QUINCE
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QUINCE
TRIUNFO
EL SEÑOR DE LA PENUMBRA
VIEJOS AMIGOS
Ullanor era un mundo transformado. A manos de los pielesverdes había quedado reducido a un planeta áspero lleno de madrigueras apestosas y campamentos llenos de inmundicia. La guerra de los astartes había limpiado la superficie con una furia abrasadora que había arrasado todo lo que se interponía a su paso. Sin embargo, a pesar de su ferocidad, no podían compararse con la laboriosidad del Mechanicum.
Cuatro flotas constructoras de geoformadores se pusieron manos a la obra en las regiones agrestes que habían albergado al cruel señor de la guerra de los salvajes y se dedicaron a nivelar por completo el continente de mayor tamaño, ya que era el escenario adecuado para el Señor de la Humanidad. Emplearon a millones de servidores, de autómatas y de miembros de los batallones penales para construirlo. Para ello, redujeron montañas enteras a escombros y utilizaron esos restos para rellenar los valles sombríos e igualar los páramos ondulantes donde los pielesverdes habían encendido sus fogatas y erigido sus horribles fortalezas de barro y arcilla.
Lo que debería haber llevado siglos completar se realizó en cuestión de meses, y un escuadrón tras otro de Thunderhawk de los Mil Hijos atravesó las nubes acres de contaminación y de polvo que flotaban sobre Ullanor. Era una visión pensada para dejar sin aliento por el asombro a cualquiera que la contemplara.
El suelo que los esperaba era un espejo de granito pulido, una masa continental de terrazo que relucía igual que el cristal de la cúpula de observación de un antiguo astrónomo de la corte. Habían excavado unos cráteres de paredes vitrificadas en el paisaje y los habían llenado de promethium. Las enormes llamas teñían de naranja la atmósfera y enviaban grandes columnas de humo hacia el cielo. Una carretera recta de medio kilómetro de ancho y quinientos de largo atravesaba el núcleo de los cráteres. Cada uno de sus extremos estaba marcado por una serie de postes en los que se habían colocado los cráneos blanqueados de los salvajes pielesverdes.
Cientos de naves, casi ocultas por el humo, se mantenían en órbita baja, con sus motores esforzándose contra la implacable fuerza de la gravedad. La atmósfera restallaba por los relámpagos en cadena que provocaban los abrasadores campos electromagnéticos que generaban las naves. Los escuadrones de cruceros de ataque, de naves de caza y de bombardeo volaban en formación por encima. El rugido de sus motores era la vocalización sin palabras de una gloria primigenia.
Las naves estelares de color bermellón de los Ángeles Sangrientos competían por conseguir espacio con las naves de ornamentación recargada de los Hijos del Emperador. La Falange, la poderosa fortaleza dorada de los Puños Imperiales, dominaba su segmento de cielo mientras desafiaba las leyes de la naturaleza al mantenerse inmóvil sobre la tierra.
Las naves insignia marcadas por los combates de Khan, Angron, Lorgar y Mortarion volaban sobre el terreno reflectante junto a las naves de sus hermanos primarcas, pero la que más destacaba entre todas ellas era la nave de combate dorada que se mantenía anclada encima del único elemento del continente que los fundidores industriales del Mechanicum no habían allanado.
Era el Espíritu Vengativo, la nave de mando de Horus Lupercal, sólo superada por la Falange en capacidad de destrucción. Mundos enteros habían perecido bajo su arsenal mortífero, y Horus Lupercal no había mostrado temor alguno en utilizarlo. Catorce legiones habían respondido a la llamada del Emperador. Cien mil de los mejores guerreros de toda la humanidad estaban presentes, junto a nueve de los primarcas. El resto estaban demasiado dispersos por las exigencias de la cruzada como para llegar a tiempo a Ullanor.
Ocho millones de soldados del ejército imperial asistían al acontecimiento, y una vertiginosa plétora de estandartes, banderas de combate, trofeos y mástiles con iconos estaban clavados en el suelo en el centro de cada uno de los campamentos. Se mantenían firmes y llenos de orgullo junto a miles de vehículos blindados y de cientos de titanes de la Legio Titanicus. Se alzaban muy por encima de los soldados mortales, y cuando echaban a andar, las zancadas de aquellas poderosas máquinas de guerra se asemejaban a una ciudad de acero que caminara.
Los Mil Hijos fueron de las últimas legiones en aterrizar en el planeta. Todo el continente se agitaba hirviente como la forja de un herrero. El martillo de la historia estaba preparado para batir el blando metal de la existencia y darle una forma nueva.
Tan sólo un acontecimiento de una magnitud capaz de cambiar la galaxia justificaba todo aquel espectáculo.
Tan sólo el mayor ser de la galaxia podía inspirar semejante devoción.
Iba a ser una reunión como ninguna otra.
Ahriman fijó la capa del primarca a las hombreras de la armadura enganchando los cierres de hueso en el pasador con forma de garra de ave de presa. La acomodó alrededor de los hombros de Magnus y dejó que las líneas de plumas iridiscentes se amoldaran a su cuerpo.
Magnus se encontraba en el centro de la espiral de su sanctum. Habían bajado la pirámide de cristal en piezas desde el Photep y la habían reconstruido sobre la superficie perfectamente lisa de Ullanor. Los paneles cristalinos relucían con un brillo anaranjado bajo la luz de los fuegos gigantescos que rugían en el exterior. A pesar de ello, el dominio de Magnus sobre las artes de los pavoni mantenía fresca la temperatura interior.
En circunstancias normales habría sido Amon el encargado de atender al primarca, pero en un día tan señalado, Magnus le había pedido a Ahriman que fuese él quien lo preparara, quien se encargara de colocar las placas de la armadura sobre su cuerpo musculoso y quien se asegurara de que ninguno de sus hermanos brillara más que él.
—¿Qué aspecto tengo? —le preguntó Magnus.
—Sin duda atraeréis la atención —le contestó Ahriman mientras retrocedía para poder mirarlo mejor.
—¿Y por qué no iba a atraer la atención? —le replicó Magnus al mismo tiempo que abría los brazos en un gesto teatral—. ¿Es que no me la merezco? Puede que Fulgrim y sus guerreros busquen la perfección, pero soy yo quien la representa.
El primarca llevaba puestas sus mejores galas. El oro de su armadura relucía bajo la luz parpadeante de las antorchas. Su placa pectoral con cuernos era llamativa y magnífica. El casco apenas era capaz de contener su espesa mata de cabello rojizo, que estaba recogido en tres grandes trenzas. Llevaba dos espadas gemelas colgadas de la espalda, y empuñaba un báculo heqa de colores dorado y esmeralda. El grimorio que siempre llevaba encadenado consigo estaba parcialmente tapado por un faldellín largo de cuero y malla metálica.
—No es el tipo de atención que queréis llamar —apuntó Ahriman—. He visto el modo como nos miran las demás legiones.
Dudó unos momentos antes de seguir hablando, pero acabó expresando en voz alta el miedo que lo había acosado a lo largo de los meses que había durado el viaje desde la Franja Arca.
—Como nos miraban cuando el cambio de cuerpo todavía se producía a menudo.
Magnus se volvió para mirarlo, y el verde esmeralda de su ojo hizo juego con las joyas que adornaban el báculo heqa.
—El Símbolo de Thothmes ocupa todo mi sanctum para que nadie pueda oír nuestras palabras, pero no menciones de nuevo el cambio de carne fuera de estas paredes —le advirtió Magnus—. Hemos dejado esa maldición atrás. Cuando el Emperador os trajo a todos a Prospero, acabé con la degradación de la semilla genética y restauré la armonía biológica en los cuerpos de los Mil Hijos. —Magnus alargó una mano y se la puso en el hombro a Ahriman—. Sé que llegué demasiado tarde para salvar a tu hermano, pero fue a tiempo de salvar la legión.
—Lo sé, pero después de ver lo que le ocurrió a Hastar…
—Fue una mutación aberrante, un caso entre un millón —le aseguró Magnus—. Confía en mí, hijo mío. No volverá a ocurrir.
Ahriman levantó la mirada hacia el ojo del primarca y vio el poder que albergaba en su interior.
—Confío plenamente en vos, mi señor —dijo al cabo de un momento.
—Bien. Entonces no volveremos a hablar de esto —le respondió Magnus con un tono de voz que daba el asunto por zanjado.
El Sekhmet marchó, con Magnus en el centro, sobre la superficie pulida como un espejo del continente en dirección al único rasgo que sobresalía con orgullo del paisaje. La montaña había sido antaño la guarida del señor de la guerra de todos los pielesverdes, pero había sido borrada del planeta, y su base allanada cubierta de acero servía como estrado para el Emperador y para sus hijos, a los que también se honraba.
Magnus ocuparía su lugar al lado de su padre genético y de sus hermanos: Dorn, el Khan, Angron, Sanguinius, Horus, Fulgrim, Mortarion y Lorgar. Los guerreros de los Mil Hijos habían pasado todo el viaje desde el cúmulo de la Franja Arca preparándose para ese momento, ya que nadie quería parecer que no daba la talla delante de sus hermanos.
Ahriman había escogido sólo a los mejores y a los más sabios de su hermandad para que acompañaran a Magnus en el estrado, y cada uno de ellos había sido distinguido con un cartucho honorífico fijado a su armadura con un sello del escarabajo. Auramagma había bromeado diciendo que todos deberían sacarse un ojo para marcarse a sí mismos como los elegidos de Magnus. Nadie se rio, pero así era Auramagma. Siempre llevaba la broma demasiado lejos, hasta caer en la falta de gusto.
A la cabeza de los treinta y seis guerreros del Sekhmet estaban los capitanes de las diferentes hermandades, los guerreros de mayor rango de la Pesedjet que ostentaban el título de magister templi. Sólo faltaba Phael Toron, de la Séptima. Su hermandad se había quedado en Prospero para proteger a su población y para entrenar a los estudiantes que esperaban que algún día, quizá, podrían unirse a las filas de los Mil Hijos.
Las ascuas titilantes de los tutelares parpadeaban en el aire por encima de ellos. Aquellos seres disfrutaban de la presencia de mucha energía etérea en estado puro. Parte de ella eran los remanentes invisibles de la emitida por la especie alienígena que había considerado aquel planeta su guarida. Era primitiva y poderosa como un lanzallamas, pero esa potencia tenía una duración muy breve. Aaetpio seguía el rastro etéreo que dejaba Ahriman, mientras que Utipa se mantenía en el borde del grupo junto a Paeoc y Ephra. Cada uno de ellos era una masa informe de luz, alas y ojos.
En el aire de Ullanor todavía quedaban trazas de la presencia de los pielesverdes a pesar del hedor tórrido procedente de los cráteres llenos de promethium ardiente, el olor persistente del lubricante de armas y de la bioquímica propia de los astartes. El humo procedente de los tubos de escape flotaba en las nubes de contaminación que se encontraban a baja altura, y el regusto a metal quemado de las máquinas del Mechanicum era un tufo agrio en el que se mezclaban también los exóticos aceites y ungüentos utilizados en ellas.
Miles de astartes abarrotaban la llanura hasta más allá de donde alcanzaba la vista, todos preparados para la marcha triunfal. Aunque probablemente era el planeta con más armas de todo el Imperio, se palpaba en el aire una cierta tensión, una mezcla volátil de orgullo marcial y de superioridad, algo común en las reuniones de guerreros de orígenes diferentes. Cada uno de los grupos estudiaba atentamente a los demás para decidir cuáles eran los más fuertes, cuáles los más orgullosos y cuáles los más valientes.
Ahriman caminaba al lado de Magnus y sintió la cautela con que sus hermanos guerreros miraban a su magnífico primarca.
—Jamás pensé que llegaría a ver a tantos astartes juntos —comentó.
—Sí, es impresionante —coincidió Magnus—. Mi padre siempre ha sabido muy bien el valor que tienen los gestos simbólicos. Ninguno de ellos olvidará lo que ha visto aquí. Contarán todo lo que ocurra en este planeta hasta en los rincones más lejanos de la galaxia.
—Pero ¿por qué ahora? —se preguntó Ahriman—. Justo cuando la cruzada se encuentra en sus etapas finales.
El rostro de Magnus se ensombreció, como si la pregunta de Ahriman tocara de lleno un asunto que lo disgustaba.
—Porque se trata de un momento culminante en la historia de la humanidad. Es el momento de un gran cambio para todos nosotros. Ese tipo de momentos es necesario grabarlos en la memoria racial de las especies. ¿Quién de entre nosotros volverá a experimentar un instante como éste?
Ahriman no tuvo más remedio que mostrarse de acuerdo con ello, pero mientras se acercaban al primer punto de control del perímetro que rodeaba al estrado del Emperador, se dio cuenta de que el primarca había logrado desviar la pregunta sin responderla.
Un par de titanes Warlord montaban guardia en los caminos de acceso a la base cortada de la montaña. Sus placas blindadas eran de color dorado, y mostraban la insignia del trueno y el rayo del Emperador. Habían llegado directamente desde Terra para proteger a su amo y señor. Eran sus pretorianos más poderosos, y aquellos guardias custodios titánicos eran la combinación perfecta de tecnología y espíritu marcial.
—Son más grandes que el que tienes apoyado en la puerta del templo Pyrae —le dijo Hathor Maat a Khalophis mientras pasaban entre ambas máquinas de guerra.
—Sí que lo son —admitió Khalophis, que no se dio cuenta, o prefirió hacer caso omiso, del tono burlón de Hathor Maat—. Pero la guerra no siempre la gana el guerrero que tiene el arma más grande. Canis Vertex es un depredador, y se llevaría a estos dos por delante antes de caer. El tamaño está muy bien, pero lo que cuenta es la experiencia, y Canis Vertex se ganó la suya nada menos que en Coriovallum.
—Todos aprendimos algo en Coriovallum —admitió Phosis T’kar—. Pero cuando hablas de Canis Vertex, ¿no deberías decir que «era» un depredador?
—Eso ya lo veremos —respondió Khalophis con una sonrisa.
—A mí un titán no me preocuparía mucho —comentó Hathor Maat—. Después de todo, no es más que una máquina, por muy grande que sea, pero sin un princeps al mando, un titán queda convertido en una estatua gigante. A pesar de toda su habilidad y conocimientos, los adeptos del Mechanicum todavía no han inventado una máquina que no necesite un humano para que la controle. Podría agitar las moléculas de agua del cráneo del princeps hasta que le estallara la cabeza, o podría hacerle hervir la sangre en las venas, o incluso enviar millones de voltios por su caparazón para electrocutar a la tripulación.
—Yo podría vencerlo sin dificultad. Ya lo hice una vez, ¿recordáis? —dijo Phosis T’kar con tono alegre.
—Sí, todos lo recordamos —le contestó Uthizzar—. Nunca te cansas de contarnos cómo salvaste al primarca de un titán en Aghoru.
—Exacto —le replicó Phosis T’kar—. Cuanto más grandes son…
—Más grande es la mancha que queda en el suelo cuando te pisan —lo cortó Ahriman—. Hemos venido a escoltar al primarca, no a escuchar vuestras fantasías sobre lo poderosos que sois.
Más allá de los titanes se encontraban unos guerreros con la enorme armadura dorada de los custodios, que vigilaban todas y cada una de las vías de acceso al centro del continente. Eran unos individuos enormes de un aspecto semejante a los astartes. Las placas doradas y brillantes de sus armaduras estaban cubiertas de una escritura curvilínea y de declaraciones de juramento fijadas con sellos de cera que se agitaban al viento. Seis de ellos se encargaban de aquel punto de control, y un trío de Land Raider con los motores en marcha gruñían detrás de ellos. Un par de dreadnought aumentaban la ya de por sí poderosa fuerza.
—Primero los titanes y ahora esto. ¿Crees que esperan alguna clase de problema? —preguntó Hathor Maat con una sonrisa.
—Siempre —le replicó Ahriman.
—Vamos, seguro que todas estas medidas de seguridad son ridículamente exageradas e innecesarias. Después de todo, ¿quién se atrevería a intentar algo hostil en un mundo repleto de astartes y con las mejores máquinas de guerra del Imperio a su disposición?
—¿Alguna vez has conocido a un custodio? —le preguntó Phosis T’kar.
—No. ¿Qué tiene eso que ver con lo que he preguntado?
—Si hubieras conocido alguno, sabrías lo estúpida que es esa pregunta.
—Conocí a uno en Terra antes de partir hacia Prospero —comentó Ahriman—. Era un joven guerrero ordenancista tieso como una vara que se llamaba Valdor. Creo que el primarca lo conoce.
Magnus soltó un gruñido con el que les dijo todo lo que necesitaban saber sobre ese encuentro en concreto.
—¿Cómo era? —quiso saber Uthizzar.
—¿Es que no puedes adivinarlo? —se burló Hathor Maat—. ¿Qué pasa, es que ya no lees las mentes?
Uthizzar no hizo caso al capitán de la Tercera Hermandad. Ahriman sonrió cuando el primarca se volvió hacia ellos con una expresión de seriedad fingida en la cara.
—Basta —les dijo—. Seáis o no capitanes, no se os permitirá pasar si los custodios deciden que no tenéis un temperamento lo bastante serio. Su palabra es definitiva, y ni siquiera un primarca puede ir contra ella en las cuestiones relativas a la seguridad del Emperador.
—Venga, Ahzek, cuéntanos cómo era ese tal Valdor —insistió Hathor Maat.
Magnus asintió, y Ahriman se dispuso a contestar.
—Es un pretoriano ceñudo y eficiente, aunque carente de sentido del humor. Supongo que cuando formas parte del cuerpo que es responsable de la seguridad del ser de mayor importancia de la galaxia tienes poco tiempo para las cosas superficiales.
—¿Poco? —dijo una voz al lado de Ahriman—. No tienes ninguno en absoluto.
Ahriman no fue capaz de averiguar cómo habían logrado los custodios acercarse a Magnus y al Sekhmet.
Ni los había oído dirigirse hacia ellos ni había captado el más leve temblor en el éter provocado por su presencia. Unos momentos antes se estaban acercando al punto de control, y un instante después sus tutelares habían desaparecido en un pestañeo y dos custodios estaban a su lado.
Eran altos, tan altos como un astartes, aunque sus armaduras eran mucho menos voluminosas. Tenían un aspecto ceremonial, pero Ahriman sabía que eso era una apreciación equivocada, algo calculado para dar a aquellos guerreros una ventaja. Eran semejantes a los astartes, y a la vez muy distintos, igual que si procedieran de una rama común muy, muy lejana, que se hubiera dividido en dos partes que habrían evolucionado hasta adquirir formas diferentes.
Empuñaban sus largas lanzas guardianas, unas armas de asta letales que podían atravesar sin dificultad el acero templado o, de un solo golpe, cortar en dos mitades el cuerpo monstruoso de un guerrero pielverde con armadura. Sus cascos cónicos estaban rematados por crestas de grandes plumas rojas que caían hacia el suelo como una catarata de sangre. El brillo verde de las lentes de sus cascos era inquietantemente parecido al de las lentes de los Mil Hijos. Unos grabados también dorados bajaban serpenteando desde los cierres de sello de la gorguera. Pasaban rodeando la zona de las hombreras y seguían descendiendo por la parte interior de las placas pectorales.
—Deteneos y daos a conocer —les dijo el guerrero que les había hablado antes.
Ahriman concentró toda su atención en él, pero no logró captar nada, ni siquiera un eco de su presencia en el mundo, como si tuviera la misma sustancia material de un holograma. Ahriman sintió la garganta seca y un regusto amargo y desagradable le invadió la boca.
Intocables —le dijo una voz familiar en su mente—. Son poderosos, pero no lo bastante.
Ahriman no podía verlos, pero al saber que había anuladores psíquicos en las cercanías, se dio cuenta de que era capaz de localizarlos precisamente por su falta de presencia.
—Son seis —dijo por el comunicador de la armadura.
—Siete —lo corrigió Magnus—. Una de ellas es más sutil que sus camaradas a la hora de ocultar su presencia.
Los custodios cruzaron sus lanzas delante de ellos y les cortaron el paso hasta el estrado del Emperador. Ahriman notó cómo crecía su cólera ante el insulto implícito que representaba la presencia de los intocables. Magnus se quedó de pie delante de los custodios. Su físico era impresionante y amenazador. Su casco con cresta era una versión de mayor tamaño que el que utilizaban los custodios. Por un momento dio la impresión de que Magnus era uno de ellos, un enorme señor feudal guerrero de armadura dorada.
El primarca se agachó un poco y recorrió con la mirada la inscripción que fluía serpenteante sobre las placas doradas y bruñidas del guerrero de la izquierda.
—Amon Tauromach Xiagaze Lepron Cairn Hedrossa —dijo Magnus—. Seguiría leyendo, pero el resto de tu nombre está oculto por la curva de tu armadura. Y Haedo Venator Urdesh Zhujiaojiao Fane Marovia Trajen. Unos nombres magníficos, sin duda, que muestran una herencia soberbia y un linaje excepcional, pero no esperaría menos de unos guerreros de Constantin. ¿Cómo está el viejo últimamente?
—Lord Valdor perdura —le contestó el guerrero que Magnus había identificado como Amon.
—Eso espero —respondió Magnus. El primarca alargó una mano para tocar el comienzo de la escritura en espiral que bajaba por su hombro—. Tienes un nombre antiguo, Amon. Es un nombre lleno de orgullo. Es el nombre de mi palafrenero, un estudioso de la poesía y de la naturaleza oculta de todas las cosas. Si el nombre hace a la persona, ¿significa eso que tú también eres un estudioso de lo desconocido?
—Para defender al Emperador es necesario el talento de descubrir las verdades ocultas —contestó Amon con cautela—. Me enorgullezco de poseer cierta habilidad al respecto.
—Sí, ya veo que la tienes. Eres un individuo excepcional, Amon, creo que llegarás lejos dentro de tu orden. Veo grandes éxitos delante de ti —le comentó Magnus—. También a ti, Haedo —añadió.
Amon inclinó la cabeza en gesto de agradecimiento ante el comentario del primarca. Un momento después, los dos custodios apartaron las lanzas guardianas para que Magnus y el Sekhmet pudieran pasar.
—¿Y eso es todo? —preguntó Ahriman mientras los custodios bajaban las armas.
—El sistema de verificación biométrico unificado ha identificado y archivado vuestros marcadores genéticos en su red de trabajo. Sois quienes decís ser —le explicó Haedo.
Magnus se echó a reír.
—¿Es que alguien es de verdad quien dice ser?
Los custodios no contestaron, sino que se apartaron para dejarlos pasar.
El estrado ya estaba a la vista, pero Magnus vio interrumpida su marcha una vez más antes de poder ocupar su puesto al lado del Emperador. A pesar de haber cruzado ya todos los puntos de control, Ahriman siguió captando la presencia oculta de los intocables en la periferia de su visión y de los demás sentidos.
Dedujo por el comentario del primarca que quienes los vigilaban eran las Hermanas del Silencio, la hermandad muda de intocables y guardianas de las naves negras. Era típico que trabajaran codo con codo con los custodios.
Aquello era el círculo interior, tanto metafórica como literalmente, ya que era el lugar donde estaban reunidos los seres más poderosos del universo, los hijos más brillantes del progenitor más radiante. Allí era donde estaban los primarcas, reunidos antes de subir al estrado donde se pondrían al lado de su padre.
Ahriman distinguió la silueta alada del ángel Sanguinius. El rojo intenso de su armadura contrastaba con la palidez de las plumas de sus alas. El primarca beatífico, que se adornaba con aretes de plata y de perla semejantes a lágrimas relucientes, estaba hablando con el Khan, un guerrero de piel cetrina que llevaba la armadura de cuero lacado cubierta de pieles. A la espalda tenía fijado un estandarte alado que recordaba a las alas del Señor de los Ángeles.
El Urizen de piel dorada estaba discutiendo acaloradamente con Dorn de los Puños y con Angron, mientras que el Fénix y su grupo de comandantes departían con Horus Lupercal y sus lugartenientes. El cabello blanco de Fulgrim brillaba como una baliza luminosa, y sus rasgos perfectos estaban esculpidos de un modo glorioso. No era de extrañar que los miembros de su legión se enorgullecieran de su estética ante semejante ejemplo, que estaban obligados seguir.
Magnus se apresuró a reunirse con sus hermanos, pero antes de que pudiera llegar hasta ellos, un guerrero con una armadura blanca pero polvorienta con rebordes verdes se interpuso en su camino. En una de sus hombreras se veía la imagen de un cráneo en el interior de un halo espinoso, lo que indicaba que se trataba de un guerrero de la Guardia de la Muerte. Su postura era belicosa, y Ahriman captó su hostilidad en un instante.
—Soy Ignatius Grulgor, capitán de la Segunda Compañía de la Guardia de la Muerte —dijo el guerrero, y Ahriman también captó de inmediato el tono moralista y el desdén arrogante de un individuo que carecía de toda humildad.
—No me importa quién eres guerrero —le respondió Magnus con voz tranquila, aunque el tono sutil de amenaza era inconfundible—. Me estás estorbando el paso.
El astartes se mantuvo en su posición como si fuera una estatua viviente. Dos guerreros con armaduras de exterminador de bronce y de oro aparecieron uno a cada lado de Grulgor. Empuñaban unas guadañas largas de mango de color ébano con sus guanteletes de combate recubiertos de pinchos. Aquellas hojas afiladas eran oscuras y estaban cargadas con el peso de las matanzas que llevaban acumuladas. Su nombre saltó de repente a la mente de Ahriman.
«Segadoras de hombres».
—Ah, los anónimos Guardias del Sudario —dijo Magnus mirando a su alrededor—. Decidle a vuestro señor que dé la cara. Sé que está aquí, a cuarenta y nueve pasos o menos, si no recuerdo mal.
Ahriman parpadeó cuando una silueta oscura se desgajó de la sombra de uno de los titanes custodios. Era una figura alta y enjuta con una armadura de color pálido, con el hierro y el bronce sin pintar, y que iba envuelta en un manto de color gris tormenta. Un collar ancho de bronce, el reciclador de aire, le tapaba la parte inferior de la cabeza rapada. Del aparato surgían vaharadas de aire rancio a intervalos regulares. La figura gigantesca aspiraba profundamente esos vapores cada vez que salían.
—Mortarion —susurró Hathor Maat.
Las mejillas hundidas eran propias de alguien que sufriera consunción. Sus ojos de color ámbar, engastados en el fondo de unas cuencas oculares profundas, mostraban la mirada de alguien que había contemplado horrores sin límite. Las ampollas y los frascos de cristal que Mortarion llevaba colgando de la placa pectoral tintineaban de un modo musical con cada uno de sus pasos. Sus zancadas eran lentas, sepulcrales, y el efecto quedaba subrayado por el repiqueteo de la punta de hierro de la enorme guadaña que empuñaba al golpear aquel suelo pulido. Llevaba al costado una pistola de tambor de cañón largo, y Ahriman reconoció la forma inmisericorde del arma a la que llamaban La linterna, de diseño Shenlongi, y que se decía que era capaz de lanzar el fuego de una estrella con cada disparo.
—Magnus. Me preguntaba si te atreverías a aparecer —le dijo el primarca de la Guardia de la Muerte a modo de saludo.
Las palabras de Mortarion fueron insolentes. Eran hermanos, dioses guerreros creados por el propio Emperador para conquistar la galaxia en su nombre. Al igual que todos los hermanos se peleaban y competían por conseguir la máxima atención de su padre, pero aquello… aquello era una rabia destilada.
—Hermano —lo saludó Magnus, que hizo caso omiso de las palabras de Mortarion—. Es un gran día, ¿no? Nueve hijos del Emperador reunidos en este mundo. Algo así no había ocurrido desde…
—Sé muy bien cuándo fue, Magnus —lo interrumpió Mortarion. Su voz era fuerte y decidida, en contraste con su aspecto pálido—. Y el Emperador nos prohibió hablar de ello. ¿Vas a desobedecer su orden?
—No desobedezco nada, hermano —replicó Magnus manteniendo un tono de voz tranquilo—. Sin embargo, hasta tú deberías reconocer el simbolismo de nuestro número. Tres veces tres, el pesedjet de los dioses antiguos, las órdenes occidentales de ángeles y las nueve esferas cósmicas de épocas ya olvidadas.
—Ya vuelves a hablar de ángeles y de dioses —se mofó Mortarion.
Magnus se rió y se acercó para estrecharle la mano a Mortarion, pero el Señor de la Muerte se apartó de él.
—Vamos, Mortarion, tú tampoco eres indiferente a la música de las esferas. Hasta tú sabes que los números no aparecen por azar en el mundo. Se unen formando sistemas equilibrados y ordenados, como las formaciones de cristales o los acordes musicales, de acuerdo con las leyes de la armonía. ¿Por qué si no ibas a insistir en que tus guardaespaldas estén a siete veces siete pasos de ti?
Mortarion negó con la cabeza.
—Ciertamente estás tan perdido en tus misterios como dice el Rey Lobo.
—¿Has hablado con Russ?
—Muchas veces —le aseguró Mortarion—. Ha sido bastante comunicativo, vociferante diría yo, desde que partió del cúmulo de la Franja Este. Sabemos todo lo que tú y tus guerreros habéis estado haciendo.
—¿Qué es lo que crees que sabes?
—Has cruzado la línea, Magnus. Tienes agarrada una serpiente por la cola y has establecido tratos con poderes que van más allá de tu entendimiento.
—No hay poder alguno que esté más allá de mi entendimiento —le replicó Magnus—. Harías bien en recordarlo.
Mortarion se echó a reír, y su risa era semejante al estruendo de una montaña al derrumbarse.
—Conocí a un ser que era como tú. Estaba tan seguro de su poder, tan convencido de su superioridad, que no vio su final hasta que se le echó encima. Al igual que tú, manejaba poderes malignos. Nuestro padre le hizo pagar con la vida semejante maldad. Ten cuidado no vaya a ser que tú sufras ese mismo final.
—¿Poderes malignos? —le respondió Magnus negando a su vez con la cabeza—. El poder es simplemente poder. No es ni bueno ni malo. Simplemente es. —Señaló la pistola que Mortarion llevaba al cinto—. ¿Es esa arma mala en sí? ¿Lo es esa enorme guadaña que llevas? Son armas, ni más ni menos. Es el uso que se les dé lo que las convierte en malas o no. En tu mano, La linterna es una fuerza del bien. En manos de un individuo maligno sería algo completamente distinto.
—Dale una pistola a alguien y querrá dispararla.
—¿Ahora me vas a dar lecciones sobre causalidad y predestinación? —le espetó Magnus—. Estoy seguro de que Ahriman y los corvidae aceptarán encantados tus experiencias en ese sentido. Ven a Prospero, y así podrás dar lecciones a mis guerreros.
Mortarion hizo un gesto de contrariedad con la cabeza.
—No es extraño que Russ le pidiera al Emperador que te reprendiera.
—Russ no es más que un salvaje supersticioso —replicó Magnus con desdén, pero no antes de que Ahriman captase su sorpresa ante aquel acto del Rey Lobo—. Habla cuando no debe sin saber de lo que habla. El Emperador sabe que soy su hijo más fiel.
—Ya lo veremos —lo desafió Mortarion.
El Señor de la Muerte dio media vuelta y se dirigió hacia el estrado del Emperador mientras un rugido estruendoso surgía de las sirenas de guerra de todos los titanes presentes en Ullanor.
—¿Qué ha querido decir con eso? —preguntó Phosis T’kar.
El Sekhmet cumplió su deber de acompañar a su primarca hasta el estrado del Emperador, creado a partir de una montaña cortada por la base. Marcharon en procesión al lado de las diferentes guardias de honor de los otro ocho primarcas que habían llegado a Ullanor. Moverse en unos círculos tan elevados era algo que a Ahriman le costaba aceptar.
Los primarcas ocuparon sus asientos en el estrado de superficie de acero, y sus guardias de honor se retiraron. La oportunidad de desfilar delante del propio Emperador era para la mayoría de los guerreros una oportunidad que tan sólo se daba una vez en la vida.
Conocer a uno de los primarcas ya era de por sí un honor, pero desfilar delante de nueve de ellos y en presencia del Emperador era algo que uno sólo podía imaginar en sueños. Ahriman desfilaría con la cabeza bien alta delante de semidioses encarnados, ante la apoteosis de la humanidad y de la ingeniería genética forjada a partir de los huesos de la ciencia antigua.
Que se pudieran crear veinte seres semejantes era algo prácticamente milagroso. Al mirar los nobles rostros que lo rodeaban, Ahriman se sintió de repente muy pequeño, un engranaje diminuto en una máquina que no hacía más que crecer. La idea de aquellas fuerzas titánicas en movimiento pulsó una cuerda poderosa en su interior y sintió cómo el poder del Gran Océano aumentaba en su pecho. Vio con su ojo mental cómo la metáfora tomaba forma. Era una máquina magnífica, del tamaño de un planeta, con un mecanismo maravilloso que funcionaba de un modo fluido con cada uno de sus engranajes, pistones y válvulas. Esos poderosos pistones atronaban mientras impulsaban a la máquina y hacían que los mundos que la rodeaban se llenaran de nueva vida y nuevos comienzos.
En el centro de la máquina vio un pistón que llevaba estampada la cabeza de un lobo que gruñía. Sus ojos de color ámbar relucían como gemas. Subía y bajaba en una bancada de pistones con relieves semejantes, cada uno de ellos con un emblema estampado: un ojo dorado, una águila blanca, unas fauces con colmillos y una calavera coronada.
En cuanto esa imagen se le formó en la mente, se dio cuenta de que el pistón con la cabeza de lobo estaba levemente desincronizado con los demás pistones de la máquina y que funcionaba con un ritmo diferente. Poco a poco fue cambiando el sentido de su marcha hasta encontrarse en oposición directa con sus compañeros. La máquina vibró como protesta, ya que su equilibrio armónico se había visto alterado por aquel pistón que funcionaba por libre. El chirrido del roce del metal contra el metal aumentó de volumen.
Ahriman se tambaleó y soltó una exclamación de horror ahogada al darse cuenta de que la máquina no tardaría en quedar hecha pedazos. Ver cómo una maquinaria tan magnífica era destruida y reducida a poco más que unos restos metálicos por un defecto no advertido en su diseño era algo realmente trágico.
Sintió una mano en el hombro y se volvió para ver el rostro de un guerrero sorprendentemente hermoso que llevaba puesta la armadura de color perlado de un lobo lunar. La visión de la máquina que tenía en la mente se desvaneció, pero la angustia residual que todavía sentía por su destrucción inminente se le quedó marcada en el rostro.
—Hermano, ¿estás bien? —le preguntó el guerrero con sincera preocupación.
—Lo estoy —le respondió Ahriman, aunque lo cierto era que sentía náuseas.
—Ya te ha dicho que está bien —intervino un individuo con una tremenda anchura de hombros que estaba detrás del guerrero. Era más alto que Ahriman, con una cola de caballo reluciente que le remataba el cráneo afeitado. De él irradiaba una sensación de cólera y la necesidad de estar demostrando constantemente su valía—. Déjalo tranquilo y reunámonos con nuestras compañías. El desfile comenzará pronto.
El guerrero alargó una mano, y Ahriman la aceptó y se la estrechó.
—Tendrás que disculpar a Ezekyle —le dijo el guerrero—. A veces se olvida de sus modales. Bueno, de hecho, la mayoría de las veces. Soy Hastur Sejanus. Encantado de conocerte.
—Ahzek Ahriman. ¿Sejanus? ¿Ezekyle? Sois del Mournival.
—Culpable —respondió Sejanus con una sonrisa encantadora.
—Ya dije que esos custodios no tienen ni idea de lo que es la seguridad —exclamó Phosis T’kar mientras pasaba al lado de Ahriman para abrazar a Sejanus con la fuerza de un oso—. Me alegro de verte de nuevo, Sejanus.
Sejanus se soltó del abrazo entre risas y le propinó un puñetazo amistoso en la hombrera mientras otros dos guerreros con las insignias de los Lobos Lunares se acercaban.
—Yo también me alegro de verte, hermano. ¿Todavía no ha logrado matarte nadie?
—Y no es que no lo hayan intentado —le respondió Phosis T’kar, quien dio un paso atrás para mirar a todos los guerreros—. Ezekyle Abaddon y Tarik Torgaddon, mira tú por dónde, y también el Pequeño Horus Aximand. Todavía les cuento a mis hermanos los enemigos a los que nos tuvimos que enfrentar. ¿Os acordáis de las batallas que libramos en los mataderos de Keylekid? Esos dragones sí que nos dieron guerra. Había uno… ¿te acuerdas, Tarik? El que tenía las escamas de un color azul fuerte…
Pequeño Horus alzó una mano para interrumpir el chorro de recuerdos de Phosis T’kar.
—Quizá podríamos reunirnos después de la Marcha Triunfal. Todos nosotros —añadió de inmediato—. Me encantaría conocer a vuestros camaradas e intercambiar relatos gloriosos sobre nuestras batallas.
Sejanus asintió.
—Por supuesto —dijo—. Además, sé de buena tinta que el Emperador tiene algo importante que anunciar, y lo que es yo, no quiero perdérmelo.
—¿Un anuncio? —le preguntó Ahriman al mismo tiempo que sentía que un escalofrío premonitorio le recorría la espina dorsal—. ¿Qué clase de anuncio?
—El de la clase que te enteras cuando lo dicen —le replicó Abaddon con un gruñido.
—Nadie lo sabe —se apresuró a decir Sejanus con una breve risa diplomática—. Ni siquiera Horus Lupercal se ha dignado todavía decírselo a sus lugartenientes más cercanos.
Sejanus se volvió hacia el estrado con una sonrisa.
—Pero sea lo que sea, sospecho que será de gran importancia para todos nosotros.