OCHO

OCHO

MATAGIGANTES

Los gigantes se movieron. El hecho era tan innegable como inconcebible. El suelo se estremeció con la fuerza de ese movimiento. Se abrió una grieta en el risco y se partió. De la ladera de la Montaña cayó una lluvia de peñascos tan abundante que parecían una cortina de motas de polvo. Los titanes se estremecieron por el esfuerzo de liberarse de las arcanas ataduras, y finalmente se separaron de la roca.

Ahriman sintió el rugido aullante de algo primigenio que surgía de la boca de la cueva con un hambre enloquecida, una fuerza destructiva y desquiciada que por fin estaba libre para comportarse como quisiera después de permanecer atrapada durante incontables eones en las profundidades de la Montaña.

Cayó de rodillas y se llevó las manos a los oídos por encima del casco cuando el Gran Océano intentó abrirse camino hacia el interior de su cráneo. Recordó la advertencia del primarca y luchó por mantenerlo fuera.

Ni siquiera en la desolación de Prospero, entre las ciudades en ruinas despobladas por los psiconeueins, se había sentido un asalto psíquico de semejante ferocidad. Vio a través de las lágrimas que le llenaron los ojos cómo los astartes se dispersaban, aunque aquellos que no poseían conexión alguna con el éter se libraban de lo peor de la chirriante hoja afilada que le estaba atravesando la mente.

El suelo se estremeció cuando la primera de las grandes máquinas dio un paso estruendoso y el pie se estrelló contra la superficie de piedra con una fuerza sísmica. Lord Skarssen gritó algo a sus guerreros, pero Ahriman no llegó a oír lo que dijo. Ohthere Wyrdmake estaba apoyado en su báculo, a cuyo mango rodeaba una tormenta centelleante de rayos negros. A su lado, Phosis T’kar y Hathor luchaban contra el poder corrupto sobre el que les había advertido Magnus. No logró ver a Uthizzar ni a Khalophis.

Otra onda de choque estremeció el valle cuando el segundo gigante se liberó de sus ataduras. El retumbar atronador de centenares de toneladas de rocas al caer fue un poderoso recordatorio de la existencia del mundo material. Varias paredes de metal rojo y rugiente pasaron al lado de Ahriman arrasando el suelo polvoriento sobre el que rodaban. Eran los Land Raider, que ya habían abierto fuego con las armas montadas en las barquillas laterales, que destellaban con cada disparo de energía feroz mientras seguían avanzando hacia los titanes.

Ahriman sintió una presencia a su lado. Alzó la mirada y vio a Khalophis, que estaba dando órdenes a gritos a sus guerreros. Los astartes con el símbolo del fénix escarlata se apresuraron a obedecerlas y corrieron a ocupar las mejores posiciones de disparo desde donde apuntaron con sus armas.

A Ahriman le dieron ganas de echarse a reír. ¿De qué iban a servir sus armas contra unas máquinas de guerra como aquéllas?

Intentó ponerse en pie, pero la presión que le machacaba las defensas mentales lo mantuvo inmóvil como una polilla clavada con un alfiler en una vitrina. La resistencia que ofrecía le había paralizado las extremidades, le había bloqueado las articulaciones con su persistente rechazo al poder que podría ser suyo si simplemente lo dejaba entrar en su mente.

Ahriman reconoció aquella tentación. Eran los susurros insidiosos que atraían a los viajeros del vacío y los llevaban a su condenación, al igual que los fuegos fatuos de antaño llevaban a su perdición a aquellos que se perdían en los pantanos.

Darse cuenta de ello no fue suficiente como para impedir que siguiera deseando ceder a ese canto de sirena.

Lo único que tenía que hacer era dejarlo entrar, y recuperaría todos sus poderes: el poder para aplastar a aquellas máquinas de guerra, el poder para leer las corrientes del futuro. Sus últimos vestigios de voluntad comenzaron a flaquear.

No, hermano… Aférrate a mi voz.

Aquellas palabras fueron un asidero en mitad de la locura, una brújula que lo ayudó a regresar a su autocontrol. Se agarró a ellas como un hombre que se ahogara se aferraría a las manos de su rescatador.

Ahriman sintió que alguien le tocaba la hombrera, y vio que Uthizzar estaba a su lado. Se alzaba sobre él como un sacerdote que lo estuviera bendiciendo. El athanaean le hizo dar la vuelta hasta que estuvieron cara a cara. Luego se agarraron el uno al otro de los brazos, como si estuvieran trabados en alguna clase de prueba de fuerza.

Hermano, reconstruye tus barreras. Puedo protegerte durante un tiempo, pero no siempre.

Ahriman oyó la voz de Uthizzar en su mente, y el timbre sereno del telépata fue un contraste tremendo comparado con la tormenta rugiente que amenazaba con apoderarse de él. Sintió una quietud tranquilizadora en su mente cuando Uthizzar lo ayudó a soportar esa carga.

Asciende por los distintos niveles, hermano. ¡Recuerda tus inicios!

Ahriman repitió uno por uno los diferentes mantras que permitían a un neófito controlar los poderes de su propio ser, lo que permitía pasar con facilidad a las meditaciones de concentración de energía de un zealator. Luego se llegaba al control de la mente de un practicus, el logro de la perspectiva ecuánime perfecta del philosophus. Con cada uno de aquellos avances, las barreras que le protegían la mente se alzaban de nuevo, y el aullar furioso del éter se fue apagando.

De prisa, hermano. No podré protegerte durante mucho tiempo más.

—Ya no hace falta —dijo Ahriman en cuanto volvió a enfocar la vista en el mundo—. Ya tengo el control.

Uthizzar bajó los hombros y lo soltó.

—Bien. No podría haberlo contenido todo el tiempo.

Ahriman se puso en pie. La situación a su alrededor era caótica. Los astartes se esforzaban por formar una línea defensiva desde la que enfrentarse a aquellas máquinas de guerra gigantescas. Ambas se habían separado por completo de la roca. Los tentáculos negros que las envolvían palpitaban como si fueran arterias que les transmitieran fuerza por todo el cuerpo.

Se hizo cargo por completo la situación. Los Lobos Espaciales se habían puesto a cubierto detrás de unas enormes pilas de escombros al otro lado del valle. Ahriman se sintió impresionado. Los Hijos de Russ tenían fama de ser unos temerarios insensatos, pero eso no los convertía en unos estúpidos. Cargar de frente contra aquellos enemigos habría supuesto la muerte de todos ellos, y Skarssen lo sabía.

Los Mil Hijos habían adoptado la formación de los nueve arcos, una configuración agresiva de tres grupos de guerreros que recibía ese nombre en honor a los reyes del antiguo Gypto y la representación de todos sus enemigos.

—Los ha reunido a todos en su puño y su maza se ha estrellado contra sus cabezas —musitó Ahriman al reconocerla.

Khalophis se había situado en el centro del primer bloque, Phosis T’kar estaba al mando del segundo y Hathor Maat se encargaba de dirigir al tercero.

Varios géiseres ardientes giraban alrededor de Khalophis. Eran unas columnas de fuego blanco que lo envolvían con una luz cegadora. Ahriman sintió el inmenso poder que rodeaba al capitán de la Sexta Hermandad y cómo su enorme potencia se derramaba sobre los guerreros que le rodeaban.

—Por supuesto, Khalophis no hará caso de ninguna clase de advertencia —dijo Uthizzar con un tono de voz desdeñoso.

—No es el único —le indicó Ahriman al ver los estallidos de energía etérea que estaban centrados en Phosis T’kar y Hathor Maat.

—¡Estúpidos! —exclamó Uthizzar, y su comportamiento imperturbable se vio alterado ante semejante poder—. ¡Se lo han avisado!

Ahriman vio en mitad del caos que Yatiri estaba de pie sobre el altar de basalto, cuya superficie relucía con la sangre de los ancianos muertos. Tenía empuñada la falárica por encima de la cabeza y estaba gritando algo. Las ráfagas de viento que surgían de la boca de la cueva aullaban a su alrededor formando un huracán de materia corrupta, un torbellino de energía antinatural que se regocijaba de su libertad.

Y en el centro de ese huracán se encontraba Magnus el Rojo.

Con un porte magnífico y orgulloso, el primarca de los Mil Hijos se había convertido en el ojo del huracán, en un oasis de absoluta quietud. Aunque era un gigante comparado con los demás humanos, los enormes titanes lo empequeñecían hasta dejarlo reducido a un enano. Sus formas inmensas todavía arrastraban aquella especie de lianas gruesas de aspecto alquitranado y reluciente color negro.

El primer titán inclinó la enorme cabeza hacia Magnus. Su mente alienígena captó la presencia del primarca como hubiera captado la de un tesoro en mitad de un vertedero. Su cuerpo se estremeció con un movimiento que bien podría considerarse de asco, y contempló a Magnus igual que un ser humano observaría a un insecto repugnante. Dio un paso hacia Magnus de un modo dubitativo e inseguro, como si no estuviera acostumbrado a controlar sus extremidades después de pasar inmóvil tanto tiempo. La Montaña se estremeció con la reverberación provocada por el estampido de sus pasos, pero Magnus no se movió. Su capa de plumas ondeó alrededor de él. La violencia del despertar de los titanes no parecía haberlo afectado en absoluto.

La máquina cerró su enorme mano y bajó el brazo. El movimiento fue absolutamente distinto al giro mecánico estruendoso e irregular de las máquinas imperiales. Una descarga de fuego electromagnético recorrió toda la superficie del puño de superficie suave.

Y entonces disparó.

Una tormenta de proyectiles lacerantes acribilló el espacio que separaba el puño de Magnus, un torbellino rugiente de muerte afilada. Magnus ni se inmutó, y la tormenta se deshizo por encima de él, desviada por una barrera invisible. Los proyectiles desgarraron el suelo y llenaron el aire de fragmentos sibilantes de roca y metal.

La enorme arma en forma de lanza que remataba su otro brazo giró, y Ahriman quedó sorprendido de nuevo por la elegancia fluida, casi de un ser vivo, que mostraba el titán al moverse. Lo hacía como si cada molécula fuera parte de su esencia, un conjunto vivo que era lo opuesto de la mente ajena conectada de un modo imperfecto a un cuerpo mecánico mediante unidades de impulso psíquico y receptores táctiles.

Sin embargo, antes de que pudiera liberar el fuego destructivo de aquella arma, una lluvia de disparos de energía le acribilló las extremidades. Los Land Raider de los Mil Hijos le dispararon una y otra vez con los cañones láser, como un grupo de cazadores que rodearan a una gigantesca bestia.

Los astartes de la Sexta Hermandad le dispararon misiles explosivos y lo acribillaron con proyectiles de bólter. Las placas del titán comenzaron a resquebrajarse y a astillarse, y a lo largo de su superficie aparecieron lenguas de fuego. Los titanes imperiales marchaban al combate protegidos por pantallas de vacío de energía ablativa. No ocurría lo mismo con aquel leviatán. Fuese cual fuese la protección en la que había confiado durante su vida anterior, carecía de ella en esos momentos.

Magnus se mantuvo firme ante el titán. Era poco más que un niño ante un monstruo inmenso. Alzó un brazo con la palma de la mano abierta hacia arriba, como si le estuviera ofreciendo un bocado al gigante para que saciara su apetito. Ahriman vio una leve sonrisa en el rostro del primarca cuando éste cerró los dedos para formar un puño.

El enorme guantelete que le había disparado la andanada de proyectiles quedó aplastado cuando una fuerza invisible lo estrujó por completo. De la mano mecánica destrozada surgió una bola de fuego, y una maraña de tentáculos negros, semejantes a venas muertas, quedó colgando del hombro del titán cuando Magnus le aplastó con serenidad el resto del brazo. La máquina de guerra gigante se estremeció, y aquel movimiento fue antinatural y repulsivo por su parecido a una sacudida de dolor. Los Land Raider se lanzaron a la carga para aprovechar la ventaja, y nuevas descargas de disparos láser acribillaron las piernas y el torso del titán.

La segunda máquina hizo girar su lanza y el aire pareció agotarse, como si la propia Montaña hubiera inspirado profundamente. Un punto de luz aterradoramente brillante empezó a formarse en el extremo del cañón del arma, y un instante después surgió una tormenta parpadeante de disparos cegadores.

Tres Land Raider explotaron y quedaron vaporizados en un momento por la descarga. Una bola de fuego de metal ardiente se elevó hacia el cielo. El rayo de luz líquida siguió con su movimiento de barrido y abrió una zanja de fondo vítreo a lo largo del valle arrasando todo lo que encontró en su camino. El rayo tan sólo pasó cerca de un grupo de guerreros de Hathor Maat, pero eso fue suficiente para hacerlos estallar en llamas y que sus armaduras se derritieran como goma bajo un fuego calcinador. La onda calorífica trajo un hedor repugnante a carne quemada que estuvo a punto de hacerle perder la concentración.

—¡Ahzek! —le gritó una voz casi perdida en mitad del aullido del disparo del titán.

Su ira desapareció y la rígida disciplina mental de las Enumeraciones se reafirmó en su interior. Se volvió hacia el punto de donde procedía el grito y vio a Ohthere Wyrdmake que le hacía gestos frenéticos desde la cobertura de un peñasco rojo para que se uniera a ellos. De la posición de aquellos Lobos Espaciales no dejaba de salir una tormenta de disparos.

La lógica se apoderó de todo su ser, la calma medida de la agudeza mental afinada a lo largo de un siglo de estudios.

—Uthizzar, en marcha.

Su camarada asintió y ambos echaron a correr a través del estruendo de los disparos que llenaban el valle. Una potencia de fuego suficiente como para acabar con regimientos enteros se entrecruzaba de un lado a otro: oleadas de calor, ráfagas de disparos y sus correspondientes fragmentos y rugidos aullantes de armas capaces de matar en masa. La situación de la batalla era fluida, y su ritmo aumentaba a cada momento.

Los astartes se defendían disparando sin cesar ráfagas disciplinadas, pero a excepción del fuego de los guerreros de Khalophis, aquellos disparos tenían poco efecto. Los titanes disponían de demasiados objetivos como para enfrentarse a todos de un modo efectivo, pero esa situación no duraría mucho tiempo. Otros cincuenta astartes murieron cuando el puño del segundo titán disparó una lluvia aullante y mortífera. El impacto de los proyectiles resonó igual que un millar de espejos que se rompieran a la vez.

Ahriman se puso a cubierto junto a Uthizzar, y se sintió extraño por refugiarse allí, al lado de los guerreros de armadura gris oscuro en vez de con los de armadura carmesí y marfil. Un lobo de pelo enmarañado lanzó un mordisco al aire en su dirección. Una saliva espesa le caía a chorros entre los colmillos.

—¿Qué estabais haciendo ahí fuera? —le gritó Wyrdmake para hacerse oír por encima del estruendo.

—Nada —le contestó Ahriman, que no quería hablar del caos mental que Uthizzar y él habían sufrido—. Tan sólo estábamos escogiendo el momento más adecuado para correr a ponernos a cubierto.

—Ojalá tuviéramos una máquina del Mechanicum —bufó Wyrdmake cuando una oleada de aire ardiente pasó por encima de su posición.

El báculo del sacerdote rúnico estaba cubierto de relámpagos en miniatura que no dejaban de restallar. El poder que llenaba el valle casi había vencido la voluntad de Ahriman con la tentación de utilizarlo, pero Wyrdmake ni siquiera parecía darse cuenta de la existencia de semejante tentación.

Los Lobos Espaciales se colocaron en el hombro los lanzamisiles y apuntaron al titán que todavía no había sufrido daños. Skarssen gritó una orden que se perdió en mitad del estruendo, pero señaló claramente a la cabeza de la máquina enemiga. Varias estelas humeantes ascendieron y acabaron estallando contra la superficie de la cabeza del gigante, lo que hizo que se tambaleara, pero las explosiones no parecieron dañarlo.

—¡Otra vez! —gritó Skarssen.

—¡Esos disparos no lo derribarán! —le gritó Ahriman por encima del estampido de los disparos.

—Nunca has cazado un kraken fenrisiano, ¿verdad? —le replicó Skarssen.

—Muy agudo —le espetó Ahriman. Se agachó cuando las rocas que lo rodeaban estallaron en una lluvia de esquirlas repiqueteantes. Uno de los Lobos Espaciales cayó derribado, pero se levantó casi de inmediato—. ¿Qué tiene que ver con esto?

—Una sola navelobo acabará destrozada y su tripulación devorada —le explicó el señor lobo con una sonrisa, como si estuviera disfrutando enormemente de aquel combate—. Pero si tienes una docena en el agua, entonces sí que se convierte en una caza que merece la pena. Las escamas escudo se parten, la carne se abre y la sangre fluye. Todos y cada uno de los arpones cuentan, desde el primero hasta el último.

En ese momento, todo pensamiento coherente quedó aplastado por un grito capaz de estremecer mundos enteros, cargado de un dolor y un pesar inmensos, y que atravesó la mente de todos los guerreros.

Era el sonido de un mundo al morir. Era el grito de nacimiento de un dios terrible y vil, el aullido de muerte de una gloria que se perdió cuando la raza humana todavía era joven. Ahriman cayó desplomado en el suelo cuando un dolor agónico como jamás había sufrido le acuchilló el cuerpo con la habilidad propia de un torturador al descubrir partes de su interior de las que no conocía su existencia y clavarse en ellas de forma inmisericorde. El frágil control mental que había mantenido hasta ese momento se derrumbó por completo y su cerebro se vio inundado de imágenes llameantes de una civilización colapsada, de planetas arrasados y de un imperio que se extendía por todas las estrellas y que se había derrumbado por su propia debilidad.

Nadie se libró de la violencia del aullido, ni los Lobos Espaciales ni, por supuesto, los Mil Hijos, quienes sufrieron la peor parte. El dolor llevó a Ahriman al borde de la locura en una fracción de segundo.

Y un instante después, todo se acabó. El eco del aullido desapareció del mismo modo que una ola gigante se estrella contra un malecón y estalla llena de una fuerza espectacular antes de desvanecerse convertida en espuma. Ahriman parpadeó para despejarse los ojos de las lágrimas de dolor que le habían brotado, y se sorprendió al descubrir que estaba tendido de espaldas.

—Por el Gran Lobo, ¿qué ha sido eso? —preguntó Skarssen, que estaba de pie a su lado como si nada hubiera ocurrido. Ahriman se sintió de nuevo sorprendido por los Lobos Espaciales.

—No estoy seguro —dijo con voz entrecortada. Notó unos leves estallidos de luz detrás de los ojos, allá donde le habían reventado unos cuantos capilares—. Era un grito psíquico de alguna clase.

—¿Podéis bloquearlo? —le preguntó Skarssen mientras le ofrecía la mano para ayudarlo a levantarse.

—No. Es demasiado poderoso.

—No será necesario —intervino Uthizzar.

Ahriman tomó la mano que Skarssen le ofrecía y se puso en pie. La cabeza todavía le dolía por la fuerza de aquel inesperado grito de guerra. Uthizzar le hizo un gesto de asentimiento y señaló con la mano un punto del valle.

Miró por encima de las rocas al rojo blanco detrás de las que él y los Lobos Espaciales se habían refugiado. El fuego abrasador de las armas de los titanes las había vitrificado, y la piedra sólida se había vuelto lisa y translúcida. En ella se veían clavados unos discos de bordes afilados como navajas del tamaño de un ser humano. Habían quedado atrapados allí, en la roca fundida, antes de que se enfriara de repente. Los bordes todavía zumbaban por la vibración del impacto.

Ahriman parpadeó para despejarse la vista de los destellos de luz y miró hacia donde le señalaba Uthizzar. Las secciones alargadas que formaban las cabezas de las máquinas de guerra estaban ennegrecidas por el fuego. Su blindaje, que momentos antes parecía impenetrable, estaba resquebrajado, y el interior de las cabezas cubiertas de gemas había quedado a la vista. Ahriman sintió el olor a metal quemado de una descarga etérea increíblemente poderosa. Del blindaje roto surgieron descargas relampagueantes mientras observaba lleno de orgullo cómo Magnus caminaba en mitad de aquella tormenta de fuego y de muerte hacia las máquinas gigantescas con ambos puños convertidos en bolas de fuego.

Una luz fantasmal y titilante cubrió a los titanes. Varias explosiones les arrancaron trozos de su piel de cerámica, y un líquido viscoso y negro, parecido al aceite hirviente, salió chorreando de esas heridas.

—¿Lo veis? ¡Sangran! —rugió Skarssen.

—No será suficiente, no lo será ni de lejos ¡No importa cuántos arpones le clavéis! —le replicó Ahriman.

—¡Tú, mira! —le contestó Skarssen antes de lanzarse de cabeza al suelo cuando una pared aullante de luz se estrelló contra su cobertura.

El aire sobrecalentado siseó y absorbió todo el oxígeno del lugar con un estampido estruendoso.

—¡La Tormenta se desata! ¡La Tempestad nos da la señal! —rugió Wyrdmake.

Magnus se enfrentó solo a las gigantescas máquinas. Su capa emplumada se extendió a su espalda como las alas de una águila. Su cuerpo se llenó de energía, y durante un breve momento dio la impresión de que tenía el mismo tamaño que los titanes. El cabello suelto se convirtió en una melena roja y enhiesta y sus extremidades estaban cubiertas de un resplandor eléctrico. El primarca de los Mil Hijos echó hacia atrás un brazo y luego lanzó un chorro de fuego azul que acertó de lleno en el pecho al titán que estaba más cerca de él.

El titán alienígena era una máquina proyectada para el combate con un diseño eficaz y elegante en una época ya olvidada. La obra resultante de la técnica utilizada por sus creadores provocaba una sensación de asombro, pero no fue capaz de resistir aquel poder increíble y sobrecogedor. El torso estalló, y las enormes costillas de manufactura desconocida se rompieron en pedazos como si fueran de frágil porcelana y los fragmentos ennegrecidos por el fuego volaron por doquier. La cabeza se desprendió del cuello y se estrelló contra las lejanas rocas del suelo.

La máquina de guerra se desplomó con una majestuosidad infinita contra el suelo rocoso, donde se partió en mil trozos. Era el mismo suelo que había vigilado durante más tiempo del que ningún ser humano era capaz de comprender. Una serie de nubes de polvo cegador surgieron del punto de caída y ocultaron el destino del segundo titán.

Un silencio extraño cayó sobre el campo de batalla, como si nadie fuera capaz de creer que había sido testigo del fin de una máquina de guerra tan increíble. El silencio fue inquietante, pero duró poco tiempo.

Un aullido triunfante surgió de las gargantas de los Lobos Espaciales. Era un rugido de victoria ululante, pero Ahriman no sentía alegría alguna ante aquella destrucción.

—Es terrible ver derribado algo tan magnífico —declaró Ahriman.

—¿Sientes pena por eso? —le preguntó Wyrdmake—. ¿Es que el cazador no siente alegría en el momento de matar a la presa?

—No siento más que pena.

Wyrdmake lo miró con sincera sorpresa, aunque parecía ofendido porque Ahriman quisiera amargarle aquel momento victorioso.

—Esa bestia mató jaurías enteras de nuestros hermanos. La venganza exigía que acabaríamos con ella. Es justo honrar a tu enemigo, pero no tiene sentido que te apenes por su muerte.

—Es posible, pero ¿qué secretos y conocimientos hemos perdido con su destrucción?

—¿Qué secretos merecedores de ser descubiertos podía albergar una bestia como ésa? —lo interpeló Skarssen—. Es mejor que muera y que se pierdan sus secretos que llegar a conocer esa brujería alienígena.

El humo provocado por la destrucción del primer titán empezó a disiparse y un rugido lastimero surgió de las profundidades de las nubes de polvo, un aullido de dolor y rabia entremezcladas. Una sombra enorme se movió en el interior del polvo que todavía flotaba en el aire, y el titán superviviente emergió de aquella nube. Estaba herido y de su cuerpo escapaban numerosos chorros negros de líquido brillante, pero al igual que un animal acorralado, seguía siendo tremendamente peligroso.

El brazo rematado por una lanza de energía giró y apuntó directamente hacia Magnus. Ahriman vio que el inmenso poder que el primarca había utilizado momentos antes le había costado muy caro. Tenía el rostro pálido. El tono cobrizo de su piel se había apagado hasta asemejar el bronce desteñido. Estaba de rodillas sobre una pierna, igual que si estuviera rindiendo un homenaje servil a un belicoso dios de la guerra.

El suelo se estremeció cuando el gigante siguió avanzando. Bajó la cabeza para estudiar con atención a la insignificante criatura que se enfrentaba a él. De los restos de su brazo destrozado salían chorros de humo y llamaradas. Las alas de los hombros también estaban envueltas en llamas, caídas e inútiles. Parecía un ángel de destrucción que hubiera llegado a Aghoru para eliminar toda la vida existente.

Una luz mortífera comenzó a brillar en toda la longitud del arma y se oyó el chillido ensordecedor del aire al ser absorbido de forma violenta.

Un momento después, una lanza cegadora de fuego solar salió disparada y borró a Magnus de la faz del planeta.

Los Mil Hijos gritaron a la vez.

El calor de un millón de estrellas envolvía a su primarca. No importaba que fuera uno de los veinte pináculos de la bioingeniería genética que había creado a aquellos guerreros sobrehumanos. Ni siquiera él podría sobrevivir a un ataque semejante. La descarga de fuego líquido convirtió en vidrio la roca de la Montaña.

Ahriman perdió todo asidero en las Enumeraciones, y cualquier efecto que pudieran tener se colapsó ante semejante horror. La pena, la furia y el odio se convirtieron en un cuchillo que se le clavó en el vientre antes de retorcerse en su interior. El titán continuó descargando su fuego mortífero contra Magnus, y Ahriman supo que jamás en su vida volvería a ver un espectáculo tan pavoroso.

Uthizzar, que seguía a su lado, se aferró la cabeza con las dos manos en un gesto de dolor agónico. Ahriman sintió pena por Uthizzar incluso en mitad del dolor que él mismo sentía. Para un telépata, ¿cómo de horrible sería sentir la muerte de su padre?

Pasaron varios momentos en un silencio absoluto, como si el propio mundo fuese incapaz de creerse lo que había ocurrido. Uno de los hijos favoritos del Emperador había muerto. Era inconcebible. ¿Qué clase de fuerza sería capaz de acabar con la vida de un primarca? La cruda realidad que representaba aquello no era capaz de barrer sus leyendas, no podía romper todavía el hecho irrefutable de su inmortalidad.

Aquel hecho era falso, y Ahriman sintió que su mundo se derrumbaba.

Los Mil Hijos gritaron.

Los Lobos Espaciales aullaron.

Los comunicadores restallaron con toda aquella cacofonía, con aquella declaración atávica de furia.

—¡Seguidme! —gritó Skarssen.

Y los lobos se lanzaron al ataque.

Salieron de entre las rocas sin dejar de disparar los bólters y los lanzamisiles mientras corrían hacia el titán. Los exterminadores encabezaron la carga, convertidos en una pared de furia blindada que hubiera destrozado a cualquier enemigo normal, pero que era prácticamente inútil contra un oponente como aquél. Ahriman y Uthizzar corrieron junto a ellos, aunque sabían que era una locura que la infantería quedara al descubierto ante una máquina de guerra tan poderosa y mortífera. Cualquier titán era el rey del campo de batalla, una gigantesca máquina de destrucción que aplastaba a los soldados de a pie sin ni siquiera reparar en su presencia.

Sin embargo, existía una emoción innegable en arriesgarlo todo de esa manera. Era un heroísmo noble y una vitalidad que habitualmente jamás sentía en combate. Las Enumeraciones le proporcionaban al guerrero algo en lo que concentrarse, impedían que sus emociones se apoderaran de él y le mantenía la mente despejada de cualquier distracción que pudiera provocar su muerte. La guerra era mucho más mortífera en esa época de lo que lo había sido jamás en cualquiera de las eras violentas de la humanidad. La certeza de la muerte o de sufrir una herida era la compañía constante de cualquier guerrero. Las Enumeraciones ayudaban a los Mil Hijos a enfrentarse de un modo objetivo a aquellos hechos y les permitían luchar a pesar de ellos.

No hacerlo así era inconcebible, y a Ahriman siempre lo sorprendía que los simples mortales se atrevieran siquiera a pisar el campo de batalla.

A pesar de todo lo anterior, la pura rabia provocada por la pena y la energía que los Lobos Espaciales le transmitían le hicieron seguir corriendo sin la protección de un distanciamiento emocional.

Los Lobos Espaciales se habían lanzado a la carga, y lo mismo hicieron los Mil Hijos.

Los dos Land Raider supervivientes, ambos ennegrecidos y vomitando humo, avanzaron como unos depredadores mientras seguían disparando contra el titán. Los guerreros de armadura roja de Magnus, ansiosos por vengar a su primarca, cargaron con la misma energía incontenible que los Lobos Espaciales. Su aislamiento emocional había desaparecido por completo en aquel asalto frontal.

Era una insensatez, algo inútil, pero también valiente y heroico.

El fuego abrasador comenzó a desaparecer, y Ahriman detuvo su carga al ver lo que tenía delante: un cráter de paredes vitrificadas y en forma de cuenco se abría a los pies del titán. Sin embargo, fue lo que se encontraba en el centro de ese hueco lo que lo llenó de asombro y le elevó los ánimos.

Una cúpula centelleante de energía dorada titilaba en mitad del aire sobrecalentado, y en su interior había dos figuras con armadura. Phosis T’kar y Magnus el Rojo se encontraban sobre una columna irregular de roca que se alzaba en el punto central del cráter. Era lo único que había sobrevivido al fuego del titán. El capitán de la Segunda Hermandad estaba prácticamente doblado sobre sí mismo, con los brazos elevados hasta la altura de los hombros al igual que el Atlas Telamón de la Vieja Tierra, aquel titán rebelde que fue condenado a soportar la esfera celeste sobre sus hombros para toda la eternidad.

—Un escudo kinético —murmuró Uthizzar—. ¿Quién iba a creer que T’kar era tan poderoso?

Ahriman se echó a reír por la sensación de alivio que lo invadió. ¡Magnus estaba vivo! Estaba de rodillas, debilitado y exhausto por la destrucción del primer titán, pero estaba vivo, y ese sencillo hecho palpitó en todos los guerreros de los Mil Hijos en un instante compartido de alegría y asombro.

Tras ese momento de alivio, los astartes de ambas legiones dieron rienda suelta a su ira y a su orgullo herido.

Los Lobos Espaciales clavaron los colmillos de todas sus armas y dispararon con los bólters, con los misiles y con todos los proyectiles perforantes de blindaje contra las heridas del titán, lo que las ensanchó todavía más. Ahriman y Uthizzar, que se encontraban en esos momentos entre los Hijos de Russ, hicieron lo mismo y vaciaron un cargador tras otro de proyectiles explosivos contra el objetivo de su odio. Skarssen arengó a sus guerreros con unos rugidos aullantes que no tenían un significado concreto, sino que eran un poder en sí mismos. Ohthere Wyrdmake recorría como un viento helado la vanguardia del avance de los Lobos Espaciales. El sacerdote rúnico estaba rodeado de manadas de lobos y a su alrededor se oía el eco de una lejana tormenta invernal.

Los Lobos de Fenris atacaron con todas sus armas, y lo mismo hicieron los hijos de Prospero.

Cientos de andanadas de fuego acribillaron al titán, pero aquellos no eran disparos normales. Los guerreros que lucían el símbolo del fénix, de la Hermandad Pyrae, lanzaban llamas etéreas desde los guanteletes de sus armaduras. Khalophis, que se encontraba en el centro de la formación de la Sexta Hermandad, golpeaba el aire como si fuera un pugilista, y cada puñetazo enviaba un chorro de fuego abrasador contra el enorme titán. Allá donde impactaban quemaban la armadura de la máquina de guerra, dejaban al descubierto la estructura cristalina interna y deshacían el material semejante a hueso con el que había sido construido.

—¡Hados misericordiosos! —gritó Uthizzar al ver a Khalophis—. Pero ¿qué está haciendo?

—¡Está rescatando a nuestro primarca! ¡Lo mismo que deberíamos estar haciendo nosotros! —le gritó a su vez Ahriman.

La fuerza de los pyrae había aumentado, pero aquello era increíble. Semejante despliegue de habilidad se habría llevado a cabo sin temor alguno en el interior de cualquiera de los templos, pero hacerlo en presencia de individuos ajenos a la legión era una temeridad.

Sin embargo, Khalophis y Phosis T’kar no eran los únicos que actuaban de un modo tan explícito.

Hathor Maat movía las manos hacia adelante y hacia atrás en un movimiento semejante a un latigazo, y con cada uno de ellos lanzaba relámpagos de color púrpura hacia la gigantesca máquina. Las explosiones y las bolas de fuego chasqueaban como cadenas eléctricas contra el cuerpo del titán y le desgarraban el blindaje con sus impactos ardientes. El aire entre los guerreros del culto Pavoni y su capitán quedaba repleto de descargas centelleantes cada vez que su capitán absorbía sus energías y las canalizaba a través de su propio cuerpo.

Uthizzar agarró del brazo a Ahriman, y éste vio el miedo reflejado en su aura.

—¡Tienen que parar! ¡Todos ellos! —proclamó Uthizzar con voz sibilante—. Obtener energía del Gran Océano puede ser algo embriagadoramente peligroso, lo sabes muy bien, ¡y sólo los más poderosos y los más disciplinados pueden atreverse a manejar un poder de este calibre!

—Nuestros hermanos capitanes son unos adeptos poderosos y disciplinados de las artes ocultas —le replicó Ahriman al mismo tiempo que se soltaba de un tirón.

—Pero ¿tienen la disciplina suficiente? Eso es lo verdaderamente importante.

Ahriman no supo qué responderle, así que volvió a centrar la atención en acabar con la máquina de guerra.

El titán se estaba muriendo, pero no estaba dispuesto a hacerlo sin seguir presentando batalla. En su agonía movió las extremidades de forma enloquecida y lanzó pulsaciones cargadas de energía incandescente que arrasaron las paredes del valle y abrasaron a decenas de astartes con cada barrido llameante.

Su resistencia se acabó por fin cuando Khalophis y Hathor Maat unieron un huracán de fuego y una lanza relampagueante que acertaron de lleno en la cabeza de la máquina de guerra con el golpe de gracia. El cráneo curvado estalló y el gigantesco titán se desplomó inerte hacia el suelo como un árbol talado por el hacha de un leñador.

El estruendo fue ensordecedor: la fractura de las placas de blindaje, el sonido de las gemas al quebrarse, el de los huesos al partirse, todo al mismo tiempo. Se estrelló con fuerza contra el suelo, donde se fragmentó en un millón de trozos, ninguno mayor que un puño humano. La lluvia centelleante de restos cayó sobre los astartes victoriosos con un repiqueteo que les sonó a notas musicales. Los guerreros bajaron sus armas e inspiraron profundamente mientras el polvo y el humo provocado por el combate empezaba a disiparse.

La cúpula dorada que protegía a Phosis T’kar y a Magnus el Rojo se desvaneció con un chillido agudo. Phosis T’kar se desplomó, absolutamente agotado por el esfuerzo de proteger a su primarca, y Magnus el Rojo se puso en pie una vez más. Aunque la destrucción del titán le había costado muy cara, seguía mostrando un aspecto tan magnífico como siempre. El primarca tomó en brazos el cuerpo roto de Phosis T’kar y dio un paso para abandonar la columna de piedra.

No cayó. En vez de eso, Magnus flotó por encima del cráter como un ángel cansado por el combate. Sus increíbles poderes lo transportaron sobre una neblina ondulante de cristal reluciente.

Los Mil Hijos ya estaban allí para recibirlo, emocionados más allá de lo que podían expresar las palabras ante el hecho de que su primarca siguiera vivo. Ahriman y Uthizzar se abrieron paso entre la masa de astartes, aunque sus guerreros se apartaron a regañadientes para dejarlos pasar. Ahriman llegó al borde del cráter justo cuando Magnus posaba el pie de nuevo sobre el suelo vitrificado del valle. El primarca dejó a Phosis T’kar con cuidado en el suelo.

—Hathor Maat. —La voz de Magnus era débil y sonaba cansada—. Ocúpate de él. Canaliza todo el poder de los pavoni para que sobreviva. No permitas que muera.

El capitán de la Tercera Hermandad asintió. Se arrodilló al lado de Phosis T’kar y se apresuró a quitarle el casco. T’kar tenía el rostro mortalmente pálido. Hathor Maat le colocó una mano a cada lado del cuello y su cara recuperó el color casi al momento.

—Mi señor, creímos… Creímos que habíais muerto —le dijo Ahriman con la voz casi ahogada por la emoción.

Magnus sonrió débilmente y se limpió un poco de sangre que le salía de una comisura de la boca. Su ojo brillaba con tonos violetas y rojos. Ahriman jamás había visto tan maltrecho a su amado líder.

—Sobreviviré —le aseguró Magnus—. Pero esto todavía no se ha acabado. Esos guardianes fueron pervertidos por la corrupción que yace prisionera bajo este lugar. Ha permanecido aletargada durante toda una era, pero se ha despertado. A menos que la detengamos, todo lo que hemos aprendido aquí se perderá.

—¿Qué deseáis que hagamos, mi señor? —le preguntó Khalophis.

Magnus se volvió hacia la boca de la cueva. Estaba cubierta de aquellas excrecencias que se asemejaban a raíces ennegrecidas de alguna clase de mala hierba parásita que se hundía en las entrañas de la Montaña.

—Adentraos conmigo en esas profundidades, hijos míos —le contestó Magnus—. Acabemos con esto juntos.