VEINTINUEVE
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VEINTINUEVE
NO DEBO HACERLO
PODER SIN CONTROL
CAE UN SYRBOTAE
La Vieja Tizca ya no existía. El pacífico entramado de calles antiguas del que tanto había disfrutado al explorarlo en su juventud ya no era más que un amasijo de escombros quemados y de ceniza. Los guerreros cruzaban con cuidado el terreno a través de las ruinas humeantes y disparaban apoyando el arma en la cadera o luchaban con hachas y espadas. La línea que formaba la costa era invisible debido a las nubes de humo provocadas por los disparos de las baterías de artillería. Las columnas de fuego amarillo que precedían a los estampidos metálicos se abalanzaban contra esas nubes, y en seguida, otra parte de su amada ciudad desaparecía en una serie de explosiones llameantes.
Magnus contempló la muerte de Tizca desde el balcón más alto de su pirámide, la única estructura que había escapado de la destrucción hasta ese momento. No quedaba nada que pudiese reflejarlo en todas sus estancias. No había lugar donde la voz insidiosa de la tentación pudiera aparecer de nuevo para persuadirlo y convencerlo con alabanzas de que cometiera un nuevo error.
Se agarró con fuerza a la barandilla del balcón y lloró con amargura por la pérdida de su mundo y la muerte de sus hijos. Lo que hasta hacía poco había sido un faro asombroso de iluminación y progreso para todos aquellos que quisieran ver, era ahora un torbellino de combates.
El extremo norte de la ciudad era un infierno llameante. Todos los palacios estaban envueltos en llamas y sus parques ya sólo eran tierra arrasada y cubierta de ceniza. Un poco más al sur, el puerto no era más que una inmensa mancha negra en el horizonte, ya que todas sus estructuras habían quedado demolidas tras el ataque de su hermano.
Sintió a Leman Russ en la parte occidental de la ciudad. Estaba atacando la pirámide de los raptora. Constantin Valdor estaba a su lado, y el guerrero llamado Amon. Magnus captó con su ojo interior el valor y el ánimo con los que combatían los guerreros de los Mil Hijos al lado de Phosis T’kar, Hathor Maat y Auramagma. Le dolía pensar que la mayoría de ellos no tardaría en morir, porque el Rey Lobo sólo dejaba desolación a su paso.
Al este, Ahriman y sus guerreros estaban consiguiendo mantener a raya a los invasores. Ni siquiera el salvajismo de los Lobos Espaciales o el poder de los custodios eran capaces de abrir brecha en las defensas de Ahriman, ya que sus guerreros utilizaban sus poderes premonitorios para contrarrestar cada ataque.
Había pocas guerreras de las Hermanas del Silencio en esa zona, ya que la mayoría se encontraba combatiendo al lado de Leman Russ y de Valdor. Los atacantes no habían llevado consigo suficientes doncellas del vacío como para tomar Tizca, ya que supusieron que el asalto sería poco más que una operación de limpieza. Habían creído que el bombardeo orbital sería más que suficiente, y sólo eso los enfurecía.
Aunque la mayoría de la Guardia de las Torres había sido aniquilada en los primeros momentos de la batalla, los Mil Hijos se habían recuperado de un modo magnífico y habían impedido que aquello se convirtiera en una huida. Una delgada línea de guerreros de armadura carmesí unía las seis pirámides de Tizca y formaban un perímetro circular que tenía como centro aproximado la plaza Occullum. La pirámide de Photep era la que estaba situada más al sur. El agua centelleante que la rodeaba estaba plagada de páginas empapadas repletas de una sabiduría que se había perdido en nombre del miedo.
Las corrientes rugientes del éter le recorrían el cuerpo y le suplicaban que las utilizara contra sus enemigos. Magnus tuvo que luchar para mantenerlas a raya. El fuego del Gran Océano se estrellaba una y otra vez contra él, igual que la más deseable de las adicciones, que lo llamaba a través del velo que separaba ambos mundos.
Magnus ansiaba más que nada en el mundo bajar a las calles de Tizca y repeler a los invasores, mostrarles la verdadera capacidad de sus poderes. De la punta de sus dedos brotaron chispas sólo con pensarlo. Apretó los puños y volvió el pensamiento hacia su interior.
Oyó las voces de sus hijos suplicándole ayuda, pidiéndole desesperados que bajara al campo de batalla, pero hizo caso omiso de ellas y las obligó a salir de su cabeza.
Fue lo más difícil que tuvo que hacer nunca.
Una de las súplicas estuvo a punto de hacerlo ceder. Era la voz de su hijo más querido.
«Ayudadnos».
—No puedo, Ahzek —dijo con los dientes apretados—. No debo hacerlo.
El humo llenaba las calles de la zona exterior del puerto, ahogando toda la luz y el oxígeno. El estruendo de las explosiones resonaba por toda la ciudad igual que el retumbar de las pisadas de unos dioses borrachos. El tableteo de los disparos se entremezclaba con los gritos formando la representación perfecta de un coro infernal. Phael Toron se agachó detrás de una estatua derribada para recargar el bólter mientras una ráfaga tartamudeante de disparos acribillaba las paredes de la casa de las fuentes. Cien guerreros de su hermandad defendían aquel sector del perímetro, y tenía a otros doscientos a cada uno de los lados. Las fuerzas enemigas ya habían intentado tres veces atravesar aquel punto, pero las tres veces los bólters y las espadas de la Séptima las habían rechazado.
Los guerreros de Phael Toron conocían aquella parte de Tizca como nadie, y las órdenes clarividentes de los corvidae les permitían coordinar la defensa con una cohesión inigualable. Eso, unido a la información que reunían los miembros del culto Athanaean, hacía que las defensas siempre estuvieran perfectamente preparadas para hacer frente a los ataques.
Las calles estaban sembradas de cadáveres, tanto de amigos como de enemigos, ya que las defensas se habían mantenido con su coste correspondiente. La sangre manchaba con grandes salpicaduras el mármol prístino de las paredes, y ríos del mismo fluido vital corrían por las grietas del pavimento. Phael Toron ya había vaciado doce cargadores, y sólo el suministro regular de munición que le hacían llegar los soldados de la Guardia de las Torres le había permitido seguir disparando.
Un dolor semejante a un calambre se le cerró alrededor de las entrañas, y gruñó cuando una sensación enfermiza que no logró identificar le provocó una serie de espasmos en las extremidades. Sacudió la cabeza en un intento de eliminar esa sensación y logró contener la oleada de flema cargada de bilis que amenazaba con subirle por la garganta, además de despejarle la vista, que había comenzado a enturbiársele. Parpadeó para librarse de los destellos luminosos que todavía le bailaban en los ojos justo cuando una serie de ráfagas llameantes acribillaron sus líneas.
—¡Cuidado a la derecha! —gritó cuando vio a tres de sus guerreros destrozados por los impactos de cañón.
El característico sonido martilleante le indicó a Phael Toron que era una arma demasiado pesada como para que la llevara la infantería. Varios guerreros de armadura carmesí se apresuraron a atravesar a la carrera los escombros en dirección a la brecha abierta llevando consigo armas pesadas. El capitán se arriesgó a mirar por encima de la estatua caída de un león dorado.
El distrito que se extendía entre el puerto y la biblioteca Timorana era irreconocible. Sus avenidas con columnatas y las galerías cubiertas de arcos no eran en esos momentos más que pilas de escombros y ruinas llameantes. El olor salobre del mar estaba cargado con contaminantes químicos procedentes del puerto, que ardía por los cuatro costados, el enorme volumen de disparos y las piras de libros en llamas.
Los Lobos Espaciales y los guerreros dorados se movían con cautela por los restos humeantes de lo que antaño había sido una galería de estatuas anteriores a la Vieja Noche, de formas desconocidas y de una manufactura alienígena obvia. Ya no eran más que fragmentos aplastados bajo las botas de los invasores. Phael Toron sintió cómo el éter le bullía bajo la piel cuando Dtoaa amplificó su propia cólera. Inspiró profundamente para controlar las emociones que lo embargaban. Las Enumeraciones no lo ayudaban, y notó el deseo ardiente de su tutelar, impaciente por hacer daño a los atacantes, un deseo que amenazaba con sobreponerse a todo sentido táctico.
—Eso haría que no fuese mejor que ellos —musitó mientras se obligaba de nuevo a apagar la cólera que sentía.
Otra ráfaga de proyectiles acribilló el león dorado y perforó el metal blando como si no fuera más que arenisca. Phael Toron se apartó rodando de la estatua, que ya se desintegraba, y corrió a gatas para ponerse a cubierto detrás de un arco de piedra derrumbado. Reconoció la pieza, ya que era parte del tejado en forma de cúpula de la galería. Miró por encima del hombro y vio una columna de humo gris que surgía del interior del edificio. En el cielo se dibujaron las estelas de condensación de varios aerodeslizadores que aparecieron entre los destellos estroboscópicos de una ráfaga de detonaciones.
Varias partes de la galería se vinieron abajo en la zona oriental, y unos treinta guerreros quedaron enterrados bajo toneladas de escombros que lanzaron al aire una enorme nube de polvo. Apenas se desplomaron las paredes de la galería, un aullido ululante surgió de la horda de invasores.
—¡Repeledlos! —gritó.
Rodeó la parte derrumbada de la cúpula y abrió fuego una y otra vez contra la masa de Lobos Espaciales lanzados a la carga. Sus guerreros hicieron lo mismo y acribillaron los sectores de disparo asignados con una lluvia de fuego de bólter de una precisión mortífera. Algunos de los guerreros enemigos cayeron, pero no los suficientes. Phael Toron calculó que eran al menos seiscientos Lobos Espaciales los que los atacaban desde la zona del puerto.
Eran unos bárbaros salvajes, sin la elegancia ni la distinción que un astartes debería poseer. Llevaban las armaduras cubiertas de amuletos, cráneos y pieles, igual que algunas de las tribus de salvajes primitivos que no merecían otra cosa que la extinción.
Muchos se habían lanzado a la carga sin el casco, ya fuera porque se los habían quitado presos de su ansia de sangre o porque eran demasiados estúpidos como para preocuparse de proteger su órgano más vital. Phael Toron les hizo pagar por ello y escogió con cuidado los objetivos, por lo que arrancó cráneos de sus hombros correspondientes con cada disparo que efectuó.
La lluvia de proyectiles iba de un lado a otro, y el aire quedó saturado con las estelas producidas por los proyectiles explosivos. Se agachó de nuevo detrás de las ruinas de la cúpula y oyó el impacto seco y duro de los proyectiles de bólter contra la superficie recubierta de cobre.
Un guerrero de armadura roja corrió agazapado para reunirse con él. Phael Toron le hizo un rápido gesto de asentimiento. Era Tulekh, su philosophus. Era un buen adepto que había conseguido dominar sus poderes con mayor rapidez que nadie en la Séptima Hermandad. Hasta Phael Toron había tenido que esforzarse en dominar el amplio desarrollo de los poderes que Magnus y el resto de la legión habían llevado hasta Prospero. Mientras las demás hermandades estaban empleando sus habilidades místicas para luchar, la Séptima seguía combatiendo del modo tradicional.
—No podemos contenerlos así —le dijo Tulekh—. ¡Tenemos que utilizar nuestros poderes!
—Todavía no. Son armas de último recurso.
—¡Necesitamos ya ese último recurso! —lo urgió Tulekh—. ¿Qué nos queda si no?
Phael Toron sabía que su philosophus tenía razón, pero siguió dudando. Sus guerreros no poseían tanta experiencia en el uso de los poderes del Gran Océano como los de las demás hermandades, y temía que se les descontrolaran en una situación tan violenta como aquélla. Pero tal y como Tulekh le había dicho, ¿qué otro remedio les quedaba?
—Muy bien —dijo por fin—. Pasa la orden de que todos utilicen los medios que sean necesarios para mandar a esos cabrones de vuelta al mar.
Tulekh asintió y Phael Toron captó la impaciencia feroz que emanaba de él mientras la orden se comunicaba.
Miró alrededor de la cúpula derribada e inspiró profundamente cuando vio una forma monstruosa que avanzaba con zancadas retumbantes por detrás de las fuerzas de los Lobos Espaciales que estaban cruzando los escombros. Era un gigante gris protegido con unas gruesas placas de ceramita y unos mecanismos chirriantes que hacían que se moviera. El dreadnought estaba cubierto de polvo y ennegrecido por el fuego. Mostraba numerosas melladuras provocadas por los impactos, y el estandarte dorsal que se alzaba a su espalda estaba envuelto en llamas.
Uno de los brazos estaba rematado por un puño de combate ensangrentado y envuelto por una nube de descargas eléctricas, mientras que el otro era un lanzamisiles que zumbaba al girar y que en ese momento rotaba después de haber recargado con la munición que obtenía de un gigantesco cargador que llevaba al hombro.
—¡Apartaos! —gritó cuando vio que el dreadnought disparaba una salva de proyectiles hacia ellos.
Los misiles impactaron contra las ruinas de la cúpula y la tremenda cadena de explosiones lo lanzó por los aires. La onda expansiva le arrancó el bólter de las manos antes de que aterrizara con un fuerte golpe en el fondo de un cráter lleno de sangre. Rodó sobre sí mismo para buscar una arma, pero no encontró nada.
El cráter estaba cubierto de cadáveres destrozados de guerreros de los Mil Hijos. Los cuerpos estaban casi descuartizados por las ráfagas de proyectiles y las explosiones. La sensación de calambres cargados de náuseas se apoderó de nuevo de sus entrañas, y se dobló sobre sí mismo mientras sentía cómo el poder de Dtoaa fluía hacia el interior de su cuerpo sin que le hubiera invocado pero de un modo imparable.
Los escombros que rodeaban a Phael Toron se alzaron en el aire y la sangre que pisaba empezó a hervir. El poder del Gran Océano fluyó a través de él, pero en lo más profundo de su estructura celular, un defecto terrible ya estaba deshaciéndolo.
Los Mil Hijos morían. Murieron a decenas en los primeros minutos del ataque del Rey Lobo, ya que su furia era imparable y su poder inconmensurable. Iba equipado con la mejor armadura y armado con una espada colmillo de hielo capaz de partir por la mitad a cualquier guerrero de un solo tajo. Su furia era la del cazador de manada que sabe que sus hermanos están a su lado. Sus lugartenientes huscarls eran unos asesinos carniceros muy eficientes, y sus armaduras de exterminador estaban fabricadas a prueba de los disparos o de las espadas más afortunadas.
Aunque Phosis T’kar no veía a las odiosas Hermanas del Silencio, sabía que estaban cerca, ya que sus poderes se debilitaban. Se le escapaban de una forma hemorrágica por la punta de los dedos, igual que tinta que cayera de una pluma con la punta rota. Los custodios mataban con poderosos golpes de sus lanzas guardianas, que atravesaban la carne y la armadura con tajos eficientes que impactaban con la fuerza justa y necesaria para matar a sus oponentes.
Phosis T’kar notó la rabia impotente de su tutelar a medida que su poder desaparecía. Profundizó más todavía en su reserva de poder interior y la alimentó con la esencia de su propia alma. Dejó salir todas sus emociones al exterior mientras tanto él como sus guerreros luchaban por sus vidas.
Los guerreros enemigos los tenían rodeados, unos guerreros que tan sólo unos momentos antes habían estado al borde de la derrota. La lanza de los Mil Hijos se había adentrado profundamente en el cuerpo de los Lobos Espaciales y casi había alcanzado el corazón, pero Russ había conseguido desviar el golpe mortífero. Era peor que eso: lo había vuelto en contra de los Mil Hijos. Los Lobos Espaciales los desgarraban, los miembros de la Guardia Custodia los mataban sin cesar y los lobos mordían y atacaban sin descanso a lo largo de todo el frente.
—¡Tenemos que replegarnos! —le gritó Hathor Maat para hacerse oír por encima del estampido de los disparos y del chasquido de las espadas al chocar—. ¡Tenemos las líneas demasiado extendidas!
Phosis T’kar sabía que su camarada tenía razón, pero no era capaz de concentrarse en nada que no fuera la forma monstruosa de Leman Russ, que seguía matando a los guerreros de los Mil Hijos sin importarle en absoluto los valiosos receptáculos de conocimiento y experiencia que destruía con cada mandoble que daba.
—Hazlo. Reforma el perímetro —le respondió con un gruñido. Hathor Maat captó la furia que había en su voz.
—¿Qué vas a hacer tú? —le preguntó.
—Puedo acabar con esto. ¡Haz lo que te digo!
A Hathor. Maat no hizo falta que se lo repitieran, y la orden pasó por todas las filas de los Mil Hijos. Los guerreros de la Segunda, la Tercera y la Octava Hermandad se replegaron de forma ordenada. Al sentir que habían recuperado la iniciativa, los Lobos Espaciales se lanzaron de nuevo a la carga olfateando la victoria.
—¿Creéis que os lo vamos a poner fácil? —siseó Phosis T’kar.
Blandió a su alrededor el báculo heqa y se lanzó al feroz combate cuerpo a cuerpo con un rugido de odio equivalente al más fuerte de aquellos aullidos lupinos. Del báculo surgió un chorro de fuego azul que alcanzó en el pecho al guerrero que tenía delante y lo hizo estallar en llamas. Su enemigo lanzó un bramido de dolor y cayó desplomado mientras Phosis T’kar y su grupo de guerreros se adentraban en la masa de guerreros.
Una bola de luz ardiente estalló cerca de él, y vio que Auramagma y sus guerreros estaban a su lado. Phosis T’kar supo que debería sentirse furioso con el capitán de la Octava Hermandad por desobedecer la orden que le había dado, pero en vez de eso, lo único que sintió fueron más deseos de venganza.
De las manos de Auramagma surgieron chorros de fuego al rojo blanco que derritieron las placas de ceramita como si no fueran más que parches de cera blanda. Los lobos devorados por las llamas aullaron su agonía a los cielos, y la última sensación que tuvieron los guerreros moribundos fue cómo una explosión de aire sobrecalentado que los mataban arrancándoles el oxígeno de los pulmones.
La pistola bólter de Phosis T’kar retumbó. El disparo le voló la cabeza a un guardia custodio que había perdido el casco. Trazó con su báculo un arco llameante a medida que iba partiendo armaduras como si fueran cáscaras de huevo. Mató con una eficiencia brutal mientras sentía un calor abrasador en su interior. Los ojos se le llenaron de luz y sus extremidades ardieron llameantes.
Delante de él vio al Rey Lobo y a sus aliados de color dorado. Concentró la vista hasta que lo único que pudo ver fue el camino que tendría que abrirse con su báculo partiendo armaduras a golpes y abrasando al enemigo con chorros de fuego. Mató a contrarios por docenas y notó la sensación en todas y cada una de las células de su cuerpo.
Su brazo subía y bajaba como si fuera un pistón, y aplastaba las armaduras y los huesos con una fuerza como jamás había conocido. Su cuerpo exudaba poder, pero hasta la más mínima partícula de su atención estaba centrada en su presa. Sus enemigos retrocedieron horrorizados, incapaces de hacer frente a su poder. Los lanzó a un lado y a otro como si no fueran más que briznas de paja, los aplastó con simples oleadas de pensamiento hasta que no fueron más que manchas de sangre en el suelo de mármol. El poder que le recorría el cuerpo era increíble.
Phosis T’kar se volvió para mirar a Auramagma, que se enfrentó al Rey Lobo. El capitán tenía los brazos envueltos en una luz llameante y cegadora, y lanzó un chorro de puro éter contra el primarca. Phosis T’kar rugió triunfante cuando las llamas rodearon por completo a Leman Russ, y el fuego de Auramagma se enfrentó a la frialdad de la armadura del primarca en una explosión de luz semejante a la del nacimiento de una estrella. Russ apenas parpadeó, pero el efecto en Auramagma fue tan increíble como terrorífico.
El enorme poder de Auramagma rebotó contra la armadura del Rey Lobo igual que un rayo de sol se refleja en un espejo, y los gritos que lanzó mientras el fuego etéreo lo devoraba fueron insoportables. Auramagma aulló de un modo tan agónico que todos los que oyeron sus gritos sintieron piedad mientras el éter consumía su esencia. Quedó convertido en una pira ardiente de pura agonía, y se lanzó a la carrera a través de la masa de guerreros enemigos. Los Lobos Espaciales se apresuraron a apartarse de su camino, ya que ninguno estaba dispuesto a acercarse a una alma que estaba tan evidentemente condenada.
Phosis T’kar se abrió paso por fin a través de los guerreros de armadura dorada que rodeaban a Russ y se rió a carcajadas por el terror que vio en sus caras. Su jefe se dio la vuelta para enfrentarse a él, y el capitán de los Mil Hijos disfrutó de la mirada de odio asqueado que vio en su rostro. El cabello negro asomaba por debajo del casco de cresta roja, y Phosis T’kar se dio cuenta de que tenía los ojos de un asesino.
—Valdor —siseó Phosis T’kar. La palabra sonó sibilante y húmeda. Constantin Valdor mantuvo su arma empuñada por delante de él.
—¿Qué eres? —le aulló, y Phosis T’kar se echó a reír ante la estupidez de semejante pregunta.
—¡Soy tu muerte! —gritó triunfante, pero las palabras sonaron confusas y discordantes debido a la forma retorcida de su boca.
Phosis T’kar se dio cuenta de que le sacaba más de una cabeza al jefe de los custodios, y sólo en ese momento notó los cambios que había sufrido su cuerpo.
La carne era un torbellino de formas y de funciones cambiantes. Todos y cada uno de sus órganos y de sus miembros había tomado un nuevo aspecto mediante una serie de transformaciones demenciales. La carne y la armadura se habían fusionado para formar una mezcla repugnante de materia orgánica e inorgánica. La carne burbujeante de su cuerpo bullía con una ambición sin control alguno. ¿Cómo era posible que no hubiera notado un cambio tan profundo? La respuesta le llegó tan pronto como se formuló a sí mismo aquella pregunta.
Ya no podía llamar suya a su propia carne. La presencia de Utipa lo llenaba por completo, y su regocijo odioso y su malicia paciente habían desencadenado el potencial destructivo contenido en su composición genética. Era un poder transformador y salvaje que había permanecido durmiente contenido en su interior al que le habían dado vía libre para actuar, y que había desencadenado casi dos siglos de cambio en otros tantos minutos.
Phosis T’kar vio en los ojos de Valdor en lo que él y su legión se habían convertido, y supo que aquel destino era el que siempre les había esperado. Valdor se lanzó contra él con la lanza guardiana apuntando a su corazón, y Phosis T’kar comprendió por fin por qué su primarca había decidido no luchar.
—¡Monstruo! —gritó Valdor clavándole la lanza en su carne mutante.
—Lo sé —respondió Phosis T’kar con tristeza.
Dejó caer las armas y cerró los ojos.
La hoja dorada le partió el corazón y la muerte fue una liberación bienvenida.
Phael Toron salió levitando del cráter envuelto en una nube de relámpagos. La sangre le bajaba siseando por la armadura y de los dedos le salían rayos de energía chasqueantes como látigos. Su armadura brillaba con luminiscencia interior, como si contuviera el corazón llameante de un reactor de plasma. Con los ojos saturados de energía etérea, contempló lleno de horror visceral el campo de batalla infernal que se extendía ante él.
La horda de Leman Russ y de los custodios se había hecho prácticamente con toda la zona de combate. Los Lobos Espaciales se habían adentrado en las profundidades de Tizca como si fueran una espada clavada en los órganos vitales de un enemigo que trastabillaba. El perímetro de los Mil Hijos todavía aguantaba, pero era más que evidente que no tardaría en venirse abajo. Ninguna fuerza de la galaxia sería capaz de resistir la furia de semejante ataque, aquel impulso mortífero, aquel enemigo sin ninguna clase de misericordia. Ninguna fuerza, excepto los Mil Hijos con el poder del Gran Océano bajo su control.
Phael Toron contempló las ruinas de lo que había sido su hermandad, los cuerpos destrozados y los cráneos rotos tomados como trofeo por los Lobos Espaciales aullantes. Captó todo aquello de un solo vistazo y su rabia se desparramó como un torrente de poder. Los guerreros enemigos que estaban más cerca salieron despedidos por los aires, y la armadura se les desprendió del cuerpo antes de que la carne les fuera arrancada de los huesos. Las abominaciones peludas que corrían al lado de los guerreros de Russ explotaron como manchas brillantes, y su luz interior quedó apagada de un soplido y en un instante, así como sus gritos alienígenas de rabia.
Phael Toron flotó por encima del campo de batalla con los brazos extendidos hacia los lados mientras apartaba a los guerreros enemigos de su camino simplemente con el pensamiento. Se echó a reír ante la facilidad con que manejaba aquellos poderes, y quedó invadido por el delirio de las sensaciones que lo embargaban. ¿Cómo era posible que hubiera temido aquellos poderes, temido la dificultad de manejarlos? ¡Si no era más difícil que respirar!
Sus guerreros lo siguieron, y el fuego que surgía de sus manos se adentró en ellos y los llenó de luz. El poder era salvaje, descontrolado, pero a Phael Toron no le importó, y permitió que las energías caóticas que fluían desde el Gran Océano lo utilizaran como hilo conductor.
Una tormenta de proyectiles explosivos salió disparada de los cañones de tres dreadnoughts, unas máquinas cubiertas de pieles de lobo y adornadas como si fueran tótems tribales. Phael Toron despedazó al primero, desmontándolo en sus diversos componentes con un simple gesto. Sintió la angustia del miserable trozo de carne que yacía en su interior momentos antes de morir, y disfrutó del terror que transmitía. En una ocurrencia siniestra, volvió a los dos que quedaban el uno contra el otro, y dejó que los cañones de ambos se despedazaran mutuamente hasta que no quedaron más que unos restos destrozados de metal humeante.
Los guerreros de la Séptima Hermandad que lo rodeaban ardieron con el mismo fuego que lo inundaba a él. A medida que aumentaban su poder y su confianza, le ocurría lo mismo a sus guerreros, cuyas transformaciones eran un reflejo de su propia transformación. Un par de tanques Predator abrieron fuego contra él. Alzó los dos vehículos del suelo ante la mirada horrorizada de los Lobos Espaciales y los lanzó hacia el mar. Todos retrocedieron reagrupándose en manadas aterrorizadas mientras se ponían a cubierto entre las ruinas que ellos mismos habían provocado.
El cuerpo de Phael Toron se estremeció con la fuerza del poder que lo recorría por completo y se esforzó por controlarlo. Recordó las enseñanzas y las Enumeraciones superiores que Magnus y Ahriman le habían enseñado. Le habían insistido en que el poder sólo era útil cuando era controlado, y Phael Toron comprendió la verdad de aquellas palabras cuando sintió que se le escapaba de las manos. Dtoaa, su antiguo tutelar, se había convertido en su devorador, y se lanzó sobre él para llenarlo con más poder del que ni siquiera el mayor señor del éter podría contener.
—¡No! —gritó al sentir la alegría salvaje de Dtoaa cuando sus papeles quedaron intercambiados de repente.
Un dolor agonizante lo recorrió por completo. Phael Toron aulló cuando las extremidades se le desgarraron debido a la fuerza de las energías que lo invadían. Su cuerpo no podía albergar un poder tan titánico, y ninguna clase de disciplina mental podría impedir lo que le estaba ocurriendo a su carne.
Phael Toron echó hacia atrás la cabeza y lanzó un último grito de horror al comprender antes de que su cuerpo estallara con la fuerza de una estrella recién nacida.
Un kilómetro al este de allí, Khalophis dirigía a Canis Vertex hacia las ruinas humeantes y ennegrecidas por el fuego de la pirámide del culto Corvidae. Las gruesas columnas oscuras salían de forma incesante del gigantesco edificio a medida que sus volúmenes, de un valor incalculable y absolutamente irreemplazables, ardían en grandes piras.
Unas diminutas figuras grises y doradas huían de sus zancadas titánicas. Los misiles y demás proyectiles sólidos se fundían al chocar contra su escudo de fuego. Era invulnerable e invencible. ¿Cómo podría volver a combatir como cualquier otro astartes después de pasar por semejante experiencia? Controlar a los manípulos de robots a través de los cristales psíquicamente resonantes era algo sublime, pero estar al mando de un dios del campo de batalla era la mejor experiencia de todas.
Lo que no derretía o quemaba con sus armas lo aplastaba con sus pies de enormes dedos. Dejó a su paso una estela de devastación más concienzuda de lo que habrían podido lograr los Lobos Espaciales. A Khalophis no le importó. Los edificios se podían reconstruir, las ciudades se podían renovar, pero la oportunidad de caminar por el mundo con un coloso de metal quizá no la volvería a tener.
Sintió desde su trono en la pirámide del culto Pyrae el fuego etéreo que le quemaba la piel, pero sabía que debía mantener el control sobre el titán. Muchas vidas y el futuro de Prospero dependían de ello. El fuego de Utipa corría como oro derretido por las extremidades de Canis Vertex, aunque también sentía cómo ansiaba de forma desesperada tomar el mando y desencadenar un poder destructivo como él jamás hubiera soñado. Khalophis mantuvo el control celosamente, aunque sentía que el poder de Utipa aumentaba con cada vida que tomaba y con cada estructura que destruía.
Se obligó a sí mismo a concentrarse en la batalla y paseó la mirada por toda la ciudad para averiguar en qué punto serían más útiles su fuerza y su inmensa potencia de fuego.
El puerto era la clave. Los transportes pesados procedentes de la órbita sobrevolaban el mar y seguían descargando guerreros a centenares a cada minuto que pasaba. Un poco más lejos, el perímetro septentrional de Tizca seguía resistiendo. Ahriman y los guerreros del Corvidae luchaban hombro con hombro con los miembros del culto Athanaean y con la Guardia de las Torres con un valor sobrehumano para mantener a raya a los invasores llegados por el mar.
Ahriman podría pasar sin su ayuda durante algún tiempo más.
Si destruía el puerto, le negaría al enemigo la cabeza de puente que necesitaba para acabar con los Mil Hijos. Khalophis dirigió su poderosa carga hacia el puerto, y sus puños escupieron fuego y muerte con cada zancada.
Khalophis no percibía el entorno que rodeaba a Canis Vertex del mismo modo que lo había hecho su princeps, muerto mucho tiempo atrás. Captaba el ir y venir de la batalla de un modo mucho más penetrante que cualquier moderati. La energía etérea salía a raudales de la zona de combate cercana a la pirámide Raptora, y sonrió al reconocer aquel poder.
Acababa de ajustar sus sentidos a los combates que se estaban desarrollando a sus pies cuando sintió la tremenda oleada de energía procedente del otro lado de la pirámide Corvidae. Captó la presencia de Phael Toron, pero los ojos se le abrieron de par en par cuando percibió el gigantesco incremento de poder que albergaba el capitán de la Séptima Hermandad.
Detuvo el avance de Canis Vertex, pero ya era demasiado tarde.
—Por el Trono… no —musitó cuando una columna aullante de fuego blanco abrasador, de más de un kilómetro de diámetro, se elevó hacia el cielo como una erupción con un resplandor de luz infernal. Las nubes desaparecieron al instante cuando un segundo sol relució sobre Tizca.
Canis Vertex se tambaleó ante la explosión, y Khalophis sintió la inmensa oleada de energía etérea que surgía en tromba de aquella tremenda desgarradura en el tejido del mundo material. Apagó en un instante su escudo de fuego, dejó la estructura metálica del titán al descubierto y llegó aún más allá. Los cristales enlazados con sus complejos mecanismos de locomoción se hicieron añicos, y Utipa lanzó un aullido triunfal cuando le arrebató el control del coloso.
Sin embargo, su triunfo fue muy efímero, ya que el esqueleto fundido del titán se desplomó ante aquel calor insoportable.
Sus extremidades se doblaron bajo su enorme masa y la máquina de combate se desplomó sobre la pirámide Corvidae completando la destrucción que Ohthere Wyrdmake había comenzado.
Khalophis luchó por cortar la conexión que tenía con la máquina de guerra ya condenada, pero Utipa no lo soltó, y la retroalimentación etérea lo azotó con una potencia tremenda. Recurrió a todo su poder como magister templi de los pyrae para contener aquel fuego, pero ningún poder de la galaxia podría resistir una fuerza tan monstruosa.
Khalophis dispuso de un instante para saborear la ironía de su muerte antes de que el fuego lo consumiera por completo, y toda la pirámide Pyrae explotó convertida en una bola de fuego abrasador de acero y cristal.