ONCE
ONCE
Una carga pesada
El Dodekatheon
Una memoria de carne
Casi dos mil Guerreros de Hierro estaban en filas inmóviles ante Kroeger, y la idea de que estaban sus órdenes le hizo tambalearse. Desde que salió de Hydra Cordatus, un momento que le había dado una sensación incalculable de alivio, había luchado con la idea de que él era un Forjador de Armas de la IV Legión. Suyas eran las órdenes a impartir y las vidas a comandar. Hasta ahora, su único poder sobre la vida y la muerte había sido el que se apoyaba en el filo de su espada-sierra o en el cargador de su bólter.
Ahora sus palabras decidirían si los hombres vivirían o morirían.
Por un lado saboreaba ese poder, pero en su mayor parte se resistía a la inevitable distancia que eso pondría entre él y el borde de una guerra sangrienta. Sus armas eran parte de él como sus manos y corazón. Sólo en el caos de una sangrienta refriega podría un guerrero sentirse realmente vivo. La vida era químicamente pura en los espacios entre los filos y las balas.
Detrás de los oficiales, suboficiales y hermanos de batalla, había escuadrones de vehículos blindados: Rhinos, Land Raiders, Mastodontes y máquinas híbridas fabricadas por la Pneumachina de los restos de los vehículos dañados y la extraña maquinaria arrancada del corazón de la desmantelada Ciudadela Cadmeana. Desde que alcanzaron el borde de la anomalía disforme, la Pneumachina había trabajado con intensidad febril en sus fraguas selladas, construyendo máquinas cada vez más letales en aspecto, como si estar a la sombra de esta misteriosa región de alguna manera impulsase sus labores. Algunas de sus creaciones eran evidentes en su propósito, poco más que cureñas imponentes o trituradoras de infantería, pero otras eran menos evidentes, adornadas con maquinaria enjaulada y dispositivos de aspecto peligroso que parecían no servir a ningún propósito claro.
Kroeger marchó a lo largo de los guerreros alineados, una visión de hierro bruñido en oro y azabache en diagonal. Estos guerreros habían traído incontables mundos a la ruina, derribado las fortalezas de los imperios más poderosos, tanto humanos como xenos, ¿pero quién en el Imperio del Hombre conocía alguno de sus nombres?
Ante la insistencia de Kroeger, ninguno de sus guerreros llevaba su casco puesto, y los rostros estoicos en cada hombre miraban al frente en la unidad de hierro. En su mayor parte tenían el cabello oscuro, muy corto en el cráneo, pero aquí y allá veía un guerrero con el largo cuero cabelludo común entre los de Lochos, las espirales tatuadas de los Delchonianos, el pelo teñido de sangre de su propia gente de las montañas Ithearak, y las barbas bifurcadas favorecidas por los Vedric Tyrpechs. Conocería a los hombres que luchaban por él, aprendería sus nombres y les diría que conocía sus gestas, pues ¿Si no por qué iban a luchar y a morir por él?
Miró fijamente sus rostros a cada paso.
Rasgos duros, pulidos por la genética, los augméticos y los conocimientos obtenidos de la guerra. Los Guerreros de Hierro conocían el arte de la muerte como pocas legiones y habían hecho sacrificios incontables en el servicio de los ideales del Imperio. Estos hombres eran poderosos, habían luchado para someter la galaxia. Su recompensa fue ser apartados a un lado en favor de las legiones con mayores pergaminos de honor, las legiones que habían prosperado sobre las espaldas rotas de los Guerreros de Hierro.
Héroes de los Ultramarines, los Ángeles Sangrientos y los Puños Imperiales fueron alabados e inmortalizados en el arte y el verso, pero ¿dónde estaban los desfiles de los Guerreros de Hierro?
¿Dónde estaba su gloria?
La respuesta llegó rápida: en las cenizas de Olympia. Soplada por el viento de un billón de hogueras en todo el planeta. Los que deberían haber clamado por los cuentos de sus hijos cruzados estaban muertos: la legión los había quemado a todos ellos, y la desesperación de ese día quedó grabada en su piel, como la ceniza en las mejillas embadurnadas de las viudas en duelo y los hijos sin fe.
Pero Kroeger no sentía culpa por lo que habían hecho en Olympia. ¿Qué importaba lo que había sido del mundo que el Señor de Hierro había llamado hogar? Ese mundo u otro eran irrelevantes. Cualquier otro planeta hubiera sido bombardeado y arrasado, y a nadie le hubiera importado.
Sólo el nombre le daba importancia, y los nombres son sólo ruido.
Al igual que el dolor, la culpa era el óxido que comía el hierro en el alma de un guerrero, y Perturabo había hablado con toda la legión en las lluvias de ceniza de su mundo natal, diciéndoles que la culpa no tenía cabida en su legión.
La culpa era para los hombres menores que miraban al pasado en busca de vigor.
Los Guerreros de Hierro nunca permitirían que la mancha de la culpa paralizase sus filas, ya que sólo el futuro les daría fuerza.
Los pensamientos de Kroeger se interrumpieron al ver una cara familiar en la primera fila de su gran batallón. Sabía que tenía que caminar, que no tenía sentido llamar la atención a una herida en el orgullo de los guerreros que ahora comandaba. Pero su parte rencorosa no podía resistir la oportunidad de frotar un poco de sal en una herida particular.
Hizo una pausa ante Harkor, encantado de ver la talla de su antiguo Forjador de Armas ahora mucho más reducida.
—Harkor —dijo, impidiéndose llamarle Forjador de Armas.
—Kroeger —dijo Harkor.
—Soy el Forjador de Armas Kroeger —dijo.
Harkor asintió y se tragó la bilis que seguramente debía estar en aumento en su garganta.
—¿Has encontrado un lugar en el Gran Batallón?
—Sí, Forjador de Armas —respondió Harkor—. Hermano de batalla, 55.ª escuadra tormenta.
Kroeger la conocía; mediocres hacedores de trincheras y carne de asaltos en brechas.
—Encajarás bien ahí —dijo Kroeger—. El sargento Ghasta es competente.
—Ser competente nunca fue suficiente para mí… Forjador de Armas —dijo Harkor y la amargura en su voz era tan rica que Kroeger tuvo que esforzarse para no reírse en la cara del hombre.
—No, y mira a donde te ha llevado esa actitud.
—Permiso para hablar libremente, Forjador de Armas —solicitó Harkor.
Kroeger dudó, pero finalmente asintió.
—Habla, pero no me hagas perder el tiempo.
—Es una pesada carga ser un Forjador de Armas, lo sé muy bien. Hay mil responsabilidades que descansan sólo sobre tus hombros. Y por anchos que sean, Forjador de Armas Kroeger, aún no tienes la experiencia para llevarlas todas. Yo podría ayudarte.
Esta vez se rio en la cara de Harkor.
—¿Me ayudarías? Te sustituí después de que el Primarca te despojara de tu rango. Casi puedo sentir tu espada entre mis hombros ahora.
—No, Forjador de Armas —respondió Harkor sacudiendo la cabeza.
—¿Por qué iba a confiar en ti, Harkor?
—Porque ¿qué más tengo que perder? El Señor del Hierro nunca me concederá el rango de Forjador de Armas de nuevo, así que ¿qué ventaja tendría en traicionarte?
—¿La satisfacción personal?
—No voy a negar la verdad de eso —dijo Harkor—, pero puedo ayudarte a hacer de este Gran Batallón algo legendario. Tienes la atención del Primarca, tienes el fuego y la fuerza. Alía eso con mi experiencia y serás el Triarca más querido por Perturabo para cuando Horus se siente en el trono de Terra.
—Sólo me ayudarías para ganar posición y prestigio —se burló Kroeger.
Harkor se encogió de hombros.
—No hay vergüenza en eso.
—Supongo que no —asintió Kroeger—. Pero me llevaría una serpiente a mi cama antes que confiar en ti.
—No he dicho que debas confiar en mí —dijo Harkor—. Sólo que deberías escucharme.
—Pensaré en ello —dijo Kroeger.
* * *
Vigas desnudas servían de columnas en el puente de la Sangre de Hierro, y pórticos atornillados, apilados uno encima de otro, corrían a lo largo de ellas, llenas de servidores aumentados que manejaban los elementos más mundanos de las operaciones de la nave. Un puñado de Guerreros de Hierro ocupaban las estaciones que requerían el manejo de post-humanos, aunque sólo unos pocos eran conocidos para Perturabo.
Se mantenía de pie con los brazos cruzados sobre el pecho, mirando impasiblemente a las corrientes ondulantes, las mareas extrañas y las ráfagas rizadas de materia disforme eyectada que aparecían en la pantalla de visión. Las flotas combinadas de los Guerreros de Hierro y los Hijos del Emperador mantenían posiciones en el mismo borde de la tormenta estelar, cuyo núcleo hervía como una estrella en su agonía mientras la bruma ondulante de su amplia corona tormentosa tragaba todo lo que lo rodeaba. La luz ocre y oscura del corazón de la tormenta bañaba sus rasgos, haciéndolos rubicundos y robustos. La iluminación nacida de la disformidad jugaba sobre Perturabo, bailando en sus ojos fríos como la luz del fuego.
Por una vez en su vida, Perturabo miró la vorágine estelar y supo que otros podían verlo también. Ellos no la veían tan absolutamente como él, pero al menos podían reconocer su existencia. Vio más allá de la luz oscura, a los mundos envueltos en su interior: imágenes fantasmales que aparecían y se desvanecían de la percepción, y fugaces momentos de solidez en un reino donde tales cosas eran anatema.
Vio planetas que habían sido abandonados de toda razón y certeza euclidiana, donde las leyes físicas que subyugaban a la galaxia eran juguetes de fuerzas lunáticas más allá de la comprensión mortal.
Mundos de fuego; mundos que fueron de alguna manera hechos con formas geométricas, mundos envueltos en tormentas interminables, islas de lo efímero vomitadas a la existencia y destruidas un instante después de hundirse en el caos turbulento del que habían nacido. La locura dominaba en las confluencias de pesadilla de la tormenta, un reino de la inconstancia que rompería la cordura más resistente.
Sin embargo, en medio del interminable ciclo de creación y destrucción, uno de los mundos medio vislumbrado se mantenía con una solidez repugnante; un mundo sombrío de roca sin vida y torres torcidas, donde un sol impenetrable como la pupila de un ojo imposible, reinaba en el cielo de vacío inmutable. Perturabo parpadeó y el mundo muerto y su sol negro se hundieron en las tonalidades malignas de la tormenta estelar.
Hasta donde podía recordar, desde que llegó a la conciencia en ese precipicio bajo la lluvia, había sentido la mirada de la vorágine estelar sobre él. Siempre le había mirado; juzgándolo, midiendo su valor y espiándole a cada momento. Una vida transcurrida bajo su frío escrutinio le había hecho receloso y poco dispuesto a ofrecer su confianza, siempre vigilante y consciente de su mirada torva.
Siempre había estado con él y siempre lo estaría.
Y ahora iba a aventurarse en sus profundidades, siguiendo la orientación de un vidente xenos. ¿Qué iba a encontrar allí y, más concretamente, que podría encontrarle?
De alguna manera, siempre supo que un día entraría en la vorágine estelar. Su llamada había sido suave, pero insistente. Un devaneo tan invisible como imposible de ignorar.
Una parte de él se resistió a la idea de la invocación. Podía dar la orden a la legión de dar media vuelta y llevar sus cientos de naves a donde pudiese contribuir más fácilmente al esfuerzo de guerra de Horus Lupercal, pero cada vez que la idea surgía en su mente era borrada como una empalizada de madera ante un cañón de fusión.
Perturabo había vivido bajo la mirada de la vorágine estelar, sin embargo esta era la primera vez que sus naves se habían aventurado a acercarse. ¿Por qué habría de ser así? Había sido un Primarca de los ejércitos del Emperador; cientos de naves surcadoras de las estrellas eran suyas para dirigirlas, y nadie le habría cuestionado si hubiera enviado sus fuerzas expedicionarias aquí.
La respuesta era obvia.
Hasta ahora, no había tenido ninguna necesidad de aventurarse en su interior.
Fulgrim pudo haberle dado motivos superficiales con sus cuentos chinos de armas apocalípticas y deidades encarceladas, pero Perturabo sabía que no era la verdadera razón. Había venido porque ahora era el momento de ver lo que había dentro de la vorágine estelar.
¿Vorágine estelar?
¿Desde hace cuánto tiempo la conocía por esa descripción sin haber aprendido su verdadero nombre?
Perturabo solicitó las listas astrográficas para esta región del espacio, almacenadas en los cogitadores de la Sangre de Hierro. La pantalla de brilló cuando se recubrió con una rejilla de neones brillantes, arcos y etiquetas parpadeantes de las situaciones de los pocos objetos estelares en esta región dignos de renombre. En el centro de la pantalla, una etiqueta negro vertical atravesaba el corazón anaranjado y ardiente de la tormenta estelar como el ojo de un gran gato. Impuesto sobre la barra había un nombre.
Cygnus X-1.
Perturabo sabía que la vorágine estelar no era la primera anomalía espacial en llevar ese nombre, y el humilde escribano que se lo hubiera atribuido de nuevo era un necio. Algo tan poderoso y terrible merecía un nombre que infundiera miedo en los corazones de todos los que lo vieran, un nombre que resonará durante milenios hasta el final de los tiempos, cuando las estrellas se apagarán y la única luz en el universo fuese el resplandor de pesadilla de las fronteras devoradoras de la vorágine estelar.
Los dedos de Perturabo bailaron sobre la placa en la que habían aparecido las cartas, y sus finos labios se curvaron en una aproximación de una sonrisa cuando el nombre en la barra negra vertical cambió. Lo haría en toda la flota, extendiéndose a cualquier cogitador que solicitara los mapas del noroeste galáctico.
—Sí —dijo—. Un nombre que se aloje en el corazón de todos los que lo oigan.
Los motores de la Sangre de Hierro se encendieron por orden de Perturabo, llevándolo hacia la vorágine estelar.
No, no era la vorágine estelar.
El Ojo del Terror.
* * *
Lo llamaban el Dodekatheon, en honor de los doce tiranos de Olympia, y la orden de canteros de la IV Legión se había reunido a bordo de las naves de los Guerreros de Hierro antes de que Perturabo siquiera se encontrase con sus hijos genéticos. No había nada oculto en su formación o reuniones, nada escondido en su base, ni secretos dignos de mantener en sus actividades. Era un verdadero lugar de encuentro entre constructores y guerreros, donde se daban a conocer los nuevos diseños estructurales, se repetían batallas pasadas en juegos de guerra y se expresaban nuevos teoremas de guerra.
Todo guerrero de la legión era bienvenido, pero en la práctica, sólo los de rango tenían la oportunidad de asistir a cualquiera de las reuniones de la logia. Kroeger había sabido de ella, al igual que todos los Guerreros de Hierro, pero nunca había encontrado el tiempo para asistir a una reunión. Al acercarse a la anomalía en la que yacían las armas del Angel Exterminatus, Barban Falk y Forrix habían llegado a su cámara de armado mientras estaba reemplazando los dientes romos de su espada-sierra.
—Tienes esclavos-siervos para hacer eso —dijo Forrix.
—Prefiero hacerlo yo mismo —dijo Kroeger, sentado con las piernas cruzadas y vestido con una cota de acero de arpilleras y mallas sobre su hábito de servicio. Cien o más dientes afilados se extendían sobre un paño engrasado ante él, como trofeos tomados de la quijada de algún tiburón mecanizado. Cada uno estaba brillante y limpio, aceitado y listo para desgarrar.
—Tienes cosas mejores que hacer con tu tiempo —dijo Falk, irritado porque un compañero Triarca realizase tal tarea manual.
—¿Cómo qué?
—Venir con nosotros —dijo Forrix, alargando su brazo para levantar la espada de las manos de Kroeger.
Kroeger le arrebató el arma antes de que Forrix pudiera tocarla.
—No toques mi espada —dijo Kroeger, con los dedos encrespados alrededor de la empuñadura—. ¿A dónde vamos?
—A la Dodekatheon —dijo Forrix—. Es hora de que seas conocido allí.
Kroeger alivió su agarre en la espada y la colocó en un estante contra la pared, en medio de una gran cantidad de filos, porras y armas de fuego.
—¿La orden de los canteros?
Forrix asintió con la cabeza y lo llevó por los relucientes pasillos aromados con aceites de la Sangre de Hierro, a través de corredores por los que viajaba regularmente y por cámaras que nunca había conocido. Cruzaron procesiones abovedadas de piezas de artillería jerarquizadas, con cientos de vehículos blindados pesados suspendidos en cadenas masivas de las vigas del techo reforzado. Subieron por una gran escalera de caracol que serpenteaba alrededor de columnas atronadoras de caliente magma, y endurecidos cargadores herméticos con proyectiles, equipo de trinchera y millones de cartuchos de munición volátil. Más que cualquier otra legión, los interiores de las naves de los Guerreros de Hierro estaban entregados a los suministros y la logística, ya que su forma de guerra dependía de un suministro constante de ojivas altamente explosivas.
A pesar de que era fácil perderse durante el viaje a través de las entrañas de una nave espacial, Kroeger sabía que se dirigían hacia las secciones frontales de la Sangre de Hierro. Las cámaras de altas paredes de hierro caliente y las sudorosas tuberías por donde pasaban, se hicieron cada vez más estrechas a medida que más y más espacio se dedicaba a los sistemas de armas de proa: los enormes tubos de las armas frontales de torpedos y relés de potencia al servicio de las baterías de cañones pesados montados a cada lado del espolón tallado de proa.
—¿Realmente nunca has estado en una reunión de la Dodekatheon? —dijo Falk.
—Nunca —dijo Kroeger.
—¿Por qué no?
Kroeger se encogió de hombros.
—Siempre me pareció que había cosas más importantes que hacer con mi tiempo que hablar de la guerra. Prefiero estar listo para la lucha.
—Eres un Triarca —dijo Forrix—. Hablar de la guerra es parte de estar preparado para ella ahora.
La rampa curva por la que bajaron se abrió en una avenida del triunfo con bóvedas lancetas, por la que numerosos grupos de Guerreros de Hierro se reunían en grupos apretados. Algunos estudiaban minuciosamente gavillas de planos arquitectónicos, mientras que otros se agrupaban en torno a pantallas hololíticas proyectando esquemas de detalles de murallas, patrones de bombardeo proyectados y sincronizaciones de fuego. Quizás un centenar de guerreros se habían reunido, algunos con armadura, algunos con sus mallas y cotas.
—Parece muy… informal —dijo Kroeger.
—No dejes que las apariencias te engañen —dijo Forrix—. Este es el mayor nido de víboras que puedas imaginar. Las alianzas se hacen y rompen aquí, pactos y juramentos jurados y olvidados antes del final de la noche. Todo es muy útil.
—No suena útil en absoluto.
Forrix sonrió.
—Todo lo contrario; ver quién favorece a quién y dónde se forman las tramas es un conocimiento que nos situará en una buena posición a la hora de decidir el orden de batalla. Lanza a tres Forjadores de Armas a la batalla juntos y siempre será bueno tener un poco de sana rivalidad entre ellos. Juzgar el nivel adecuado de competencia puede estimular a cada Forjador de Armas a mayores cotas de esfuerzo, igual que hacerlo mal puede hacer que el ejército luche entre sí, tanto como contra el enemigo.
—Ya veo —dijo Kroeger, aunque la idea de la rivalidad entre Forjadores de Armas parecía innecesariamente hostil—. ¿Otras legiones tienen órdenes de este tipo?
—Otras legiones han establecido órdenes similares, pero el Dodekatheon estaba en su lugar mucho antes de que el chico de los recados de Lorgar pensara en suplantarlo con una logia de su propia creación.
—Sí, pronto enviamos de vuelta a ese gusano —rio Falk—. Tenemos nuestra orden y no necesitamos ninguna otra.
Las cabezas comenzaron a girarse cuando la noticia de la llegada del Tridente se extendió por los guerreros reunidos. Aunque los rangos y el título se quedaban en la puerta del Dodekatheon, algunos eran demasiado importantes como para ser dejados atrás por completo. Asentimientos de respeto siguieron a los tres guerreros mientras se abrían camino a través de la presión de los cuerpos. Kroeger vio rostros que reconocía, otros que nunca había visto antes y caras que no parecían pertenecer a la IV Legión.
Uno de estos rostros pertenecía a un espadachín con cicatrices de los Hijos del Emperador, que había acompañado a Fulgrim en la Cavea Ferrum. El mismo guerrero que le había amenazado. Lucius le llamó Fulgrim, con sus dos vainas vacías al cinto. La mano de Kroeger relampagueó a su vaina antes de recordar que él también estaba desarmado. Lucius sonrió cuando leyó su ira y esbozó un saludo casual.
—¿Por qué está aquí ese bastardo escurridizo? —preguntó.
—Un gesto de cooperación entre legiones —dijo Falk, casi escupiendo la respuesta—. Invitamos a uno de los guerreros de Fulgrim a nuestra orden y nosotros enviamos uno de los nuestros a la suya.
—¿Un espía?
—Un emisario —dijo Forrix—. Un embajador.
—¿A quién enviamos con ellos?
Forrix se encogió de hombros.
—A Nacido de la Piedra y a uno de los hombres de Berossus. No sé su nombre.
Lucius salió de su visión y Kroeger vio el pelo plateado del Forjador de Armas Toramino mientras conversaba con un guerrero de cabeza rapada, de espaldas a Kroeger. Los dos guerreros se deslizaron en los claustros laterales de la cámara, pero no antes de que el guerrero volviera la cabeza y Kroeger reconociera a Harkor. Había aceptado con cautela la oferta de ayuda de Harkor, sabiendo todo el tiempo que le traicionaría por la posición, pero todavía le sorprendía la rapidez con la que su escudero había corrido a Toramino alardeando de su influencia con el nuevo Triarca.
Tal vez había algo de razón en asistir a estas reuniones para evaluar el flujo y reflujo de la traición y la infamia después de todo.
—El Tridente —dijo una voz áspera con toda la calidez de un glaciar—. No soléis honrarnos todos juntos. La lucha que se avecina debe ser grave.
Un Guerrero de Hierro salió de la multitud y se acercó a ellos. Llevaba el hierro bruñido de la legión, con su oro y azabache pulido con acabado brillante, pero la mayor parte de su armadura era del marfil frío de un apotecario. Un guantelete estaba prolongado con las herramientas del curador y guardián de los muertos, el otro empuñaba un cetro de jade con la forma de un rayo alargado. Un extremo estaba coronado por una esfera de zafiro lleno de vapor, la otra por una esfera de jade con un líquido ondulante contenido dentro de un campo de energía invisible.
—Hierro dentro, honorable —dijo Forrix, inclinando la cabeza en un gesto de respeto.
Falk también hizo un gesto de respeto.
—Honorable Soulaka. Hierro dentro.
—Hierro fuera —dijo el apotecario con una breve reverencia.
Kroeger no conocía a Soulaka, pero instintivamente le disgustó. Sus rasgos eran pícaros y atractivos, de pelo negro con ojos de color azul claro que una vez pudieron haber sido hermosos en un rostro mortal. Su sonrisa era la de un mal iterador, sincero y empático, pero totalmente carente de verdadera convicción.
—¿Así que este es el Forjador de Armas Kroeger? —dijo Soulaka, tendiéndole la mano libre.
Kroeger le dio la mano, muñeca con muñeca, sintiendo una fuerza en el hombre que no había esperado.
—Saludos, Soulaka —dijo Kroeger.
—Mi título aquí es «Honorable» —dijo Soulaka—. Es el único rango que perdura entre los iguales que vienen aquí. Pero como eres nuevo en la orden, no me tomo ninguna ofensa.
Kroeger asintió con rigidez por la suave reprensión.
—Siéntete a gusto en nuestra compañía —continuó Soulaka, llevándolos más al interior de la cámara—. Hay muchas cosas en las que participar.
—¿Cómo cuáles? —preguntó Kroeger.
—Te lo mostraré.
Largas cadenas que colgaban del distante techo portaban teas encendidas que creaban un dosel bajo de humo negro, haciendo que el espacio se sintiera claustrofóbico. El barullo de voces era gratamente relajante, pero había un trasfondo de gran orgullo que coloreaba cada mención de bajas, brechas, escaladas y líneas de avance.
Soulaka los llevó más allá de una mesa colmada de escombros, que al principio Kroeger confundió con los residuos desprendidos de las paredes, hasta que vio los bloques de color gris que se utilizaban para representar a las compañías de los guerreros y de artillería.
—Repetimos las batallas del pasado —dijo Soulaka—. Las nuestras y las de nuestros hermanos, para aprender de sus errores y mejorar nuestros protocolos tácticos.
A través de los anchos hombros de los legionarios reunidos alrededor de la mesa Kroeger vio una representación amorosamente esculpida de una gran torre, rodeada de más bloques numerados de unidades, esta vez de color negro.
—Aquí, los Forjadores de Armas de los 34.ª y 88.ª Grandes Batallones están librando de nuevo el asedio de Dulan —dijo Soulaka con una sonrisa—, aunque espero que no vayan a llegar a las manos, como sus contrapartes históricas. Ahí está la Ciudadela de Hierro de la Tecnocracia Auretiana, donde hemos descubierto que al comprometer a Angron mucho antes en el combate, la factura del carnicero habría sido mucho menor. Para los Hijos de Horus en cualquier caso.
Hizo un gesto hacia una tercera tabla.
—Y ahí tenemos una adquisición reciente: la batalla de la Fortaleza Perfecta, una derrota sufrida por nuestros hermanos de la Tercera Legión a pesar de la ayuda del Señor del Hierro en la planificación de su arquitectura.
Kroeger se detuvo para admirar la representación de la Fortaleza Perfecta colocada sobre el gran hololito montado en la piedra. Las estructuras civiles y fortificaciones eran todas una, con cada parte de la arquitectura diseñada como un bastión de defensa, un punto de apoyo y una vivienda en la misma medida. Aunque las paredes y edificios estaban construidos con lo que parecían las más altas consideraciones estéticas en la mente del cantero de guerra, las carreteras y la infraestructura eran claramente el trabajo de un individuo más pragmático.
—La población son escudos —dijo Kroeger, escaneando la ciudad en busca de debilidades.
—O fuerzas de defensa civil, dependiendo del punto de vista —dijo Soulaka.
—Son carne de cañón —dijo Kroeger—. Pero el que lo diseñó de esa manera es un idiota.
Un fantasma de movimiento y Kroeger sintió el aliento perfumado en su oreja.
—El mismo Fénix lo diseñó —dijo Lucius, con una mano demasiado íntima agarrando el cuello de Kroeger mientras se deslizaba a su alrededor—. ¿Estás diciendo que mi Primarca es un idiota?
Kroeger se quitó la mano de Lucius, y reprimió el impulso de arrancarle la cabeza al bastardo engreído. Sintió la sólida presencia de Barban Falk a un lado y Forrix en el otro, sintiendo una pizca de orgullo por que estuvieran con él. Atacar a Lucius sería un error por numerosas razones, y el espadachín lo sabía. Kroeger se tragó su ira y asintió con la cabeza hacia la Fortaleza Perfecta.
—Es una estrategia fallida confiar en la compasión de sus enemigos —dijo—. Esta ciudad depende de que los atacantes tengan miedo de atacar a la población. Eso no sería una consideración si yo dirigiera el ataque.
—Las fuerzas imperiales no piensan como tú —dijo Lucius, y Kroeger observó el juego de tejido cicatrizado en el rostro del espadachín. Muchas de sus heridas estaban mal selladas o deliberadamente mantenidas sin curarlas apropiadamente. El efecto debía de haber sido doloroso.
—Lo harán —dijo Kroeger—. Más pronto de lo que piensas. Y de todos modos, esta «Fortaleza Perfecta» cayó, ¿no? No era tan perfecta después de todo, ¿eh?
—Cayó, sí, pero no a través de cualquier defecto del diseño —dijo Lucius.
—Entonces, ¿por qué se cayó? —exigió Falk.
—Debido a que se había cansado de ella, y dejársela a Corax y sus monstruos era más agradable —dijo Lucius—. Mi legión son guerreros, no carceleros. No son adecuados para ser los guardianes de mundos conquistados, eso se lo dejamos a otras legiones menos… vigorosas.
Kroeger se rio de la mezquindad del insulto, y dejó a un lado a Lucius para ir a una vasta arena topográfica que era parte representación física, parte una construcción holográfica. Ocupaba todo el extremo de la cámara, una representación de la más poderosa fortaleza que Kroeger hubiera visto jamás. No era una defensa planteada por manos mortales; era la más grande masa continental de un mundo, moldeada por una poderosa entidad para convertirse en la fortaleza más fuerte, más respetada y más implacable de la galaxia. Una obra maestra de proporciones inmensas, cuya complejidad y belleza funcional robaron el aliento de Kroeger.
A pesar de que jamás había puesto los ojos en este lugar, sabía exactamente cuál era.
—El Palacio Imperial —dijo.
—Ah, sí —dijo Soulaka—. Un elemento permanente del Dodekatheon.
Una veintena de guerreros rodeaban la mesa, cada uno al mando de algún aspecto de su defensa o perdición. Mediante sus órdenes estaban representados holográficamente grandes ejércitos enviados a la batalla, divisiones numéricamente etiquetadas de decenas de miles de hombres avanzando y retrocediendo, como mareas rojas de sangre a medida que sitiaban el palacio. El público vociferaba consejos a los combatientes, gritando para indicar ataques repentinos desde aberturas ocultas, porciones de muralla débilmente defendidas, brechas a explotar y pasos impracticables por descargas de artillería implacables.
Sin embargo, el esfuerzo de todos los millones de guerreros de la legión y auxiliares del ejército sitiando el Palacio Imperial era, para Kroeger, inútil. Los defensores estaban demasiado arraigados, sus muros eran demasiado altos, las defensas demasiado coordinadas y la astucia de su construcción imposible de superar. Pocos ejércitos atacantes tenían esperanza de conseguir atravesar los muros, y la mayoría nunca lo haría. Las sugerencias bombardeadas de los generales atacantes iban desde lo obvio: «¡Más armas, más asaltos!», hasta lo ridículo «¡Luchad con más fiereza!».
Toda sugerencia llevada a la práctica fue enfrentada y respondida con facilidad por los guerreros en el papel de los defensores, desviando y rechazando cada ataque con el mínimo esfuerzo. Viendo sus ataques y contraataques, Kroeger reconoció un patrón en sus tácticas que era completamente diferente de aquellas en las que se había entrenado.
Los Forjadores de Armas estaban defendiendo el Palacio con tácticas de otra legión.
—Están usando doctrinas de los Puños Imperiales —dijo Kroeger.
—Por supuesto —dijo Soulaka, apareciendo a su lado—. Dorn y su legión de albañiles son los fortificadores del Palacio, así que tiene sentido jugar con sus reglas.
—Eso no es particularmente inspirador —dijo, mientras otro ataque era barrido de los recintos en el Katmandú y un asalto sobre la elevación Dhawalagiri era rechazado con graves pérdidas. Las bajas se contaban por cientos de miles.
—Estoy de acuerdo —dijo Soulaka—. Pero nuestros ejércitos superan en número a los defensores diez a uno. Con el tiempo entrarán.
Kroeger sacudió la cabeza.
—Tal vez, pero el que quede en pie en el palacio será señor de la ruina más grande en la Tierra —dijo.
—¿Crees que puedes hacerlo mejor? —dijo una voz detrás de él.
Todas las conversaciones cesaron cuando el Señor del Hierro salió de las sombras, resplandeciente en su armadura de combate y con Rompeforjas enganchado a su espalda. Las interfaces cibernéticas en todo su cuero cabelludo brillaban con la luz de las antorchas, y sus características melancólicas estaban atenuadas y oscuras. La capa de armiño de Fulgrim colgaba de sus hombros, con el cráneo de fijación reluciente y la piedra preciosa incrustada con numerosas líneas doradas.
—Mi señor —dijo Forrix—. No sabíamos que estabas aquí.
—Ciertamente —dijo Perturabo cuando el Círculo de Hierro salió de las sombras tras él. Forrix estaba asombrado de que los escuderos del Primarca hubieran sido capaces de infiltrarse en la sección de proa sin que nadie oyese las fuertes pisadas de su paso. Los robots de combate acorazados y voluminosos flanqueaban al Primarca mientras este hacía un lento circuito por la mesa del Palacio. Sacudió la cabeza como si estuviese decepcionado por la falta de ambición y visión de sus guerreros. Sus fríos ojos azules analizaron las posiciones congeladas de los ejércitos sitiando el Palacio y sus labios se apretaron en una delgada línea ante lo que vio.
Kroeger vio el disgusto del Primarca, y recordó por qué había sido llevado al Tridente.
—Sí, creo que podría hacerlo mejor —dijo.
—¿Crees que puedes tomar lo que tus compañeros Forjadores de Armas han fallado espectacularmente en capturar? —le pregunto Perturabo mirándolo.
—Sí, podría —dijo Kroeger.
—Entonces eres muy tonto o muy talentoso.
—Tal vez un poco de ambos.
—Ya veremos —dijo Perturabo—. Reiniciad la simulación de batalla. Comenzad de nuevo, y esta vez, el Forjador de Armas Kroeger asumirá el mando de las fuerzas del asalto. Todos los demás parámetros serán los mismos. Iniciad.
Perturabo se apartó del gran modelo holográfico cuando los muertos volvieron a la vida, y los ejércitos ficticios se retiraron. Kroeger sacudió la cabeza, señalándolo con un puño de hierro.
—No —dijo—. No todos los parámetros serán iguales.
—¿Qué cambiarías, mi audaz Triarca? —preguntó Perturabo, apoyado en el borde de la mesa y dejando que el brillo verdoso de los proyectores de la mesa iluminase su rostro con un resplandor espectral.
—No quiero pelear con guerreros que siguen estrategias de otro Primarca.
—Entonces, ¿contra quién vas a luchar?
—Quiero pelear contra ti —dijo Kroeger—. Quiero ver lo que sucede cuando Perturabo defiende el Palacio del Emperador.
* * *
El Apotecarion estaba silencioso, y Cadmus Tyro se resistía a romper ese silencio con sus palabras, pero ¿a quién más podría hablar? En realidad, la cámara hacía tiempo que había dejado de ser un lugar de curación. Ahora era una tumba, envuelta en el frío de una sepultura, y utilizada sólo por un hombre valiente cuyas heridas deberían haberlo matado tres veces.
Se sentó junto al sarcófago de Ulrach Branthan, con la mano apoyada en la superficie de vidrio esmerilado. Los sensores hápticos registraban el frío y medían las energías contenidas del campo de estasis en el interior, pero no había sensación más allá de lo que los augméticos le estaban diciendo. Su reemplazo biónico era más sensible, más receptivo y más fuerte que la extremidad que le había sido amputada hace mucho tiempo, pero se encontró con que añoraba la sensación tranquilizadora y orgánica de sus manos.
Era extraño que un recuerdo de la carne le viniese aquí, donde la carne era de lejos el material más redundante presente. Su cuerpo tenía más del sesenta por ciento mecanizado: sus piernas, un brazo, sus pulmones y una parte importante de su sistema cardiovascular. Una infección fagocitadora de las células, recibida de un biopatógeno leucotoxico en la limpieza del Cúmulo Galieanico se había encargado de ello. No es que le hubiera importado en ese momento por supuesto, pues sólo los verdaderos favorecidos eran capaces de salir de la debilidad del cuerpo de forma tan rápida y tan completa. Sólo Vermanus Cybus igualada a Tyro en bio-modificaciones, pero Cybus había sido considerado desde hace mucho tiempo como un patológico en su reverencia por la máquina y su repugnancia por la carne.
En verdad, Cybus era un guerrero al que ni siquiera sus hermanos de batalla podían tolerar a su alrededor por mucho tiempo, pues su adhesión a las doctrinas de superioridad augméticas ya se habían extendido a través de la legión, incluso antes de la muerte de Ferrus Manus y su advertencia contra tales creencias a la Fraternidad del Hierro.
Garuda sintió la inquietud de Tiro y frotó su cabeza metálica contra la piel raspada de su cuello como si quisiera consolarlo. Donde el acero del brazo aumentado de Tyro se unía con el hombro había una masa flexible de tejido integrado, palmeado en una malla fina con la base de su cuello. Picaba de forma inmisericorde, pero los analgésicos que normalmente calmaban la irritación de la piel habían sido requeridos para la operación en el sarcófago de Branthan.
—Es simple, el capitán volverá con nosotros —dijo Tyro, consciente de que estaba dirigiendo sus palabras a un pájaro que no podía responder. Se corrigió. Un ave que elegía no contestarle. Garuda y Ulrach Branthan eran alegres compañeros, y a menudo le pareció como si hablaran a través de alguna comunión invisible.
—Ah, Ulrach, haces que tenga que hablarle a esta maldita máquina tuya —dijo, tamborileando con los dedos en el cristal en un movimiento rítmico—. Has sido tan leal como ninguno de nosotros, lo reconozco.
No hubo respuesta de su capitán, ni la había esperado. El apotecario Tarsa había sugerido que podría ayudar a Branthan oír voces familiares a su alrededor, formando un vínculo entre el mundo helado que hoy ocupaba y el mundo de calidez en el exterior. Se habían organizado por turnos desde Isstvan para llegar al Apotecarion, hablar con su antiguo capitán y dar voz a las trivialidades de la jornada, las operaciones que habían planeado y los temores que tenían ante el próximo enfrentamiento.
Tyro sospechaba que la sugerencia del Salamandra era más para los vivos que para los muertos vivos.
Desde que penetraron en las regiones exteriores de la gran tormenta disforme, Varuchi Vohra habían sido tan bueno como su palabra, guiando la Sisypheum entre sus borrascas y células de tormenta inmateriales con una mano hábil y sutil. Los saltos tan peligrosos entre tormentas, normalmente habrían hecho del viaje una sucesión de maniobras trepidantes y situaciones de pesadilla, pero los Caminos por Debajo les habían salvado de los peores efectos secundarios de un viaje tan peligroso. Incluso los campos Geller eran innecesarios, aunque Tyro los mantenía levantados de todos modos.
Vohra le aseguró que iban según lo previsto, pero era imposible saberlo a ciencia cierta. Cada lectura auspex era un sinsentido que sólo registraba picos imposibles de realidad física torturada, y todos los cronómetros a bordo de la nave o habían dejado de funcionar o se deslizaban al azar hacia adelante y atrás en el tiempo.
En verdad, se trataba de un reino de la imposibilidad.
Y ellos estaban volando directamente al corazón del mismo.
—Voy a ser honesto, Ulrach, no sé lo que estoy haciendo —dijo Tyro, sacudiendo la cabeza—. Vienen a mí en busca de respuestas, pero no tengo ninguna que darles. Siempre fuiste el capitán que veía el cuadro completo; yo era un guerrero de línea con un título. No sé si tienes alguna conexión con la nave ahora, pero estamos tan lejos de cualquier lugar cuerdo como podría imaginar. Si puedes creértelo, estamos confiando en la palabra de un eldar y dejando que guíe la Sisypheum en la mayor brecha disforme que he conocido, persiguiendo una historia imposible de dioses antiguos y armas del fin del mundo. Tú le meterías un proyectil en su cabeza de eldar tan pronto como lo vieras y nos llevarías a hacer algo útil.
Tyro se detuvo cuando Garuda saltó de sus hombros al borde del ataúd. El pájaro se pavoneó mientras caminaba a lo largo del contenedor de hielo, y Tyro se preguntó si sabía por qué no salía su antiguo maestro.
—Todo se ha ido al infierno, Ulrach. Estamos luchando contra esos bastardos, te juro que todos estamos luchando contra ellos, y estamos haciendo algún bien. Y no estamos solos nunca más; hemos hecho contacto con otras veinticinco células combatientes. Estamos cortando las líneas de suministro enemigas, negándoles un paso fácil. Hemos roto sus comunicaciones y matado a miles de traidores. Nuestra tasa de muertes es mayor que nunca, pero no sé si es suficiente. No sé lo que el Primarca haría, y eso… eso… me asusta.
La confesión sorprendió a Cadmus Tyro, porque hacía tiempo que se había imaginado a sí mismo purgado de esa emoción paralizante. El miedo era lo que soportaban los mortales. Las décadas de formación, el psico-adoctrinamiento y la disciplina de hierro habían hecho su mente impermeable a la mente-asesina. Tyro se había enfrentado a monstruosos seres xenos, hordas de pieles verdes que pretendían descuartizarle con cuchillas motorizadas, y horrores etéreos chillones que se abrían paso a través de la barrera entre la disformidad y la realidad.
Se había enfrentado a todo esto y más, sin miedo; sin embargo, la incertidumbre de su futuro lo había acobardado.
—¿Debemos volver a Terra, reagrupamos con el resto de las legiones? ¿O deberíamos estar aquí, porque ahora mismo estamos luchando, matando al enemigo? Somos las legiones destrozadas, y los estamos golpeando, pero ¿estamos haciendo el suficiente daño? No lo sé, y no sé cómo luchar sin certeza. Tú y el Primarca nos dabais esa certeza, pero ¿hacia dónde vamos desde ahí?
Sus dedos de hierro se cerraron en un puño.
—Por la sangre de Asirnoth… te necesitamos, Ulrach —dijo Tyro, abriendo los dedos y golpeando su palma contra el cristal. El campo de estasis brilló y sonó cuando el ataúd registró el impacto. Una campanilla de advertencia sonó, y una luz roja parpadeó en los controles termostáticos.
Garuda se elevó en el aire, dejando escapar un chirrido enojado de código binario que le envió una punzada de dolor al cráneo. Tyro se echó hacia atrás, repentinamente nervioso. ¿Y si hubiera interrumpido algún sistema vital? No lo sabía. ¿Debería buscar a Atesh Tarsa?
La luz roja se apagó y Tyro exhaló un suspiro de alivio. La sola idea de que algo cambiase dentro de un campo de estasis era patentemente absurda.
—¿Lo ves? Emoción. Todos estamos al borde de rompernos, Ulrach —dijo Tyro, levantándose y paseándose por el largo y ancho de la cámara—. Desde que Ferrus… desde Isstvan, nos hemos estado deshilachado, deshaciéndonos, y no sabemos cómo detenerlo. Estamos perdiendo lo que nos hizo grandes, Ulrach. La voluntad de hierro en el corazón de nosotros se está, no sé, oxidando o resquebrajando.
Cadmus Tyro se detuvo al final del sarcófago de Branthan y se inclinó hacia delante, apoyando los codos en los bordes biselados, dejando que la frustración de meses de guerra aislada en el norte se derramara en un suspiro vibrante.
—Este no es el tipo de guerra para el que me hicieron —dijo—. Voy a luchar, y vamos a desangrar el enemigo, pero ¿podemos ganar? No estoy seguro.
Sólo el zumbido de la maquinaria y el roce de la garras con la tapa del ataúd perturbaban el silencio. Tyro contempló la silueta borrosa de un hombre que había seguido a la guerra cien y más veces, una efigie sin vida de la vida, en lugar de la vida misma. Un cadáver congelado en el tiempo, a la espera de algún arqueólogo lejano para desenterrarlo de un glaciar expuesto.
—Sabes, creo que estas son las conversaciones más largas que hemos tenido —dijo—. Si no estuvieras en ese ataúd, no creo escucharas la mitad de lo que te estoy diciendo. Me habrías estrellado contra la pared y dicho que recuperase el control. Habrías dicho que era un necio por dejar que la debilidad de la carne gobierne mi pensamiento. Y tendrías razones para hacerlo.
Garuda tocó con su pico de plata el cristal, y Tyro se enderezó con una sonrisa que desmentía por completo su sombrío estado de ánimo.
—Tienes razón —dijo Tyro—. Vamos, el capitán necesita descansar.
Golpeó el puño contra la placa de su peto y extendió el brazo para que el águila mecanizada se colocase encima. El pájaro se alejó de él, y tocó con su pico en el cristal de nuevo. Hizo una seña al águila, pero el pájaro se negó rotundamente a venir hacia él. Su estado de ánimo, si podía decirse que un ingenio mecánico tuviera estados de ánimo, era a menudo inexplicable, pero esto era obstinado incluso para él.
—Ven aquí —dijo—. Ahora.
El pájaro no se movía.
Tyro le alcanzó, pero Garuda le picoteó y su pico crepitó con descargas eléctricas al tocarle, cortando el hierro del guantelete de Tyro como una cuchilla de energía. Agarró su mano, pero antes de que pudiera dar voz a una maldición enojada, vio lo que había llamado la atención del ave.
Lo que estaba viendo no fue evidente en un principio, porque su mente se negaba a aceptarlo.
Pero cuanto más lo miraba, más se hizo imposible negarlo.
Branthan permanecía como siempre había estado, frío e inmóvil, con el Corazón de Hierro alrededor de su cuerpo como un parásito mecánico en cuclillas Sus miembros todavía estaban destrozados y rotos, con el pecho arruinado por los cuatro cráteres reactivos de masa perforados a través de su torso.
No, no cuatro.
Tyro vio sólo tres heridas bólter.