ONCE
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ONCE
ALCAUDÓN
UNA BUENA GUERRA
EL REY LOBO
Apenas habían pasado unas pocas horas desde el amanecer cuando se ganó finalmente la batalla por la toma del Nido Cuervo 93. Los cuerpos esbeltos y cubiertos de plumas de sus defensores yacían entre sus almenas rocosas. Gracias a las visiones de los corvidae, la batalla por tomar el peñasco oculto se había convertido en una matanza.
Los seis meses que habían pasado recorriendo el Gran Océano a la caza de tramas del futuro y de la constante guerra habían agotado a los guerreros de los Mil Hijos que Magnus se había llevado consigo para responder a la llamada de Russ. Les habían extraído hasta la última gota en su esfuerzo por igualar el ritmo de combate de los Lobos Espaciales.
El aire en las montañas polares del sur era escaso, y tan frío que acuchillaba los pulmones. Sin embargo, era un cambio bienvenido tras el calor asfixiante de Aghoru. Ahriman no sentía el frío, pero los soldados de la Guardia de las Torres de Prospero no tenían tanta suerte. Para sobrevivir a aquellas temperaturas bajo cero debían llevar puestos unos gruesos abrigos de color carmesí, unas botas también gruesas y unos chacós plateados con un reborde de piel sacada de las alas de los alcaudones de nieve que los avenios utilizaban como unidades rompedoras de línea y que eran brutalmente efectivos en esa tarea.
Ahriman, Hathor Maat y Phosis T’kar estaban sentados junto a trescientos astartes que se ocupaban en revisar su equipo de combate entre las ruinas de la fortaleza montañosa. Se dedicaban a limpiar los bólters y a reparar los desperfectos de menor importancia de las armaduras mientras los apotecarios atendían a los pocos heridos que había.
Las murallas destruidas y los reductos destrozados estaban sembrados de avenios muertos, pero aquello no era más que una gota en el océano comparado con los muchos que habían muerto desde el comienzo de la invasión de Heliosa. Ahriman calculaba que habían matado aproximadamente un total de tres millones de sus guerreros.
—Cinco mil —les comunicó Sobek, que regresaba de contar las bajas enemigas.
—Cinco mil —repitió Phosis T’kar—. Apenas un puñado. Ya os dije que habría tan poca lucha en este combate como en el anterior.
El bólter de Phosis T’kar flotaba en el aire delante de él. El arma estaba desmontada y recordaba un diagrama tridimensional del manual de un armero. Un trapo de limpieza y un vial con aceite lubricante pasaban de una pieza a otra como si tuvieran vida propia, aunque en realidad los guiaba el tutelar de Phosis T’kar. El brillo difuso de Utipa formaba un resplandor suave alrededor de las piezas, como si se estuviera ocupando de ellas un tecnomarine fantasmal.
El arma de Hathor Maat estaba a su lado, reluciente igual que si la hubieran sacado momentos antes de la envoltura estéril de una caja de municionamiento. Él ni siquiera había necesitado desmontar el arma. Simplemente había descompuesto con el poder de su mente la estructura molecular de la grasa, de la suciedad y de las demás partículas extrañas que se habían metido en las partes móviles del arma.
Ahriman metía y sacaba un cepillo redondo de calibre grueso por el cañón de su bólter. Disfrutaba del mantenimiento personal del arma con sus propias manos, de aquella sensación táctil. Aaetpio flotaba por encima de su hombro, pero Ahriman no sentía deseo alguno de emplear a su tutelar para una tarea de tan poca complejidad como limpiar un bólter. Era muy fácil olvidarse de cómo hacerlo mientras uno se encontraba recluido en una de las numerosas bibliotecas de la flota expedicionaria o mientras meditaba a solas en una cámara de invocación.
Ahriman había pasado mucho tiempo con Ohthere Wyrdmake durante las seis semanas que había durado el viaje hasta el cúmulo de la Franja Arca. El sacerdote rúnico había demostrado ser un compañero ameno. Aunque los términos que utilizaban para referirse a sus habilidades eran muy diferentes, descubrieron que tenían más en común de lo que ninguno de los dos pensaba.
Wyrdmake le enseñó a Ahriman cómo lanzar las runas y cómo utilizarlas para responder a preguntas desconcertantes y conseguir aclaraciones sobre asuntos preocupantes. Como método para leer el futuro era menos preciso que los utilizados por los corvidae, ya que su significado dependía en su mayor parte de una necesaria interpretación. Wyrdmake también le enseñó el arte del enlazamiento de runas, mediante el cual se podían combinar las propiedades de varias runas diferentes para atraer energías etéreas hacia objetos o personas.
Wyrdmake tenía el pecho y los brazos cubiertos de numerosos enlazamientos de runas. Tenía runas para la fuerza, runas para la salud y runas para la resistencia. Ahriman se fijó en que, sin embargo, no tenía ninguna runa para adquirir poder, y cuando le preguntó al respecto, el sacerdote rúnico lo miró con una expresión extraña.
—Hablar de poseer este poder es tan insensato como decir que posees el aire que respiran tus pulmones.
A cambio, Ahriman le enseñó al Lobo Espacial métodos más sutiles para manipular la energía del Gran Océano. Wyrdmake tenía mucha habilidad, pero las enseñanzas de su legión eran tribales y violentas en lo brutal de sus efectos. La llamada de la tempestad, la rotura de la tierra y la elevación de los mares era lo habitual en los sacerdotes rúnicos. Ahriman pulió las habilidades de Wyrdmake y lo instruyó sobre los misterios externos de los corvidae y en los ritos de Prospero.
Lo primero fue explicarle qué representaban los tutelares.
Wyrdmake se había sentido asombrado de que los Mil Hijos utilizaran criaturas semejantes, pero Ahriman estaba convencido de que el sacerdote rúnico había terminado aceptando que había muy poca diferencia entre ellos y los lobos que acompañaban a los Lobos Espaciales. El compañero de Wyrdmake, una bestia de pelo plateado llamada Ymir, no se había mostrado tan comprensivo, y siempre que Ahriman invocaba a Aaetpio, el lobo aullaba furibundo y enseñaba los colmillos, preparado para pelear.
Jamás se habían enseñado aquellos secretos a nadie ajeno a los Mil Hijos, pero Magnus en persona le había concedido permiso a Ahriman para que colaborara con Wyrdmake. Había llegado a la conclusión de que si se podía conseguir que una legión como la de los Lobos Espaciales se convirtiera en su aliada mediante la comprensión y una preparación cuidadosa, parecía probable que otras legiones presentaran menos problemas para hacer lo mismo.
Aunque Ohthere Wyrdmake visitaba con frecuencia el Photep, lord Skarssen prefería no salir de su propia nave, la Lanza de Fenris, que tenía una forma alargada y amenazante.
—¿Quieres que te ayude? —le preguntó Hathor Maat con una sonrisa burlona que dejó al descubierto unos dientes blancos y perfectos.
Ese día llevaba el cabello negro y los ojos de un color marrón oscuro. Aunque sus rasgos seguían siendo reconocibles, había decidido adoptar un aspecto hosco, como si quisiera reflejar el terreno sobre el que acababan de luchar.
—No —le respondió Ahriman—. No utilizo mis poderes para conseguir cosas que puedo lograr sin ellos. Vosotros tampoco deberíais hacerlo. ¿Cuándo fue la última vez que cualquiera de vosotros limpió un bólter con sus propias manos?
Phosis T’kar alzó la vista y se encogió de hombros.
—Hace mucho tiempo. ¿Por qué? —le preguntó.
—¿Te acuerdas de cómo se hacía?
—Por supuesto —replicó Phosis T’kar—. ¿Cómo crees que hago esto si no?
—No nos vengas con otras de tus lecciones de «no deberíamos confiar tanto en nuestros poderes» —bufó Hathor Maat—. Acuérdate de lo que nos habría pasado en Aghoru si te hubiéramos hecho caso. El primarca podría haber muerto sin el escudo kinético de Phosis T’kar, y sin mi dominio de la biomancia, seguro que T’kar estaría muerto.
—Y no estás dispuesto a que yo lo olvide jamás —gruñó Phosis T’kar.
—Primero astartes, y psíquicos después —les insistió Ahriman—. Si nos olvidamos de eso, corremos un gran riesgo.
—Vale —contestó Phosis T’kar. Hizo que Utipa le llevara las piezas del arma a sus manos y se retirara. Ensambló de nuevo el arma con una serie de chasquidos satisfactorios—. ¿Ya estás contento?
—Mucho —le replicó mientras terminaba de montar el suyo.
—¿Qué te pasa? ¿Es que temes que tu nuevo amigo lo desapruebe?
Phosis T’kar escupió por encima de la muralla y el salivazo cayó varios cientos de metros.
—Ese maldito Wyrdmake nos sigue como un psiconeuein con el rastro de un psíquico desprotegido en sus mandíbulas —gruñó con una rabia repentina e inesperada—. Habríamos ganado esta guerra hace meses si no fuera por las restricciones que nos han impuesto. —Phosis T’kar señaló con un gesto acusador los restos humeantes de la cima más alta de la cordillera avenia—. El primarca no muestra esa contención, Ahzek. ¿Por qué debemos hacerlo nosotros? ¿Tanto temes lo que somos capaces de hacer?
—Quizá sí. Quizá todos deberíamos tener ese temor. No hace tanto, manteníamos ocultos nuestros poderes al mundo. Ahora los utilizamos como simples trucos para no mancharnos las manos. A veces es necesario bajar al barro.
—Si bajas al barro, lo único que conseguirás es acabar embarrado —soltó Hathor Maat.
—Tampoco es que haya mucho barro en este mundo —apuntó Phosis T’kar—. Esos nidos de avenios no presentaron mucha lucha. No comprendo cómo es posible que este planeta resistiera tanto tiempo como lo ha hecho.
—Las líneas de combate de los guerreros pájaro han quedado debilitadas —le explicó Hathor Maat—. Los Lobos se encargaron de ello. Y lo que Russ y sus guerreros no han destrozado, los Portadores de la Palabra lo han quemado. Han abrasado toda una cordillera montañosa con un bombardeo de saturación de promethium que ha durado tres días, y eso sólo para purificar los nidos de avenios que Ahzek y Ankhu Anen descubrieron.
—¿Purificar?
—Fue la palabra que utilizó Kor Phaeron —le respondió Hathor Maat con un encogimiento de hombros—. Le pareció apropiada.
Kor Phaeron era uno de los lugartenientes principales de Lorgar, y representaba a la perfección lo que a Ahriman le repelía de los Portadores de la Palabra. La mente de aquel astartes estaba llena de certezas fanáticas que no podían vencerse ni con la lógica, ni con la razón ni con el debate.
—Un desperdicio de vidas —dijo Ahriman mientras miraba los cuerpos que los soldados de la Guardia de las Torres estaban sacando de la fortaleza en ruinas para colocarlos en líneas ordenadas, preparándolos para la incineración.
—Era algo inevitable —le respondió Hathor Maat.
—¿Lo era? Yo no estoy tan seguro.
—Lorgar se encargó de negociar con la Corte del Fénix —intervino Phosis T’kar—. Nada menos que un primarca, pero rechazaron todas sus ofertas. ¿Qué más pruebas necesitas de que estas culturas están degeneradas?
Ahriman no le contestó, ya que había vuelto a ver al primarca de piel dorada de los Portadores de la Palabra durante la ceremonia de bienvenida que había organizado para celebrar la llegada de los Mil Hijos. Había sido un día esplendoroso lleno de rituales rimbombantes con la intención de hacer proselitismo, algo carente de sentido y una absoluta pérdida de tiempo.
Leman Russ no había asistido a la ceremonia. Ni siquiera se había molestado en enviar a algún representante. Tanto él como sus huscarls estaban combatiendo en las inmensas cimas del este, y no estaban dispuestos a perder tiempo en una ceremonia cuando todavía quedaban combates que librar.
Ahriman estuvo de acuerdo por una vez con el Rey Lobo.
Se sacó de la cabeza a la XVII Legión y miró hacia arriba. Un cielo demasiado amplio y demasiado azul se extendía por encima de él, y las nubes de pájaros omnipresentes llenaban el aire: los cuervos de alas negras, los pájaros migratorios de largas patas y los carroñeros que sobrevolaban en círculos la zona.
Ahriman había visto demasiados de estos últimos a lo largo de los seis meses anteriores.
Los Mil Hijos habían demostrado ser cruciales en la ruptura de las defensas del cúmulo de la Franja Arca. Sus fuerzas adicionales habían desequilibrado la balanza de la guerra a favor del Imperio.
El primer contacto con las diferentes culturas de aquel cúmulo binario se había establecido dos años atrás, cuando las naves exploradoras de la 47.a Flota Expedicionaria descubrieron seis sistemas estelares relacionados entre sí mediante el comercio y unas estructuras de defensa que se apoyaban mutuamente.
Cuatro de esos sistemas habían caído bajo las fuerzas combinadas de los Portadores de la Palabra y de los Lobos Espaciales. El quinto lo había hecho poco después de que llegaran los Mil Hijos. Sólo los avenios quedaron por conquistar.
Todos los imperios derrotados procedían de una base genética increíblemente diversa, muy lejana ya del arquetipo de genoma humano debido a los milenios que habían transcurrido desde que quedaron separados de su planeta natal. Los genetistas del Mechanicum confirmaron que aquellas variaciones se encontraban dentro de los límites tolerables, por lo que Magnus llegó con la esperanza de descubrir tesoros inmensos de conocimientos acumulados en cuanto se consiguiera el sometimiento.
Quedó tremendamente decepcionado.
Ahriman había sido testigo en Aghoru del modo en que los Lobos Espaciales combatían, pero lo que la legión de Russ dejaba a su paso era calificable como genocidio. Su salvajismo fanático no dejaba más opción que la aniquilación más absoluta del enemigo.
Tampoco mostraban más misericordia los Portadores de la Palabra. Tras sus victorias, tallaban enormes monumentos en las laderas de las montañas, representaciones del Emperador y de sus triunfos que medían diez mil metros de altura. Un incumplimiento tan descarado de los edictos del Emperador sobre esas cuestiones establecía un precedente muy peligroso, y Ahriman se sentía muy inquieto ante un comportamiento semejante.
Kor Phaeron había declarado malsana la inmensa mayoría de la cultura indígena, lo que había dado como resultado que prácticamente todos los sistemas y elementos de almacenamiento de sabiduría, de arte, de literatura y de historia fueran quemados en grandes hogueras.
El vistazo que Ahriman había podido echar a los registros de los distintos encuentros indicaba que Lorgar y Kor Phaeron se habían reunido con la Corte del Fénix, un estamento gobernante poliárquico de los reyes y señores de los diferentes sistemas planetarios, y les habían ofrecido numerosas propuestas para atraerlos al seno del Imperio. A pesar de todos sus esfuerzos, Ahriman no encontró registro alguno de cuáles habían sido esas ofertas.
En cualquier caso, todas habían sido rechazadas, por lo que la guerra de sometimiento había sido inevitable.
Los historiadores de la Gran Cruzada anotarían que se había tratado de una guerra justa, una guerra necesaria.
La subyugación de los avenios había comenzado bien, ya que los mundos exteriores habían caído con rapidez bajo el ataque de las fuerzas imperiales, pero Heliosa, el planeta capital de su imperio, había demostrado ser un hueso más duro de roer.
Las tremendas fuerzas tectónicas de eras pasadas habían formado tres continentes en su superficie. Los tres se componían casi exclusivamente de cordilleras agrestes separadas por amplias extensiones de mares azules. Sus habitantes residían en torres plateadas que colgaban de las laderas de las cimas más altas. Unos puentes resplandecientes ligeros como plumas salvaban los abismos que las separaban entre sí, pero sus gentes cruzaban el cielo a lomos de gráciles bestias aéreas que aprovechaban las corrientes termales en sus vuelos.
Además de aquella rama perdida de la humanidad, Heliosa era un planeta que pertenecía a las criaturas del aire. Los cielos estaban repletos de bandadas de toda clase y descripción, desde diminutas criaturas del tamaño de insectos que se alimentaban de guano hasta feroces pterosaurios que salían de caza desde sus guaridas en los picos rodeados de simas. Más de una nave imperial se perdió debido a los ataques de los depredadores aéreos antes de que los sistemas de armamento se modificaran para que pudieran proporcionar un fuego de limpieza aérea continuo.
El aire era limpio y el cielo infinito. A Ahriman le recordó Prospero.
Franja Arca Secundus era la designación de los cartógrafos imperiales para aquel mundo, una denominación conveniente que comenzaba el proceso de asimilación y que se había acuñado mucho antes de que se iniciaran las reuniones entre los distintos enviados o de que tuvieran lugar los primeros combates. Sus habitantes lo llamaban Heliosa, pero el ejército imperial tenía otro nombre para el planeta, un nombre que utilizaban como sinónimo de los pájaros asesinos de picos afilados como cuchillas y que eran la maldición de los soldados que se veían obligados a asaltar las fortalezas avenias.
Lo llamaban Alcaudón.
El poder del culto de Ahriman había crecido desde lo ocurrido en Aghoru, impulsado por unas mareas crecientes e inesperadas en el Gran Océano, y los corvidae estaban salvando muchas vidas imperiales. Habían visto el eco de sucesos futuros y habían regresado a sus cuerpos con las localizaciones exactas de los nidos enemigos ocultos y un conocimiento previo de sus tácticas de emboscada.
Armados con una información tan vital, los Mil Hijos y la Guardia de las Torres de Prospero lanzaron asaltos coordinados contra los nidos que albergaban las aeronaves de ataque, que protegían los principales puntos fortificados de la red de defensa avenia.
Magnus en persona encabezó muchos de los ataques y blandió el poder del Gran Océano como una arma que se podía envainar y desenvainar en cualquier momento. Nada se le podía enfrentar. Su dominio del tiempo y del espacio, de la fuerza y de la materia, estaba más allá del alcance incluso del más dotado de sus seguidores.
Mientras los Portadores de la Palabra aplastaban a la población civil que habitaba en las ciudades montañosas exteriores, los Mil Hijos abrían camino a los Lobos Espaciales para que propinaran el golpe de gracia al corazón del imperio avenio. Con la toma del Nido Cuervo 93, esa batalla estaba ya a pocos días de producirse.
Ahriman caminó al lado de la fila de cadáveres y se detuvo a estudiar el cuerpo de un guerrero avenio que no había quedado brutalmente destrozado por el combate. Aaetpio titiló a la altura de su hombro antes de descender hacia el cuerpo para incrementar el brillo cada vez más apagado del aura del soldado.
El miedo, la rabia y la confusión eran lo único que quedaba de la impronta de aquel individuo en el mundo. Era el miedo de saber que iba a morir allí, la rabia contra aquellos invasores inhumanos que habían profanado su tierra natal, y confusión… Una confusión provocada por no saber el motivo. Ahriman se sintió sorprendido por aquella última emoción. ¿Cómo era posible que no supiera el motivo por el que las fuerzas del Imperio los atacaban?
El guerrero muerto llevaba puesta una armadura ligera de color negro de proporciones elegantes, que se ajustaba a la forma de su cuerpo alto y muy delgado. En la placa pectoral llevaba grabado un alcaudón de dos cabezas con las alas desplegadas. Era un símbolo tan parecido al ave que simbolizaba la unión del Imperio que era casi inconcebible que aquellos guerreros fueran sus enemigos.
Los avenios eran individuos gráciles de huesos finos, con unos rasgos faciales angulosos, como las montañas en las que vivían. Puede que sus cuerpos parecieran frágiles, pero eso era algo engañoso. Las diferentes autopsias habían descubierto que sus huesos eran flexibles y muy resistentes. Además, su armadura estaba potenciada con músculos de fibra artificial no muy distintos a los utilizados en las armaduras de los astartes.
Ahriman notó un efluvio animal caliente, y reconoció el olor fuerte y penetrante a hielo y a garras característicos de un lobo de Fenris. El animal gruñó y Aaetpio huyó al éter. Ahriman se volvió y se encontró frente a frente con unos ojos de color ámbar y unas fauces llenas de colmillos que estaban ansiosas por devorarlo. Detrás del lobo se encontraba Ohthere Wyrdmake, envuelto por una capa de piel de lobo. Miró más allá de Ahriman, a los cadáveres.
—Una forma muy extraña de sobrevivir en un mundo montañoso —comentó.
—Una prueba de que, a veces, la vida se sobrepone a lo que parece estar en su contra —coincidió Ahriman.
—Sí, es muy cierto. Si no, no tienes más que fijarte en Fenris. ¿Qué clase de forma de vida en sus cabales elegiría desarrollarse en un mundo tan hostil? Pero el caso es que está repleto de vida, incluidos dragones, krakens y lobos.
—No hay lobos en Fenris —dijo Ahriman con voz ausente al recordar el comentario de Magnus al respecto.
—¿Cómo dices?
—Nada —se apresuró a contestar Ahriman al captar el tono de advertencia de la voz del sacerdote rúnico—. No es más que un rumor calumnioso que oí una vez.
—Lo conozco. Yo mismo lo he oído por ahí, pero la prueba está aquí mismo —comentó Wyrdmake mientras pasaba un guantelete por el lomo erizado del lobo—. Ymir es un lobo de Fenris, nacido y criado allí.
—Sin duda. Como bien dices, la prueba está a la vista.
—¿Por qué prestas atención a estos enemigos? —le preguntó Wyrdmake al mismo tiempo que le daba al cadáver un par de golpecitos con la punta de su báculo—. Ya no pueden ofrecerte nada. ¿O es que puedes hablar con los muertos?
—No soy un nigromante —le contestó Ahriman, aunque captó el humor de la mirada del sacerdote rúnico—. Los muertos guardan sus secretos. Son los vivos quienes aumentarán nuestra comprensión sobre estos planetas.
—¿Y qué es lo que hay que comprender? Si luchan, los matamos. Si se someten a nuestra voluntad, los dejamos vivir. No hay nada más que decir. Complicas demasiado las cosas, amigo mío.
Ahriman le sonrió y se puso en pie. Era un poco más alto que el sacerdote rúnico, aunque Wyrdmake era más ancho de hombros.
—O quizá tú ves las cosas demasiado blancas o demasiado negras.
La expresión del rostro del sacerdote rúnico se endureció.
—Estás melancólico —le espetó Wyrdmake con frialdad.
—Quizá —admitió Ahriman. Se volvió en dirección a las montañas, y su mirada se vio atraída hacia el horizonte y las ciudades argénteas que se encontraban al otro lado—. Me irrita imaginarme lo que hemos perdido aquí, esa gran oportunidad de aprender de estas gentes. No vamos a dejar detrás de nosotros nada más que odio y cenizas.
—Lo que ocurra aquí después no es asunto nuestro.
Ahriman hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—Pero debería serlo —insistió—. Guilliman lo ha comprendido muy bien. Los mundos que su legión conquista veneran su nombre, y se dice que son utopías maravillosas. Sus habitantes trabajan sin descanso por el bien el Imperio y son sus súbditos más leales. La gente de estos planetas serán ciudadanos indóciles en el mejor de los casos, y unos rebeldes a la espera de su oportunidad en el peor.
—En ese caso, volveremos y les mostraremos lo que les ocurre a los que incumplen un juramento —replicó Wyrdmake con un gruñido.
—A veces creo que somos parecidos, y otras pienso que somos muy distintos —le replicó a su vez Ahriman, irritado por la moralidad intransigente de Ohthere.
—Sí, somos distintos, hermano —le confirmó Wyrdmake con un tono de voz más suave—. Pero estamos unidos en la guerra. Sólo nos queda por tomar el Peñasco Fénix, y cuando caiga, nuestros enemigos deberán rendirse o se enfrentarán al exterminio. Alcaudón será nuestro esta misma semana, y ni y yo mezclaremos nuestra sangre en el cáliz de la victoria.
—Heliosa —lo corrigió Ahriman—. Los nativos llaman Heliosa a este planeta.
—No lo harán durante mucho tiempo más —afirmó Wyrdmake, quien levantó la vista cuando el aullido rugiente de unos motores resonó por encima de las cumbres más altas—. El Rey Lobo ha llegado.
Leman Russ: El Rey Lobo, el Gran Lobo, el Señor Lobo de todo Fenris, el Feroz, la Perdición del Enemigo, el Matador de Pielesverdes.
Ahriman había oído todos esos títulos y algunos más para referirse al primarca de los Lobos Espaciales, pero ninguno de ellos lograba ni de lejos transmitir la tremenda vitalidad del lobo gigantesco con forma humana que llegó a las piedras quebradas de Nido Cuervo 93. El chorro de su nave había abrasado la ladera de la montaña al aterrizar y había dejado en el aire un fuerte olor a roca quemada.
Una manada de exterminadores con capas de piel de lobo y armados con unos largos arpones centelleantes seguía al primarca de los Lobos Espaciales, un guerrero inmenso que había sido forjado en los hielos de Fenris y templado en sus océanos helados. Con un aspecto magnífico y salvaje, Leman Russ era la fuerza y la violencia de los Lobos Espaciales destiladas en una esencia que había sido afilada en su grado máximo. Una piel de lobo negro le cubría los anchos hombros, y un puñado de amuletos de garras le colgaban del cuello y le cubrían la placa pectoral con el lobo grabado. La armadura era del color gris del corazón de una tormenta, y tenía toda la superficie mellada y cubierta de marcas, como si acabara de pelearse con los dos lobos enormes que lo acompañaban, uno negro como la noche y otro plateado, uno a cada lado.
Ahriman sintió que se estremecía ante la presencia de Leman Russ, como si un viento helado se le hubiera colado por las junturas de la armadura. El cabello del primarca era una melena tiesa por la resina de pelo rojizo como el cobre fundido. Sus ojos grises eran penetrantes e inmisericordes, y no dejaban de moverse, siempre a la caza. Una espada enorme, de más de metro y medio de largo, colgaba de su cinto, y Ahriman vio que la empuñadura estaba cubierta de runas y de símbolos para atraer el frío helado del invierno al filo del arma.
Parecía imposible que ningún oponente fuese capaz de hacer frente a aquel guerrero. Ahriman percibió un poder salvaje y sin control alguno en Russ, una temeridad de espíritu que chocaba con su propia disciplina y su sentido del deber. Leman Russ resplandecía con un fuego blanco incandescente, y su aura estaba repleta de colores a los que no podía poner nombre. Era tan intensa que Ahriman se vio obligado a aislarse del éter, ya que la presencia abrasadora del primarca en el Gran Océano era comparable al primer instante de una supernova. Parpadeó para eliminar los destellos que le habían quedado en la retina y sufrió una sensación de náusea y desubicación antes de que sus sentidos mortales se acostumbraran a la ausencia repentina de información sensorial añadida.
Ohthere Wyrdmake se arrodilló sobre una pierna, y sus compañeros se postraron ante los lobos de Russ.
Ahriman sintió que su cuerpo se movía por su propia cuenta, y le pareció que el poderoso primarca crecía hasta el cielo cuando se arrodilló ante su gloria primitiva. El frío de la montaña se intensificó a medida que Russ se acercaba. Caminaba con el paso confiado de un guerrero que sabe que no tiene igual. Los andares de Russ eran arrogantes, pero se había ganado el derecho a caminar así.
Ahriman estaba acostumbrado a encontrarse en presencia de su propio primarca. Ambos compartían un lazo de hermandad debido al carácter intelectual que compartían, pero lo que tenía delante era algo completamente distinto. Mientras que Magnus valoraba la sabiduría, la percepción y los conocimientos adquiridos por su propio valor intrínseco, a Russ lo único que le interesaba aprender era aquello que le permitiría aniquilar mejor a sus enemigos.
El capitán de los Mil Hijos quedó intimidado. Estar tan cerca de Russ lo hizo sentirse muy vulnerable, igual que si una némesis desconocida hubiese mostrado de repente su verdadero rostro.
—¿Tú eres el que conoce las estrellas? —le preguntó Russ con una voz áspera y de fuerte acento.
El tono gutural de su voz era semejante al de Wyrdmake, pero el agudo sentido del oído de Ahriman captó una leve disonancia estudiada. Tuvo la impresión de que Russ quería que su voz sonara como la de los bárbaros salvajes de los mundos atrasados, cuya población había olvidado su herencia tecnológica y había caído de nuevo en la barbarie.
Ahriman ocultó su sorpresa. ¿Sería cierta esa impresión? Un antiguo strategos de la Vieja Tierra proclamó una vez que toda la guerra era un engaño. ¿Sería la actitud del Rey Lobo una máscara para ocultar su verdadera astucia a aquellos que él consideraba unos extraños?
Russ lo miró fijamente. Los ojos del primarca estaban rebosantes de una agresividad apenas controlada. El impulso de hacer daño estaba grabado en todos y cada uno de los rasgos del rostro de Russ, como una presencia constante que se podía desencadenar en cualquier momento.
—Ahzek Ahriman, mi señor —lo saludó al cabo de unos instantes—. Nos honráis con vuestra presencia.
Russ hizo un gesto con la mano para quitarle importancia al cumplido y centró su atención en las ruinas ennegrecidas por el fuego, que era lo único que quedaba de la fortaleza montañosa de los avenios, y en los restos humeantes de las pocas aeronaves que habían logrado alcanzar las rampas de lanzamiento.
—Ohthere Wyrdmake —dijo Russ mientras alargaba una mano para acariciar al lobo del sacerdote rúnico—. Te vuelvo a encontrar en compañía de un camarada wyrd.
—Es cierto, mi rey —le contestó risueño Wyrdmake. Luego se puso en pie y estrechó la mano que el primarca le ofrecía—. No es un hijo de la Tormenta, pero puede que lo convierta en un buen lector de runas, después de todo.
Lo dijo con voz despreocupada, pero Ahriman volvió a captar un tono falso en aquellas palabras, como si todo aquello no fuera más que una pantomima que quisieran representar porque él estaba presente.
—Sí, pero acuérdate de guardar unos cuantos de nuestros secretos —gruñó Russ—. Algunas cosas de Fenris sólo son para sus hijos, y para nadie más.
—Por supuesto, mi rey —asintió Wyrdmake.
Russ volvió a centrar la atención en Ahriman. El Rey Lobo no lo miró como a un individuo, sino como si fuera un objetivo para su agresividad. Los ojos del primarca recorrieron toda la armadura del bibliotecario jefe e identificaron las junturas más débiles, las zonas más vulnerables y los puntos donde una espada penetraría con más facilidad. Russ conoció en un instante el cuerpo de Ahriman mejor de lo que él mismo lo conocía: dónde se partirían con menor esfuerzo los huesos, por dónde entraría mejor una arma de filo o dónde un puño podría partir una placa de protección y destrozar los órganos internos.
—¿Dónde está tu señor? —exigió saber Russ—. Debería estar aquí.
—Y aquí está —dijo la voz profunda y resonante de Magnus.
La fuerza de la presencia de Russ disminuyó, igual que si fuera una tormenta contenida por uno de los escudos kinéticos de Phosis T’kar.
El estado natural de agresividad del Rey Lobo se apaciguó, y la hostilidad que mostraba hacia Ahriman disminuyó. Aquello era de esperar, ya que Magnus era hermano de Russ, un pariente genético que compartía una relación con el Emperador de la que muy pocos podían vanagloriarse.
Varias décadas antes, Magnus había intentado contar el relato de su creación en una reunión del Rehahti. Eligió la palabra «creación» de forma deliberada en vez de la de «nacimiento». Magnus no había nacido del mismo modo que nacían los mortales, sino que debía su existencia a la voluntad del Emperador. A pesar de lo avanzados que estaban en filosofía sus capitanes, aquellos conceptos eran demasiado extraños, demasiado lejanos para la simple comprensión mortal de cualquiera de ellos.
Ser consciente de cómo crecía tu propio cuerpo a tu alrededor, darte cuenta de cómo tomaba forma tu cerebro, más como una pieza arquitectónica que como un organismo, tener una conversación con tu creador mientras tu existencia pasaba de ser una posibilidad conceptual a una realidad tangible… Todo eso había resultado ser demasiado complicado para aquellos que no habían experimentado una evolución acelerada tan excepcional.
Y ésos eran los conceptos más simples de exponer. Para saber todas aquellas cosas y no enloquecer era necesaria una mente muy singular, una mente lo suficientemente avanzada para comprender lo incomprensible, concebir lo inconcebible: la mente de un primarca.
Compartir ese momento de creación con otro ser, saber que a lo largo de todos los eones de existencia de la galaxia no han existido seres como tú y como tus hermanos, había creado unos lazos de unión entre los primarcas que eran inalcanzables para los simples mortales.
Sin embargo, a pesar de esa herencia genética compartida, no parecía existir amor alguno entre Magnus y Russ. La legendaria hermandad entre primarcas, tan ensalzada por los discursos de los iteradores, estaba completamente ausente.
—Hermano Russ —lo saludó Magnus el Rojo.
El primarca de los Mil Hijos dio unos pasos y pasó al lado de Ahriman para colocarse delante del Rey Lobo. Magnus llevaba puesta su armadura de oro y cuero, y su capa de plumas aleteaba al viento. Los dos primarcas habían combatido en la misma campaña desde hacía seis meses, pero ésa era la primera vez que se veían desde hacía treinta años.
Ahriman no había tenido muy claro hasta ese momento qué ocurriría cuando los dos primarcas se reunieran después de pasar decenios separados, pero entre las posibilidades no se incluía aquella muestra tensa de camaradería forzada. Los lobos de Russ le gruñeron y le enseñaron los colmillos, pero Magnus se limitó a menear lentamente la cabeza en un gesto negativo. Los animales retrocedieron y se pegaron a las piernas de su amo con las orejas gachas.
—Magnus —le respondió Leman Russ. El apretón de manos fraternal que se dieron fue puramente artificial, carente de toda calidez. Russ miró a Magnus de arriba abajo—. Esa capa te hace parecerte a un enemigo. Son las plumas.
—O quizá son sus capas las que les hacen parecerse a mí.
—Como sea. No me gusta. Deberías librarte de ella. Una capa es una complicación en una batalla.
—Yo podría decir lo mismo de ese pellejo lanudo de lobo.
—Podrías, pero entonces tendría que matarte —le replicó Russ.
—Podrías intentarlo, pero no lo lograrías —lo desafió a su vez Magnus.
—¿Eso es lo que crees?
—Eso es lo que sé.
Ahriman se sintió horrorizado ante aquella conversación. Un momento después, notó un atisbo de sonrisa en los labios de Russ, y un brillo malicioso en el reluciente ojo ámbar de su primarca.
Dejó escapar un suspiro cargado de tensión al notar algo familiar en aquel intercambio aparentemente hostil. Ahriman había visto a menudo que los soldados que se cruzaban los mayores insultos solían ser los camaradas de armas más cercanos entre sí, donde el nivel de amistad se podía medir por el grado de las ofensas que se lanzaban el uno al otro. ¿Sería lo que estaba presenciando algo semejante?
A pesar de darse cuenta de aquello, sabía que había una tensión en sus palabras, como si ocultaran unos puñales que ninguno de los dos primarcas fuera capaz de ver en sus bromas.
O quizá sí eran conscientes de ellos. Era imposible saberlo.
—¿Qué es lo que te trae por Nido Cuervo 93, hermano? No esperaba verte hasta el asalto al Peñasco Fénix.
—Ese momento ya ha llegado —le respondió Russ, y toda traza de humor desapareció de su tono helado—. Mis fuerzas están preparadas para desencadenar el ataque asesino contra los reyes de nuestros enemigos.
—¿Y qué hay del Urizen? —quiso saber Magnus, utilizando el nombre devocional con el que los Portadores de la Palabra se referían a su primarca—. ¿También él está preparado para atacar?
—No lo llames así. Su nombre es Lorgar —le replicó Leman Russ.
—¿Por qué te disgusta tanto ese nombre?
—No lo sé. ¿Es que necesito algún motivo?
—No. Es por simple curiosidad.
—No todo necesita una explicación, Magnus. Algunas cosas simplemente son así. Reúne ya a tus guerreros. Ha llegado la hora de que acabemos con esto.