CINCO
![](/epubstore/M/G-Mcneill/Los-Mil-Hijos/OEBPS/Images/aquila.jpg)
CINCO
ALUMNO EN PRÁCTICAS
MITOS DE LA CREACIÓN
RECUERDOS DE TERRA
El interior del pabellón de Ahriman era su lugar de reposo. Era espacioso y estaba bien aireado, un refugio del terrible calor de Aghoru. Al lado del camastro había un mueble biblioteca de madera de nogal. Consideraba unos viejos amigos a los libros de sus estanterías. Los había leído y repasado incontables veces, tanto por las palabras que albergaban como por la familiaridad que tenía con ellos.
Una copia desgastada del Formas literarias akkadianas se encontraba al lado de unas copias traducidas del Manuscrito Voynich y del Codex Seraphinianus. El Turba Philosophorum luchaba por mantener su propio espacio frente a cinco de los siete volúmenes crípticos de los Libros de Hzan y del Clavis Solomoni, todo ello junto a unos cuantos textos que no llamarían una atención indebida. Sin embargo, si alguien abría los compartimentos ocultos en el interior del mueble, encontraría unos volúmenes mucho más escandalosos.
De las vigas colgaban incensarios de madera de sándalo, y un fuego de llamas verdes ardía en el interior de un brasero colocado en el centro del pabellón.
Ahriman inspiró profundamente la potente mezcla de olores y dejó que su efecto tranquilizador lo ayudara a facilitar el paso hacia las Enumeraciones menores. Se quedó mirando fijamente las llamas y guió su voluntad a lo largo de las corrientes del éter.
El futuro era todo neblina y sombras, una niebla borrosa de la cual no se podía extraer ninguna clase de significado. En decenios anteriores, las distintas líneas temporales brillaban a través del velo del empíreo, y Ahriman había visto el eco de los futuros que todavía estaban por llegar con la misma facilidad que un humano normal era capaz de adivinar lo que le ocurriría si saltaba desde lo alto de un risco.
Las mareas del Gran Océano eran un misterio para él en ese momento, y le resultaron tan desconocidas como el otro extremo del mundo lo era para los marineros de los tiempos más pretéritos. Ahriman notó que perdía la concentración. La frustración que sentía por la imposibilidad de adivinar el futuro amenazaba con anular su capacidad de control. La concentración era la clave y la llave que abría todas las puertas y se encontraba en el núcleo de cada una de las prácticas de los Mil Hijos, además de ser el medio por el cual se podían desvelar los mayores misterios.
Enfurecido consigo mismo, Ahriman negó con la cabeza y abrió los ojos. Descruzó las piernas y se puso en pie en un solo movimiento fluido. Iba vestido con una túnica carmesí y un cinturón ancho de cuero del que colgaba un manojo de llaves de bronce. Había preferido no llevar puesta la armadura para aquella reunión.
Sobek estaba de pie al lado de la entrada del pabellón, equipado con su armadura de placas de color rubí. Ahriman sintió claramente su desaprobación.
—Habla —le ordenó—. Tu aura me fatiga. Habla y acaba de una vez.
—¿Puedo hablar con sinceridad, mi señor?
—Ya te he dicho que hables —le replicó con brusquedad Ahriman, quien se obligó a sí mismo a calmarse un instante después—. Eres mi practicas, y si no existe franqueza entre nosotros, jamás alcanzarás el rango de philosophus.
—Me irrita mucho ver que os castigan de este modo —le dijo Sobek—. Verse obligado a entrenar a un mortal en los misterios no es tarea para alguien de vuestra importancia.
—¿Un castigo? ¿Eso es lo que crees que es, un castigo? —le preguntó Ahriman.
—¿Qué otra cosa puede ser si no?
—El primarca me ha confiado una tarea muy importante, y esto no es más que su primera etapa. Lemuel Gaumon es un mortal y posee algo de conocimiento y algo de poder.
Sobek soltó un bufido de desprecio.
—Eso no es nada raro en la 28.ª Expedición —respondió.
Ahriman sonrió.
—Es cierto, pero es un niño que está dando sus primeros pasos sin saber que camina con una venda sobre los ojos por el borde de un abismo. Quiero ayudarlo a quitarse esa venda.
—¿Por qué?
—Porque el conocimiento es un amigo mortífero si nadie establece cuáles son las reglas. Nuestro señor desea que ilumine a este mortal. ¿O es que acaso pones en duda la sabiduría del Rey Carmesí?
Muchos de los hijos del Emperador habían recibido sobrenombres honorables a lo largo de los decenios de guerra, incluido por supuesto Horus Lupercal, el primarca de los Lobos Lunares, el hijo más amado del Emperador. Los guerreros de Fulgrim lo conocían por el sobrenombre del Fénix, y la Primera Legión estaba bajo el mando del León. Magnus era el único de sus hermanos que se había ganado una serie de sobrenombres menos halagadores a lo largo de las décadas de guerra: hechicero, brujo…
Así pues, cuando Ahriman se enteró de que los rememoradores de la 28.ª Expedición llamaban a su primarca el Rey Carmesí, permitió que el nombre se utilizara.
Sobek hizo una reverencia antes de contestar.
—Jamás, mi señor. Lord Magnus es la fuente y el origen de toda la legión y nunca dudaré de sus órdenes, sin importar cuáles sean.
Ahriman asintió al mismo tiempo que notaba la presencia de Lemuel Gaumon al otro lado de la tela del pabellón. Captó el aura del hombre, que era una luz difusa y desenfocada si se la comparaba con el resplandor centelleante de sus camaradas astartes. Mientras que las de ellos brillaban limpiamente, la suya era distorsionada y turbia, semejante al brillo de un globo luminoso sin cubierta, resplandeciente en cierto modo, pero incómodo de mirar durante más de un momento.
—Gaumon espera fuera, Sobek. Hazlo pasar.
Sobek asintió y salió del pabellón. Regresó un instante después acompañado de un individuo grueso que iba vestido con una túnica de color carmesí de largas mangas anchas. En el lado izquierdo de la túnica llevaba bordado el emblema de uno de los cónclaves nordafrikanos, el de Sangha, si Ahriman no recordaba mal. Lemuel tenía la piel oscura, aunque no del tono de aquellos a los que se les había oscurecido a causa del fuerte sol de Aghoru. Ahriman captó el olor corporal del individuo incluso por encima del aroma de aceite de megaleion que le cubría todo el cuerpo.
—Bienvenido —lo saludó Ahriman modulando su voz para que tuviera un tono más fluido y natural. Le indicó con un gesto una esterilla situada al lado del brasero—. Por favor, siéntate.
Lemuel se sentó en la esterilla sin dejar de aferrar contra su pecho un cuaderno de notas. Sobek se retiró y los dejó a solas.
Ahriman se sentó delante de Lemuel antes de hablar de nuevo.
—Soy Ahzek Ahriman, bibliotecario jefe de los Mil Hijos.
Lemuel asintió con fuerza.
—Sé quién sois, mi señor. Me siento honrado por vuestra invitación.
—¿Sabes por qué te he hecho venir?
—Confieso que no lo sé.
—Se debe a que posees cierto poder, Lemuel Gaumon —le explicó Ahriman—. Eres capaz de ver las corrientes del éter que fluyen por el mundo procedentes del Gran Océano. Puede que no reconozcas esos nombres, pero sabes de lo que te estoy hablando.
Lemuel negó con la cabeza, completamente pillado por sorpresa, y se sonrojó.
—Creo que os equivocáis, mi señor —le respondió Lemuel, y Ahriman se echó a reír al captar en su aura el pánico repentino que sentía. Lemuel mostró su cuaderno de notas—. Por favor, mi señor, no soy más que un humilde rememorador.
—No. —Ahriman se inclinó hacia él y lanzó un poco de fuego en su aura—. Eres mucho más que eso. Eres un adepto de la hechicería, ¡un brujo!
Era un truco muy sencillo, una dominación invisible para acobardar a las mentes más débiles. El efecto fue inmediato. De Lemuel surgieron oleadas de miedo y de culpabilidad igual que una marea enloquecida. Ahriman se elevó mediante las Enumeraciones apropiadas para protegerse del terror en estado puro que exudaba el rememorador.
—Por favor… No le hago daño a nadie —le suplicó Lemuel—. No soy un brujo, lo juro. Sólo he leído algunos libros antiguos. No conozco hechizos ni nada que se le parezca. ¡Por favor!
—No te preocupes, Lemuel —le dijo Ahriman sonriendo al mismo tiempo que alzaba una mano para tranquilizarlo—. Tan sólo estoy burlándome un poco de ti. No soy uno de esos estúpidos cazadores de brujos, y no te he hecho venir para condenarte, sino para liberarte.
—¿Para liberarme? ¿De qué? —preguntó Lemuel a la vez que empezaba a respirar con más normalidad.
—De tu ceguera y de tus limitaciones. Tienes poder, pero no sabes utilizarlo del modo adecuado. Puedo enseñarte a utilizar ese poder que posees, y puedo mostrarte cómo utilizarlo para ver cosas que no eres capaz de imaginarte.
Ahriman captó en su aura la suspicacia que Lemuel sentía, y lo tranquilizó con un suave empujón de sus propios poderes, del mismo modo que se calmaba a un animal con palabras suaves y unas cuantas caricias. El rememorador no tenía ninguna clase de barrera en su mente. Su psique estaba completamente indefensa y abierta a las corrientes del Gran Océano. En cuanto entró en contacto con él, Ahriman conoció todos sus secretos. Notó la punzada de pesar que tenía clavada en el corazón, y su actitud hacia él se volvió más condescendiente, ya que reconoció que la pena que sentía el rememorador era un eco de su propia pena.
El poder no era un bálsamo capaz de curar ese pesar, y Lemuel Gaumon se daría cuenta de ello con el tiempo. Ese momento podía esperar. No había necesidad alguna de aplastar las esperanzas que tuviera.
—Eres tan vulnerable… y ni siquiera eres consciente de ello —le dijo Ahriman con voz suave.
—¿Mi señor?
—Dime lo que sabes del Gran Océano.
—No conozco ese término.
—La disformidad. El empíreo.
—Ah. No mucho, la verdad —admitió Lemuel. Inspiró profundamente antes de seguir hablando, igual que un alumno que temiera dar la respuesta equivocada—. Es una especie de dimensión superior, un plano psíquico donde las naves estelares son capaces de viajar a una velocidad muy superior a la normal. Permite a los astrotelépatas comunicarse entre sí y, bueno, ya está.
—Todo eso es cierto en términos generales, pero el Gran Océano es mucho más que eso, Lemuel. Es el hogar del Creador Primordial, la energía que impulsa a todas las cosas. Es un reflejo de nuestro universo, y nosotros somos a la vez un reflejo suyo. Lo que ocurre en un plano afecta al otro, y al igual que cualquier océano planetario, alberga sus propios depredadores. Tu mente, a pesar de su escaso brillo, reluce como una baliza luminosa para los depredadores que acechan en las profundidades de ese océano. Si te permitiéramos utilizar ese poder sin control alguno, no tardarías en estar muerto.
Lemuel tragó saliva y dejó el cuaderno de notas a un lado.
—No tenía ni idea. Pensaba que… Bueno, no sé lo que pensaba. Supuse que era capaz de utilizar algunas partes de mi cerebro a las que los demás no tenían acceso. Empecé a ver la luz que rodea a las personas, sus auras. Aprendí a leerlas, a captar lo que sentían. ¿Tiene sentido lo que digo?
—Tiene todo el sentido. Esa luz, como tú la llamas, es el eco etéreo de la emoción de cualquier persona. En el Gran Océano habita la sombra de cada una de las personas, un reflejo de sus psiques que deja su impronta en sus corrientes.
Lemuel negó con la cabeza con una sonrisa burlona antes de contestar.
—Ésa es mucha información de golpe, mi señor.
—Lo entiendo. No espero que la absorbas toda de golpe ahora mismo. Te convertirás en mi alumno en prácticas, y comenzarás tus estudios mañana.
—¿Puedo elegir?
—No, si quieres vivir.
—Mañana mismo. Es una suerte que me destinaran a la 28.ª Expedición, ¿no?
—Si hay algo que he aprendido durante mis largos años de estudio es que en realidad no existe la suerte en lo que se refiere a la colocación de las piezas del ajedrez del universo. Tu llegada no fue por accidente. Yo estaba destinado a formarte. Lo he visto.
—¿Habéis visto el futuro? —exclamó Lemuel—. ¿Sabíais que iba a estar aquí y que esto iba a suceder?
—Hace muchos años te vi en las calles de Prospero con la túnica de un neófito.
—¿En Prospero? —casi gritó el rememorador. Su aura relució por la emoción—. ¿Un neófito? Eso es un rango de los Mil Hijos, ¿verdad?
—Así es —le confirmó Ahriman—. Aunque muy inferior.
—¿Y lo visteis? ¿Es el futuro? ¡Es increíble!
Ahriman sonrió al comprobar de nuevo la facilidad con la que los mortales se impresionaban ante aquellos poderes. Lo que se impresionaban y, más a menudo, lo que se atemorizaban.
—Años atrás era capaz de navegar por el Gran Océano y abrir mis ojos a todo un mundo de futuros posibles —le explicó Ahriman—. Hacerlo no resulta muy difícil. Hasta los mortales son capaces de conseguirlo. Sin embargo, leer esas corrientes y extraer el significado y la verdad de ese caos es una habilidad que tan sólo poseen los videntes más dotados.
—¿Yo seré capaz de hacerlo?
—No. Al menos, no antes de pasar décadas formándote con los corvidae. La capacidad de leer las corrientes multidimensionales del Gran Océano y extraer un significado de la incoherencia requiere dos tipos de pensamiento. En primer lugar, el movimiento rápido, preciso y eficiente del pensamiento de un concepto a otro, a través del cual todas las ideas se convierten en una sola. En segundo lugar, la suspensión completa del pensamiento, por el que una idea se reduce a la nada. Yo poseo una memoria eidética, una mente creada por los mejores tecnólogos de una época olvidada que me permite hacerlo. Tú no la tienes.
—Entonces, ¿qué es lo que puedo hacer?
—Lo primero que debes hacer es aprender a proteger tu mente de todo peligro —le respondió Ahriman mientras se ponía en pie—. Una vez hayas logrado eso, será cuando veremos qué es lo que puedes hacer.
Los titanes alienígenas se alzaban por encima de él llenos de majestad y de poder, pero Khalophis no se sintió impresionado. Era cierto que eran más grandes que Canis Vertex, pero no poseían la brutalidad robusta del titán de la clase Warlord que montaba guardia a las puertas del templo del culto Pyrae. Retrocedió un paso y echó la cabeza hacia atrás para observar detenidamente las curvas alargadas de las poderosas secciones de la cabeza.
Phosis T’kar le había comentado a Khalophis la presencia de aquellas estatuas gigantescas, y de inmediato sintió el deseo de contemplarlas en persona, de enfrentarse a ellas.
Dio la espalda a aquellas enormes estructuras para mirar a sus guerreros. Una docena de astartes de la Sexta Hermandad estaban de pie detrás del altar negro, un objeto que sin duda se había utilizado para realizar siniestros ritos de sacrificio. Había escuchado a su primarca explicar en el Rehahti que la Montaña era un lugar donde rememoraban a los muertos, y que se trataba de un lugar que debía tratarse con respeto. Aquello no cambiaba la opinión de Khalophis respecto a los aghoru: no se fiaba de ellos.
Su jefe enmascarado iba acompañado de diez aghoru más, todos ellos también con el rostro tapado por una máscara de espejo. Su presencia había sido la única condición que habían impuesto para que Khalophis y sus guerreros pudieran entrar en el valle. Eso indicaba alguna clase de doblez por su parte. ¿Por qué no iban a querer los aghoru que la legión entrara en el valle?
—¿Qué es lo que queréis mantener escondido? —musitó, y nadie más que él lo oyó.
El jefe de los aghoru lo estaba mirando, y Khalophis señaló con un gesto a los dos gigantes.
—¿Sabes qué son? —le preguntó.
—Son los guardianes de la Montaña.
—Quizá lo fueron antaño, pero ahora no son más que unas estatuas muy caras.
—Son los guardianes —repitió el jefe.
—Son titanes, máquinas de guerra gigantescas —le explicó lentamente Khalophis—. En otra época eran capaces de arrasar ciudades o aniquilar ejércitos enteros, pero ahora están muertas.
—Nuestras leyendas dicen que algún día caminarán de nuevo, cuando los daiesthai rompan las ataduras de su prisión eterna.
—No sé lo que quiere decir esa palabra, pero no volverán a caminar. No son más que máquinas, máquinas sin vida. —Khalophis señaló hacia la cabeza de una de las gigantescas figuras—. Si esto fuera un titán imperial, el princeps estaría sentado en su interior, pero como es alienígena, ¿quién sabe lo que hay ahí dentro en realidad? Un cerebro enorme metido en un frasco, un colectivo interconectado de robots conscientes… Podría ser cualquier cosa.
—¿Qué es un princeps? ¿Una especie de dios? —inquirió el jefe. Khalophis se echó a reír con unas tremendas carcajadas.
—Como si lo fuera. No es una palabra que tenga demasiados partidarios hoy en día, pero no hay otro término que sea útil para explicarlo. Un astartes es un dios para los mortales, un titán… Bueno, un titán es el dios del campo de batalla. Incluso las legiones prestan atención cuando las máquinas del Mechanicum marchan al combate.
—Éstas jamás han caminado, no desde que conocemos su existencia —le aclaró el jefe—. Todos tenemos la esperanza de que jamás lo hagan.
—Te llamas Yatiri, ¿verdad? —le preguntó el capitán inclinándose sobre él.
—Sí, hermano Khalophis. Así me llamo.
—No soy tu hermano —le replicó con un siseo.
A pesar de carecer de sus poderes temporalmente y de su incapacidad para comunicarse con su tutelar, Khalophis se sentía lleno de energía, pero no con las oleadas procedentes del éter que normalmente recibía, sino nuevamente por el acto de dominación.
—Todos somos hermanos —le contestó Yatiri, quien se mantuvo tranquilo ante aquella hostilidad manifiesta—. ¿No es eso lo que enseña vuestro gran líder? Él proclama que todos pertenecemos a la misma raza, que fue dividida por una gran catástrofe, pero vuelve a reunirse bajo el ojo vigilante del gran Emperador Celestial.
—Es cierto —admitió Khalophis—. Pero no todos los que quedaron separados quieren unirse, y se enfrentan a nosotros.
—Nosotros no nos hemos enfrentado a vosotros. Hemos dado la bienvenida a vuestra llegada —le contestó Yatiri.
—Ésa es la historia que vosotros vais contando —le replicó a su vez el astartes.
Khalophis se apoyó en el altar y miró fijamente al mortal a través de las lentes verdes de su casco de combate. Aunque aquel planeta se suponía sometido a la autoridad imperial, Khalophis llevaba conectados los autosentidos de combate. Las faláricas estaban resaltadas en blanco y los miembros de la tribu en rojo, aunque el grado de amenaza era prácticamente inexistente.
—Nosotros somos la historia —lo rebatió Yatiri—. Desde el momento en que vuestro jefe pisó esta tierra, formamos parte de ella.
—Ésa es la cháchara típica de un rememorador —bufó Khalophis—. Y no confío en una gente que siempre lleva puesta una máscara, sobre todo si las máscaras parecen espejos. Me pregunto en todo momento qué estarán escondiendo detrás.
—Tú también llevas puesta una máscara —apuntó Yatiri mientras pasaba a su lado y se dirigía hacia la boca de la cueva.
—Esto es un casco.
—El resultado es el mismo: ocultas tu rostro.
—¿Por qué las lleváis puestas siempre? —quiso saber Khalophis mientras seguía al jefe de la tribu en dirección a los guardianes de la Montaña.
—¿Por qué lo llevas tú? —replicó Yatiri sin darse la vuelta.
—Para protegerme. El casco está blindado y me ha salvado la vida en más de una ocasión.
—Yo también llevo esta máscara por protección —le aclaró Yatiri al llegar al lado de uno de los pies del gigante más cercano.
—Protegerte ¿de qué? Vuestras tribus no guerrean entre sí, y no existen depredadores de gran tamaño en este planeta. ¿Para qué las necesitáis?
Yatiri se dio la vuelta y posó una mano en la superficie pulida de uno de los pies. Tan cerca de los gigantes, Khalophis se dio cuenta de que su tamaño era realmente impresionante, y recordó las ruinas ennegrecidas por el fuego de Kamenka Ulizarna y a Magnus el Rojo de pie delante del coloso pielverde. Aquello sí que había sido una batalla para ser recordada, y al estar allí, tan cerca de la máquina de guerra alienígena, pudo apreciar en su verdadera magnitud el poder de su amado líder.
—Nuestras leyendas hablan de una época en la que este mundo pertenecía a una raza de seres antiguos llamados elohim —le explicó Yatiri mientras se sentaba junto al gigantesco pie—. Era una raza tan hermosa que se enamoraron de lo maravillosas que eran sus formas. —Yatiri dirigió la mirada hacia la boca de la cueva antes de seguir hablando—. Los elohim descubrieron una fuente de gran poder y la utilizaron para caminar entre las estrellas como si fueran dioses, para crear mundos a su imagen y semejanza y para forjar un imperio en el cielo con el que rivalizar con los dioses. Se concedieron a sí mismos todos los caprichos, no se negaron nada y vivieron una existencia inmortal llena de deseos satisfechos.
—A mí me parece una buena vida —comentó Khalophis al mismo tiempo que echaba una mirada llena de suspicacia hacia la oscuridad.
—Durante un tiempo lo fue —admitió Yatiri—. Sin embargo, semejante engreimiento no podía quedar sin castigo mucho tiempo. Los elohim abusaron de su fuente de poder y la corrompieron con su decadencia licenciosa, y al final se volvió contra ellos. Prácticamente toda su raza quedó destruida en una sola noche de sangre. Sus mundos cayeron y los océanos se bebieron la tierra. Pero eso no fue lo peor.
—¿Ah, no? A mí me suena bastante malo ya —comentó Khalophis, aburrido por el relato de Yatiri.
Los mitos sobre la creación y la destrucción eran un elemento común en la mayoría de las culturas, y las narraciones llenas de moralidad se utilizaban para controlar a las generaciones emergentes. Aquel mito se diferenciaba muy poco de otro centenar que había leído en las bibliotecas de Prospero.
—Los elohim prácticamente se habían extinguido, pero algunos de los escasos supervivientes fueron transformados de un modo maligno por el poder que antaño les había servido. Se convirtieron en los daiesthai, una raza tan cruel como hermosa había sido antaño. Los elohim se enfrentaron a los daiesthai y finalmente consiguieron expulsarlos a las sombras que yacen bajo este planeta. Su poder se había roto, por lo que no poseían los medios necesarios para destruir a los daiesthai. Así pues, con el escaso poder que les quedaba, alzaron la Montaña para que sellara la prisión de los daiesthai y dejaron a estos guardias para que vigilaran su posible regreso. Los daiesthai permanecen encerrados bajo este mundo, pero su ansia de muerte no puede quedar saciada jamás, es por eso que les traemos a los muertos de nuestras tribus a cada giro del planeta para asegurarnos de que su sueño eterno continua.
—Es un cuento muy bonito, pero que no explica las máscaras que lleváis puestas.
—Somos los herederos del mundo de los elohim, y su destrucción sirve como aviso frente a las tentaciones de la vanidad y de la obsesión en uno mismo. Nuestras máscaras son un modo de asegurarnos de que no caeremos como ellos cayeron.
Khalophis pensó en ello durante unos instantes.
—¿Nunca os las quitáis? —preguntó al cabo de unos momentos.
—Sí, para bañarnos.
—¿Y cuando os apareáis?
Yatiri negó con la cabeza antes de contestar.
—Me parece impropio que preguntes algo así, pero no eres un aghoru, así que te contestaré. No, no nos las quitamos, ni siquiera en un momento como ése, ya que los placeres de la carne se encontraban entre los mayores vicios de los elohim.
—Eso explica por qué sois tan pocos en el planeta.
Khalophis estaba más que impaciente por regresar al campamento y restablecer su contacto con Sioda. Debido a que el poder del culto Pyrae continuaba en ascenso, su tutelar era una esencia alada de fuego centelleante. Su conexión con Sioda permitía a Khalophis y a la Sexta Hermandad quemar ejércitos enteros hasta convertirlos en cenizas sin necesidad de efectuar un solo disparo con sus numerosas armas.
La idea lo hizo sentir más poderoso y gruñó al notar que la rabia se apoderaba de él. Era bueno sentir aquella agresividad controlada después de reprimirla durante tanto tiempo. Aquel planeta no representaba nada importante para los Mil Hijos, y Khalophis se enfurecía cada vez más ante la obligación de permanecer allí mientras en otros lugares se libraban guerras. El Rey Lobo había reclamado la presencia de los Mil Hijos en una campaña, y allí estaban ellos, perdiendo el tiempo en un planeta olvidado que no ofrecía nada de valor a la vista.
Khalophis alargó una mano y la pasó por el pie del titán. Sintió la suavidad de la superficie. Sin duda alguna, un material como aquél debía de ser quebradizo, y ansió destruirlo. Cerró los puños y se colocó en una posición de combate.
—¿Qué vas a hacer? —gritó Yatiri al mismo tiempo que se ponía en pie de un salto.
El astartes no le respondió. Notó cómo crecía la fuerza de sus brazos, una fuerza capaz de partir el acero y de atravesar el casco de un vehículo blindado. Calculó con exactitud dónde golpearían los puños.
—¡Por favor, hermano Khalophis! —le suplicó Yatiri, quien se interpuso entre el astartes y el enorme pie rematado por garras mecánicas.
Khalophis se concentró en los puños cerrados, pero no llegó a golpear. Su conciencia se aferró a la octava esfera de las Enumeraciones, pero obligó a sus pensamientos a descender a la séptima. Logró calmar la agresividad que sentía y someterla a un estado más contemplativo.
—Desperdiciarías tu fuerza. ¡Los guardianes son inmunes a cualquier clase de daño! —le gritó Yatiri.
Khalophis bajó los brazos y se apartó del objetivo inicial de su agresividad.
—¿Eso es lo que crees? Entonces, ¿qué es eso?
Unas finas líneas negras salían del suelo y se extendían por el pie del gigantesco guardián como grietas en una pared antes de subir con un aspecto parecido al de unas venas malignas y envenenadas.
—¡Los daiesthai! —siseó Yatiri.
Magnus estaba arrodillado sobre el disco solar de su pirámide centelleante. Cerró su primer ojo y liberó su cuerpo luminoso de la prisión de la carne. Sus capitanes y guerreros necesitaban las Enumeraciones para lograr la separación de sus cuerpos, pero Magnus dominaba el viaje espiritual por el éter sin ser consciente de que lograr algo semejante era considerado muy difícil por los demás.
Las Enumeraciones eran unas herramientas filosóficas y conceptuales que permitían a los estudiosos de los misterios filtrar la miríada de complejidades incluidas en el sometimiento del universo a su voluntad. Ése era su don, la capacidad de lograr lo imposible sin saber que estaba más allá de lo comprensible.
El proceso era más fácil en un mundo como Aghoru, donde los vientos etéreos soplaban invisibles por toda la superficie del planeta. El Gran Océano pugnaba por entrar, como si estuvieran rodeados por una burbuja valiosa y delicada. Magnus sacó un pensamiento de la tercera Enumeración para expresar el concepto. Aquel planeta era una esfera perfecta, imposible de mejorar estructuralmente, pero la Montaña era un defecto, un medio mediante el cual se podía alterar ese equilibrio perfecto. Cuando entró en la cueva con Yatiri, observó con atención todos los formalismos del ritual de los muertos de los aghoru, pero los cánticos y las posturas corporales lo habían divertido por su ingenuidad.
Los aghoru creían realmente que aplacaban a alguna clase de raza durmiente de demonios que estaban aprisionados bajo aquella tierra, y no había llegado todavía el momento de desengañarlos sobre aquella idea. Allí, de pie en mitad de la oscuridad de la cueva, sintió la tremenda presión del Gran Océano muy por debajo de sus pies, infiltrándose a través de protecciones ya muy desgastadas por el paso de incontables eones.
No había demonios bajo la Montaña, tan sólo la promesa de algo tan increíble que Magnus se quedó sin aliento. Era demasiado pronto como para estar seguro, pero si estaba en lo cierto, el beneficio posible para la raza humana estaba más allá de lo imaginable.
Lo que yacía bajo la Montaña era un portal de disformidad, una entrada a un entramado de caminos increíblemente vasto y complejo que atravesaba el Gran Océano, igual que si fuera un entramado invisible de venas que recorriera la totalidad del universo. Tener control sobre ese entramado permitiría a la humanidad dominar las estrellas, la posibilidad de pasar de un lado a otro de la galaxia en un parpadeo.
Había ciertos peligros, por supuesto que los había. No podía simplemente abrir esa puerta, ya que entonces el Gran Océano entraría en tromba y sin control con unas consecuencias desastrosas. El secreto para desentrañar el gran potencial de aquel planeta era un estudio cuidadoso, una investigación meticulosa y una serie gradual de experimentos. Mientras Yatiri entonaba sus rituales para los muertos sin utilidad alguna, Magnus tiró de uno de aquellos filamentos hacia arriba y probó el inmenso potencial que ofrecía. Era puro. Era un poder vital en estado puro. Su cuerpo ansiaba tocarlo de nuevo.
¡Las cosas que podría lograr con semejante poder!
Magnus se elevó y dejó su cuerpo terrenal arrodillado sobre el disco solar. Una vez libre de las limitaciones de la carne, su cuerpo cobraba vida realmente, con una multitud de sentidos que dejaban en ridículo a los pocos que poseían aquellos cuya vida sólo transcurría en los planos más comunes de la existencia.
—Os liberaré a todos de la cueva —dijo Magnus.
Su voz no se oyó más allá de las paredes de la pirámide. Su cuerpo de luz atravesó la cúspide de la pirámide y se elevó sobre el cielo nocturno de Aghoru. Magnus disfrutó de la posibilidad de volar sin compañía o protección alguna.
La Montaña se alzó por delante de él. Su inmensa presencia era imponente en su majestuosidad.
Se elevó miles de metros, y a pesar de ello, siguió empequeñeciéndolo.
El primarca siguió elevándose a toda velocidad, como un misil reluciente que giraba y dejaba tras de sí rastros brillantes en el cielo. Su vuelo fulgurante fue invisible para todos, ya que Magnus quería permanecer solo, y ocultó su presencia incluso a sus capitanes.
Voló todo lo cerca de la Montaña que pudo, y sintió el muro negro de anulación que surgía de las rocas y de los picos colocados de un modo inteligente y sutil con un único propósito: contener las energías bullentes e impredecibles que estaban atrapadas bajo ella.
Magnus giró alrededor de la Montaña mientras disfrutaba de los vientos etéreos que azotaban el aire alrededor de su cuerpo de luz. Los antiguos místicos llamaban al cuerpo de luz linga sarira, un doble del cuerpo físico que ellos creían se podía lograr mediante tiempo, esfuerzo y voluntad, y de ese modo, esencialmente, crear un medio de vivir para siempre. Aunque no era cierto, era una noble creencia.
Siguió volando hacia adelante y hacia arriba. La atmósfera fue perdiendo consistencia, pero aquel cuerpo no necesitaba ni calor, ni oxígeno ni luz para subsistir, tan sólo voluntad y energía, y Magnus dispone de reservas sin límites de ambas.
El sol era un disco de luz que se apagaba por encima de él. Siguió ascendiendo y extendió los brazos como si fueran alas mientras se empapaba de la calidez de las corrientes invisibles de energía que impregnaban cada rincón de aquel planeta. El mundo que se extendía bajo no era más que un recuerdo lejano, y el campamento de los Mil Hijos, un punto de luz en la oscuridad.
Vio la inmensidad de la galaxia, la blancura borrosa de la Vía Láctea, el brillo de estrellas lejanas y las distancias imposibles que las separaban. A lo largo de la historia, los seres humanos habían alzado la mirada hacia las estrellas y habían soñado con viajar entre ellas algún día. Se habían espantado de unas distancias tan enormes que la mente humana era incapaz de concebir, y luego habían dedicado todos sus esfuerzos mentales a superar las dificultades y a encontrar un modo de hacerlo.
Había llegado ese momento, el momento en el que tenían al alcance de la mano hacerse con las estrellas, dominar la galaxia de una vez por todas. Magnus sería el arquitecto de ese dominio. Las naves de los Mil Hijos flotaban inmóviles en el vacío por encima de él: el Photep, el Heredero de Prospero y el Ankhtowë. Junto a las naves forja del Mechanicum, a las del Administratum y a la hueste de transportes que llevaban los soldados de la Guardia de las Torres de Prospero, formaban aquella parte de la 28.ª Expedición.
Allí arriba, bañado por la luz y la energía, Magnus se encontraba libre de las limitaciones terrenales, aunque muchas de ellas eran autoimpuestas. Allí veía con perfecta claridad, con su forma liberada de las leyes y de las componendas a las que habían llegado tanto él como su creador. A diferencia de sus hermanos, Magnus recordaba su concepción y su crecimiento, y era capaz de rememorar con nitidez el vínculo que existía entre él y su padre.
Incluso mientras todavía lo estaba forjando en el fuego blanco de su genio, el Emperador hablaba con Magnus. El primarca escuchaba atentamente sus grandes sueños, la escala colosal de sus visiones, y el lugar que él tendría en todo aquello. Al igual que una madre habla con el hijo todavía no nacido que lleva en su seno, el Emperador le habló a Magnus.
Sin embargo, mientras que un nonato no sabe nada del mundo exterior, Magnus lo sabía todo.
Recordó cómo, decenios más tarde, regresó a su planeta de nacimiento para recorrer sus caminos ocultos y explorar sus misterios perdi dos con su padre. El Emperador le había dado lecciones sobre los poderes secretos del universo. Había compartido su sabiduría sin darse cuenta de que el estudiante estaba a punto de superar al maestro. Caminaron por los ardientes desiertos de Meganesia y viajaron por senderos invisibles conocidos antaño como líneas de canción por las primeras personas que habitaron esa tierra.
Otras culturas las conocían por los nombres de líneas ley o lungmei, y creían que eran la sangre de los dioses, el flujo magnético de una energía mística que circulaba por las venas del planeta. Su padre le había contado que los viejos chamanes de la antigua Tierra podían absorber energía de esas corrientes y utilizar un poder superior al de los demás mortales. Muchos habían intentado convertirse en dioses, habían alzado imperios y habían esclavizado a los demás seres humanos.
El Emperador le habló de cómo aquellos individuos habían destrozado sus vidas y las de los demás por utilizar un poder que estaba más allá de su comprensión. Al notar el interés de Magnus, su padre le había advertido contra la idea de aventurarse demasiado tiempo y demasiado alto en el éter para conseguir un beneficio egoísta.
Magnus lo escuchó con atención, pero en lo más profundo de su corazón ansiaba controlar esos poderes que no podían dominar los mortales. Era un ser de luz tan distinto a la humanidad que apenas se consideraba a sí mismo como alguien emparentado con sus ancestros primordiales. Se sentía por encima de ellos, pero no olvidó en ningún momento el legado de evolución y de sacrificio que lo había elevado a él por encima de aquéllos. Era su deber y su honor acelerar la ascensión de los que vendrían después de él, mostrarles la luz al igual que su padre se la había mostrado a él.
En esos primeros días, Terra era un mundo en pleno cambio, un planeta renacido a la imagen de su nuevo señor, ya que no dejaban de alzarse ciudades centelleantes y maravillas grandiosas que marcaban el cambio de suerte en la humanidad. La gloriosa obra cumbre de aquella nueva época era el palacio de su padre, un monumento del tamaño de un continente dedicado al increíble logro que había sido la Unidad. Tomó forma en las cimas más altas del planeta, y era una masa continental que debía servir como símbolo innegable de la nueva función de Terra como el imán unificador de la humanidad. Sería un faro luminoso en una galaxia hambrienta de luz durante las épocas oscuras.
Magnus había estudiado los textos antiguos que su padre había reunido en la Librarius Terra. Casi los había devorado con un ansia rayana en la obsesión. Observaba el cielo desde el Gran Observatorio, había derribado cimas de montañas con sus hermanos en las Torres Marciales y, lo mejor de todo, había cruzado el éter con su padre.
Había observado con humor cómo Fulgrim y Ferrus Manus rivalizaban por la supremacía en las forjas de Terrawatt, bajo el monte Narodnya; había debatido sobre la naturaleza del universo con Lorgar en el Salón de Leng, y había conocido a más hermanos suyos a medida que viajaban al planeta donde habían nacido.
Había sentido parentesco con algunos de ellos, un sentimiento de hermandad que no sabía que deseaba hasta que lo tuvo justo delante de él. Con otros no sintió nada. Hostilidad incluso, pero no devolvió esa hostilidad. El futuro se encargaría de justificarlo.
Cuando llegó el momento de adentrarse entre las estrellas, fue agridulce. Se había visto obligado a separarse de su amado padre, pero ese instante no pudo ser más apropiado para sus guerreros, ya que los defectos genéticos que acosaban a sus guerreros eran cada vez más graves.
Magnus había llevado a su legión a Prospero, y allí había…
Había hecho lo que había que hacer para salvar a sus hijos.
Al pensar en su legión, apartó la mirada de las estrellas y recordó la advertencia de su padre sobre volar demasiado alto y demasiado lejos en el éter. Cambió el rumbo del vuelo y bajó hacia la superficie, igual que un corneta que se desplomara contra Aghoru. El suelo oscuro subió raudo hacia él. El campamento de los Mil Hijos se asemejaba a una fogata solitaria en mitad de una pradera vacía. Las mentes de sus guerreros eran las llamas. Algunas titilaban, pero otras ardían cargadas de ambición.
Magnus disminuyó la velocidad de descenso al sentir el calor de una de las llamas en concreto.
Ahriman. Siempre era Ahriman quien ardía con más brillo que los demás.
Su bibliotecario jefe estaba de pie delante del pabellón con Sobek a su lado. En ese momento estaba hablando con tres mortales cuyas mentes eran poco más que ascuas moribundas.
Magnus leyó las mentes de los tres en un instante y los conoció mejor de lo que ellos mismos se conocían.
Uno de ellos era Lemuel Gaumon, el nuevo alumno en prácticas de Ahriman. La más alta de las dos mujeres era Camille Shivani, una psicométrica, mientras que la más delgada era Kallista Eris, una escritora asémica.
Llevaba un puñado de papeles en la mano, aunque su aura le indicó a Magnus que no le gustaba llevarlos encima. Shivani se encontraba detrás de Gaumon, que le decía algo con cierta agitación a Ahriman. El capitán se quedó mirando la página que le habían dado.
Magnus se acercó flotando a Ahriman y leyó lo que había escrito en el papel.
Una y otra vez y otra vez, la misma frase:
«Vienen los Lobos».