SIETE
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SIETE
LOS LOBOS ESPACIALES
UNA REUNIÓN DE MENTES
LA PRESA SE ROMPE
«No hay lobos en Fenris».
Ahriman ya lo había oído antes. Era un rumor escandaloso que pasaba de una fuente anónima a otra. Aquella idea era, por supuesto, ridícula, ya que las pruebas de ello trotaban al lado de los Mil Hijos mientras éstos caminaban de nuevo en dirección a la Montaña. Una veintena de lobos de pellejo de hierro vagabundeaban con total libertad a lo largo de la columna de guerreros, igual que perros pastores que protegieran a un rebaño.
Seiscientos astartes se dirigían hacia la Montaña. Los Lobos Espaciales y los Mil Hijos marchaban juntos. Magnus el Rojo encabezaba la marcha, rodeado por los exterminadores del Escarabajo Oculto y flanqueado por sus capitanes. Lord Skarssen y su séquito de la Guardia del Lobo marchaban al lado del enorme primarca. Ohthere Wyrdmake caminaba al lado de su señor. El sacerdote rúnico lo saludó con una inclinación de cabeza cuando vio que Ahriman lo estaba mirando.
Habían hablado la noche anterior, pero Ahriman seguía sin saber qué pensar del Lobo Espacial.
Varios Land Raider aplastaban el suelo con sus enormes cadenas junto a los astartes en su camino colina arriba. Había sido Yatiri quien había solicitado aquella fuerza en disposición de combate.
El jefe tribal había bajado de la Montaña en compañía de Khalophis antes de la llegada de lord Skarssen y había suplicado reunirse con el Rey Carmesí. Sin embargo, los Lobos Espaciales estaban a punto de llegar, por lo que se había visto obligado a esperar. Por muy importantes que fueran los aghoru para la Legión de los Mil Hijos, los asuntos entre astartes tenían preferencia sobre los asuntos con los mortales.
Ahriman había visto cómo Yatiri entraba en la pirámide centelleante de Magnus, y captó el miedo que mostraba su lenguaje corporal. Al igual que los demás miembros de la tribu de los aghoru, Yatiri no dejaba sombra alguna en el éter. De algún modo, su energía vital estaba oculta a la vista de los Mil Hijos. Llegó acompañado de los demás miembros del consejo tribal, y Ahriman percibió con claridad la furia que sentían a pesar de las máscaras que llevaban puestas y a la inexpresividad del resto del rostro.
No supo de qué hablaron Yatiri y Magnus, pero fue lo bastante serio como para que el primarca le ordenara a Ahriman que reuniera guerreros de todas las hermandades y organizara un destacamento de combate.
Al ver los preparativos de los Mil Hijos, un guerrero llamado Varangr Ragnulf Ragnulfssen, el heraldo de lord Skarssen, solicitó una audiencia con el primarca.
Como consecuencia de esa reunión, los Lobos Espaciales marcharon al lado de los Mil Hijos.
Caminaron más allá de las piedras muertas. Las rocas estaban cubiertas de líneas negras y aceitosas semejantes a venas podridas. Al ver la condición en que se encontraban las piedras muertas, los aghoru se dejaron caer de rodillas y se echaron a llorar de miedo. Ahriman se detuvo un momento a examinar una de las piedras, a sabiendas de que tan sólo una cosa sería capaz de tener un efecto tan llamativo en una roca impenetrable.
—¿Tú qué crees? —le preguntó Phosis T’kar.
—Lo mismo que tú —le contestó antes de seguir caminando.
Ahriman observó a los guerreros de lord Skarssen mientras continuaban la marcha. Caminaban a un ritmo brutal, que los Mil Hijos no tuvieron ningún problema en seguir. Sin embargo, lo que para los astartes era un paso rápido, para los aghoru era una carrera agotadora. A pesar de ello, los miembros de la tribu se mantuvieron a la par de los guerreros con armadura, ya que el miedo les proporcionaba energía para soportar la temperatura sofocante de ese momento del día.
—No sienten el calor —comentó Phosis T’kar sin dejar de caminar.
—¿Quiénes?
—Las bestias que Skarssen ha traído consigo —le aclaró Phosis T’kar—. Proceden de un planeta cubierto de nieve y de hielo, pero no parece afectarles este calor.
Ahriman observó con atención a uno de los lobos, cuyo lomo le llegaba a la altura de la cintura, cuando pasó trotando a su lado. Su piel era de color blanco y gris, más espesa y enmarañada en la parte de los cuartos delanteros y suave y lustrosa en los cuartos traseros. El lobo volvió la cabeza hacia él como si hubiera sentido su mirada escrutadora, y le enseñó los colmillos al mismo tiempo que entrecerraba los ojos amarillentos en un gesto de claro desafío.
—No estoy muy seguro, pero todo lo que sobrevive en la superficie de Fenris lo hace porque es capaz de adaptarse a las circunstancias cambiantes. Estos lobos no serán una excepción —apuntó Ahriman.
—Pues me gustaría ser capaz de adaptarme como ellos, porque ya estoy más que harto de este maldito calor —exclamó Phosis T’kar, enfurecido—. Puede que mi cuerpo esté alterado genéticamente para soportar las temperaturas más extremas, pero el fuego de este sol nos quita la energía a todos. Hasta a Hathor Maat le cuesta soportarlo.
—Habla por ti, T’kar —le replicó Hathor Maat—. Yo me encuentro bastante cómodo.
A pesar de su fanfarronada, Maat sufría el calor tanto como todos los demás. Al no disponer de los poderes de los pavoni, era incapaz de regular su temperatura corporal del modo tan eficiente al que solía estar acostumbrado. Sin embargo, los lobos de Fenris caminaban como si no fuera más que un cálido día de verano, como si aquel calor les molestara tan poco como la temperatura de las tundras heladas de su planeta natal.
—Se debe al modo en que fueron diseñados —comentó Magnus uniéndose a la conversación.
El primarca no había dicho nada desde que habían comenzado la marcha, y había dejado que sus capitanes llevaran el peso de la conversación.
—¿Que los diseñaron? ¿Quién? —quiso saber Ahriman.
—Los primeros colonos de Fenris —le explicó Magnus con una sonrisa—. ¿No veis el baile de hélices genéticas en su interior? ¿Esa danza de genes y los increíbles logros de corte y empalme de hélices genéticas que consiguieron los científicos de aquella época?
Ahriman intercambió una mirada con los demás capitanes, y Magnus se echó a reír.
—No, claro que no —añadió el primarca al mismo tiempo que negaba con la cabeza—. Uthizzar, tú has estado en Fenris, ¿verdad?
Era una pregunta retórica, ya que Magnus sabía dónde había estado cada uno de sus capitanes y sus legados de honor.
Uthizzar asintió.
—Muy poco tiempo, mi señor. No fue una experiencia agradable.
—Ya me imagino que no lo fue. Fenris no da la bienvenida a los visitantes, ni es un anfitrión amable —contestó Magnus con una media sonrisa—. Es un planeta como ningún otro, implacable y peligroso. El hielo espera para matar a aquellos que viajan por sus mares congelados y sus riscos cubiertos de nieve a la primera señal de exceso de confianza. Un ser humano normal, incluso uno bien preparado, moriría congelado en Fenris a los pocos minutos de pisar la superficie del planeta.
—Pero sus tribus sobreviven —apuntó Ahriman—. Al parecer, son poco más que bárbaros salvajes que libran guerras incesantes por las pocas franjas de tierra que sobreviven al cataclismo del Gran Año.
—Eso son, pero también son mucho más.
—¿Qué es lo que hace que sean tan especiales? —preguntó Hathor Maat. Su tono de voz mostraba que no era capaz de creer que aquellos bárbaros fuesen capaces de ganarse el respeto de su primarca.
—¿Es que no me estabas escuchando? Fenris es un mundo letal, un planeta tan hostil que pondría a prueba incluso vuestros poderes de biomanipulación. Sin embargo, esos mortales trabajan la tierra, crean hogares y familias en un lugar que la mayoría de la gente sensata se esforzaría en evitar.
—Pero entonces, ¿cómo lo logran?
Magnus sonrió, y Ahriman vio que estaba disfrutando de nuevo de su condición de profesor.
—Antes de nada, decidme lo que sabéis de la Canis Helix.
—Es un primer genético —respondió Hathor Maat—. Es un gen precursor que permite al resto de la semilla genética de un Lobo Espacial enraizarse en el cuerpo de un aspirante.
Magnus negó con la cabeza. Su gran ojo relució verde y dorado mientras miraba por turno a sus capitanes.
—Eso forma parte de sus funciones, sí, pero jamás se pensó en utilizarlo de un modo tan… obvio.
—Entonces, ¿cómo se supone que se debía utilizar? —preguntó Ahriman.
El jefe bibliotecario miró a Skarssen. El Lobo Espacial llevaba puesta de nuevo la máscara de cuero, y se preguntó si los apotecarios del Colmillo sabrían tanto como Magnus. El señor lobo caminaba precavido a cierta distancia tras haber conocido una ínfima parte de su poder. Ahriman sospechaba que la bravuconada de su primarca de que era capaz de destruir las naves de los Lobos Espaciales situadas en órbita era en realidad una fanfarronada calculada, pero era evidente que Skarssen no estaba tan seguro de que no pudiera hacerlo.
—Imaginaos la época en que la humanidad descubrió Fenris —continuó explicándoles Magnus—. Un mundo tan hostil a la vida que los humanos simplemente no podrían sobrevivir en él. Todo lo que había en Fenris era letal, desde el frío capaz de congelar la sangre hasta las tierras que se hundían pasando por los vientos aullantes que te robaban la vida de los pulmones. En aquel entonces, por supuesto, los genetistas consideraban cualquier imposibilidad un mero desafío, y cada día creaban nuevos códigos que introducían en los genomas de los humanos y de los animales con la misma facilidad con la que el Mechanicum metía hojas de datos en sus servidores.
—Así pues, ¿lo que decís es que esos colonos llevaron consigo a Fenris lobos modificados genéticamente? —inquirió Phosis T’kar.
—Quizá lo hicieron —admitió Magnus—. Pero lo más probable es que se adaptaran, a veces de un modo imperfecto y sin pensar en las consecuencias. O quizá existían otras razas más antiguas que ya vivían en Fenris.
Ahriman observó atentamente a Magnus mientras hablaba, y tuvo la sensación de que había algo más en los orígenes de Fenris de lo que Magnus les estaba contando. El primarca era un viajero que se había adentrado más que nadie en las profundidades más ocultas del Gran Océano. Quizá había llegado incluso a presenciar los orígenes del mundo del Rey Lobo.
Magnus se encogió de hombros con un gesto estudiado antes de seguir hablando.
—Miráis a estas bestias y veis lobos, pero ¿se debe eso sólo a que se supone que es lo que esperáis ver?
—¿Qué otra cosa íbamos a ver si no? —preguntó Hathor Maat—. Son lobos.
—Cuando hayas viajado tan lejos como yo, y hayas visto lo que yo he visto, aprenderás que es posible mirar más allá de lo que se espera y adentrarse en la verdadera esencia de un objeto. —Magnus señaló con un gesto hacia uno de los lobos que trotaba al lado de la columna. Sus poderosos músculos lo impulsaban colina arriba bajo aquel calor sin pausa alguna—. Puedo ver más allá de la piel y de los músculos de esa bestia, puedo separar la médula de los huesos hasta leer cada cicatriz y giro de su código genético. Puedo desentrañar los milenios de cambio y retroceder hasta la base de su origen. —Ahriman se sorprendió al notar un atisbo de tristeza en la voz del primarca, como si hubiese visto cosas que hubiera preferido no ver—. Lo que es en realidad, lo que quiso ser, y todas las etapas de ese largo camino evolutivo.
El lobo se detuvo al lado de Magnus y el primarca le hizo un gesto de asentimiento. Entre ambos pareció producirse una conversación muda. Ahriman captó una mirada cómplice de Ohthere Wyrdmake. A pesar de sus reservas respecto al Lobo Espacial, sintió el impulso de cultivar la creciente relación amistosa que se había iniciado entre ellos.
—¡Lárgate! —le gritó Phosis T’kar, haciéndole un gesto al animal para ahuyentarlo—. Malditos lobos.
Magnus sonrió.
—Ya te lo he dicho, no hay lobos en Fenris.
Se habían reunido la noche anterior, después de que Ahriman regresara a su cuerpo material. Abrió los ojos y gruñó por el dolor que sentía en los músculos por la tensión provocada en la reintegración de su cuerpo de luz. Las piernas le palpitaron de un modo agónico, y sintió todo su cuerpo como una masa de sensaciones desagradables.
Con deliberada lentitud, descruzó las piernas y utilizó el báculo heqa para ponerse en pie. Sentía el muslo izquierdo entumecido, como si perteneciera a otra persona, y un dolor frío le quemaba los músculos y los tendones a lo largo de toda la pierna. Se abrió la túnica con cuidado y apretó con la punta de los dedos la tremenda musculatura del torso. Torció el gesto en una mueca de dolor.
Las repercusiones de los ataques de los cazadores del vacío marcaban su cuerpo allá donde lo habían herido. Eran zonas de piel ennegrecida a las que habían absorbido la vitalidad. Aquellas heridas infligidas al cuerpo de luz dañaban la esencia misma del viajero más que cualquier lesión provocada por una arma de fuego o un combate cuerpo a cuerpo.
Un astartes podía superar el dolor. Su cuerpo estaba diseñado para seguir funcionando sin pérdida alguna de efectividad, pero nada salvo el descanso y la meditación podían curar el daño producido por aquellas heridas.
Vio que su grimorio estaba abierto en mitad del pabellón y se agachó a recogerlo. En su rostro apareció otra mueca de dolor cuando las zonas muertas de la piel se tensaron. Se sentía como si hubiera estado combatiendo durante un mes sin descanso y hubiese llevado su cuerpo al límite de su resistencia.
Ahriman guardó su grimorio y se cambió de túnica para ponerse otra de color carmesí y rebordes marfileños y plateados que tenía además una capucha. Aunque su cuerpo ansiaba descansar, todavía tenía una reunión a la que atender, una que no había previsto hasta su vuelo casi desastroso por el Gran Océano.
La solapa de la entrada de su pabellón se abrió y entró Sobek con una expresión de preocupación en la cara. Una ráfaga de aire fresco nocturno entró con él.
—Mi señor, ¿va todo bien?
—Todo va bien, Sobek.
—Os oí gritar.
—Ha sido un vuelo muy interesante por el éter, Sobek. Tan sólo eso —le respondió Ahriman mientras se ponía la capucha—. Algunas criaturas depredadoras pensaron que sería un buen almuerzo para ellas.
—¿Y vais a salir? Deberíais descansar, mi señor.
Ahriman negó con la cabeza.
—No. Hay alguien a quien tengo que ver.
La guarida de los Lobos Espaciales se encontraba en el borde de la Montaña, a la sombra de las piedras muertas. Skarssen había dispuesto los refugios de sus guerreros de modo que formaran una serie de circunferencias concéntricas, y el suyo se encontraba en el mismo centro. Ahriman vio un tótem con un gran cráneo de lobo clavado en la superficie salina de la llanura. Del poste colgaban colas de lobo tan largas como la pierna de un ser humano normal y dientes como hojas de cuchillo.
Cuando se acercó un poco más, varias sombras surgieron de la penumbra. Eran las sombras de unos cazadores sigilosos que a Ahriman le recordaron los depredadores que habían estado a punto de acabar con él. Seis de ellos trotaron en su dirección, y aunque sus siluetas aparecían borrosas en la oscuridad, vio que tenían el lomo erizado.
Se detuvieron, y el brillo de las estrellas se reflejó en sus colmillos. Tenían los músculos tensos, preparados para saltar, igual que los pistones de una cubierta de lanzamiento de naves.
—He venido a ver a Ohthere Wyrdmake —dijo Ahriman, aunque se sintió un poco estúpido al dirigir la palabra a aquellas bestias.
El lobo de mayor tamaño echó la cabeza hacia atrás y lanzó un tremendo aullido que cruzó la oscuridad de la noche.
Ahriman esperó a que los lobos se apartaran, pero las bestias se quedaron inmóviles y le impidieron entrar en el terreno de su amo. Dio un paso adelante, y el lobo que había lanzado el aullido para anunciar su presencia le enseñó los dientes con un gruñido amenazante.
Otra sombra apareció detrás de los lobos. Era un guerrero alto con la armadura de color gris granito y portaba un báculo largo rematado por una águila de oro y plata. Llevaba la barba afeitada y se cubría el cráneo rapado con un casquete de cuero. Ahriman lo reconoció de inmediato.
—Ohthere Wyrdmake.
—Así es —contestó el Lobo Espacial. Luego inclinó la cabeza a un lado y lo observó con atención—. Estás herido, herido en la materia neblinosa.
—Fui descuidado —le contestó Ahriman, que no conocía esa expresión, aunque comprendió su significado.
Wyrdmake asintió.
—Lo fuiste. Vi cómo perseguías al wyrd, ciego a las jaurías de caza que te rodeaban para el acto de la matanza. ¿Cómo es posible que no las vieras?
—Como ya he dicho, fui descuidado —repitió Ahriman—. ¿Cómo me encontraste?
Wyrdmake se echó a reír. Era una risa llena de buen humor.
—No hizo falta mucha habilidad para eso. Soy un hijo de la Tormenta, y conozco el océano de las almas tan bien como los mares que rodean Asaheim. Cuando el Ojo del Lobo se hincha en el cielo, la forja del mundo se gira y los zahoríes buscan los lugares silenciosos, esos sitios que permanecen tranquilos en mitad de la confusión. Busqué quietud, y te encontré a ti.
La mayor parte de lo que Wyrdmake había dicho no tenía sentido para Ahriman. Algunos términos eran demasiado arcaicos, y el vocabulario en general expresaba unos conocimientos demasiado primitivos para alguien que no fuera de Fenris.
—Eso nos lleva a la siguiente pregunta: ¿por qué me buscabas?
—Ven. Demos un paseo —le respondió Wyrdmake.
El sacerdote rúnico se dirigió hacia las piedras muertas sin esperar a ver si Ahriman lo seguía. Los lobos se apartaron para dejarlo pasar, y el capitán de los Mil Hijos caminó en pos de Wyrdmake sin perder de vista a aquellas bestias. Los menhires sobresalían como dientes negros del suelo.
El lobo espacial caminó a lo largo de la circunferencia que formaban las piedras, pero tuvo buen cuidado de no tocarlas cuando pasaba a su lado. Se volvió mientras Ahriman se acercaba.
—Anclajes en el mundo —dijo Wyrdmake—. Lugares de quietud. La Tormenta azota este mundo, pero todo está tranquilo aquí. Al igual que Asaheim, inamovible e inmutable.
—Los aghoru las llaman piedras muertas —le comentó Ahriman mientras los lobos trotaban con paso suave alrededor de la circunferencia sin apartar en ningún momento la vista de él.
—Un nombre apropiado.
—Bueno, ¿vas a decirme por qué me estabas buscando?
—Para conocerte. Amlodhi vino con el propósito de transmitirle un mensaje a tu señor, pero yo vine por ti. Ahzek Ahriman, tu nombre lo conocen todos los sacerdotes rúnicos de los Lobos Espaciales. Eres sabio en las estrellas. Al igual que yo, eres un hijo de la Tormenta, y conozco tu afinidad con el wyrd.
—¿El wyrd? No conozco esa palabra.
—No eres de Fenris —le respondió Wyrdmake, como si eso lo explicara todo.
—Pues entonces, ilumíname —le replicó Ahriman, que empezaba a perder la paciencia.
—¿Quieres que comparta contigo los secretos de mi llamada?
—No tendremos mucho de qué hablar si no lo haces.
Wyrdmake le sonrió abiertamente, lo que dejó a la vista unos dientes muy afilados.
—Directo al tuétano del hueso, ¿verdad? Muy bien. En su sentido más simple, el wyrd es el destino, los hados.
—El futuro.
—A veces —admitió Wyrdmake—. En Fenris lo conocemos como el girar de la forja del mundo que cambia continuamente la faz de la tierra. Mientras que unas tierras se alzan, otras se hunden hacia su final. El wyrd nos muestra cómo el pasado y el presente conforman el futuro, pero también cómo el futuro afecta al pasado. Las tormentas del tiempo fluyen, se entretejen entre sí y se desgarran al separarse, unidas para siempre en la gran saga del universo.
Ahriman comenzó a comprender las palabras del sacerdote rúnico al captar en ellas un eco degradado de las enseñanzas de los corvidae.
—«El destino siempre continua como quiere» —citó Ahriman, y Wyrdmake se rio de nuevo.
—Sí, eso hace. El geatlander sabía de lo que hablaba cuando pronunció esa frase.
Ahriman alzó la mirada hacia la Montaña, y notó que su hostilidad hacia el Lobo Espacial disminuía ante la comprensión que compartían sobre aquellos misterios. A pesar de lo diferentes que eran sus enseñanzas, el Lobo Espacial poseía una visión de aquellos asuntos que Ahriman encontró renovadora. Eso no quería decir que confiara en él, ni por asomo, pero era un comienzo.
—Bueno, ya me has encontrado. Y ahora, ¿qué?
—Tú y yo somos hermanos de la Tormenta —declaró Wyrdmake, lo que era un eco de lo que Ahriman había pensado momentos antes—. Los hermanos no deberían ser unos desconocidos. Conozco la saga del pasado de tu legión, sé que nada impulsa tanto al asesinato como el miedo a aquello que no se comprende.
Ahriman dudó un momento antes de hablar de nuevo.
—¿Qué es lo que crees que sabes?
Wyrdmake dio un paso hacia él.
—Sé que un defecto en vuestra herencia genética casi destruyó vuestra legión, y que estáis aterrados ante la posibilidad de que reaparezca. Lo sé, porque en mi legión ocurre lo mismo. La maldición del Wulfen nos persigue, y los hermanos nos mantenemos vigilantes ante la aparición de cualquier señal del lobo.
Wyrdmake alargó una mano y tocó la hoja de roble plateada que Ahriman llevaba grabada en la hombrera.
—Lo mismo que tú vigilas a tus hermanos de la legión en busca de cualquier cambio de la carne.
Ahriman se apartó como si lo hubiera golpeado.
—No vuelvas a tocar eso jamás —le dijo, y tuvo que esforzarse por decirlo con voz tranquila.
—¿Ohrmuzd? Así se llamaba, ¿verdad? —le preguntó Wyrdmake.
Ahriman quiso enfurecerse, quiso responder a aquella dolorosa e injustificada mención de una vieja herida. Obligó a su mente a elevarse en las Enumeraciones inferiores y echó a un lado la piel mudada del dolor y el arrepentimiento.
—Sí —respondió al cabo de unos momentos—. Ése era su nombre. Era el nombre de mi hermano gemelo.
Ahriman captó el malestar que causaba el valle mucho antes de que cruzaran el risco donde habían visto por primera vez a los gigantescos guardianes. Sólo cuando sintió el sabor amargo y metálico en el fondo de la garganta se dio cuenta de que era capaz de notar las ondulaciones de energía etérea a lo largo de sus extremidades. Era algo débil, apenas un suspiro, pero allí estaba.
¿Cómo era posible, si antes su ausencia había sido más que absoluta?
Cuando tuvo a la vista el risco que daba al valle, captó con más fuerza aquella sensación repugnante, semejante a un viento que soplara sobre una fosa común. Algo vil se había apoderado del valle.
Ahriman miró a Magnus y vio su enorme forma como una serie confusa de imágenes. El efecto era igual que si colocaran un millar de negativos de pictogramas uno encima de otro: Magnus el gigante, Magnus el monstruo, un millar de variaciones sobre el tema de Magnus.
Parpadeó para eliminar aquel efecto, ya que sintió náuseas al verlas. La sensación le resultó totalmente desconocida y sacudió la cabeza para sobreponerse a aquel aturdimiento momentáneo.
—Tú también lo sientes, ¿verdad? —le preguntó Phosis T’kar.
—Sí. ¿Qué está ocurriendo?
—Los durmientes se están despertando —le respondió Uthizzar, que tenía una mano apretada contra la sien.
—¿Durmientes? ¿De qué estás hablando? —quiso saber Hathor Maat.
—Las almas durmientes, atadas a una inmortalidad de cristal, dejadas atrás para vigilar —jadeó Uthizzar—. Atrapadas y corrompidas, arrastradas a una lenta condena que es peor que la muerte.
—En nombre del Emperador, ¿de qué está hablando? —preguntó a su vez Khalophis.
—Los aghoru los llaman los daiesthai —le explicó Magnus—. Son bestias del vacío que han tomado forma gracias a las pesadillas de los mortales desde el amanecer de los tiempos. La humanidad, en su ignorancia, los ha llamado demonios.
Ahriman casi sonrió. Demonios, sin duda…
—Sentiréis la llamada del Gran Océano —les dijo mirándolos con un ojo rojo lleno de furia—. Será muy fuerte, pero os elevaréis hasta la novena Enumeración. Entrad en la esfera de la determinación interior y cerrad la mente a ese poder, porque intentará atraeros como nada que hayáis conocido jamás.
—Mi señor, ¿qué está ocurriendo? —quiso saber Ahriman.
—¡Hazlo Ahzek! —le replicó Magnus—. Éste no es el poder que tú conoces. Está empantanado, muerto y podrido. Intentará abrirse camino para entrar en nuestras mentes, pero no debéis permitírselo, ni por un solo momento.
A Ahriman le parecía algo insólito aislarse del poder del éter, pero obedeció la orden de su primarca. Concentró su voluntad y elevó su conciencia hasta la esencia de su yo más elevado, donde se convirtió en un observador de su propio cuerpo.
Magnus se encaminó hacia la boca del valle sin pronunciar otra palabra, y casi los dejó atrás con sus tremendas zancadas. El ritmo del avance se aceleró, y Ahriman se dio cuenta de que los Lobos Espaciales que los acompañaban se quedaban confundidos unos momentos ante aquella prisa repentina. Pero los lobos… Ellos lo comprendieron de inmediato. Ohthere Wyrdmake le dijo algo a Amlodhi Skarssen, y el señor lobo lanzó una mirada furiosa en dirección a Magnus el Rojo.
Ahriman vio en aquel estado mental objetivo el miedo a lo desconocido que le resultaba tan familiar, el odio provocado por lo que les resultaba extraño y que desconocían por completo. Los Lobos Espaciales no confiaban en su legión, pero quizá la titubeante cooperación que había establecido con Ohthere Wyrdmake podría cambiar eso.
El valle siguió ascendiendo hacia el risco, y Ahriman captó un cambio en el propio ambiente del paisaje. La perfección que anteriormente había notado en su geometría precisa se había alterado de un modo sutil, igual que si el mundo se hubiese movido una fracción de grado. Los ángulos que días antes se habían complementado entre sí, eran terriblemente discordantes en ese momento, como si fueran una orquesta en la que todos los instrumentos estuviesen sutilmente desafinados.
Las proporciones áureas estaban rotas y la ágil danza de líneas que se entrecruzaban se había convertido en una maraña de formas divergentes que violaban el orden perfecto que antes regía aquel lugar. El valle era un lugar amenazante, y cada ángulo se antojaba hostil. El poderoso rugido de los motores de los Land Raider resonaba de un modo extraño en las paredes del valle, y el eco volvía a ellos como si procediera de un centenar de puntos diferentes.
Finalmente llegaron a la boca del valle, y Ahriman contempló con un horror distante e impersonal lo que les había ocurrido a los dos guardianes.
—Los oigo gritar —siseó Uthizzar, y Ahriman se dio cuenta de por qué ocurría eso.
Las gigantescas estructuras se encontraban de pie, como siempre habían estado, inmensas y amenazantes, pero las líneas pulidas y limpias de sus extremidades ya no eran gráciles y prístinas. Antaño tenían el color del hueso blanqueado al sol, pero una maraña repugnante de venas de un color verde negruzco y aspecto enfermizo les cubría esas extremidades. Era una plaga necrótica que surgía de la boca de la cueva en una serie de tentáculos gruesos de apariencia aceitosa que cubrían a aquellas estatuas colosales de enfermedad.
Los pies con forma de pezuña rematada por garras estaban completamente cubiertos por aquella sustancia, semejante a masa vegetal podrida, que se estremecía de un modo repugnante al crecer. Las piernas ennegrecidas soportaban unos torsos recubiertos por un entramado de finas líneas de materia oscura que absorbía cualquier luz que caía sobre ella. Sus brazos esbeltos estaban repletos de venas negras, unos conductos contaminados que llevaban en su interior el contagio de una corrupción innombrable. La curva grácil de sus generosas cabezas todavía permanecía pálida e impoluta, pero Ahriman observó mientras se acercaba cómo los tentáculos negros comenzaban a rodear las enormes gemas que tachonaban su superficie.
Ahriman sintió la presión insistente del Gran Océano contra las barreras de autocontrol que había levantado en su mente. Allí estaba el tremendo poder que se alzaba de algún punto del interior de la Montaña. Sin embargo, lo que sentía era poco más que una fracción de lo que albergaba, el goteo que se convierte en arroyo que se convierte en torrente. Se había agrietado una presa, y la presión inexorable no tardaría en reventarla del todo.
Ansió notar ese poder, sentirlo fluir por todo su cuerpo, pero lo contuvo fuera de su interior, tal y como le había ordenado Magnus, y se obligó a sí mismo a apartar la mirada de las estatuas.
—¿Qué les está ocurriendo? —preguntó.
Magnus bajó la mirada hacia Ahriman.
—Algo maligno, Ahzek —le contestó—. Algo que me temo que mi presencia en este mundo ha acelerado. Se ha roto el equilibrio, y yo debo restaurarlo.
Yatiri y los demás ancianos del consejo tribal, unos individuos que habían conseguido mantener el paso de los astartes a pesar de su edad avanzada, llegaron por fin al borde del valle.
—¡Daiesthai! —exclamaron mientras empuñaban con fuerza las faláricas—. ¡Han vuelto!
—Por el Ojo del Lobo, ¿de qué están hablando? —exigió saber Skarssen, quien se acercó acompañado de Ohthere Wyrdmake—. ¿Qué son esas cosas?
Magnus miró fijamente al señor lobo, y Ahriman se dio cuenta de la frustración que sentía el primarca por la presencia de los guerreros de una legión hermana. Lo que iba a ser necesario hacer allí sería mejor llevarlo a cabo sin el testimonio de unos ojos tan inquisitivos.
Yatiri se volvió hacia Magnus.
—Ansían los muertos. Debemos darles lo que desean —le dijo al primarca.
—No. Es lo último que deberíais hacer —le replicó Magnus. Yatiri negó con la cabeza, y Ahriman vio la ira que sentía.
—Éste es nuestro planeta, y seremos nosotros quienes lo salvemos de los daiesthai, no vosotros.
El anciano de máscara reflectante le dio la espalda al primarca y se dirigió, a la cabeza de su grupo, hacia el interior del valle, hacia el altar situado delante de la boca de la cueva.
—Lord Magnus, ¿qué significa todo esto? —insistió Skarssen.
—Una superstición, lord Skarssen. No es más que superstición.
—A mí me parece mucho más que una simple superstición —contestó Skarssen, que alzó el bólter a la altura del pecho, donde lo empuñó con firmeza—. Decidme la verdad, Magnus de los Mil Hijos. ¿Qué está ocurriendo aquí?
—Es Hel —intervino Ohthere Wyrdmake, quien miraba las enormes máquinas con una mezcla de horror y de fascinación—. ¡El Padre Kraken de las profundidades, el guardián de los muertos!
—¿Esto es lo que os impide acudir a la llamada del Rey Lobo? ¡Habéis hecho un pacto con esos hechiceros!
Magnus se volvió hacia el Lobo Espacial.
—¡¿Es que antes no te enseñé bien la lección, cachorro?! —rugió.
Skarssen dio un paso atrás ante la ira de Magnus, y Ahriman sintió cómo la furia del primarca se extendía como la onda expansiva de una explosión.
Ya dentro del valle, Yatiri y los demás aghoru rodearon el altar y comenzaron a entonar unos cánticos repetitivos y suplicantes a unos dioses que no existían. Se distribuyeron por parejas, uno enfrente del otro. Ahriman vio cómo Yatiri alzaba su falárica, y supo lo que iba a ocurrir un instante antes de que sucediera, cuando ya era demasiado tarde para impedirlo.
—¡No! ¡Deteneos! —gritó Magnus al ver lo mismo que Ahriman.
Yatiri se volvió hacia el aghoru que tenía a su lado y le atravesó el pecho con la falárica. Las demás parejas hicieron lo mismo: uno la víctima, el otro el verdugo. Las hojas metálicas centellearon antes de clavarse en los músculos y los huesos. La sangre saltó a chorros.
Ahriman jamás llegó a saber si fue la muerte de los aghoru, la sangre que salpicó el altar o bien otro catalizador desconocido, pero apenas cayeron los muertos al suelo, la energía que había estado acumulándose en el valle se desbordó de un modo semejante a la ola de un maremoto.
A la presa que la había estado conteniendo le fue imposible detenerla.
Con el estruendo titánico de una montaña al partirse, los guardianes del valle se movieron.