DOCE

DOCE

PEÑASCO FÉNIX

Las explosiones pintaron el cielo, y varias naves envueltas en llamas bajaron en espiral para encontrar su destrucción definitiva. Las ráfagas de disparos antiaéreos tejieron un entramado luminoso en el aire. Ahriman las sintió todas momentos antes de que ocurrieran, y a veces se encogía de antemano a la espera de proyectiles que todavía no habían estallado o de andanadas de fuego antiaéreo que todavía no se habían disparado.

Se reclinó en el asiento gravitatorio que se había hecho instalar en el compartimento de tripulación de un transporte Stormhawk muy modificado al que habían designado como Escarabajo Primus. La nave volaba detrás del destacamento aéreo de asalto principal, y el ritmo cardíaco de Ahriman se aceleró a medida que las imágenes parpadeantes del futuro brillaron como soles en miniatura en el interior de su mente.

Una docena de guerreros del Escarabajo Oculto se encontraban detrás de él en unos arneses verticales, con los bólters enganchados a las placas pectorales. Parecían las estatuas votivas colocadas a la entrada de la tumba de uno de los reyes de la antigüedad. Lemuel Gaumon quedaba empequeñecido por la masa de aquellos astartes. Su rostro de piel de ébano estaba pálido y cubierto de sudor, y tenía los ojos cerrados con fuerza.

Llevar mortales a las misiones de combate era algo completamente nuevo para los Mil Hijos, pero en respuesta a sus peticiones insistentes, Magnus había decretado que cualquier rememorador que quisiera contemplar de primera mano la furia de un asalto llevado a cabo por astartes podría acompañarlos.

Sorprendentemente, tan sólo unos pocos habían aceptado. Ahriman sabía que Lemuel había empezado a arrepentirse de la decisión tan precipitada que había tomado, pero como neófito que era, tenía todo el derecho a estar allí. Camille Shivani viajaba en una Thunderhawk de la Sexta Hermandad, y su espíritu disfrutaba ante la oportunidad de acercarse a la línea del frente de aquella guerra. Sus investigaciones habitualmente se ocupaban de civilizaciones desaparecidas mucho tiempo atrás.

En esta ocasión, vería una desvanecerse ante sus propios ojos.

Kallista Eris había elegido no viajar hacia el peligro. Otro ataque de lo que ella llamaba «el fuego» la había dejado completamente exhausta. Mahavastu Kallimakus iba con Magnus, aunque si se comparaba su mente con las emocionadas y aterrorizadas de sus camaradas rememoradores, la del viejo escriba era como la de un fuego prácticamente apagado con espuma antiincendios.

Dentro de la Stormhawk de Ahriman, los espacios internos normalmente reservados para el transporte de tropas y de equipo pesado estaban repletos de bancadas de instrumental de exploración y de receptores cristalinos. Varios cables gruesos serpenteaban por el suelo blindado y acababan conectados en el arnés elevado sobre el que estaba sentado.

Una capucha reluciente cubría la cabeza de Ahriman. Era en realidad una matriz muy fina de cristales cortados con extrema precisión en la Cueva Reflectante que existía bajo Tizca. Su mente flotaba en un estado meditativo, libre de su cuerpo mortal, dentro de una de las Enumeraciones superiores.

Del capuchón de cristal salía una serie de finos alambres de cobre. Sus extremos cubiertos de níquel estaban empapados de un gel psicorreactivo que amplificaba los pensamientos de Ahriman y permitía a otros recibirlos. Su mente flotaba por encima de la superficie del Gran Océano y Aaetpio guiaba las corrientes de los futuros potenciales en su dirección. Al estar tan cerca del presente, aquellos ecos eran fáciles de encontrar, y para el tutelar de un señor de los corvidae era tarea fácil sacarlos del éter.

Su sensibilidad incrementada respecto al futuro inmediato le proporcionaba una conciencia de la situación inigualable. Era capaz de captar el flujo de las corrientes termales que cruzaban las montañas, de ver todas las aeronaves, de sentir el miedo de las tripulaciones a medida que se acercaban al Peñasco Fénix. Su conciencia flotaba por encima del asalto que se estaba realizando y captaba todas las interacciones y los altibajos que se producían como si fuera una simulación de combate que se moviera a cámara lenta.

La ciudad coronada de llamas de los reyes avenios se encontraba a diez kilómetros al este de un círculo de naves cada vez más compacto. Se trataba de una montaña envuelta de cubiertas plateadas con una columna de fuego azul que ardía siempre en su torre más alta. Era una creación mayestática de torres de cristal y puentes imposiblemente elevados que parecían tan frágiles como un bordado de seda. Unos minaretes gráciles y unas pirámides también de cristal remataban los picos montañosos, y las torres de habitáculos que ocupaban la zona relucían como pilares de hielo bajo la brillante luz del sol. Las avenidas con columnatas ascendían por las montañas desde los valles sombríos que se extendían a sus pies, y a lo largo de cada una de ellas se veían el resplandor y el humo de las explosiones provocados por el bombardeo de las brigadas de artillería y los tanques pesados de la Guardia de las Torres de Prospero, la Guardia Vital de Lacuna y los Draks de Ouranti, que asediaban las áreas inferiores.

Atacaban el Peñasco Fénix tanto desde abajo como desde el aire.

—Lo mismo por arriba que por abajo —musitó Ahriman.

Tres mil aeronaves surcaban el cielo en dirección al último baluarte de los avenios. Cruzaban una tormenta rugiente producida por los disparos antiaéreos y por las últimas escuadrillas de naves de defensa enemigas que habían sobrevivido. Las Thunderhawk de los Lobos Espaciales volaban a toda velocidad hacia las cimas de las montañas, mientras que los Stormbird más pesados de los Portadores de la Palabra y los transportes del ejército imperial se dirigían hacia la enorme base del peñasco. Las naves de los Mil Hijos volaban hacia sus entrañas, y eran una mezcla de veloces cazas Lotus, bombarderos Apis y transportes Stormhawk.

A Ahriman le gustaba comparar el ataque de los Mil Hijos con un organismo vivo, del que su mente increíblemente poderosa era el poder asombroso de Magnus el Rojo. Magnus dirigía el asalto, pero los athanaeans eran sus pensamientos, los raptora su escudo, y los pyrae y los pavoni sus puños.

Los corvidae eran sus ojos y oídos.

Ahriman vio la imagen fugaz de un proyectil perforante que atravesaba la panza del Garra de Águila, un Stormbird de la Sexta Hermandad, y envió una advertencia por la matriz. Sintió el breve momento de conexión con el increíblemente complejo entramado del cerebro de Magnus, el astro de más brillo situado en el corazón de una red dorada que eclipsaba a todos los demás con su luminosidad.

Apenas envió el aviso, el Garra de Águila viró bruscamente. Unos segundos más tarde, una ráfaga de disparos atravesó el aire y estalló de forma inofensiva por encima de la aeronave. Aquel aviso no era más que uno de la decena que palpitaban al mismo tiempo en la conciencia incrementada de Ahriman. Las naves de los Mil Hijos bailaban en todas las direcciones para esquivar cualquier posible daño. Cada permutación alteraba los esquemas del futuro, cada consecuencia provocaba ondulaciones temporales hacia el exterior que interactuaban con las demás formando unas pautas endiabladamente complejas que tan sólo la estructura mental potenciada de un astartes especialmente entrenado para ello era capaz de procesar.

Ankhu Anen, un camarada del culto Corvidae que iba en otro de los transportes Stormhawk, llevaba a cabo una misión similar. Aquello no era una ciencia exacta y no podrían ver todos y cada uno de los peligros posibles. Algunas naves sufrirían impactos por mucho que los corvidae se esforzasen en intentar prevenirlo.

Para disminuir en lo posible todos aquellos futuros inalterables, cada nave de asalto albergaba una mezcla de sectas de cada culto. Los adeptos de mayor rango de los pavoni y de los pyrae acribillaban el entorno de las naves con descargas de rayos y de fuego que conseguían hacer estallar los proyectiles enemigos antes de que impactasen, mientras que los raptora mantenían una serie de escudos kinéticos para desviar los pocos proyectiles que lograban atravesar la pantalla de fuego. Los athanaeans se dedicaban a escudriñar los pensamientos de los pilotos de los cazas enemigos para avisar de las maniobras y las rutas de interceptación que planeaban y que leían con toda facilidad en la superficie de sus mentes.

Era una danza de futuros potenciales, un torbellino donde se entremezclaban lo posible y lo real, donde cada uno de esos dos elementos entraba y salía de la existencia a cada momento que pasaba.

Era lo más cercano a la perfección que Ahriman había sentido jamás.

Una explosión cercana sacudió al Stormhawk. El proyectil destinado a borrarlos del cielo estalló sin provocar daño alguno más allá del ala de estribor.

—Dos minutos para posarnos —gritó el piloto.

Ahriman sonrió.

La danza continuó.

Camille sentía el estómago en la garganta, pero disfrutó de la sensación mientras la nave se escoraba con fuerza hacia un lado y una explosión retumbaba contra la panza metálica con un estampido ensordecedor. El casco que llevaba puesto era incómodo y estaba mellado, pero ya había impedido varias veces que la cabeza le acabara estampada contra el fuselaje.

—No se parece a nada que haya leído, ¿verdad? —le preguntó a gritos Khalophis desde el otro extremo del compartimento.

—¡No! —gritó a su vez Camille con una risa forzada—. ¡Es mucho mejor!

No mentía. Aunque tenía la piel erizada por el miedo que sentía y el corazón le martilleaba contra las costillas, jamás se había sentido más viva que en esos momentos. La oportunidad de ver en persona lo que las flotas expedicionarias estaban haciendo en nombre de la humanidad era una ocasión única.

El Peñasco Fénix era una zona de combate, y nada era seguro en un lugar así. Un disparo rebotado, un proyectil de artillería perdido, cualquier cosa podría acabar con su vida en un instante, pero ¿qué sentido tenía la vida si no estabas dispuesta a salir de la zona de seguridad y ver lo que estaba ocurriendo en el filo sangriento de la historia?

—¿Cuánto falta para que aterricemos?

—Un minuto —le informó Khalophis, que estaba recorriendo el pasillo central de la nave con su practicus al lado, un guerrero llamado Yaotl. Ambos se estaban asegurando de que la carga del Thunderhawk estaba lista para desplegarse—. ¿Seguro que quiere ver todo esto? La forma en la que guerrean los astartes no es agradable para aquellos que no están acostumbrados. La mía seguro que no lo es.

—Estoy preparada para ello —le aseguró Camille—. Y quiero verla. Soy rememoradora. Tengo que ver las cosas en persona si quiero que mis relatos tengan alguna valía.

—Es justo. Manténgase detrás de los manípulos y fuera de mi camino, porque no entra dentro de mis deberes protegerla si se pone en peligro. Quédese cerca de Yaotl. Él la protegerá con una capa de fuego, así que tenga cuidado de no tocar nada de valor que pueda encontrar, porque arderá como un papel empapado en promethium.

—No se preocupe —lo tranquilizó ella alzando las manos enguantadas—. No lo haré.

Khalophis hizo un gesto de asentimiento y se volvió hacia el tecnomarine que lo seguía, que estaba murmurando algo. Éste consultó una placa de datos y efectuó unos ajustes de última hora a los sistemas de armamento de los silenciosos pasajeros de la Thunderhawk.

Había nueve autómatas dispuestos en tres filas. Eran unas máquinas voluminosas con forma humanoide, pero del doble del tamaño de un astartes. Khalophis los había llamado catafractos, y eran unos robots de combate que apestaban a aceite lubricante y a híbrido de combustible y eléctrico. Sus cuerpos eran de proporciones exageradas y estaban blindados en los torsos y en los muslos, y además llevaban unas placas de armaplas atornilladas en las piernas de pistones y en los brazos movidos por engranajes.

Estaban pintados de color dorado y de un azul llamativo, y sus cabezas estaban hundidas en el pecho y parecían coronas puntiagudas, mientras que las caras recordaban las máscaras funerarias de emperadores muertos mucho tiempo atrás. Cada uno de ellos estaba armado con un arma de cañón largo en un brazo y un puño de tamaño desproporcionadamente grande en el otro. Una arma enorme alimentada por un cargador de cinta asomaba a la espalda de cada robot, y Camille supuso que aquella especie de cañón acabaría montado en el raíl engrasado que tenía en el hombro cuando se dispusiera a disparar.

¿Qué llegaría a sentir si tocaba un trozo de metal inerte como aquél? ¿Qué recuerdo objetivo podría transmitirle aquella estructura de acero y ceramita? Se quitó un guante y posó con cuidado una mano en el brazo del robot.

Cerró los ojos cuando empezaron a llegarle las sensaciones: los períodos de tiempo inactivos entre combates, los vacíos oscuros, donde sólo se oía el goteo del aceite lubricante entre la activación y el olvido. Vio a través de sus ojos sin sentimientos una hueste de enemigos que caían bajo sus armas, una eternidad de combates sin pensar en las consecuencias o en las razones que impulsaban sus actos.

Camille siguió el flujo de energía que llenó el robot cuando éste se activó y una nueva vida fluyó por sus venas artificiales. Recorrió el trazado de la energía hasta su fuente, y sintió la creciente activación a medida que el programa de combate del robot se iniciaba y su córtex sintético procesaba las órdenes que lo llevarían a la guerra.

Ese recorrido se interrumpió cuando captó una conciencia superior en el interior de la máquina, una chispa de algo que no había esperado encontrar dentro de sus circuitos y de sus válvulas. Notó una sensación de necesidad terrible, el ansia de destruir que ocupaba las funciones superiores de su mente mitad mecánica mitad orgánica.

Camille vio un fragmento de cristal pulido que estaba engastado en el córtex del robot, y supo de inmediato que lo habían cortado en un lugar llamado la Cueva Reflectante de Prospero, del mismo modo que supo que había recibido los cuidados de un aprendiz de criador de cristales llamado Estoca, un individuo al que habían notificado que padecía un tumor pulmonar inoperable, pero que no estaba preocupado porque ya le habían organizado una cita con un sanador pavoni para esa misma tarde.

En la parte posterior del cristal había una llama danzarina, una voluntad animada que se sobreponía a la hoja doctrinal de acciones del robot, excesivamente simple. Era una conciencia que conectaba a los nueve robots bajo una misma autoridad suprema.

El fuego ardía con fuerza y creció en intensidad hasta llenar el cristal con el ansia de luchar. Los robots alzaron sus armas al unísono y los cañones que asomaban por la espalda se colocaron en sus monturas del hombro con un chasquido de engranajes y el siseo de los mecanismos hidráulicos.

Un instante después, la Thunderhawk se posó con un impacto estremecedor y la conexión se interrumpió cuando apartó la mano del brazo de la máquina de guerra.

Todos los robots volvieron la cara hacia ella, y de todos y cada uno de ellos surgió una voz profunda carente de vida.

—No se interponga en nuestro camino, señorita Shivani —resonó la voz transmitida de forma electrónica de Khalophis.

La rampa de asalto se abrió de golpe y un viento aullante cargado de arenilla y del humo acre de los propulsores se coló en el interior. El rugido ensordecedor de los disparos y de las explosiones llenó el compartimento de carga.

El manípulo de robots salió de la Thunderhawk en formación ordenada y marchó al combate.

El característico chasquido de unas alas al plegarse con fuerza contra un cuerpo blanco y velludo fue el primer aviso del ataque. Magnus levantó la mirada más allá de las ruinas de una torre humeante y vio una bandada de alcaudones níveos que se habían lanzado en un vuelo rasante de ataque. Eran treinta por lo menos.

—¡Desplegaos! —gritó.

Los guerreros del Escarabajo Oculto se pusieron a cubierto en los numerosos huecos y salientes que ofrecía el lugar. Magnus envió a Mahavastu Kallimakus con un solo pensamiento hacia la protección que ofrecía la estatua derribada de un león. El venerable escriba le obedeció con los ojos vidriosos. El arnés de escribanía registraba los pensamientos de Magnus, y los mecadendritos rematados por útiles de escribir se dedicaban a llenar página tras página de su grimorio. La calle estaba llena de trozos de cristal y de metal retorcido, además de los restos llameantes de las naves avenias derribadas por los Lobos Espaciales.

Los alcaudones lanzaron unos gritos ululantes mientras atravesaban en picado la lluvia de disparos. Los proyectiles acribillaron el aire, pero hasta los astartes tenían dificultades para acertar a unos objetivos tan veloces. Los proyectiles explosivos estallaron al chocar contra las torres derribadas, pero muy pocas de las criaturas atacantes cayeron y se estrellaron contra el suelo convertidas en una explosión de pelo ensangrentado.

Eran unas criaturas voladoras muy ágiles, y sus cuerpos de pelaje blanco recordaban a serpientes emplumadas. Tenían las alas flexibles y alargadas, gracias a las cuales eran capaces de alcanzar un increíble grado de maniobrabilidad. Unas garras retráctiles asomaban por el borde de ataque de las alas, lo que las convertía en unas sierras voladoras, pero lo que preferían para matar eran sus largos picos ganchudos y afilados. Dos jinetes, montados sobre un arnés de vuelo, controlaban a la criatura. Uno de ellos actuaba como piloto hasta cierto punto, mientras que el otro estaba armado con un rifle largo de precisión mortífera.

Magnus contempló fascinado cómo aquellas criaturas avenias, pensadas para romper las líneas enemigas, volaban a baja velocidad serpenteando por aquel laberinto de escombros. Sus jinetes los controlaban con una facilidad que indicaba un lazo de unión formado a lo largo de decenios de experiencias compartidas.

Uno de los guerreros del Escarabajo Oculto se asomó para efectuar un disparo rápido a corta distancia, pero calculó mal la velocidad de las criaturas. Un alcaudón cargó raudo como un glorioso caballero de la vieja Franc y su pico afilado relució como una lanza cuando le atravesó el pecho al guerrero. El pico se quedó clavado en el torso y el artillero del alcaudón le disparó al astartes en la cara con una pistola automática. Uno de los impactos directos dio de lleno en el visor y salió por la parte posterior del casco.

Magnus parpadeó y la criatura estalló en llamas. Sus chillidos penetrantes apenas fueron venganza suficiente por la muerte que había causado. Los jinetes intentaron bajarse de un salto, pero Magnus los inmovilizó sobre el arnés con un simple pensamiento y dejó que ardieran allí.

Los demás jinetes de alcaudón atravesaron la posición de los Mil Hijos, pero los guerreros del Escarabajo Oculto eran demasiado veteranos como para dejarse atrapar en terreno abierto cuando tenían otras armas a su disposición.

—Canalización —ordenó Magnus.

Unas siluetas relucientes surgieron de todos y cada uno de los guerreros. Eran tutelares, de formas tan variadas como pájaros, ojos, lagartos y una miríada de siluetas imposibles de identificar. Salieron a terreno abierto, y de sus formas titilantes brotaron rayos de energía y de fuego cuando sus amos canalizaron sus poderes etéreos a través de sus cuerpos sin masa física. Una decena de alcaudones estallaron en llamas y quedaron convertidos en unas bolas aullantes de pelo y de carne. Los supervivientes iniciaron un ascenso de huida, y Magnus esperó hasta que alcanzaron una altitud adecuadamente letal antes de aplastar los huesos de los alcaudones.

Oyó los agudos gritos agónicos de las criaturas, pero no se molestó en contemplar cómo sus jinetes se desplomaban en picado hacia la muerte. Unas cuantas ráfagas aisladas dirigidas contra los Mil Hijos resonaron cuando la infantería avenia lanzada a la carrera apareció en el otro extremo de la calle.

—Una estupidez. Una estupidez enorme —musitó Magnus.

Cerró el puño y las armas de los avenios les estallaron en las manos. Toda la línea enemiga cayó de un solo golpe. No tardaron en oírse gritos de dolor, pero Magnus no prestó atención a aquel sonido horrible y se acercó con paso tranquilo a los soldados caídos. La mayoría todavía brillaban llenos de miedo y de vida, pero los pisotones de las botas de los guerreros del Escarabajo Oculto no tardaron en apagar ese resplandor.

Mahavastu Kallimakus trotaba obediente detrás de él mientras el chorro continuo de pensamientos de Magnus se transcribía de un modo fiel en el libro. Una vez se ganara aquella batalla, el primarca puliría aquellos pensamientos hasta lograr un texto más artístico adecuado para su gran obra.

Llegó al final de la calle y levantó la mirada hacia el cielo siguiendo un paso elevado sostenido por arbotantes que ascendía en dirección a la entrada de la Gran Biblioteca del Peñasco Fénix.

Las adivinaciones de los corvidae habían localizado con exactitud el lugar donde se encontraba el mayor depósito de conocimiento e historia de la ciudad, un gigantesco museo ubicado en el interior de una pirámide de plata de seiscientos metros de altura y dos kilómetros de base que se alzaba a partir del cuerpo principal de la montaña. A Magnus no se le pasó por alto su similitud con la Gran Biblioteca de Prospero. Varias decenas de puentes estrechos llevaban hasta una plaza que se abría delante de la arcada con el símbolo de una águila. Algunos habían quedado destrozados por el ataque, otros estaban envueltos en llamas, y unos cuantos eran el escenario de combates feroces.

Leman Russ y sus Lobos Espaciales estaban devastando la zona superior de la ciudad, donde acabaron con los líderes y políticos con la misma voracidad que unos depredadores oceánicos en un frenesí alimenticio. Los informes que llegaban por comunicador indicaban que los Portadores de la Palabra y las unidades del ejército imperial habían derrotado con rapidez a los defensores de las puertas de los valles y estaban penetrando ya en los niveles inferiores de la ciudad sin dejar atrás más que cenizas y destrucción.

No quedaría nada de la ciudad de no haber sido por la mano protectora de Magnus.

Los primarcas se habían reunido la noche anterior para discutir cuál era el mejor modo de atacar el Peñasco Fénix. Tanto Leman Russ como Lorgar se mostraron ansiosos por arrasar por completo la ciudad, aunque por razones muy distintas. Russ quería hacerlo simplemente porque se había atrevido a resistírsele, y Lorgar porque le ofendía profundamente su rechazo al Emperador.

Sería difícil imaginarse tres hermanos más diferentes. Russ con aquella máscara bestial de comportamiento salvaje con el que creía que engañaba a todo el mundo, y Lorgar con su máscara tan sutil que ocultaba un rostro que ni siquiera Magnus era capaz de ver del todo. Habían hablado mucho a lo largo de la mayor parte de la noche, y cada uno de los hermanos había intentado salirse con la suya.

El Peñasco Fénix no acabaría como las demás ciudades montañosas de Heliosa, con sus archivos destruidos, sus objetos destrozados y toda su historia olvidada. Magnus salvaría la historia de aquel rincón aislado de la humanidad y reclamaría su lugar en el gran tapiz que formaba la raza humana.

Aquel mundo había sobrevivido a la pesadilla de la Vieja Noche y no se merecía menos.

—Adelantes, hijos míos —dijo Magnus—. Tenemos que salvar el legado de todo un planeta.

Los edificios de la ciudad eran estructuras gráciles construidas sobre la propia roca. Se trataba de un laberinto de viviendas, de lugares de trabajo, de zonas de esparcimiento y de calles, avenidas y pasos subterráneos que se entrecruzaban. Para cualquier fuerza normal, aquella clase de combate ladera arriba sería una lucha brutal de edificio en edificio, en la que se tardaría una enorme cantidad de tiempo y en la que se perdería una terrorífica cantidad de vidas. Sin embargo, los Mil Hijos no eran una fuerza normal.

Ahriman mantuvo su enlace con Aaetpio y utilizó la conexión que su tutelar tenía con el éter para centrar su capacidad de percepción en el futuro más cercano. Vio las trampas antes de que sus enemigos tuvieran tiempo de hacerlas saltar, y captó la presencia de mentes impacientes por comenzar la emboscada.

En vez de entrar por la fuerza en cada edificio, los guerreros del Escarabajo Oculto se limitaron a hacer entrar a sus tutelares en los escondites de sus enemigos y los quemaron con fuegos invisibles o los aplastaron con tremendos golpes psíquicos. La Primera Hermandad de Ahriman, de un modo metódico y veloz, no dejó de ascender hacia donde se encontraba Magnus, quien exhortaba a sus guerreros para que acudieran en su ayuda e impidieran la destrucción del corazón intelectual de la ciudad. Los Mil Hijos se abrieron paso luchando a lo largo de la ciudad, atravesando sus calles y avenidas de suelo de mármol. Cada hermandad luchaba con el estilo propio del carácter de su capitán.

La Segunda Hermandad, la de Phosis T’kar, atravesó por la fuerza bruta las brigadas enemigas con las que se encontraron. Destrozaron sus baluartes con descargas de fuerza etérea mientras avanzaban bajo la protección de unos manteletes invisibles de puro pensamiento. La Tercera Hermandad, la de Hathor Maat, quemó vivos a sus oponentes, les hizo hervir literalmente la sangre en las venas o les arrebató el aire de los pulmones, haciéndolos morir de modos abominables y extremadamente dolorosos.

El único que no debía acudir en ayuda del primarca era Khalophis, que había recibido la misión de asegurar la retaguardia de los Mil Hijos con sus capítulos de devastadores y con los batallones de manípulos robots. Los cristales de resonancia psíquica le permitían al capitán de la Sexta Hermandad dirigir sus cargas ciegas con una precisión absoluta en vez de confiar en las hojas de instrucciones que le había proporcionado la Legio Cybernetica.

Las bandadas de alcaudones se lanzaban al ataque contra los Mil Hijos en cuanto veían una oportunidad. Aquellos ataques eran tan rápidos y tan feroces que ni siquiera los sentidos precognitivos potenciados de Ahriman eran capaces de anticiparlos todos. La Primera Hermandad ya había sufrido casi un centenar de bajas hasta ese momento, y sabía que serían muchas más antes de que acabara la batalla.

Ahriman se dirigió hacia una columna derribada, detrás de la cual se había puesto a cubierto Lemuel Gaumon. Se fijó en que la longitud de la columna tenía las proporciones clásicas, y que el capitel tenía la forma rematada en hojas típica de las columnas de la Gran Biblioteca de Prospero. Ahriman sonrió ante lo sorprendente de aquella observación.

Lemuel tenía las manos apretadas contra los oídos en un intento de aislarse de los gritos agudos de los pájaros alienígenas y del estruendo de los disparos de los astartes. El terror que sentía el rememorador se derramaba a su alrededor en chorros de energía de un color amarillo verdoso. Sobek, que estaba a su lado, respondía al fuego enemigo, y cada disparo de su bólter levantaba chorros de polvo en la parte superior de la columna.

—¿Era esto lo que te esperabas? —le preguntó Ahriman mientras metía otro cargador en la pistola.

Lemuel alzó la mirada. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Es terrible. ¿Cómo pueden soportarlo?

—Para esto nos entrenaron —le respondió al mismo tiempo que el eco de una rugiente andanada de disparos de bólter resonaba contra las paredes.

La respuesta fueron unos aullidos penetrantes, y los disparos enemigos de respuesta rebotaron contra la parte superior de la columna. Lemuel se encogió un poco más sobre sí mismo cuando los disparos de energía pasaron chillando. Sobek siguió disparando de forma metódica, sin inmutarse siquiera por la cercanía con la que pasaba el fuego enemigo.

Una repentina y violenta pulsación de advertencia de Aaetpio lo hizo caer de rodillas.

El pico del alcaudón tajó el aire por encima de su cabeza. Él giró de inmediato el báculo heqa para bloquear una de las alas segadoras. Le disparó a la criatura en la cabeza, y el cuerpo quedó rematado por un muñón del que salía un chorro de sangre después de que el proyectil le estallara dentro del cráneo. El animal cayó al suelo justo cuando otra bandada de alcaudones se lanzaba en picado al ataque.

Las garras de uno de aquellos asesinos voladores se clavaron en la columna que Ahriman tenía al lado. La piedra se partió cuando la bestia intentó golpearlo con las alas. Las garras surgieron de sus fundas quitinosas y Lemuel lanzó un grito de terror. El monstruo giró su largo pico afilado hacia el rememorador, y el astartes extendió un brazo con la palma de la mano abierta antes de cerrarla de golpe.

El alcaudón que se alzaba por encima de Lemuel soltó un graznido ahogado cuando su sistema nervioso se sobrecargó con la oleada de impulsos dolorosos que lo recorrieron. Se desplomó convertido en un montón de carne temblorosa hasta que Ahriman le partió el cuello de un pisotón. Un instante después, giró sobre sí mismo cuando su sentido precognitivo le lanzó un grito de advertencia. Bloqueó otro picotazo afilado con el báculo y envió una descarga llameante al cuerpo de su atacante.

La criatura chilló cuando su cuerpo se incendió. Las llamas recorrieron su cuerpo peludo con una rapidez antinatural. Aquel fuego se alimentaba de la fuerza vital de su víctima, por lo que tan sólo se apagaría cuando la criatura estuviese muerta.

Sobek se enfrentaba a dos de las bestias. Tenía el brazo izquierdo atrapado por el pico de un alcaudón de pelaje blanco que intentaba cortárselo a la altura del hombro. Las alas de la otra bestia retumbaban mientras se mantenía en el aire por encima del practicus convertida en un torbellino de polvo que arrancaba trozos de la armadura de Sobek con sus garras.

El astartes y las aves depredadoras luchaban entremezclados en una masa confusa de extremidades, hojas afiladas y garras. Ahriman apuntó con la pistola hacia aquel combate cuerpo a cuerpo. Se unió a la conexión de Aaetpio con el Gran Océano y revisó en una fracción de segundo la miríada de sendas potenciales que ofrecía el futuro para determinar en qué dirección debía apuntar su bólter. Apretó el gatillo dos veces en rápida sucesión.

El primer proyectil atravesó el cráneo del alcaudón que tenía agarrado a Sobek con el pico, y el segundo explotó en el corazón de la bestia que lo sobrevolaba. Los dos puntos de impacto se encontraban a menos de diez centímetros del cuerpo del practicus. Ambas bestias se desplomaron contra el suelo, muertas al instante por los disparos letalmente certeros de Ahriman.

—Gracias, mi señor —le dijo Sobek tras liberar el brazo del pico del alcaudón.

La armadura estaba partida por completo, y los músculos del brazo del practicus estaban desgarrados y ensangrentados.

—¿Puedes seguir luchando?

—Sí, mi señor —le aseguró Sobek—. La herida ya se está curando.

Ahriman asintió y se arrodilló al lado de Lemuel.

—¿Qué hay de ti, neófito? —le preguntó.

Lemuel inspiró profundamente. Tenía la piel de un color ceniciento y las lágrimas habían abierto unos surcos húmedos en el polvo que le cubría las mejillas. Todavía sonaban disparos un poco más abajo de la avenida, pero ninguno iba en su dirección.

—¿Están muertos? —preguntó el rememorador.

—Lo están —le confirmó Ahriman—. De todas maneras, no estabas en peligro. Sobek ha mantenido todo el tiempo una pantalla camaleónica a tu alrededor, así que lo más probable es que los pájaros ni siquiera supieran que estabas aquí hasta que gritaste. Además, el sargento Xeatan te protege de cualquier disparo perdido con un escudo kinético.

—Creí que todos eran del Corvidae. Adivinadores. ¿Los telekinéticos no son los raptora?

—La mayoría de mis guerreros pertenecen al culto Corvidae —admitió Ahriman, encantado de tener la oportunidad de enseñar algo, aunque fuera en mitad de aquel combate—. Al igual que todas las hermandades de los Mil Hijos, cada capítulo y cada escuadra incluyen guerreros pertenecientes a distintos cultos. Sobek y yo somos del Corvidae, pero Xeatan es del Raptora.

Ahriman señaló a un guerrero que se había puesto a cubierto en el hueco de una puerta para protegerse de los disparos incesantes de una docena de soldados avenios. En la hombrera de su armadura se veía la estrella serpentina de los Mil Hijos con la imagen de una pluma larga y colorida en el centro.

—Y Hastar, que está allí, es un miembro del culto Pavoni. Mira.

A pesar del tremendo terror que sentía, Lemuel se asomó por el borde de la columna justo a tiempo de ver que Hastar se ponía al descubierto en cuanto los soldados aveníos salieron de su cobertura. Llevaba el bólter sujeto al muslo, y afirmó el pie izquierdo a su espalda en ángulo recto respecto al pie derecho, más adelantado. Los avenios lo vieron de inmediato y alzaron sus armas, pero antes de que tuvieran tiempo de disparar, una masa de relámpagos surgió de las manos extendidas de Hastar y un trueno ensordecedor reventó todos los paneles de cristal en quinientos metros a la redonda.

Los sentidos automáticos del casco de Ahriman compensaron el repentino brillo cegador, pero Lemuel tuvo que pestañear muchas veces para eliminar el resplandor que se le había quedado grabado en la retina. Para cuando se le despejó la visión, todo había acabado. Los soldados avenios eran columnas abrasadas de carne ennegrecida, unas estatuas quemadas que se mantenían en pie porque las articulaciones de los huesos se habían fundido impidiendo cualquier movimiento. La grasa se deslizaba por la carne achicharrada igual que si fuera manteca fundida. Lemuel se dobló sobre sí mismo y vomitó todo lo que llevaba en el estómago.

Luego levantó la vista horrorizado.

—Dulce Inkosazana, Señora de los Cielos, sálvame —musitó.

Ahriman le perdonó aquella súplica pagana. Lemuel aspiró profundamente varias veces y después se limpió la boca antes de escupir.

—Ha sido… horrible. Quiero decir, increíble. ¿Cómo… cómo supo que esos soldados iban a moverse en ese preciso instante?

—Porque al otro lado de la calle hay un capitán de los athanaeans que se llama Uthizzar —le explicó Ahriman al mismo tiempo que señalaba a un astartes que estaba agazapado a cubierto detrás de la protección que ofrecía otra columna derribada—. Él le leyó el pensamiento al oficial enemigo y avisó a Hastar de que estaban a punto de moverse.

—Increíble. Simplemente increíble —repitió Lemuel.

Ahriman sonrió, satisfecho de que su neófito hubiera aceptado con tanta rapidez los poderes fundamentales de los Mil Hijos. La prisa indecorosa que se había dado el Imperio por abrazar el secularismo y la razón había hecho que muchos de sus súbditos perdieran toda capacidad de asombro. El nuevo credo prohibía todo conocimiento sobre lo esotérico y tachaba a aquellos que estudiaban esa ciencia de hechiceros impuros, en vez de considerar sus esfuerzos simplemente como una nueva forma de entendimiento.

—Aprendes con rapidez, Lemuel —le dijo Ahriman. Luego se puso en pie y reunió a todos sus guerreros con el gesto de cerrar el puño—. Ahora, lee sus auras y dime qué sientes.

Trescientos guerreros, en su mayoría exterminadores del Sekhmet de Ahriman y veteranos del Escarabajo Oculto, formaron al lado de los guerreros de Uthizzar.

Lemuel cerró los ojos.

—Orgullo. Un orgullo tremendo en sus habilidades.

—Puedes hacerlo mejor. Hasta un niño podría decirme eso de unos guerreros. Ahonda.

Lemuel empezó a respirar profundamente y Ahriman captó el cambio de su aura cuando entró en la más baja de las Enumeraciones. Lo hizo con torpeza y de un modo poco elegante, pero era más de lo que podía lograr la mayoría de los mortales.

Era fácil olvidar que ni el propio Ahriman había sabido antaño cómo alcanzar aquel estado de conciencia. Precisamente enseñarle a alguien una tarea que para él resultaba tan simple como respirar hacía que fuera difícil recordar donde estaban las dificultades del proceso.

—Deja que llegue de un modo natural. Súbete a sus olas y eso te guiará hasta lo que buscas.

El rostro de Lemuel se relajó cuando captó el pulso emocional de la ciudad: el negro temeroso de su población, el carmesí intenso de sus soldados y el orgulloso dorado subyacente que palpitaba en todos y cada uno de los corazones.

Ahriman sintió la violenta descarga de energía psíquica un segundo antes de que les impactara.

Les pasó por encima. Fue una descarga de estruendo psíquico repentina y aplastante que les sobrecargó todos los sentidos por su increíble violencia. Uthizzar aulló y soltó su arma, mientras que Lemuel se desplomó presa de un ataque de convulsiones.

—¡Por el Gran Océano! ¿Qué ha sido eso? —gritó Sobek—. ¿Una arma?

—Una onda de choque psíquica —respondió Uthizzar entre jadeos—. Una de proporciones inmensas.

Ahriman se esforzó por anular el dolor que sentía y se arrodilló al lado del rememorador. El rostro de Lemuel era una máscara de sangre. Le salía por los ojos en grandes lagrimones y de la nariz en un chorro continuo.

—¿Tan fuerte? —preguntó Ahriman, que parpadeaba para despejar la vista de los destellos que todavía le asaltaban los ojos—. ¿Estás seguro?

Uthizzar asintió.

—Lo estoy. Es un aullido de rabia pura, fría, feroz e inmisericorde.

Ahriman confió plenamente en Uthizzar, ya que él mismo notó el sabor a metal helado y captó el eco de la furia de un cazador que ha perdido a su presa.

—Semejante descarga de fuerza psíquica es demasiado poderosa para cualquier mente mortal —dijo Uthizzar mientras rememoraba un recuerdo doloroso—. Ya lo he sentido antes.

Ahriman leyó su aura y lo supo.

—Leman Russ.