Teogonías IV

Él nació en el fuego.

¿O era su renacimiento?

Lucius lo sintió en su piel, un fuego asesino que consumía todo a su paso. Impulsado ​​por los productos químicos y acelerado por un deseo casi irresistible de devorar. Sus ojos se abrieron, y Lucius sintió el aumento de dolor alrededor de su cuerpo. Estaba vivo, algo que debía ser degustado, sobre todo a raíz de lo que había pasado antes.

Sharrowkyn.

El Guardia del Cuervo le había matado.

Y sin embargo, estaba claramente vivo.

Lucius recordó las espadas negras gemelas hundirse en su cuerpo a la manera tradicional de un verdugo. El dolor de las hojas deslizándose a lo largo de su pecho, perforando sus corazones y pulmones era un recuerdo para atesorar. Le enviaba pulsos de placer y escalofríos incluso ahora.

Se sentó, tocando con las manos sus hombros, y no encontró rastro de las heridas de muerte, sólo una capa lisa de piel que se sentía maravillosa al tacto. Estaba sentado en una camilla metálica en un Apotecarion que parecía el laboratorio de un loco, con las paredes adornadas con tubos pesados ​​que gorgoteaban fluidos burbujeantes y vaporosos en el calor que impregnaba la cámara.

Un fuego ardía por toda su longitud y anchura, un infierno rugiente deliberadamente dispuesto. Piscinas de productos químicos tóxicos ardían en las paredes y el suelo, derramándose de vasos rotos y vertiéndose desde cubas quebradas de líquidos altamente tóxicos e inflamables.

No estaba muerto.

Tampoco estaba solo.

En el centro del laboratorio había una lucha a vida o muerte. Dos monstruos de proporciones inmensas luchaban contra su creador y el dueño de esta morada de los condenados, el apotecario Fabius. Uno de los Terata era una abominación quebrada de extremidades torcidas, y su cuerpo era una masa hinchada con crecimientos mutantes y una anatomía híper-evolucionada. Del otro brotaban nuevas extremidades con cada respiración, órganos frescos e innumerables partes del cuerpo insondables.

Sin embargo, en medio de todas sus deformaciones horribles, Lucius vio las marcas legionarias en su carne, hinchadas y retorcidas por su transformación de pesadilla. Fuera lo que fuera en lo que estos Terata iban camino de convertirse, ambos habían sido una vez Puños Imperiales.

Fabius luchaba contra los Terata con una vara terminada en pico y una pistola de gran calibre que disparaba proyectiles víricos. Cada impacto detonaba con toxinas virulentas, pero sólo parecían hacer a las bestias mutantes más fuertes. Sólo las llamas les herían, y su carne de supradesarrollada era un potente combustible para el fuego.

—¡Lucius! —gritó Fabius—. ¡Ayúdame! ¡Protege las muestras genéticas!

Lucius no tenía ningún interés en obedecer las órdenes de alguien como Fabius, pero razonó que tener a débito un favor de alguien con el talento del apotecario podría merecer la pena. Saltó de la camilla y examinó las mesas de trabajo que cubrían las paredes buscando los aparatos que parecieran más útiles, algo que pudiera ajustarse a la descripción.

Por fin, se decidió por una cápsula de plata de crio-almacenamiento, fijada a la pared mediante una serie de tuberías de refrigerantes y cables de monitorización. Lucius atravesó las llamas, pues su servoarmadura podría soportar lo peor del calor, pero no llevaba casco y con lo que la piel de su cara llena de cicatrices quedó rápidamente cubierta de ampollas, y el escaso pelo que quedaba en su cráneo se quemó, para no volver jamás.

El dolor era sublime.

Uno de los Terata cayó, atravesado por el arma letal de Fabius, con su cuerpo derrumbado bajo el peso de sus mutaciones incontrolables. El otro estaba en llamas de la cabeza a los pies, con la carne cayendo de sus huesos retorcidos como cera caliente. Fabius le disparó en la cabeza, y su columna vertebral se quebró cuando un brote evolutivo le destripó.

Lucius se apoderó de la caja de almacenamiento y la arrancó de la pared. Líquidos calientes le rociaron desde las líneas de alimentación cortadas, y su hedor biológico era una combinación de orina amoniacal y residuos orgánicos. Los lados de la caja estaban al rojo vivo, y rugió de dolor mientras su mente se iluminaba de placer.

—¡Vamos! —gritó Fabius, empujándole a través del laboratorio mientras las llamas se extendían a los tambores de elementos explosivos. Unas sordas explosiones desde lo más profundo del Apotecarion sacudieron la cámara, y líneas de ondulantes llamas rugieron hacia ellos.

Lucius se volvió y corrió hacia la salida, siguiendo a Fabius al pasillo más allá.

Fabius accionó el mecanismo de la puerta, y el panel blindado descendió. Incluso a través del plastiacero antidetonaciones, Lucius pudo sentir el intenso calor y la explosión de las cubas químicas.

—¡Rápido! —le espetó Fabius—. Dame las muestras genéticas. Deben mantenerse congeladas o no serán viables.

Lucius dejó la caja de crio-almacenamiento y desenganchó el cierre hermético. El vapor desbordó el contenedor cuando su mitad superior se deslizó hacia arriba. Fabius trabajó febrilmente con su guantelete nartecium muy modificado, abriendo un frasco cilíndrico vacío, capaz de contener una serie de tubos de muestra.

Lucius vio una fila de doce tubos con cigotos, algunos con daños por calor y otros agrietados y con fugas. Los iluminadores recorrían el contenedor, uno por cada tubo. Todos menos uno brillaban en un enojado e inútil rojo.

—¡Dámelas! —gritó Fabius—. Ahora.

Lucius desabrochó el último tubo, con su lisa superficie metálica chamuscada y retorcida, pero con todo el material genético en su interior milagrosamente todavía viable. Fabius le arrebató el tubo y retorció la tapa de presión en el zócalo del receptor de su nartecium. El mecanismo silbó con el diferencial de presión y el nivel de contención cayó hasta vaciar el tubo con el cigoto.

—Sólo uno —dijo Fabius con amarga decepción, lanzando el tubo cigoto por el corredor lleno de frustración—. Todo este trabajo, todo este tiempo invertido y sólo uno sobrevive.

—¿Qué pasó ahí? —preguntó Lucius.

Fabius despidió con un gesto su pregunta.

—Nada que preocupe a la gente como tú, espadachín. Yo podría preguntarte lo mismo. Cuando el Fénix te trajo a mí estabas frío y muerto. ¿Cómo es que vives?

Lucius negó con la cabeza.

—No lo sé. La muerte no me reclama todavía.

Fabius soltó una breve carcajada, triste y carente de humor.

—Tal vez podría aprender algo de ti, entonces —dijo el apotecario, mirándole con malicia depredadora. Lucius se dio la vuelta, sintiendo que quedarse aquí sería peligroso. Se alejó de la ruina ardiente del Apotecarion sin mirar atrás. En el momento en que llegó a un cruce en el pasillo, se sintió más fuerte y poderoso que nunca, un príncipe oscuro entre los hombres.

Algo crujió bajo su bota y se agachó para levantar el tubo de cigoto vacío que Fabius había tirado. Su superficie estaba negra y amarilla con los daños por el calor, pero una línea de texto todavía podía verse grabada en un lado.

Lucius lo sostuvo ante el resplandor de las luces, pero lo que estaba escrito era en su mayoría ilegible.

Parecía un nombre, pero uno que sólo podía distinguirse parcialmente.

—Hon… Sou.