TREINTA
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TREINTA
ÚLTIMA RETIRADA
LA VERDAD ES MI ARMA
LA SEÑAL DEL LOBO
Ahriman sacudió la cabeza mientras se preguntaba qué hacía tumbado de espaldas en mitad de una nube creciente de polvo y escombros. No recordaba haberse caído ni que lo alcanzaran con nada, pero rodó de costado cuando una oleada de dolor le agarrotó las extremidades. Gruñó ante ese sufrimiento, porque sabía muy bien lo que ello significaba.
Se puso en pie y miró hacia el oeste justo a tiempo de ver una abrasadora columna de fuego que atravesaba el cielo. Una forma de energía etérea surgió del Gran Océano e invadió el mundo material, y el dolor que agarrotaba sus músculos le dijo lo poderoso que llegaría a ser si utilizaba esos poderes. Una luz brillante le apareció detrás de los ojos y el éter en estado puro le cayó goteando por la punta de los dedos y licuó el suelo allá donde caía convirtiéndolo en una sopa de formas imposibles.
Todos y cada uno de los guerreros, ya fueran amigos o enemigos, había caído derribado por la tremenda explosión, y las ondas expansivas se extendieron por toda la ciudad como los temblores de un terremoto. Los edificios que todavía se mantenían en pie tras sobrevivir a las tremendas andanadas de artillería cayeron convertidos en ruinas por su desmedida fuerza.
La luz disminuyó cuando el recipiente que había rasgado el velo entre los dos mundos quedó destruido. Ahriman vio una silueta humanoide llameante en el horizonte. Se tambaleaba de un lado a otro, y le recordó la imagen de una enorme figura de mimbre a la que hubieran prendido fuego unos salvajes para complacer a sus dioses de la cosecha.
Una breve imagen le apareció en la mente, una visión burlona de un futuro que no podría cambiar, y cerró los ojos cuando la enorme máquina de combate que ya había caído en Coriovallum murió por segunda vez. Ahriman ya había visto dónde caería, pero no sentía deseo alguno de contemplar la destrucción de la pirámide Corvidae.
Oyó el sonido estremecedor del acero chirriante y de los cristales al estallar en mil pedazos, el sonido de las posibilidades de todo lo que se podía haber llegado a saber al quedar reducidas a cenizas y a una esperanza perdida. La monstruosa máquina de guerra se desplomó y provocó otra oleada de temblores por toda la ciudad al mismo tiempo que el templo Pyrae estallaba convertido en una bola de fuego.
Ahriman se quedó estupefacto y embargado por el horror al ver aquella orgía de destrucción. Aquello había sido el golpe de gracia para la legión. El perímetro ya no existía. Todo el sector noroeste había desaparecido, y el enemigo avanzaría por allí en un número imparable en cuanto se diera cuenta del regalo que les acababa de caer en el regazo.
La especie de tregua que había creado toda aquella destrucción se quedó bailando sobre el filo de un cuchillo, y los Mil Hijos fueron los primeros en recuperarse. Mientras los Lobos Espaciales todavía se estaban levantando, los guerreros del Escarabajo Oculto los atacaron con un torrente temible de poderes mortíferos. Unos conos candentes compuestos de relámpagos abrasaron a sus enemigos, y unos arcos saltarines de poder chasqueante saltaron de guerrero en guerrero. El fuego sibilante recorrió las calles devorando todo lo que tocaba. Las piedras, la ceramita y la carne se fundieron en el infierno de aquel calor increíble.
Ahriman se atrevió al principio a tener la esperanza de que aquel ataque de energía etérea fuese la salvación de los Mil Hijos, pero esa esperanza murió pocos momentos después. Un guerrero que se encontraba a unos diez metros a su derecha aulló sometido a un terror abyecto cuando su cuerpo se convirtió en una masa de excrecencias repugnantes. La armadura se deformó cuando la carne mutante emergió por las junturas con una fecundidad horrible. Segundos más tarde, otro guerrero se elevó impulsado por un géiser ígneo de llamas azules que lo consumió en el tiempo que Ahriman tardó en inspirar.
Pero el resto de los Mil Hijos se vio sometido a cambios más repugnantes todavía: unos apéndices de aspecto asqueroso surgieron de las grietas que ellos mismos abrieron en las armaduras; las extremidades escamosas y las excrecencias rugosas brotaron como gelatina por las aberturas de las gorgueras y por los agujeros abiertos por los proyectiles acompañadas de un sonido húmedo y deslizante, repulsivo hasta lo grotesco.
Los guerreros gritaron y cayeron de rodillas a medida que los cambios reprimidos en sus cuerpos a lo largo de decenios se abrieron paso hasta la superficie de su carne. Docenas más cayeron presa de aquella influencia maligna a cada segundo que pasaba, y los Lobos Espaciales no fueron los únicos que lanzaron gritos de horror al contemplar aquello. La Guardia de las Torres retrocedió horrorizada ante los que habían sido sus aliados hasta hacía pocos momentos, ya que las criaturas degeneradas en las que se habían convertido los Mil Hijos se volvieron contra los soldados de Prospero poseídos por una hambre enloquecida provocada por el crecimiento incontrolable de sus cuerpos.
—¡Todos atrás! —gritó Ahriman. Sabía que aquella posición estaba perdida.
Aquellos guerreros de los Mil Hijos que habían conseguido resistir al cambio de la carne obedecieron la orden, y Ahriman se dio cuenta incluso con un simple vistazo de que los supervivientes eran los guerreros más veteranos y experimentados de la legión. Se alegró de ver a Sobek entre ellos. El practicus y él dirigieron a esos supervivientes y a los de la Guardia de las Torres a través de las ruinas de la Vieja Tizca, procurando moverse con rapidez por las calles repletas de cráteres y las avenidas cubiertas de escombros y de llamas.
Ahriman comprobó su equipo y vio que sólo le quedaban cinco cargadores para el bólter. Su báculo heqa seguía siendo una arma poderosa, ya que estaba cubierto por completo por unas líneas de energía invisibles. Esforzó su voluntad para dejar anulado ese poder, ya que no se atrevía ni siquiera a blandirlo en aquel ambiente tan cargado de energía sin controlar. Sabía que tendría que utilizar su báculo antes de que terminara aquella batalla, pero se sacó de la cabeza toda idea sobre ello hasta que no lo necesitara de un modo incuestionable.
Apenas había reprimido sus poderes cuando sintió una presencia fantasmal que exploraba el éter a su alrededor, un tentáculo investigador que delataba la presencia de otra mente que estaba buscando la suya. Ahriman captó la astucia primitiva de un cazador, la paciencia propia de un animal que da vueltas alrededor de su presa y que indicaba los largos años pasados en la tundra helada con nada más para calentar el cuerpo que la piel arrancada del cadáver todavía tibio de una de las bestias depredadoras de su planeta natal.
No le hizo falta mucha habilidad para identificar aquella presencia, ya que había flotado por el Gran Océano con aquel cazador. Ohthere Wyrdmake lo estaba buscando, y Ahriman permitió que un poco de su presencia etérea se esparciera por el aire y dejara un rastro psíquico que atrajera al sacerdote rúnico hasta él.
—Ven y encuéntrame, Wyrdmake —susurró—. Estaré encantado de que lo hagas.
Ahriman condujo a los restos de su fuerza a través de las ruinas de su amada ciudad, recogiendo a su paso a los grupos dispersos procedentes del este y del oeste de guerreros de los Mil Hijos que todavía estaban demasiado aturdidos y que se dirigían hacia la plaza Occullum. Vio que eran varios centenares en total, y se aferró a la esperanza de que hubiera más en lo más profundo de la ciudad, ya que tendrían que ser muchos si querían mantener una defensa ante los Lobos Espaciales y los custodios.
La plaza Occullum se encontraba ya delante de ellos, y Ahriman vio las estatuas acribilladas y derribadas de numerosos leones. Entonces, reconoció el lugar hacia donde los había conducido su ruta de retirada: era la avenida de los Mil Leones. Casi se echó a reír cuando vio que el león situado más a la izquierda de la avenida se había librado de toda aquella destrucción. Su piel dorada seguía tan pulida y tan limpia como si acabara de salir del taller del artista que lo esculpió. Detuvo un momento su retirada de la Vieja Tizca y alargó una mano para tocar a la bestia, que se alzaba sobre sus dos patas traseras.
—Quizá es que tienes mucha suerte —musitó. Se sintió algo bobo al decirlo, pero no le importó—. Me vendría bien un poco, si te sobra algo.
—La superstición no te pega —dijo una voz a su espalda.
Ahriman sonrió con verdadero alivio cuando vio a Hathor Maat caminar cojeando entre uno de los grupos de guerreros que se batían en retirada. Ahriman corrió a reunirse con él y se abrazaron como hermanos devotos.
—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó Ahriman.
—El Rey Lobo —contestó Hathor Maat, y Ahriman no necesitó que le explicaran nada más.
—¿Y Phosis T’kar? —inquirió mientras reanudaban la retirada.
Hathor Maat apartó la pirada, y Ahriman se dio cuenta de la tremenda lividez de su rostro, una palidez insana que era tan impropia y aborrecible en un biomante como la más repugnante de las mutaciones. Ver al siempre atractivo Hathor Maat tan ajado era casi tan intranquilizador como cualquier otra cosa que Ahriman hubiera contemplado en el transcurso de aquella batalla de pesadilla.
—El cambio de la carne se apoderó de él —le contestó finalmente Hathor Maat, y el horror de lo que había contemplado todavía se asomaba en su mirada—. Valdor de los custodios lo mató, pero creo que Phosis T’kar dejó que lo hiciera. Mejor muerto que vivir como un monstruo. Auramagma también ha muerto.
Ahriman no sintió nada especial respecto a Auramagma aparte de su rango de camarada por ser capitán, pero lamentó mucho la muerte de Phosis T’kar. Si lograba sobrevivir a aquel horror, lloraría de forma adecuada la muerte de su amigo, y una vez más se dio cuenta de que sólo la muerte de un camarada guerrero le permitía reconocerlo como a un amigo.
Se obligó a sí mismo a dejar a un lado la pena por la muerte de Phosis T’kar y se mantuvo en las Enumeraciones menores para aislarse de esa pérdida. Se preguntó cómo habría afectado esa muerte a Hathor Maat. El lado izquierdo de la cabeza de su compañero estaba cubierto de sangre coagulada, pero ésa era la menor de sus preocupaciones. La piel le brillaba con una luz interior que destellaba por su ansia de cambiar, y Ahriman esperó que el vanidoso guerrero resistiera la tentación de utilizar sus poderes para detenerlo.
—¿Hacia dónde vamos? —preguntó jadeante Hathor Maat mientras corrían.
—A la segunda línea de defensa.
—¿Qué segunda línea de defensa?
—Una línea de este a oeste entre la pirámide de los pavoni y la de los athanaeans, con la Gran Biblioteca en el centro y la pirámide de Photep a retaguardia.
—Es una línea muy larga —comentó Hathor Maat.
—Lo sé, pero es más corta que la última que defendimos. Si podemos resistir el tiempo suficiente como para que el grueso de los habitantes de Tizca lleguen a la seguridad que les pueda ofrecer la pirámide de Photep, entonces habremos conseguido algo que merezca la pena.
—No es mucho.
—Es todo lo que podemos hacer —replicó Ahriman.
Siguieron corriendo hacia el sur, y echó unos cuantos vistazos apresurados por encima del hombro cuando oyó las primeras señales de que los perseguían. Los horribles engendros en que se habían convertido muchos de sus guerreros retrasarían algo a los Lobos Espaciales, pero los carniceros de Russ no tardarían en abrirse paso por encima de ellos. Ahriman se tragó la rabia que sentía, porque sabía que no le serviría de nada. Había demasiados enemigos. Sentía una rabia suficiente como para durar un millar de vidas.
Rabia por la violencia sin sentido que Russ y los custodios habían desatado contra ellos.
Rabia por la muerte de tantos guerreros valientes que habrían merecido otra clase de fin.
Rabia por la facilidad con que se había negado a hacer las preguntas que tendría que haber hecho.
Pero sobre todo, rabia contra Magnus, porque había dejado que se enfrentaran solos a sus destinos.
Ahriman condujo a los guerreros a través de la plaza Occullum, más allá de la enorme columna rematada por una urna que se encontraba en el centro que, al igual que el león, había sobrevivido de un modo milagroso a la destrucción provocada por los bombardeos. La plaza era una masa viviente de ciudadanos que huían de la furia de los Lobos Espaciales y de los custodios, ya que a éstos no les preocupaba cuántos habitantes de la ciudad caían bajo sus espadas y sus disparos. La gente dominada por el pánico entraba en masa en la plaza desde todas las calles que desembocaban en ella y luego se dirigían hacia la salida sur, una avenida ancha con el incongruente nombre de Palacio de la Sabiduría.
Alrededor de la entrada a la avenida yacían los restos de un arco, y las columnas derribadas estaban al lado de las estatuas destrozadas de los eruditos del culto Athanaean que habían muerto mucho tiempo atrás. La forma de cubierta dorada de la Gran Biblioteca de Prospero apenas era visible a través del humo que salía de sus paredes destrozadas, y más allá de ella, la silueta de cristal reluciente de la gran pirámide de Magnus se alzaba por encima de todo.
Una nueva oleada de supervivientes de la explosión etérea y de la caída del titán entró a raudales en la plaza Occullum. Ahriman calculó que habría en total unos tres mil guerreros de la legión. Comparado con las fuerzas con las que los Mil Hijos habían comenzado la batalla eran penosamente pocos, pero al menos eran más de los que se había atrevido a esperar. Se preguntó cuántos habrían caído bajo el ataque enemigo y cuántos por el cambio de la carne que se había apoderado de sus filas.
Se sacó aquella pregunta de la cabeza, ya que era irrelevante en esos momentos. Tenía asuntos más importantes de los que preocuparse. Corrió hacia el Palacio de la Sabiduría saltando por encima de una estatua de mármol derribada que representaba a un erudito demente llamado Alhazred, con Sobek y Hathor Maat a su lado. El Palacio de la Sabiduría estaba pavimentado con losas de mármol negro, y en cada una había grabada una cita con un propósito edificante, de advertencia o instructivo, todas ellas sacadas de los autores más importantes que albergaba la Gran Biblioteca. El polvo, los escombros y los ciudadanos presos del pánico tapaban la mayoría de las losas, pero Ahriman sintió un cierto orden cósmico en aquellas que quedaban a la vista, y mantuvo la mirada fija en el suelo mientras corría.
En la primera losa que vio leyó:
Sin sabiduría, el poder destruirá a aquel que lo utilice.
Sabía que aquello era mucho más que una simple coincidencia, así que concentró la atención en cada losa sin dejar de correr.
Algunos buscan el poder pero no la sabiduría. El poder sin sabiduría es peligroso. Mejor conseguir primero la sabiduría.
Los que tienen conocimiento no predicen. Los que predicen no tienen conocimiento.
Si abusas del poder, te abrasarás, y será entonces cuando aprendas. Si sobrevives.
Por último, Ahriman sonrió con un humor negro cuando vio una losa en la que se leía:
Sólo el estúpido ansía entrar en combate para derrotar a alguien por la simple satisfacción de derrotar a alguien.
No se le pasó por alto la importancia de aquellas palabras, y se preguntó por qué habría sido él el elegido para leerlas. Era muy poco lo que él podía hacer para cambiar el destino de los Mil Hijos.
Sólo había un ser en todo Prospero capaz de hacer eso.
Los Mil Hijos se desplegaron en los límites de de lo que antes era el exuberante parque que rodeaba la Gran Biblioteca. Hathor Maat y Sobek establecieron una línea que cruzaba todo el parque con los guerreros del Escarabajo Oculto y de los demás grupos dispersos. Todos los miembros de la línea apuntaban hacia el norte. Una neblina formada por la savia y la materia vegetal quemada llenaba el aire, y el humo del bosque prácticamente convertido en cenizas flotaba a baja altura sobre el suelo, igual que una niebla venenosa que se enredara en sus pies. A su espalda, la Gran Biblioteca estaba en ruinas. Su estructura apenas se parecía a una pirámide. Las paredes de cristal reflejaban una luz dorada procedente de los incendios que arrasaban sus distintas galerías. La punta se había venido abajo, y el humo salía por aquel pináculo destrozado igual que las nubes de cenizas expulsadas por un volcán.
Ahriman se sobresaltó cuando un recuerdo se sobrepuso a su visión de la Gran Biblioteca.
—¿Qué? —le preguntó Hathor Maat al ver su cara de consternación.
—No era Nikaea, después de todo —musitó Ahriman—. Lo que vi no fue el volcán. Era esto… Esto es lo que vi.
—¿De qué estás hablando?
—En Aghoru… —empezó a explicarse Ahriman con un horror creciente en la voz—. Tuve una visión premonitoria de esto, pero no lo reconocí. Podría haber avisado a Magnus. Podría haber impedido lo que ha ocurrido.
Hathor Maat le dio un tirón del brazo para acercarlo a él.
—Si esto fue lo que viste, entonces es que iba a pasar de todos modos sin importar lo que hicieras. No podrías haber hecho nada para impedirlo.
—No —lo contradijo Ahriman al mismo tiempo que movía la cabeza en un gesto de negación—. No es así como funciona. Las corrientes del futuro no son más que ecos de futuros posibles, sólo posibles. Podría haber…
—Lo que pudiste haber hecho es irrelevante ahora —lo interrumpió Hathor Maat—. No viste esto. Tampoco lo hizo Amon, ni Ankhu Anen, ni Magnus ni nadie del Corvidae, así que deja de preocuparte por lo que no viste ¡y presta más atención a lo que tienes ahora mismo delante de ti!
La increíble incongruencia que suponía que Hathor Maat le estuviera dando consejos rompió la inmovilidad que se había apoderado de él. Ahriman asintió y le dio la espalda a la Gran Biblioteca para concentrar la atención en la línea defensiva. Sería más fácil de mantener que la primera, pero seguía siendo demasiado extensa para el número de guerreros que les quedaban.
El parque estaba lleno de pabellones destrozados, de muretes bajos y de piezas de arquitectura decorativas. En un día normal, estaría lleno de ciudadanos y de estudiosos dedicados a la lectura de palabras llenas de sabiduría bajo un sol tibio. El propio Ahriman había pasado muchos días bajo su floresta verde y acogedora, concentrado en un volumen curioso y extraño lleno de sabiduría ya olvidada. En esos momentos lo contemplaba sólo como un lugar donde sus paredes, sus árboles derribados, sus plintos rotos y sus hondonadas sombrías podrían utilizarse como posiciones defensivas.
—Resistiremos un ataque, quizá dos —comentó al ver los contornos y los ángulos existentes en el parque destrozado—. Luego tendremos que replegarnos hasta la pirámide de Photep.
—Creo que eres demasiado optimista —le contestó Hathor Maat al ver a Leman Russ a la cabeza de seis mil astartes y custodios que se dirigían hacia sus posiciones igual que las mandíbulas a punto de cerrarse de un lobo.
Era un avance calculado para destruir la voluntad de lucha de los defensores, pero Ahriman recordó una cita de un líder de la Vieja Tierra y alzó la voz para que todos los guerreros de los Mil Hijos lo pudieran oír:
—¡El voluntario patriota que lucha por su país y por sus derechos es el soldado más fiable de toda la Tierra! —gritó antes de llevarse la culata del bólter al hombro.
Apuntó con el arma y sonrió sin alegría al ver a Ohthere Wyrdmake encuadrado en el punto de mira. El sacerdote rúnico estaba demasiado lejos como para poder dispararle todavía, pero Ahriman no estaba dispuesto a terminar aquella enemistad feroz con algo tan banal como un proyectil de bólter.
Le entregó el arma a Sobek y se volvió hacia Hathor Maat.
—¿Recuerdas cuando en Aghoru te dije que estábamos permitiendo que nuestros poderes nos definieran, y que teníamos que aprender a combatir de nuevo como astartes?
—Claro que sí —le respondió Hathor Maat, que se sintió confuso, sin saber adónde quería ir a parar Ahriman—. ¿Qué pasa con eso?
—Ese momento ha llegado —le aclaró Ahriman antes de quitarse el casco y dejarlo caer a la hierba ennegrecida—. Luchemos contra esos perros y demostrémosles que, de todos los errores que han cometido, el de subestimarnos ha sido el peor. Luchad con ferocidad, pero que nadie utilice sus poderes, o será nuestro fin.
—¿De qué estás hablando? ¿Qué vas a hacer?
Ahriman se sentó con las piernas cruzadas y agarró con firmeza su báculo heqa, que relucía en toda su longitud dorada, lo mismo que sus bandas de cobre azul, por el poder invocado de nuevo.
—Voy a desobedecer mis propias órdenes —dijo, y cerró los ojos.
Ahriman se elevó con su cuerpo de luz en apenas un suspiro. Las feroces corrientes del Gran Océano batían con un ímpetu tremendo muy cerca de la superficie del mundo material, lo que hizo que la transición fuese más fácil que nunca. La fuerza de las mareas que golpeaban su cuerpo sutil era enorme, incrementada por las emociones desbordadas que albergaba aquel torbellino de combates en el universo material.
El cambio de la carne quiso apoderarse de él, pero Ahriman lo reprimió. Sabía que probablemente sería la última vez que podría flotar por el Gran Océano. Se elevó más todavía y vio la llameante curva serpentina del perímetro de Tizca y la neblina roja que cubría su antaño orgullosa arquitectura.
—Tanto odio… ¿De verdad nos lo merecimos? —susurró.
Se alejó del parque de la Gran Biblioteca y tuvo que esforzarse por mantener el rumbo ante las tremendas corrientes y las peligrosas olas que lo azotaban. Captó la presencia de la brecha en el punto donde el éter se había abierto paso en el noroeste de la ciudad, y oyó el eco de una alma atormentada mientras era desgarrada por los feroces depredadores del vacío, que todavía se arremolinaban alrededor de aquella herida palpitante con la esperanza de que se abriera de nuevo.
La línea de guerreros enemigos relucía con brillantes colores, sobre todo rojo y dorado, por la certeza que sentían respecto a su misión. No eran capaces de ver lo equivocados que estaban. Ahriman captó la presencia de una misteriosa nube de engaño que flotaba sobre ellos, y sintió lástima ante la ignorancia que sufrían.
—Si supierais cuánto os han traicionado, os uniríais a nosotros y acabaríamos con esto.
También percibió unos sudarios oscuros sobre los guerreros y los tanques enemigos que avanzaban. Eran unas zonas de espacio muerto, donde las Hermanas del Silencio protegían a los capitanes de aquellas huestes. Ahriman las esquivó, ya que sabía que sería lanzado directamente de vuelta a su cuerpo si se aventuraba en una de aquellas oscuridades odiosas. Su enemigo tampoco pasaría jamás por una de aquellas zonas, ya que era tan hipócrita como los demás integrantes de la fuerza enemiga.
Ahriman sonrió al ver a Ohthere Wyrdmake. Era tan orgulloso, tan arrogante y estaba tan lleno de furia que se preguntó cómo era posible que siguiera funcionando como un ser humano. Por mucho que se dijera a sí mismo que aquello lo hacía por su legión, Ahriman se vio obligado a admitir que iba a disfrutar con aquella misión de revelación.
Alargó los brazos fantasmales y agarró el cuerpo de luz de Wyrdmake para separarlo de un tirón del cuerpo material. Lo hizo de un modo tan repentino y violento que las extremidades de la armadura del sacerdote rúnico se quedaron rígidas como si fuera una estatua recién tallada. Sus camaradas y acólitos se apresuraron a acudir en su ayuda, pero Wyrdmake ya estaba más allá de cualquier clase de ayuda que ellos pudieran ofrecer.
Ahriman soltó a su enemigo cuando su silueta centelleante tomó forma al solidificarse en una réplica perfecta y brillante del astartes que había en el suelo. Su aura destelló llena de sorpresa y rabia, pero pasó con rapidez a reflejar el odio maligno que sentía al ver quién flotaba ante él.
—Brujo —le espetó Wyrdmake.
—¿Eso es lo único que tienes para mí, viejo amigo? ¿Insultos? —le replicó Ahriman con los brazos cruzados.
—He esperado impaciente que llegara este día.
—Lo sé. He percibido esa persecución tuya tan torpe. Cualquier neófito de Prospero podría haberlo hecho. ¿Cómo adquiriste mi rastro psíquico?
—Tu hermano de la biblioteca te traicionó —le contestó Wyrdmake con un tono de voz triunfal.
Ahriman se echó a reír.
—¿Eso es lo que crees que pasó? Si Ankhu Anen lo hizo, fue porque él quería que me encontraras. Sabía que te mataría si dabas conmigo.
—Creo que no —le replicó Wyrdmake, y en su mano apareció un báculo dorado.
Ahriman negó con la cabeza y el báculo estalló en una lluvia de fragmentos brillantes.
—En este lugar, en este plano, ¿de verdad crees que vamos a luchar así?
Wyrdmake se lanzó de cabeza contra Ahriman con las manos engarfiadas como garras. Su rostro se transformó en la faz de un lobo aullante con las fauces preparadas para desgarrarle la garganta. Ahriman también se lanzó a la carga y ambos chocaron en una explosión cegadora de poder.
Wyrdmake le lanzó varios zarpazos, pero Ahriman los esquivó uno por uno como un rayo al mismo tiempo que ascendía sin parar por el Gran Océano. Ambos giraron como la hélix doble de un código genético y subieron sin parar por el éter. Wyrdmake continuó atacándolo convertido en un torbellino de garras y fauces, pero Ahriman desvió todos y cada uno de los golpes con una precisión elegante.
—Eres lo mismo que yo —le dijo tras esquivar otro ataque enfurecido.
Wyrdmake se separó de la forma ardiente de Ahriman y negó con la cabeza mientras la forma lupina se retraía al interior de su imagen centelleante.
—No me parezco a ti en absoluto —le replicó con un gruñido—. Mis poderes proceden del ciclo natural de la vida y la muerte en Fenris. Soy un Hijo de la Tormenta. No me parezco a ti en absoluto.
—Sin embargo, no estás en Fenris. Los llamamos con nombres diferentes, pero el poder que utilizas para invocar la tormenta y partir la tierra es el mismo poder que yo utilizo para buscar el futuro y forjar el destino de mi legión.
—¿Eso es lo único que tienes para mí? —repitió, burlón, Wyrdmake—. ¿Mentiras? No creeré nada de lo que me digas.
—¿Mentiras? Mira lo que le estáis haciendo a mi mundo. No necesito mentiras. La verdad es mi arma.
Apenas dijo eso, se lanzó hacia adelante y su esencia envolvió a la de Wyrdmake. Luego le clavó una lanza de luz brillante al sacerdote rúnico, pero aquel acto no fue un ataque contra el cuerpo de luz de Wyrdmake. Era una lanza de la verdad.
—No puedes entender la verdad sin comprender el carácter omnipresente de la falsedad a la que estás unido. La iluminación es inútil a menos que te liberes de la mentira. El poder de la verdad se unirá a ti cuando hayas quedado libre de todas las clases de engaño. ¡Éste es mi regalo, Ohthere Wyrdmake!
Ahriman lo derramó todo en el interior del sacerdote rúnico: la corrupción de Horus y la traición de todo lo que el Emperador había querido crear; la escala monstruosa de la guerra que ya era inminente y el horror que yacía al final de la misma. Se ganara o se perdiera, lo que se aproximaba era una época de oscuridad definitiva, y cuando Ahriman le abrió los ojos a Wyrdmake a todo lo que él había visto, también vio él mismo lo que había impelido a los Lobos Espaciales y a los custodios a desatar una guerra tan feroz contra los Mil Hijos.
Vio las melifluas palabras de Horus y su siniestra insistencia con Constantin Valdor, cómo en cada ocasión lo hacía con un motivo diferente, pero siempre con el fin último de convencer a Leman Russ de que iniciara una campaña de destrucción total.
La escala de aquella traición lo conmocionó hasta lo más profundo de su ser. Ahriman ya había aceptado la existencia de la traición de Horus Lupercal, ya que tenía su origen en las trampas y en los engaños tejidos por unos seres para los que el paso de un trillón de eones era poco más que un parpadeo, pero… ¿aquello? Aquello era una traición humana. Eran mentiras que habían tenido como consecuencia inesperada la destrucción de Prospero.
La rabia se apoderó de Ahriman, y se lanzó de nuevo contra Wyrdmake, pero esta vez despedazó su cuerpo de luz con una furia enloquecida. Wyrdmake respondió a los ataques, pero su defensa fue muy débil, ya que tenía la mente abrasada por los horrores que Ahriman le había mostrado.
Cayeron por el Gran Océano, pues el peso de sus emociones los arrastraba de vuelta hacia sus cuerpos materiales. Los bancos de depredadores del vacío los siguieron. Eran unas abominaciones terribles de pesadillas todavía no sufridas, criaturas malogradas de un apetito monstruoso y demonios con una hambre insaciable. Ahriman sintió su presencia y les dio forma con las imágenes más repugnantes que se pudo imaginar, desde bestias devoradoras compuestas sólo por colmillos y garras hasta formas innombrables llenas de un ansia vampírica de sangre.
Finalmente regresaron a Tizca, la ciudad saturada de odio. Su imagen fantasmal era semejante a la que se vería al otro lado de una niebla espesa o de una ventana cubierta de mugre. Ahriman contempló los combates que se estaban produciendo a lo largo y a lo ancho del parque, el enfrentamiento feroz entre los Lobos Espaciales y los Mil Hijos y la forma en que se desgarraban mutuamente ambas fuerzas por motivos equivocados. Sobek, Hathor Maat y los guerreros del Escarabajo Oculto montaban guardia alrededor de su cuerpo mientras el combate hacía retroceder de forma inexorable la línea de defensa de los Mil Hijos.
Leman Russ era una columna de luz ardiente que mataba a los guerreros enemigos a decenas. Ahriman supo que nada impediría que aquel dios salvaje destrozara a los Mil Hijos. Sus dos lobos, las representaciones de la luz y la oscuridad, derribaban a los guerreros enemigos y los despedazaban con un salvajismo equiparable al de su señor. Ahriman apartó la mirada del Rey Lobo y sus compañeros bestiales y sostuvo la forma desplomada de Wyrdmake delante de él.
El sacerdote rúnico era una sombra rota de su antigua esencia altiva. De su cuerpo sutil salía una hemorragia de energía vital y su aura no dejaba de parpadear por el daño que la verdad de Ahriman le había provocado en la mente.
Toda su certeza había desaparecido, y su alma había quedado desnuda, al descubierto, y sin defensa alguna.
—Esto es por Ankhu Anen —le dijo Ahriman antes de arrojar a Wyrdmake a los depredadores del vacío.
Las criaturas se abalanzaron contra él con un salvajismo hambriento, mordiendo y desgarrando con sus garras y sus colmillos afilados. En cuestión de segundos, los apetitosos restos del alma del sacerdote rúnico fueron devorados y desaparecieron para siempre.
Ahriman contempló con bastante satisfacción cómo la armadura de Ohthere Wyrdmake se derrumbaba cuando el cuerpo material fue incapaz de sobrevivir a la pérdida de su alma. Una parte de su ser se estremeció ante un acto tan siniestro, pero en su fuero interno se alegró de ver a un enemigo destruido de un modo tan completo.
Ahriman abrió los ojos e inspiró profundamente. Sintió las numerosas repercusiones que le coloreaban la piel como unos moretones dolorosos. El estruendo de la batalla era ensordecedor y el aullido de los lobos resonaba por lo que quedaba de Tizca. En un solo instante vio que la batalla por Tizca se había acabado. Prospero estaba perdido.
Aferró con rigidez su báculo heqa, y se dio cuenta de que sus bandas doradas y azules se iban apagando hasta que se volvió negro por completo. El significado era inconfundible.
—Que así sea —dijo Ahriman.
Ahriman luchó espalda con espalda con Hathor Maat y mantuvieron la línea defensiva frente a la ferocidad de los Lobos Espaciales y los pretorianos del Emperador. Las espadas y las hachas sierra subían y bajaban, y sus dientes helados quedaron manchados de rojo por la sangre de los astartes. Los bólters dispararon proyectiles que impactaban y perforaban a sus objetivos sin que les diera tiempo a armarse para explotar en su interior.
La línea no había resistido frente al salvajismo desencadenado de Leman Russ, así que la batalla final la estaban librando a la sombra de la pirámide de Photep. En las aguas cubiertas de aceite que rodeaban la residencia de Magnus el Rojo flotaban los fragmentos de cristal. La población superviviente de Tizca, aquellos que habían escapado de la furia inicial de los invasores, se había refugiado en su interior. Eran los últimos miembros de una larga dinastía de eruditos que no sólo había sobrevivido a la Vieja Noche, sino que además había prosperado.
Los vehículos blindados aplastaban las estatuas y los troncos de los árboles derribados mientras apuntaban con sus armas hacia la enorme pirámide que se alzaba detrás de donde se libraba el combate. Los guerreros que se enfrentaban estaban demasiado entremezclados como para que los artilleros consiguieran un disparo claro, por lo que se conformaron con demoler el sanctum del primarca de sus enemigos. La pirámide de Photep relucía bajo la luz que se apagaba, y su superficie brillante y las torres plateadas que la flanqueaban estaban bañadas por el resplandor infernal de su propia destrucción. Las explosiones sacudían una y otra vez la enorme cruz ansada grabada en su parte frontal, y los cristales llovían sin cesar de sus paredes destrozados.
Ahriman sabía que había llegado el fin para todos, ya que quedaban menos de mil quinientos guerreros de la legión. Con una fuerza semejante se podían conquistar planetas enteros o aplastar cualquier rebelión con facilidad, pero enfrentados al triple de astartes dirigidos por un primarca a su cabeza, era una batalla que sólo podía acabar de un modo.
Seguir luchando era condenar a las dos legiones en la guerra que se produciría en un breve período de tiempo, pero Ahriman no podía permitir que aquellos bárbaros arrasaran su mundo sin presentarles batalla lo mismo que no podía volver atrás en el pasado. El Rey Lobo había levantado piras con unos conocimientos irreemplazables, y había destruido objetos únicos en toda la galaxia con un simple golpe de su colmillo de hielo.
Semejante ignorancia y destrucción sin sentido no podía quedar sin respuesta.
—Ya te dije que eras demasiado optimista —le dijo Hathor Maat al mismo tiempo que atravesaba el cuello de un Lobo Espacial sin casco con la punta de su báculo heqa.
La sangre saltó a chorros de la yugular rasgada, y Hathor Maat lo completó con un disparo de bólter que le reventó la cabeza al guerrero.
—Acepto la corrección —respondió Ahriman.
Sus pensamientos divagaban un poco después de haber aceptado que iba a morir. Se preguntó en los que sabía que iban a ser sus últimos momentos qué le habría ocurrido a Lemuel y a sus compañeros rememoradores. No los había visto desde la muerte de Kallista Eris, aunque tenía la esperanza de que hubieran sobrevivido de algún modo a todo aquel horror. Sin embargo, lo más probable era que ya estuvieran muertos. Aquella idea lo entristeció, pero si aquella batalla le había enseñado algo, era que lamentarse no servía de nada. Sólo importaba el futuro, y sólo mediante la adquisición de conocimientos se podía conseguir. Sí lamentó, no obstante, que jamás tendría la oportunidad de reemplazar todo lo que se había perdido en Prospero.
Un lobo aullante saltó hacia él, y Ahriman lo abatió de un disparo en el cráneo. La criatura se estrelló contra el suelo delante de él, pero el bibliotecario jefe retrocedió horrorizado al ver que no era un lobo, sino una bestia monstruosa que llevaba piezas de una armadura, como si el cuerpo del guerrero se hubiera transformado en una especie de criatura infernal.
—¡Por el Gran Océano! ¿Qué es eso? —gritó Hathor Maat cuando vio la oleada de criaturas odiosas mezcla de hombre y lobo como aquélla, que se lanzaban contra ellos.
Ahriman recordó mientras más hombres-lobo como aquéllos se lanzaban al ataque algo que Ohthere Wyrdmake le había contado.
—¡Son wulfen! —gritó al mismo tiempo que soltaba una lluvia de disparos contra la masa de bestias lanzadas a la carga.
—¡Y ellos dicen que los monstruos somos nosotros! —replicó Hathor Maat también a gritos.
Los wulfen habían sido astartes un día, pero astartes afectados por una terrible maldición. Sus rostros eran bestiales, pero mostraban un último vestigio de inteligencia en lo profundo de sus hundidos ojos amarillentos. Un pelaje apelmazado les cubría las caras y las manos, aunque sus mandíbulas no eran alargadas como las de un lobo. Sus armas eran sus colmillos y sus garras afiladas como cuchillas, ya que aquellos asesinos salvajes habían perdido todo conocimiento relativo a la tecnología.
Sólo los disparos más precisos acababan con ellos, ya que eran capaces de soportar heridas que habrían matado incluso a un astartes. Sus garras eran capaces de atravesar con facilidad las placas de una armadura, y sus colmillos eran tan peligrosos como cualquier espada de energía. Su salvajismo no se parecía a nada a lo que se hubieran enfrentado antes los Mil Hijos, y tuvieron que retroceder ante aquellos nuevos horrores lanzados contra ellos, espantados ante la idea de que los Lobos Espaciales fueran capaces de emplear en combate aquellas abominaciones degeneradas.
Los wulfen abrieron una brecha sangrienta en la línea de los Mil Hijos, y la iban ensanchando a cada segundo que pasaba. Docenas de guerreros cayeron bajo las cuchillas desgarradoras de sus zarpas. Sus aullidos de triunfo sacudieron el aire cuando la brecha que habían abierto se llenó de guerreros de los Lobos Espaciales y la Guardia Custodia. Los Mil Hijos acabaron separados en pequeños grupos y masacrados con hachas de hojas de hielo y con lanzas guardianas relucientes.
Ahriman retrocedió a lo largo de la gran calzada elevada de basalto que cruzaba el estanque en dirección a la pirámide de Photep, el último refugio que les quedaba en Tizca. Los mejores y los más valientes de la legión, los únicos que habían sobrevivido para vender caras sus vidas a la vista de su primarca, lo acompañaron hacia las puertas de bronce que llevaban a su interior.
Los aullidos de los wulfen aumentaron de volumen hasta hacerse ensordecedores.
Y muy por encima de ellos, esos aullidos recibieron por fin contestación.