VEINTIDOS

VEINTIDOS

Horizontes medio imaginados

Guerra fantasmal

Fuego a discreción

Lo que fuera que Perturabo había esperado encontrar en el corazón del sepulcro de la Condenación de Isha, no era esto. Esperaba encontrar una serie de tumbas, marcadores de lápidas o algún otro recuerdo visible de los muertos. Algo literal. Esperaba ver grandes estatuas, obeliscos monolíticos, grandes registros de hazañas y legados. Ahora se daba cuenta de que era una presunción muy humana; los eldar recordaban a sus muertos de una manera muy diferente.

El último pasaje los había llevado hasta una pasarela de treinta metros de ancho por encima de un gran espacio abovedado, lleno de la misma luz verde que inundaba las tumbas y mausoleos de la ciudad. La fuente última de la iluminación se revelaba ahora, un géiser titánico de brillante color esmeralda, vertiéndose en una columna de resplandor desde la apertura de un pozo abismal en el centro del espacio cavernoso.

Muy por encima de ellos, en lugar de la parte inferior de la cúpula de oro que habían visto desde el exterior, existía un vacío de la nada absoluta que era a la vez estático y agitado por el movimiento. La luz resplandeciente desde abajo tronaba en sus profundidades, tragada sin perturbar a la oscuridad.

—Es como mirar en el corazón de un agujero negro —dijo Kroeger, fascinado por la visión.

Perturabo asintió con la cabeza, con su mente creando formas reconocibles dentro de las profundidades de la oscuridad fuliginosa: Horizontes lejanos, tierras distantes y galaxias más allá de la imaginación.

—Creo que eso es exactamente lo que es —dijo, apartando la mirada de los horizontes medio imaginados en la oscuridad—. Creo que esto tiene algo que ver con lo que mantiene al planeta libre de ser arrastrado hacia el núcleo del Ojo.

—Entonces vamos a tratar de no hacer nada estúpido aquí —dijo Falk—. Todavía hay una guerra que ganar, una vez que finalmente consigamos terminar con esto.

El suelo de la cámara era como un fondo marino nacarado, un bosque de esbeltas torres, segmentadas, ensanchadas y afinadas como estalagmitas. Cada una estaba tachonada de brillantes piedras preciosas que relucían en un torrente espumoso de luz, como una acumulación de crustáceos en las rocas agitadas por la marea. Unos senderos serpenteaban entre las torres, y el más corto de ellos seguía teniendo sin duda cientos de metros de altura. A pesar de que parecían dispuestos al azar, Perturabo vio inmediatamente el patrón en la disposición de los caminos y senderos.

—Todos convergen en la apertura por la que se vierte la luz —señaló Fulgrim.

—¿Te diste cuenta de eso?

Fulgrim le lanzó una mirada fulminante.

—¿Patrones perfectos, geometría recurrente y secuencias naturales de Fibonacci? Por favor.

Perturabo sonrió.

—Olvidé que habías leído el Liber Abaci.

—¿Leerlo? Lo he reescrito.

Perturabo hizo un gesto hacia el interior de la cámara colosal.

—¿Así que es esto lo que esperabas?

Fulgrim se acercó al borde de la calzada, con la capa blanca ondeando tras él como la crin de su pelo, que estaba apartado de su rostro por un anillo de plata de exquisita calidad. Perturabo reconoció la misma mano que había creado el broche de la capa que Fulgrim le dio en Hydra Cordatus. Echó un vistazo a la joya situada en el cráneo reluciente, su negrura estaba ahora completamente eclipsada por el oro.

Con el Círculo de Hierro formado ante él y sus Triarcas a cada lado, Perturabo avanzó alrededor de la circunferencia de la cámara, hasta donde una rampa liviana les llevaba hasta el suelo como una serpiente enroscada colgando sobre el borde de la calzada. Berossus cerraba la marcha, y cuando Perturabo descendió a la parte inferior de la rampa, vio a los guerreros siguiéndole por encima. Habían entrado en el sepulcro con quizás mil legionarios y un número similar de mortales, pero ahora había muchos menos entre los seguidores de Fulgrim.

¿El laberinto los había reclamado sin que nadie se diera cuenta, o habían sucumbido a violentos impulsos o deseos carnales en el camino? Perturabo era indiferente a su suerte. De cualquier manera, era como si estuvieran muertos.

El suelo de la cámara estaba caliente como en una selva húmeda, y cubierta por jirones de niebla resplandeciente que se filtraban desde las torres como una respiración. Llegados a su nivel, la escala de las torres se hizo plenamente evidente: elevadas esculturas que no presentaban marcas de un constructor o un artesano. Espantosas sombras negras bailaban en el suelo y se deslizaban sobre las torres, con la luz en cascada desde el centro de la cámara discurriendo entre ellos como el agua.

Los Guerreros de Hierro marchaban al unísono, moviéndose como una sola columna de poder marcial, mientras que Fulgrim y sus guerreros se dispersaban, moviéndose entre las torres y girando sus cabezas con asombro ante su escala. Fulgrim caminaba con los brazos extendidos y la cabeza inclinada hacia atrás, como recibiendo el sol de la primera mañana. Lo que había comenzado como una operación militar estaba descendiendo rápidamente en algo completamente distinto.

—Sea lo que sea, no fue construido —dijo Kroeger, llegando a tocar una de las torres con el puño.

—¡No lo toques, idiota! —explotó Falk.

Kroeger apartó la mano, con las lentes de su casco resplandecientes por la hostilidad y la luz verde reflejada.

—Tú no me das órdenes —dijo Kroeger.

—Todavía no —respondió Falk.

—¿Qué significa eso? —gritó Kroeger, dando un paso hacia él.

—No lo sé —dijo Falk, como sorprendido por sus palabras cuando Kroeger se enojó ante ellas. Perturabo vio a Falk mirar por encima de un apretado nudo cristalino de piedras preciosas incrustadas en la torre a su lado, como si viera algo, algo que deseaba no poder ver.

—¿Falk? —dijo Perturabo—. ¿Qué ocurre?

Barban Falk no respondió hasta que Perturabo puso un guantelete de hierro pesado sobre su hombro.

El Triarca se estremeció, como si hubiera sido golpeado, y sacudió la cabeza, desechando su pérdida momentánea de concentración. Perturabo leyó las lecturas biométricas del guerrero a través de su visor, y vio que su pulso se había desbocado y su frecuencia respiratoria se había elevado extraordinariamente.

—Yo… creí ver algo —dijo.

—¿Qué?

—No lo sé —respondió Falk—. Nada, creo.

—Es este lugar —dijo Kroeger, flexionando su guantelete en la empuñadura de su espada—. Se mete en el interior de tu cabeza. Brujería eldar.

Falk asintió y apretó los puños.

—Estoy bien —dijo—. Vamos.

Perturabo los condujo más profundamente en la cámara, siguiendo los caminos en bucle a través de las torres. Al acercarse al centro y a la torre de la luz, la niebla verde que se concentraba alrededor de las torres se hizo más densa, como un muro de niebla tóxica entre los sumideros de las calles de algunas colmenas industriales.

Eventualmente, a medida que él y Fulgrim observaban, las vías en espiral tenían cada vez menos bucles hasta que por fin se situaron delante del río vertical de luz en el centro del sepulcro.

No era sólido, como habían supuesto, sino más bien como una cascada de hélices brillantes de luz diáfana, como si un telar celestial en el núcleo del planeta reuniera mil millones de veces mil millones de hilos radiantes, y estuviesen tejidos en una gran corriente. El torrente era una intrincada malla de infinita complejidad, y Perturabo no se sorprendió al ver que el camino les conducía en dirección a la orilla del pozo de donde se elevaba la luz.

El borde tenía doscientos metros de diámetro y, al igual que el mundo en sí, era perfectamente circular, sin ni siquiera la más mínima imperfección estropeando su geometría ideal. Su circunferencia estaba grabada con símbolos cursivos, runas antiguas más allá incluso de la comprensión del lenguaje, y Perturabo se consideraba fluido en numerosos dialectos eldar.

Fulgrim avanzó hasta el borde del pozo, aureolado por una corona de luz esmeralda, con su capa ondeando detrás de él como alas de marfil.

—Es tan hermoso —dijo Fulgrim, volviéndose para hacer frente a Perturabo.

Antes de que Perturabo pudiera responder, se oyó un grito de alarma. Giró sobre sus talones a tiempo para ver a un legionario arrebatado de entre la niebla por un atacante invisible.

—¡A las armas! —gritó mientras la niebla comenzó a tomar forma a su alrededor.

Los gritos procedían de la niebla empalagosa, gritos mortales. Sonaron chasquidos de fuego bólter, amortiguados por la niebla y extrañamente distorsionados por la arquitectura antinatural de la cámara. Siguieron más disparos y más gritos.

Perturabo vio un paisaje estelar de luces brillantes en la niebla, manchas de color carmesí, azul y jade que latían con una iluminación furiosa. Al principio pensó que no era nada más que las piedras preciosas incrustadas en las torres reaccionando a lo que estaba pasando, pero entonces vio la torre más cerca de él… moverse.

No, no moverse. Cambiar de forma.

El material de la torre alrededor de una brillante piedra preciosa de rubíes, situada en su flanco, comenzó a extraer una forma humanoide, como una figura sacada de un molde. Era más alta que un marine espacial, pero delgada y con una alargada cabeza bulbosa, con la piedra preciosa en su centro. La figura salió de la torre, detrás de la luz ondulante del residuo de su nacimiento. Sus brazos estaban rígidos, y en una de sus manos portaba un dispositivo similar a un tubo delgado que sólo podía ser un arma de algún tipo.

Tampoco estaba sola.

Dondequiera que estuviera posada una piedra preciosa, figuras similares salían de las profundidades. Como autómatas, pero con una sensación horriblemente orgánica en sus movimientos, surgían a cientos con cada segundo que pasaba. Atraían la niebla hacia ellas, como si la inhalasen, y Perturabo vio con el corazón encogido que la cámara estaba ahora llena de esas cosas.

Miles y miles de ellas.

—¡Fulgrim! —gritó Perturabo.

Pero su hermano estaba desaparecido.

* * *

Forrix estrelló su puño contra otro de los fantasmas eldar, con su forma insustancial tan vulnerable a los daños como cualquier cuerpo de carne y hueso. Estalló en una explosión de fragmentos de luz y un grito mortal que se desvaneció como un sueño perdido. Pero del mismo modo que podían ser heridos, también eran capaces de causar daño. El pecho de Forrix estaba helado en donde uno de los espectros había atravesado simplemente su servoarmadura para agarrar su corazón.

Un golpe de revés disipó la esencia fantasmal, pero Forrix no había olvidado la lección. Su anillo de exterminadores se abrió paso entre las filas fantasmales de los eldar, triturando, golpeando y desgarrando sus cuerpos formados de niebla. Tres de sus guerreros ya estaban muertos, tirados en la plaza sin ningún tipo de heridas obvias sobre ellos.

Julius Kaesoron luchaba a su lado, una presencia odiosa, pero un bienvenido combatiente adicional.

La locura de Kaesoron podía haber causado esto, pero el hombre podía matar como nadie.

Los disparos de las almenas de la plaza fuerte les rodeaban, machacando a los fantasmas desde detrás de las paredes de hierro. Los proyectiles reactivos de masa eran impotentes, pasando por los cuerpos fantasmales de sus atacantes y explotando al impactar contra el suelo.

—¡Sólo puños! —gritó Forrix—. ¡Guardad los proyectiles bólter para las estatuas!

Los sistemas de armas del Tormentor curtieron la plaza, lanzando arcos de fuego láser y proyectiles de bólter pesado que talaron construcciones por docenas y vaporizaron espectros con cada rayo de energía láser. Forrix bateó a un lado una hoja de espada hecha de niebla y luz, golpeando su enorme puño en la cabeza brillante del fantasma eldar ante él. Desapareció con un grito apagado de pérdida, pero había más allí para tomar su lugar.

Corrientes tormentosas de luz fluyeron cuando las máquinas Mortis se batieron en duelo con los guardianes colosales del sepulcro. Vetas de fuego de cañón, cometas de plasma y fuego de artillería, iluminaron el cielo boreal en una furiosa descarga de armas. Los escudos de vacío parpadearon, enviando arcos de estática a todas las superficies metálicas. Todo el punto fuerte quedó envuelto en zarcillos de relámpagos.

El suelo se estremeció mientras los Titanes competían por la posición entre los mausoleos cercanos. Las máquinas de guerra eldar fueron más rápidas, borrosas con las corrientes de luz refractada, pero las máquinas Mortis eran beligerantes consumados que sobresalían en las peleas a corto alcance.

—¡Aquí vienen! —exclamó Kaesoron con satisfacción.

Se movían con una gracia estilizada, construcciones vidriosas moviéndose sin impedimentos a través del ejército espectral, con sus brazos ardiendo con cegadores rayos esmeralda. La mayoría de ellas estaban desgarrando el punto fuerte, arrancando hojas de blindaje de los muros con sus propias manos, o desencadenando corrientes pulsantes de energía contra los guerreros sobre las almenas, pero un grupo vengativo se precipitaba hacia Forrix y el resto de sus guerreros.

Kaesoron se dirigió hacia las construcciones, aplastando con sus puños al más cercano y partiéndolo en dos. Recibió un golpe en la cabeza que casi lo derribó, pero se movía con una velocidad que sorprendió a Forrix. La servoarmadura cataphracta ofrecía a un guerrero muchas ventajas, pero la velocidad no era normalmente una de ellas.

Kaesoron se enderezó y aplastó la cabeza de su atacante entre sus puños, riendo mientras lo hacía, como si ahora solo él entendiera la última broma del universo. Luchó como un poseso, con su rostro de carne cruda retorciéndose en la agonía de una transformación milagrosa.

Forrix alejó a Kaesoron de su mente cuando otra de las construcciones cargó sobre él. Conectó su puño con el suyo, chocando con una descarga ardiente de energías polarizadas. Sintió la carga arder por su brazo, pero el fuerte blindaje y el grueso aislamiento de su servoarmadura mantuvieron lo peor del dolor a raya. Había dado el primer golpe, pero eso era todo lo que haría.

Forrix giró su otro brazo y disparó una corriente de proyectiles explosivos en su ingle. El vidrio y la luz fueron vomitados de la herida, cuando los proyectiles perforaron su cuerpo vitrificado. La construcción se apartó, pero Forrix no estaba dispuesto a dejarlo ir. Avanzó y conectó un puñetazo en su cabeza bulbosa. El eldar se tambaleó, y otra ráfaga de su combi-bólter arrancó la parte superior de su cráneo. Otro venía hacia él, pero una ráfaga de luz de las almenas del punto fuerte, lo alcanzó en el pecho y lo hizo estallar en una tormenta de vidrio fundido.

Otro de sus guerreros murió, con la cabeza aplastada por un golpe de uno de los gigantes de cristal. Su casco era una ruina aplastada y su cráneo una masa de hueso y pulpa sanguinolenta, pero el cuerpo se negaba a caer; se mantenía en posición vertical por el peso de su servoarmadura.

—¡Retírate a las puertas! —gritó el Nacido de la Piedra por el comunicador—. Estaré listo para cubrirte.

Una bola de fuego rugiente encendió el aire por encima de la batalla, y Forrix arriesgó a mirar hacia arriba cuando vio lo que parecía ser una enorme tubería o conducto de una colmena caer entre la capa de niebla del combate. Tardó un momento en darse cuenta de que estaba viendo la longitud arrancada del cañón de un titán. El cañón del arma se estrelló contra el suelo con fuerza sísmica, y el estallido ensordecedor de su estructura tuvo un eco estremecedor, como el repique de la campana de la Eternidad de Olympia el día en que la legión partió por primera vez de su esplendor montañoso.

Cuernos de guerra gritaron de dolor, y las espigas y destellos eléctricos de los escudos de vacío contrajeron las placas de la servoarmadura de Forrix.

—¡Sigue moviéndote, maldita sea! —gruñó Kaesoron, con su estado de ánimo caprichoso ahora enfurecido.

—¡No necesito lecciones de ti, Kaesoron! —gritó Forrix, enfadado porque un guerrero de los Hijos del Emperador le recordase la regla fundamental de la guerra con una servoarmadura cataphracta: el movimiento y el impulso eran la clave. Avanzando hacia adelante había poco que pudiera detenerte, pero si se perdía ese impulso era casi imposible recuperarse frente al fuego enemigo.

—No estoy de acuerdo —escupió Kaesoron, dando puñetazos a una construcción y dirigiéndose hacia la puerta cerrada del punto de apoyo. Forrix lo siguió, golpeando con sus puños y haciendo rugir su combi-bólter mientras se arrojaba hacia delante.

El último de sus soldados cayó, abrumado por los guerreros espectrales y su letal toque fantasmal. Sus gritos por el comunicador fueron silenciados en un instante, y Forrix maldijo al Fénix de nuevo por traerlos a este lugar.

—¡Maldito seas Kaesoron, y maldito sea Slaanesh!

Tan pronto como el segundo nombre se derramó por sus labios, su estómago se contrajo y su boca se llenó de bilis. Forrix combatió sin éxito una ola de náusea y un vómito agrio brotó por los dientes. Se concentró ante él, estrangulador y acre, y los ácidos súper-eficientes devoraron los sistemas de su casco. El humo se elevó de los mecanismos, picándole en los ojos.

Cegado, Forrix siguió moviéndose y barrió con su combi-bólter hasta agotar el último de sus proyectiles. Alzó la mano y se arrancó el casco. Los sonidos de la batalla aumentaron, con el auge de los proyectiles sólidos de alta velocidad, el crujido de armas de energía eléctrica y los ladridos de fuego de armas pequeñas.

Algo enorme explotó cerca. Pero no podía ver qué. El calor se apoderó de él y vio el punto fuerte silueteado por una nube de hongo imponente, estriada con descargas eléctricas de plasma azul.

Una mano agarró el borde de su coraza y lo arrastró hacia adelante. Sus ojos seguían cegados, pero vio a Kaesoron arrastrándole a la entrada. Cada Rhino se retiró lo suficiente para que pasaran entre ellos, y hubo una furiosa descarga bólteres y puñados de granadas lanzados al exterior. Las detonaciones fueron apenas audibles por encima del estruendo de las armas de guerra del titán sobre ellos.

—Informe de situación —le preguntó al Nacido de la Piedra, escupiendo el último bocado cáustico de bilis. Los destellos de las boquillas de los cañones anillaban el interior del punto de apoyo, mientras el ejército de espectros luchaba por entrar.

—Pinta mal —dijo Soltarn Vull Bronn—. Las fortificaciones en la muralla están sitiadas por todos los lados. Una mezcla de las construcciones estatuarias y estos… —aún no se decidía a decirlo—. Fantasmas.

—¿Alguna orden del Primarca?

—Ninguna —dijo el Nacido de la Piedra.

Forrix asintió.

—¿Qué pasa con Toramino?

—No hay noticia de hostilidades —dijo el Nacido de la Piedra—. Parece que la ciudadela está recibiendo toda la atención, Forjador de Armas.

—Entonces todavía podremos sobrevivir a esto —dijo Forrix, desenganchando un transmisor de voz del Rhino más cercano.

* * *

Perturabo se maldijo por haber perdido de vista a su hermano, pero sabía que Fulgrim habría encontrado la manera de ejecutar su plan sin importar lo que hubiera hecho. Las criaturas que rezumaban de las torres, creciendo cada vez más en número, reducían el anillo alrededor de la gran columna de luz.

Sus Guerreros de Hierro se mantenían a su lado, junto a un pequeño grupo de Hijos del Emperador que estaban de centinela en el inicio de la rampa que conducía al pozo. Al menos obtuvo respuesta a la pregunta de dónde había ido Fulgrim. Los seguidores mortales del Fénix, con sus voluminosos recipientes todavía atados a sus espaldas, se situaban en el borde mismo del abismo, con sus rostros iluminados por la pasión del fanatismo. Reconoció los movimientos tambaleantes de Eidolon y la gracia fluida del espadachín con cicatrices en la cara, Lucius. Decenas de Hijos del Emperador los azotaron para colocarse, aunque no parecía haber ninguna necesidad de violencia pues los mortales eran muy felices en su tarea.

Perturabo no tuvo tiempo de preguntarse por sus acciones, y sacó Rompeforjas de su espalda, jadeando ante el repentino peso de la misma. Donde normalmente podría soportarla, con la facilidad con la que un hombre mortal podría levantar una daga, su peso parecía ahora ser exponencialmente mayor con cada momento que pasaba.

—¿Mi señor? —dijo Barban Falk.

Perturabo sacudió su momento de debilidad y trajo el arma al frente.

—Del hierro viene la fuerza —gritó.

—¡De la fuerza viene la voluntad! —respondieron sus guerreros.

—¡De la voluntad viene la fe!

—¡De la fe viene el honor!

Perturabo izó Rompeforjas sobre su hombro y terminó la Letanía Irrompible mientras cargaba contra el enemigo.

—¡Del honor viene el hierro!

Cinco murieron con su primer golpe, seis en el siguiente. Con el Círculo de Hierro formado en torno a él, Perturabo era una fuerza de la naturaleza. Su martillo era el instrumento de la muerte y convertía al enemigo en fragmentos rotos mientras tejía lazos alrededor de su cuerpo en círculos cada vez más amplios. Las armas montadas en su guantelete ardían con el fuego, y recogieron una cosecha terrible entre los eldar artificiales.

Los Guerreros de Hierro luchaban hombro con hombro, disciplinados e irrompibles. Sus bólteres rugieron con una ferocidad implacable, rompiendo los frágiles cuerpos de sus enemigos en casquetes relucientes. Falk dirigía el flanco izquierdo, Kroeger el derecho, y los dos flancos eran los muros de una fortaleza inexpugnable hecha de carne y hueso.

Berossus destrozaba las creaciones eldar con cada golpe, con su cañón convertido en una tormenta, aplastando con su martillo, e imparable en su brutal cuerpo. Rayos de fuego esmeralda impactaron en su ataúd y se encendieron en sus costados blindados. Berossus había sido un poderoso guerrero en vida, pero como Dreadnought había ascendido a otro nivel de ferocidad.

Cientos de criaturas eldar se estrellaban contra el baluarte de hierro, lanzándose de nuevo una y otra vez, hasta que cosas recién extruidas emergían de las torres con una piedra de alma brillando intensamente en su corazón. Los Hijos del Emperador en el lado más alejado del eje estaban siendo atacados, y Perturabo vio que estaban protegiendo a los hombres y mujeres de pie tras ellos.

¿Qué era tan importante en, o poseían, esos mortales?

El martillo de Perturabo pulverizó cabezas, su puño rompió extremidades, y su cifra de muertes aumentó exponencialmente. Falk y Kroeger luchaban sus batallas privadas, con cada guerrero en su elemento mientras luchaban para mantener a las criaturas eldar lejos de su Primarca.

Contra un número tan abrumador, Perturabo sabía que era una batalla pérdida, pero ¿qué más podía hacer sino luchar?

Su padre genético siempre había dicho que un mal plan es mejor que ninguno, y empezó a formar uno en su mente mientras cargaba contra las creaciones artificiales eldar de nuevo. Las cosas nacidas desde las torres eran implacables, pero individualmente no eran rivales para los Guerreros de Hierro. Bañado por la luz de la columna de luz, Perturabo vio que eran cosas inconscientes, con cierta animación pero sin una directriz que no fuese atacar. Luchaban sin estrategia ni plan.

Su única misión era matar a estos intrusos, no importaba cuántos de ellos fueran destruidos en el proceso. Perturabo y sus hombres podrían aguantar por un tiempo, pero los números absolutos eventualmente ganarían la partida a su favor. Incluso Perturabo no podía luchar contra tantos y sobrevivir, pero se dio cuenta de que todavía podría tener una oportunidad de salvar algo de esta debacle.

Dio un paso atrás de las líneas de combate y, junto con el Círculo de Hierro, marchó de nuevo al borde del pozo abisal en el fondo de la cámara. Los Hijos del Emperador en la rampa levantaron sus armas, pero Perturabo negó con la cabeza.

—Matadlos a todos —dijo.

Los guerreros robóticos del Círculo de Hierro abrieron fuego, con sus cañones pesados ​​y armas de plasma reventando a todos, menos a uno, los Hijos del Emperador. Los cuerpos destrozados fueron desintegrados por la cortina de luz, como atrapados en los rápidos de un río de corriente rápida. Perturabo vio sus cuerpos desaparecer, al tiempo que eran arrojados a la oscuridad por encima.

Perturabo disparó al último guerrero con una ráfaga precisa de su arma montada en el guantelete. No sentía pesar por matar al legionario. Había tomado su elección al oponerse a Perturabo, y eso era una sentencia de muerte, sin importar a que legión debía su lealtad. Caminó hasta el borde del pozo, sintiendo el poder casi irresistible de la luz esmeralda que subía por el aire hacia la singularidad por encima. El resto de los seguidores de Fulgrim miraban a Perturabo con un odio no disimulado, desvanecida la necesidad de las máscaras de hermandad, ahora que el engaño definitivo de su amo estaba en vigor.

Por debajo, una rampa descendía en espiral hacia un punto de indeterminado, y Perturabo casi podía creer que le llevaría hasta el centro del mundo. Nada más concebir la idea, supo que era verdad. Ahí era exactamente donde esta rampa lo llevaría. Hasta el corazón de un planeta artificial, donde se había escondido el oscuro secreto del deseo de Fulgrim, desde una época anterior a la memoria mortal.

Perturabo vio acercarse a Barban Falk, sabiendo lo que iba a decir antes de oír las palabras por el comunicador.

—Guarda tu aliento, hijo mío —dijo—. A donde yo voy, no puedes seguirme.

Perturabo penetró en la luz, sintiendo su poder furioso tirando de su armadura, tratando de arrancarlo de la tierra. Esta no era fuerza física, sino la inmutable voluntad de las vidas que componían esta luz, pues ahora entendía que no se trataba de una energía elemental o una fuerza motriz generada mecánicamente, sino de la esencia destilada de todos los que habían muerto allí.

Y que todavía permanecían encarcelados dentro de las brillantes piedras preciosas.

Este no era un mundo abandonado, era un depósito de nunca-muertos. Un limbo para las almas cuyos cuerpos ya no existían, pero cuyos espíritus soportaban una existencia crepuscular incorpórea.

No podía pensar en ningún destino más cruel que ser consignado a tal vacío.

Perturabo descendió al corazón de su mundo.

* * *

Los cañones del Stor-bezashk apuntaban a estelas de verde fantasmal, como si una tormenta se concentrara en los cielos bajo la lucha. Toramino observó a sus maestros artilleros y sus tripulaciones acarreando ojivas desde depósitos hundidos, trabajando con precisión mecánica para preparar sus armas para abrir fuego.

Forrix había demandado una misión de fuego protector final por el comunicador, con una prisa imparable; un corredor de bombardeos vinculando el punto fuerte en el sepulcro y los muros de la ciudadela. Una zona despejada sería establecida entre las dos fortalezas para cuando llegara el momento de retirarse de nuevo a la zona de aterrizaje. Toramino recordó que el enlace de voz había sido distorsionado por la estática, mezclada con el lamento sin fin del viento, haciendo que las palabras del Triarca estuviesen abiertas a una interpretación errónea e intencionada.

Un trágico error de comunicaciones, pero familiar para cualquier guerrero en el campo de batalla.

Se desplazó a través de la representación topográfica de la ciudadela, sus bloques de edificios marcados en blanco y la ubicación de los puntos fuertes de los Guerreros de Hierro marcados en azul. Los puntos de impacto y las zonas de efecto eran puntos rojos que se expandían en círculos de naranja, luego amarillo y finalmente verde.

Rojo y azul se superponían en la fortificación ocupada por Forrix y Nacido de la Piedra. Toramino no tenía nada en particular contra Soltarn Vull Bronn, y su pérdida sería robar de cierta perspicacia a la legión, pero era un precio que Toramino estaba más que dispuesto a pagar. Con dicha información de objetivos precisa, los maestros artilleros del Stor-bezashk no necesitarían corrección de tiro u observadores. Toramino estaba al borde de las murallas, con vistas sobre el contorno humeante de la ciudadela. La bruma verde brillante que había visto en el horizonte antes, había huido de la zona de aterrizaje, para su alivio, dejando las contramedidas intactas. La nube ondulante de formas arremolinadas y formas medio vislumbradas habían cargado con furia imparable a las fortificaciones alrededor de la muralla de la ciudadela, donde columnas de humo y fuego esporádicas daban fe de la ferocidad de los combates en su interior.

El icono de la última disposición parpadeó verde en la placa de datos, y Toramino se volvió hacia la multitud de cañones levantados hacia el cielo. Estas eran sus armas, sus guerreros. El Stor-bezashk respondía a él, y sólo a él. Pronto sería la guardia de honor de un Triarca, y con ese pensamiento predominante en su mente, apretó el icono rojo parpadeante en su pizarra.

—Fuego a discreción —dijo.