecalentaron hasta alcanzar temperaturas explosivas.
El aire era abrasador, y Camille sintió cómo le quemaba la piel tras la protección de fuego que los rodeaba. Otros fuegos secundarios iban llenando el aire de humo carbonizado y hollinoso. Los ojos le escocían y cada vez que respiraba le resultaba dolorosamente trabajoso.
—¡No puedo respirar! —jadeó.
Khalophis bajó la mirada hacia ella.
—Apáñatelas.
Más psiconeueins se dirigieron hacia Khalophis, pero ninguno de ellos pudo atravesar sus barreras protectoras de calor. Camille se hizo un ovillo en el suelo y se cubrió la boca con la mano. Intentó respirar de forma superficial, pero el terror estaba empezando a poder con ella y sintió que la vista se le empezaba a oscurecer.
—Por favor —boqueó con el poco oxígeno que le quedaba en los pulmones.
Khalophis se inclinó y tiró de ella hasta ponerla de pie.
—Quédate aquí de pie —le ordenó—. Permanece dentro de la calima y podrás respirar.
Camille casi no podía mantenerse derecha, pero sintió cómo se desvanecía el calor, como si acabaran de abrir la puerta de una cámara frigorífica delante de ella. Aspiró ansiosamente bocanadas de aire frío, y vió una ondulación en la atmósfera vaporosa que la rodeaba. Más allá de la calima, el fuego y el humo rugían sin control mientras que el poder de Khalophis consumía todo lo que hubiera de combustible a su alcance. Y nada de eso la tocó a ella, como si estuviera dentro de una burbuja herméticamente sellada.
Khalophis luchaba con la furia de un gladiador mientras los psiconeueins lo asaltaban desde todos lados. Eran tantos que no parecía que pudieran acabarse, y se lanzaban contra el guerrero con un furioso abandono.
—¡Arded, monstruos! —gritó Khalophis, matando con chorros de fuego, puñales abrasadores y olas de aire sobrecalentado. A pesar del terror que la embargaba, Camille percibió la tensión en su voz. El poder de los guerreros del culto Pyrae era espectacular, pero también lo era el coste.
Con cada demostración de maestría psíquica, la furia de los monstruos que los atacaban se redoblaba.
Ella intentaba recordar lo que Lemuel le había dicho sobre los psiconeueins, pero sólo se acordaba de que se reproducían picándote y poniendo los huevos en tu cuerpo. Un dato saltó a la primera línea de su conciencia y, a pesar del calor, un escalofrío le corrió por la columna vertebral.
—¡Son sus poderes! —le gritó—. Se sienten atraídos por nosotros a causa de sus poderes. Los están volviendo locos. ¡Tiene que dejar de usarlos!
Khalophis cortó de un tajo media docena de psiconeueins en el aire con una brillante espada de fuego que surgió de su puño. En esa breve tregua, se volvió hacia ella con la cara goteándole de sudor y con los ojos hundidos por el cansancio.
—¡El fuego es lo único que nos está manteniendo con vida! —gritó mientras trazaba un círculo con la espada hacia otros tres más se dirigían hacia él.
—¡Eso va a ser lo que nos va a matar si no deja de usarlo!
Un psiconeuein sibilante aterrizó sobre los restos destrozados de un muro en ruinas, con el tórax hinchado y goteando. En su parte trasera se agitaba un largo aguijón y ella gritó cuando saltó hacia Khalophis.
—¡Cuidado detrás! —chilló ella.
Khalophis se dejó caer sobre una rodilla y mató al monstruo con una mirada. Un grupo de ellos ocupó su lugar con los aguijones tiesos y terriblemente afilados. ¡Y qué más daban los huevos! Si alguno la picaba, la mataría antes de que pudieran utilizar su cuerpo como incubadora.
Khalophis gruñó y la espada de fuego se desvaneció. Barrió a su alrededor con el bólter, empujando la corredera hacia atrás y disparando tres ráfagas hacia el grupo de psiconeueins.
—¡Retrocede hacia la escalera! —gritó Khalophis, sin dejar de disparar mientras se movía—. Si conseguimos llegar al disco estaremos a salvo.
Camille asintió, intentando mantenerse tras el guerrero, ya que su capullo aislante se había desvanecido.
Todo el suelo estaba en llamas, con charcos de acero fundido y cadáveres disolviéndose desperdigados por el suelo. El humo volvió a llenarle los pulmones de alquitrán y tosió mientras su cuerpo luchaba por conseguir oxígeno. Un psiconeuein se estrelló contra Khalophis con el cuerpo en llamas, y el guerrero gigante se tambaleó. Lo apartó de un manotazo, pero esa momentánea falta de concentración hizo que su descarga de fuego de bólter decayera.
Tres psiconeueins saltaron sobre él con los aguijones dirigidos a la armadura de Khalophis. Dos de ellos se rompieron con el impacto, pero el tercero se le clavó en la cintura a través del cableado que se encontraba bajo su peto. Gruñó y despanzurró a la bestia con el puño. Sonó el estruendo del bólter y los psiconeueins reventaron como muñecos de tiro al blanco.
Khalophis cambió el cargador de su bólter con mano experta y soltó otra ráfaga de disparos cuando más bestias entraron volando. El fuego se había apoderado de todo el edificio y Camille sentía cómo el suelo se movía bajo sus pies a medida que las vigas se derretían a causa del insoportable calor. El zumbido de las alas quedaba prácticamente silenciado por el crepitar de las llamas y el crujido de los elementos estructurales.
—¡La escalera! —gritó ella.
El camino hacia abajo estaba en llamas, con los hierros combados al rojo vivo y derritiéndose. No había forma de bajar por allí.
Khalophis lo vio al mismo tiempo y negó con la cabeza, como si le disgustara la fragilidad de la mujer.
—Espera —dijo él colgándose el bólter y echándosela a ella al hombro.
Los psiconeueins se lanzaron contra ellos, pero Khalophis ya se estaba moviendo. Corrió a través de las llamas con la cabeza bajada como un ariete viviente. Los psiconeueins chocaban contra él; unos reventaban contra su armadura y otros lo apuñalaban con sus largos aguijones. Camille gritó de dolor cuando una púa que sobresalió de su hombrera se le clavó en el costado. Miró hacia arriba a tiempo para ver que Khalophis iba corriendo hacia una cortina de fuego. Gritó cuando él saltó dentro.
Un calor abrasador la rodeó, pero el muro de fuego se abrió como si se tratara del telón de un teatro cuando Khalophis dejó escapar un nuevo estallido de sus poderes.
Después cayeron, y Camille cerró los ojos cuando el suelo empezó a precipitarse hacia arriba, hacia ella. Khalophis preparó las piernas mientras bajaba, y cayó violentamente pero sin dejar de moverse, como si su salto a través de las llamas no tuviera la más mínima importancia. Camille sintió cómo se le rompía una costilla con el impacto del golpe contra su armadura, pero apretó los dientes para aguantar el dolor. Khalophis siguió corriendo, saliendo a toda velocidad por el hueco de la puerta que llevaba de vuelta al mundo exterior en una explosión de piedras y polvo de yeso. Siguió disparando el bólter con una sola mano por encima del hombro. Los alaridos alienígenas le decían a Camille que cada uno de los disparos era mortal. Independientemente de cualquier otra opinión que pudiera tener sobre Khalophis, estaba claro que era un guerrero superlativo.
Camille consiguió hacer llegar aire gloriosamente limpio a sus pulmones, y casi al instante se le aclaró la vista y pudo respirar con facilidad.
Los psiconeueins salían en bandada del edificio en llamas. El humo brotaba a chorros por las ventanas rotas y las llamas danzaban lamiéndolo todo. La estructura se combó y tembló cuando los elementos de soporte empezaron a derretirse. Trozos de ladrillo y piedra comenzaron a caer desde los niveles superiores.
Khalophis se la bajó del hombro sin ninguna ceremonia y ella ahogó un grito cuando los extremos de su costilla rota impactaron uno contra el otro.
—Sube —le ordenó Khalophis, y ella miró a su espalda y se encontró con la forma bienvenida del disco volador. El astartes lanzó su bólter al interior del vehículo y se subió al asiento del piloto.
Camille se obligó a enderezarse usando los tubos de escape de la nave, y, como pudo, abrió la escotilla del compartimento de la tripulación mientras que los motores se aceleraban con un gemido creciente.
El enjambre de psiconeueins estaba prácticamente encima de ellos, y el zumbido de sus alas frenéticas era ensordecedor. Menos de veinte metros los separaban de la vanguardia de los monstruos.
—¡De prisa, por el Trono, de prisa! —gritó ella mientras subía.
—¿Estás dentro? —preguntó Khalophis con urgencia.
—Dentro —respondió ella, aplastándose contra uno de los asientos envolventes y poniéndose el arnés de sujeción alrededor del cuerpo. El gemido de los motores cambió de tono y el disco volador dio un salto hacia adelante; la impresionante aceleración hizo que la cabeza se le fuera violentamente hacia atrás contra el fuselaje. Mantuvo los ojos cerrados un largo instante, casi sin atreverse a respirar mientras los segundos iban pasando.
El ruido del motor se hizo más profundo y la voz de Khalophis sonó como una interferencia por el intercomunicador.
—Vía libre —dijo—. ¿Qué tal por ahí atrás? ¿Estás bien?
Le hubiera gustado hacerle algún comentario más que el dolor que hubiera hablado por ella.
En vez de eso, escupió otro chorro de sangre y asintió.
—Sí, supongo. Creo que me he roto una costilla, tengo los pulmones como si me hubiera tragado cinco litros de alquitrán ardiendo y gracias a esta forma de pilotar pisando a fondo tengo un terrible dolor de cabeza, pero viviré.
—Me sirve —dijo Khalophis—. Todo lo que necesito es que estés viva.
—Me conmueve su preocupación —dijo ella antes de añadir—: pero gracias por salvarme la vida.
Khalophis no dio señales de haberla oído y pasaron el resto del viaje de vuelta a Tizca en un silencio doloroso.
Un suave canturreo llenaba la zona de enfermería. Kallista estaba reclinada en la cama con los ojos cerrados y el pecho le subía y le bajaba con una respiración rítmica. Tenía la piel cenicienta, apagada y sin brillo. Le habían afeitado la cabeza y Lemuel deseaba poder hacer algo más por ella, aparte de estar sentado junto a su cama cogiéndole la mano.
Camille y él se habían estado turnando alternativamente para quedarse sentados junto a su cama, pero Lemuel llevaba allí casi cuarenta y ocho horas y empezaba a sentir que tenía pesas de plomo en los párpados. Una batería de máquinas de paneles de color avellana con numerosos diales dorados y los indicadores de las placas pictográficas emitían pequeños pitidos junto a la cama de Kallista. Unos largos cables de cobre serpenteaban desde los enchufes que se encontraban a su lado hasta ciertos puntos de su cráneo, y unos globos chisporroteantes zumbaban suavemente en los extremos superiores.
Los ojos de Kallista pestañearon hasta abrirse y sonrió débilmente al verlo.
—Hola, Lemuel —dijo con una voz que sonó como pasos sobre hojas muertas.
—Hola, cariño —le contestó él—. Tienes buen aspecto.
Kallista intentó reírse, pero hizo una mueca de dolor.
—Lo siento —dijo Lemuel—. No debería hacerte reír; has forzado demasiado los músculos.
—¿Dónde estoy?
—En el ala de neurología de la pirámide de los Apotecarios —le informó Lemuel—. Después de lo que te pasó, parecía el lugar más sensato al que traerte.
—¿Qué me ha pasado? ¿He tenido otro ataque?
—Me temo que sí. Intentamos coger tu sakau, pero ya era demasiado tarde —dijo Lemuel, decidiendo no comentarle lo que Kallista había dicho en su delirio.
Kallista levantó un brazo y se lo llevó a la frente, arrastrando tras de sí una colección de tubos transparentes y de cables de los monitores que estaban sujetos a una cánula que tenía insertada en el dorso de la mano. Se tocó la cabeza y frunció el ceño, acariciando suavemente su cráneo y los electrodos de metal que tenía en el cuero cabelludo.
—Sí, siento lo de tu pelo —dijo Lemuel—. Tuvieron que afeitártelo para colocarte esos electrodos.
—¿Por qué? ¿Para qué son?
—Ankhu Anen trajo los aparatos del templo de los corvidae. Fue un poco reservado cuando le pregunté qué eran, pero finalmente me dijo que controlan la actividad etérea de tu cerebro y sofocan cualquier intrusión. Hasta ahora parece que funcionan.
Kallista asintió y estudió lo que la rodeaba.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí?
Lemuel se pasó las manos por la barbilla.
—Mi barba dice que tres días.
Ella sonrió y se incorporó un poco más en la cama. Lemuel le sirvió agua y ella se bebió el vaso entero con ganas.
—Gracias, Lemuel, eres un buen amigo.
—Hago lo que puedo, tesoro —dijo él antes de continuar—. ¿Recuerdas algo de lo que viste? Sólo te lo pregunto porque Ankhu Anen parecía pensar que podría ser importante.
Kallista se mordió el labio inferior y él vio un reflejo de la expresión aterradora que había mostrado en Voisanne’s.
—Un poco —dijo ella—. Vi Tizca, pero no como la conocemos. No hacía sol y la única luz provenía de los incendios.
—¿Los incendios?
—Sí, la ciudad estaba ardiendo —afirmó Kallista—. Estaba siendo destruida.
—¿Por quién?
—No lo sé, pero vi la sombra de una bestia que acechaba entre las nubes de la tormenta, y también oí aullidos que venían de muy lejos —continuó Kallista con los ojos llenándosele de lágrimas que bajaron raudas por sus mejillas—. Todo estaba en llamas y los cristales caían como si fuera lluvia. Todos los fragmentos eran como espejos rotos y cada uno de ellos tenía la imagen de un solo ojo que miraba fijamente devolviéndome la mirada.
—Menuda visión —comentó Lemuel cogiéndole la mano y acariciándole el brazo.
—Fue horrible, y no es la primera vez que he tenido una así. No reconocí Tizca la primera vez que la vi, pero ahora que estoy aquí, estoy segura de que era la misma. —De repente se le ocurrió algo—. Lemuel, ¿escribí algo esta vez?
Él asintió.
—Sí, pero no tenía ningún sentido. Ankhu Anen está intentando descifrarlo.
Kallista cerró los ojos y se limpió las lágrimas con la mano. Inspiró con un estremecimiento y después sonrió cuando alguien abrió la puerta tras él. Lemuel se volvió y vio a un hombre alto de anchos hombros que llevaba el uniforme de capitán de la Guardia de las Torres. Era ridículamente atractivo, de facciones morenas y una mandíbula que parecía esculpida, como la de cualquier imagen heroica de un Hektor o un Alkilles.
A Lemuel no le gustó casi inmediatamente.
La chaqueta carmesí de su uniforme estaba inmaculadamente planchada, decorada con botones de latón dorado, alamares también dorados y numerosas medallas. Llevaba un casco plateado bajo el brazo, y un largo sable curvo iba enfundado a la cadera junto a una brillante pistola láser.
—Sokhem —lo saludó Kallista con una sonrisa agradecida.
El soldado hizo un rápido gesto de cabeza hacia Lemuel y le tendió la mano.
—Capitán Sokhem Vithara, señor. 15.ª de la Infantería de Asalto Prosperina.
Lemuel tomó la mano que le ofrecía e hizo una mueca de dolor ante la fuerza del apretón de Vithara.
—Lemuel Gaumon, rememorador, 28.ª Flota Expedicionaria.
—Un placer. Kalli me ha hablado de su amistad y se lo agradezco, señor.
Lemuel sintió cómo su antipatía desaparecía ante la sonrisa afable y el encanto natural de Vithara. Se obligó a sí mismo a sonreír, sabiendo que ya no se le necesitaba.
—Un placer conocerlo también, capitán Vithara —dijo levantándose y recogiendo su abrigo—. Ahora los dejaré solos.
Levantó suavemente la mano de Kallista y se la besó.
—Vendré a verte más tarde, querida.
Ella lo agarró por el hombro y tiró de él hasta acercarlo para susurrarle al oído.
—Quiero irme de Próspero —le dijo—. No puedo quedarme aquí. Ninguno de nosotros puede.
—¿Qué? No, querida, no estás en condiciones de ir a ninguna parte.
—No lo entiendes, Lemuel. Este mundo está condenado; he visto la agonía de su muerte.
—No sabes qué es lo que viste realmente —dijo Lemuel irguiéndose.
—Sí que lo sé —le replicó ella—. Sé muy bien lo que era.
—No puedo marcharme. Todavía me queda mucho que aprender de los Mil Hijos.
—No puedes aprender si estás muerto —le respondió Kallista.
Lemuel dejó a Kallista y al capitán. Vithara juntos y se dirigió a la salida del ala de neurología. Aunque no sentía nada por Kallista más allá de la amistad, tuvo que admitir ciertos celos al haber visto a su atractivo pretendiente.
Sonrió al pensarlo, reconociendo lo absurdo que era.
—Eres un romántico incorregible, Lemuel Gaumon —se dijo a sí mismo—. Y eso te va a matar.
Cuando se aproximaba a la salida, una puerta se abrió deslizándose delante de él y el buen humor se le evaporó al instante al ver a un guerrero astartes que parecía recién llegado de una zona de guerra. Llevaba la armadura chamuscada por quemaduras y le sobresalían numerosas púas de las hombreras y de los muslos. Reconoció a Khalophis, pero no fue su aspecto lo que hizo que se detuviera en seco.
Llevaba a Camille en brazos y tenía un aspecto terrible.
La sangre le apelmazaba el pelo y la ropa, tenía la piel de un color rojo intenso y se apretaba una mano contra un lado del pecho, sofocando jadeos de dolor a cada paso que daba Khalophis.
—¡Camille! —gritó Lemuel corriendo hacia ella—. ¿Qué demonios ha pasado?
—Lem —gimió ella—. Nos atacaron.
—¿Qué? —preguntó Lemuel, levantando la vista hacia la pesada forma de Khalophis—. ¿Quién?
—Apártate de mi camino, mortal —le soltó Khalophis esquivando a Lemuel.
Se volvió y corrió para mantener el mismo ritmo que el guerrero.
—Dígame lo que pasó —le pidió.
—Ella estaba explorando las antiguas ruinas, a pesar de que ya le había dicho que era peligroso, y molestamos a un nido de psiconeueins.
A Lemuel la sangre se le heló ante la mención de los depredadores psíquicos nativos de Prospero.
—¡No, por el Trono! —exclamó, poniéndose justo delante de Khalophis.
El astartes le lanzó una mirada feroz y Lemuel pensó que iba a atravesarlo directamente.
—Camille, escúchame —dijo Lemuel levantándole los párpados. Tenía las pupilas dilatadas y casi completamente negras, y él no sabía si eso era bueno o malo—. ¿Cómo te sientes?
—Como si un Land Raider me hubiera pasado por encima —le espetó—. ¿Alguna otra pregunta estúpida?
—¿Cómo tienes la cabeza? —le preguntó, hablando despacio y con claridad—. ¿Te duele la cabeza?
—Claro que me duele. Gracias a Khalophis, creo que he respirado suficiente humo para que me dure toda la vida.
—No, me refiero a… ¿Sientes algo diferente? —insistió Lemuel, intentando encontrar las palabras apropiadas—. ¿Tienes dolor en la cabeza de una manera que te resulte, no sé, extraña?
—No estoy segura —respondió, percibiendo el pánico que emanaba de él—. ¿Por qué? ¿Qué me pasa?
Lemuel hizo caso omiso de la pregunta y se dirigió a Khalophis directamente.
—Por favor, lleve a Camille a la enfermería inmediatamente y mande a buscar a lord Ahriman. ¡De prisa! ¡No tenemos mucho tiempo!
La Cueva Reflectante estaba llena de luz, una miríada de pinchazos de luz del alma que parpadeaban desde unos cristales tallados exactamente con la misma forma y sostenidos por los mil sirvientes que estaban de pie en los puntos de intersección de las líneas de energía de la caverna. Situada a casi kilómetro y medio por debajo de la ciudad de Tizca, aquella caverna de cristal era enorme, con tres kilómetros de anchura en el lugar más amplio, y de su techo colgaban estalactitas que repiqueteaban con el sonido de suaves campanas.
Las luciérnagas volaban tras las paredes, devolviendo las luces que llevaban los sirvientes e iluminando las figuras y los aparatos que se encontraban en el centro de la enorme cueva.
Un dispositivo alargado de bronce, como un telescopio gigante, descendía del punto central del techo. Tenía la superficie grabada con símbolos desconocidos y salpicada de álabes de plata, mientras que un cristal pulido verde de tres metros de ancho remataba la base del mecanismo de bronce.
Magnus el Rojo estaba de pie justo debajo del instrumento, mirando hacia arriba a través del cristal hacia el punto del cielo nocturno que se encontraba exactamente encima de la plaza Occullum. Estaba desnudo excepto por un taparrabos, con la carne desnuda ante los elementos y brillante por el aceite.
Ahriman observaba mientras Amon masajeaba la carne de Magnus con una mezcla de sándalo, jazmín y aceite de benjuí. Uthizzar retiraba el exceso de aceite del cuerpo del primarca con un cuchillo de hoja de hueso, mientras que Auramagma sostenía un humeante incensario que llenaba el aire con la fragancia de la cincoenrama. Phael Toron estaba de pie junto a Ahriman; su lenguaje corporal parecía rígido y extraño.
La Séptima Hermandad de Phael Toron había pasado la mayor parte de la Gran Cruzada en Prospero, perdiéndose buena parte del gran aprendizaje emprendido por la legión desde que Magnus los había conducido desde su mundo adoptivo. Sus guerreros habían aceptado rápidamente las nuevas enseñanzas, pero aún iban a tardar tiempo en adaptarse completamente.
—¿Es todo esto necesario? —preguntó Toron, señalando la extraña parafernalia que se había preparado bajo el mecanismo de bronce. Una piedra blanca rectangular, parecida a un altar, colgaba de una pesada cadena de hierro imantado. En cada uno de los puntos cardinales alrededor de la piedra, había cuatro espejos cóncavos que enfocaban la luz de los cristales que llevaban los sirvientes. Cinco círculos concéntricos rodeaban el altar, y en el interior de los cuatro círculos exteriores había palabras desconocidas que dejaron un mal sabor de boca en Ahriman cuando intentó leerlas.
—Eso dice el primarca —dijo Ahriman—. Él ha investigado mucho y durante mucho tiempo los rituales necesarios para lanzar su cuerpo de luz hasta la mitad de la galaxia.
—Esto a mí me suena a adoración de espíritus impuros —apuntó Toron.
—No lo es —lo tranquilizó Ahriman—. Hemos aprendido mucho desde que salimos de Prospero, Toron, pero todavía hay cosas que no has llegado a comprender del todo. Esto es absolutamente necesario si queremos salvar a Horus.
—Pero ¿por qué aquí, escondidos del mundo en una cueva?
—Recuerda tus estudios de historia. Los primeros ritos místicos se llevaron a cabo en cuevas. Somos los iniciados de Magnus, y cuando hayamos terminado, saldremos a la luz de las estrellas, renacidos y renovados en nuestro propósito. ¿Lo entiendes? —le replicó Ahriman.
Toron hizo una seca reverencia, intimidado por el brillo etéreo del aura de Ahriman.
—Por supuesto, lord Ahriman. Todo esto es muy nuevo para mí.
—Por supuesto. Perdona mi cólera —se disculpó Ahriman—. Ven, ha llegado la hora.
Avanzaron, y sus sirvientes se movieron hacia ellos para cubrir sus armaduras con casullas blancas que les ataron a la cintura con delgadas cadenas de oro. Ahriman recibió una corona de hojas de verbena entretejidas con un cordón de plata, y a Toron le entregaron un brillante athame con la hoja de plata y el mango de obsidiana.
Juntos caminaron hasta donde estaba Magnus mientras que Uthizzar se alejaba para coger un farol de hierro de manos de su sirviente. Amon se limpió las manos de aceite con un paño de seda y vistió a Magnus de blanco antes de levantar un brasero de carbón que humeaba despidiendo olor a madera de aliso y de laurel.
—Vuestra carne está ungida, señor —dijo Amon—. Sois inmaculado.
Magnus asintió y se volvió a Ahriman.
—El Rey Carmesí solicita su corona —dijo.
Ahriman se acercó a Magnus, sintiendo el calor de la piel de su señor y el poder que se agitaba en su interior. Magnus bajó la cabeza y Ahriman le colocó la corona de hojas de verbena sobre la frente, dejando que el cordón de plata le colgara por detrás de las orejas.
—Gracias, hijo mío —le dijo Magnus, con el ojo brillante de fuego violeta y motas de color avellana.
—Mi señor —respondió Ahriman con una inclinación.
Se apartó de Magnus y se volvió para recibir un pesado libro encuadernado en piel muy gastada y con pespuntes dorados. Un colgante de oro, con la forma de una cabeza de lobo enseñando los colmillos a una luna creciente, se encontraba en el centro del libro abierto.
Era el libro de Magnus, y sus contenidos eran la sabiduría destilada de todo lo que Mahavastu Kallimakus había escrito en todos aquellos largos años de servicio a los Mil Hijos. Mirarlo era un honor, pero sostenerlo y que se esperara de él que leyera de sus páginas era la culminación de un sueño de toda la vida para Ahriman.
Aun así, a pesar de que hubiera reprendido a Phael Toron, Ahriman no podía evitar preguntarse si la intranquilidad del hombre estaba justificada. El ritual que Magnus les estaba haciendo llevar a cabo era increíblemente parecido a muchos de los que ellos habían puesto fin durante los días de gloria de la Gran Cruzada.
—¿Pensamos todos lo mismo? —preguntó Magnus—. No podemos seguir adelante sin un acuerdo total. La armonía de nuestra reunión lo es todo, ya que lleva la carga más preciosa: el alma humana.
—Estamos de acuerdo —dijeron los capitanes con una sola voz.
—Nuestro trabajo empieza en la oscuridad, pero sale a la luz —continuó diciendo Magnus—. Mi forma debe ser reducida al caos de las partes que la componen, y el todo será más grande que la suma de sus partes. Este gran trabajo que estamos desarrollando es nuestro esfuerzo más enérgico por reclamar el dominio sobre nuestro destino. Con estos trabajos demostramos que no nos contentamos con ser simplemente peones del gran juego, sino que jugaremos por derecho propio. El aficionado se convierte en el que decide. Muy pocos tienen el valor de empuñar las armas contra una galaxia poco compasiva, pero nosotros somos los Mil Hijos; ¡no hay nada que no nos atrevamos a hacer!
Magnus hizo una señal con la cabeza a Auramagma, quien se volvió hacia la piedra blanca al tiempo que los mil sirvientes empezaban a cantar un salmo monótono y sin sentido. La luz de los cristales de los sirvientes latió como si se tratara de los latidos del corazón de la propia cueva.
Auramagma giró a la derecha una vez que llegó a la piedra, y la rodeó, con el brasero formando un anillo de humo aromático. Ahriman lo seguía, recitando palabras angélicas del Libro de Magnus que tenían una textura empalagosa en sus labios.
Phael Toron iba tras él, llevando el athame sobre las palmas extendidas, y siguiéndolo venía Uthizzar con la lámpara apagada. Por último, estaba Amon, que llevaba el brasero caliente entre los guanteletes de su armadura. Los cinco hijos de Magnus rodearon la piedra blanca nueve veces antes de pararse cuando Magnus ocupó su lugar en el centro.
El primarca de los Mil Hijos se tumbó sobre el altar con sus vestiduras blancas cayendo por los bordes. Ahriman siguió leyendo el Libro de Magnus y Uthizzar encendió la lámpara con un ascua del brasero de Amon. Auramagma sostuvo el incensario en el aire mientras Phael Toron se acercaba a la figura yacente de Magnus.
Ahriman vio una onda de luz que convergía desde todo lo que los rodeaba cuando serpentinas de éter fluyeron desde los cristales que llevaban los mil sirvientes. Al cabo de unos momentos, todo el suelo de la cueva estaba inundado de luz; la esencia combinada de los sirvientes que buscaba una salida para su energía. La luz se concentró en los espejos, enfocando aquella iluminación aumentada sobre el cuerpo de Magnus y dotando a su forma inmóvil de una aura fantasmal.
—Ha llegado la hora —dijo Magnus—. Ahzek, dame el lobo lunar.
Ahriman asintió y levantó el colgante de oro del libro. La luna relucía a la luz de la caverna y los colmillos del lobo brillaban como carámbanos. Bajó el colgante hasta depositarlo en la palma abierta de Magnus, enganchando la cadena alrededor de sus dedos extendidos.
—Esto me lo dio Horus Lupercal en Bakheng —dijo Magnus—. Formaba parte de su armadura, pero un disparo afortunado se lo arrancó de la hombrera. Me lo dio como recuerdo de aquella guerra y bromeó diciendo que me guiaría en los momentos de oscuridad. Ya entonces era un egocéntrico.
—Ahora veremos si tenía razón —apuntó Ahriman.
—Sí, lo veremos —respondió Magnus.
Cerró el ojo y encerró el colgante en su puño apretado. Su respiración se fue haciendo más lenta, volviéndose más superficial a medida que él se concentraba en el amor que sentía por su hermano. Al cabo de unos momentos, una mancha de sangre que se iba extendiendo, apareció en el hombro de Magnus, que gruñó de dolor.
—En el nombre del Gran Océano, ¿qué es eso? —exclamó Phael Toron.
—Una herida empática —le explicó Amon—. Una repercusión, un estigma, llámalo como quieras. Tenemos poco tiempo. Ya han herido al señor de la guerra.
—Toron —le dijo Ahriman entre dientes—, ya sabes lo que tienes que hacer. Cumple con tu obligación hacia tu primarca.
El athame se movió nerviosamente sobre las palmas de Toron, que lo levantó en el aire y lo giró, hasta situarlo directamente sobre el corazón del primarca. El cordón de plata entrelazado en la corona de verbena se desenrolló por su propia cuenta y se deslizó por encima del borde del altar, terminando por quedar sujeto a la cadena imantada.
—Viajaré por el Gran Océano durante nueve días —dijo Magnus a través de los dientes apretados, y Ahriman se quedó atónito. Viajar durante tanto tiempo era algo inaudito—. Pase lo que pase, no rompáis mi conexión con el éter.
Los cinco guerreros que rodeaban a Magnus intercambiaron una mirada de preocupación, pero no dijeron nada.
—No debéis flaquear —dijo Magnus—. Continuad o todo esto no servirá para nada.
Ahriman bajó la mirada y continuó leyendo sin comprender las palabras y sin comprender cómo sabía pronunciarlas, pero diciéndolas en voz alta de todos modos. Su voz aumentó de volumen, ascendiendo en contrapunto al cántico de los sirvientes.
—¡Ahora, Toron! —gritó Magnus, y el athame se hundió, apuñalando el pecho del primarca. Una flor roja de sangre brillante e iridiscente se derramó de la herida. Instantáneamente, el torbellino de luz encontró su salida y unos rayos blancos abrasadores salieron de los espejos y rodearon la empuñadura del athame.
Magnus arqueó la espalda con un rugido terrible. Abrió el ojo de repente, sin que dentro hubiera pupila ni iris, pero que, sin embargo, estaba inundado de todo tipo de increíbles colores.
—¡Horus, hermano mío! —gritó Magnus con la voz cargada con los ecos de las mil almas que alimentaban su ascenso—. ¡Voy hacia ti!
Y una forma angélica y aterradora se elevó en vertical desde el cuerpo de Magnus en una llameante columna de luz.