VEINTIUNO
VEINTIUNO
Fragmentos de un Todo Mayor
Matemáticas Inmateriales
Nunca lo fueron
La pesadilla de su existencia no había terminado; de hecho, sólo empeoró. Felix Cassander, a pesar de que el nombre ahora significaba poco para él, se mecía adelante y atrás en lo que había sido una bahía de cuarentena medicae a bordo del Orgullo del Emperador. Le dolían los huesos, cada articulación le atormentaba como si tuviera fragmentos de vidrio y su único pulmón superviviente estaba lleno de líquidos ácidos corrosivos que quemaban su garganta con una regularidad paralizante.
Su cuerpo de alta bioingeniería se mantenía con vida a pesar de su ferviente deseo de morir.
Él y Navarra eran dos entre tal vez una docena de los Terata de Fabius que habían sobrevivido al asalto a la nave de los Manos de Hierro. Navarra estaba en la miseria más absoluta, en la esquina de la celda de cuarentena, su cuerpo mutado ondulaba mientras su anatomía interna se combinaba y dividía en rebeldía genética y sus miembros se reformaban en respuesta a la híper-mutación de sus bases.
Los Terata eran ahora poco más que bestias aullantes, cosas inconscientes hambrientas y agresivas, pero sólo Cassander y Navarra se habían aferrado al recuerdo de su vida anterior. La mente de Navarra pendía de un hilo, una conciencia tambaleante que se mantenía fiel a la palabra de Dorn gracias a la repetición incesante de Cassander del legado de honor de la legión, empezando por el Victorix Roma y terminando con Honoris Martius. Su propio sentido fracturado le recordó quién era, de dónde venía, pero sobre todo recordó lo que había hecho.
Había matado marines espaciales leales al Imperio. No era mejor que los Hijos del Emperador o los Guerreros de Hierro. El dolor de su existencia minuto a minuto no era nada comparado con eso. Era su castigo, su penitencia por haber cedido a la adversidad. Era uno de los Puños del Emperador, un guerrero contra el que ningún enemigo podía triunfar, al que ningún obstáculo podía retrasar y ningún dolor podía dominar.
Todo eso era mentira.
Cassander observó sus brazos de músculos hinchados, con la carne plagada de llagas llenas de pus que se negaban a curarse, mientras las toxinas frescas combatían contra su retorcido sistema inmune. Había arrancado toda la carne de su mano derecha, dejándola hecha una ruina podrida de grumos de carne. La rica sangre carmesí recubría los huesos, con las falanges unidas por hilos de tendones y restos de tejido muscular regenerativo. Había raspado patrones intrincados en el hueso con las garras de la otra mano, disfrutando de la agonía de su automutilación y sabiendo que no era suficiente para expiar lo que había permitido que sucediera.
Aún podía ver la cara del legionario cuya garganta había arrancado, el odio que ardía en sus ojos. Era un odio bien ganado. A pesar de haber arrancado la carne de su mano, él sabía que nunca sería libre de la sangre leal que había derramado. Trató de mantener su enfoque en la sangre, con la esperanza de que la preocupación por el dolor mantendría el horror de lo que había hecho y de lo que se había convertido, apartado por un tiempo.
Las percepciones de Cassander se estaban volviendo cada vez más erráticas, una mezcla de imágenes de pesadilla que pertenecían al cráneo de un loco. Tortuosos experimentos, luces dolorosas en los ojos, el crujido de los huesos al romperse y su cuerpo siendo remodelado y regenerado continuamente. El paso del tiempo mismo estaba fuera de su alcance, fragmentos de la memoria que no tenían sentido de un instante a otro.
En un instante estaba arañando la piel y la carne de la mano culpable, el siguiente, estaba mirando un banco de tiras de lúmenes en una cámara clínicamente austera, de azulejos blancos y vigas de acero pintadas de un verde bilioso industrial. Estar atado a la camilla significaba dolor, y el dolor era todo lo que quería ahora. El dolor significaba escapar. El dolor era la penitencia.
La fuente de todo su dolor se inclinó sobre él, con una aureola de luz severa y brazos mecánicos chasqueando.
—Tú eres especial, hijo mío —le dijo Fabius, con un riachuelo de sangre negra desde la esquina de su boca—. Vosotros los Puños conserváis vuestras funciones superiores. El resto desciende a un nivel animal, pero no vosotros dos. Me pregunto el por qué.
Cassander quería alcanzar al apotecario demente y arrancarle la garganta, pero las cadenas que le sujetaban a la mesa en esta ocasión eran tan buenas como irrompibles. Fabius sonrió con su aspecto cadavérico y sacudió la cabeza.
—¿Crees que no aprendí nada de nuestros últimos contratiempos? —dijo Fabius, alejándose y alterando el ángulo de la camilla en la que yacía Cassander—. La Orgullo del Emperador puede no ser tan… privada como la Andronicus, pero al menos tiene la virtud de muchos niveles medicae bien equipados.
En completa oposición a la guarida anterior del apotecario, este espacio estaba bien iluminado y organizado al igual que un centro medicae convencional. Las paredes estaban cubiertas con maquinaria que Cassander no pudo identificar, salvo que todas ellas eran creaciones que ningún apotecario en una legión leal utilizaría sin sanción. Unos estantes asegurados estaban llenos de vasos de cristal verdes en los que había depositados tejidos mutantes inidentificables, anormalidades genéticas y etapas fetales horriblemente deformadas. Filas de ampollas reductoras, cada una marcada con un símbolo de legión, y grabadas con lo que parecían nombres permanecían en tubos criogénicos, llenos de cables con gases nitrosos. Lavados de tejidos, centrifugadoras y replicadores que portaban tubos burbujeantes y tarros de campana, escupían y hervían sobre un banco de trabajo de acero plateado, y un cadáver abierto yacía en la camilla a su izquierda, entre las partes marcadas, unidas longitudinalmente y seccionadas de su anatomía interna. El cadáver no tenía cabeza, pero un tatuaje legionario en su bíceps derecho revelaba que era de la IV Legión.
—¿Ahora vas por tu cuenta? —dijo Cassander a través de la estructura destrozada de la mandíbula.
Fabius se volvió a mirar el cadáver diseccionado, como si hubiera olvidado que estaba allí.
—Incluso antes de que Horus escogiera rebelarse —respondió.
—¿Por qué? —gorgoteó Cassander, flexionando los huesos de su mano mutilada mientras palpitaba dolorosamente.
—Porque nos quieren hacer creer que somos creaciones perfectas —dijo Fabius, tosiendo una bola de flema negra y sosteniendo su pecho—. Pero nada podría estar más lejos de la verdad. Somos fragmentos de un todo mayor, pálidos reflejos de algo increíble. Cada una de las estructuras genéticas legionarias contiene un pedazo de la perfección, y me gustaría saber todos los secretos de las obras del Emperador.
—¿Por qué? —repitió Cassander, sabiendo que era la cuestión más importante.
—Porque no quiero morir —dijo Fabius, abriendo su túnica para revelar dos heridas supurantes recubiertas con depósitos alquitranados. Heridas de espada, pero que no habían sanado—. Los soldados del Emperador que nos precedieron, los Guerreros Trueno, llevaban en su código genético las semillas de su propia destrucción. ¿Y los salvajes antecesores potenciados? Ellos tuvieron la suerte de vivir tanto como lo hicieron antes de que su híper-metabolismo los consumiera. Los Primarcas piensan que sus guerreros son inmortales, pero están equivocados. Somos tan mortales como cualquier ser vivo, sólo tardamos más en morir. Yo no tendría que hacerlo.
—¿Quieres vivir para siempre?
—Por supuesto —dijo Fabius, enojado por la mera cuestión—. ¿Tú no?
—No —susurró Cassander—. Quiero morir con cada respiración.
Fabius se inclinó sobre él, y el cirujano extendió sus brazos con pinzas semejantes a garras. La delgada línea de un cortador térmico surgió al ser activada. Una gran cantidad de agujas gruesas se extendían desde otro brazo, seguido de un sifón de sangre y una pistola de sutura chasqueando en dos más.
—Si eso fuera cierto, entonces ¿por qué no desparramas tus sesos contra las paredes de tu celda? —preguntó Fabius con el gran interés de un erudito.
Cassander sólo tenía una respuesta.
—Porque soy débil —dijo, con su enorme figura mutada y aberrante agitada por el tormento.
—No, hijo mío, tú eres fuerte, muy fuerte. Los otros se quemaron con la furia de su metabolismo acelerado, pero tú no, ni tu hermano legionario —dijo Fabius, casi con ternura—. Por eso necesito abrirte de nuevo.
El cortador térmico descendió y el dolor comenzó de nuevo.
Expiación y agonía, penitencia y dolor.
Cassander les dio la bienvenida a todos.
* * *
El Forjador de Armas Toramino paseó por las murallas de la fortaleza de la zona aterrizaje, observando cada vez con mayor furia que la Pneumachina y sus guerreros luchaban para apuntalar las paredes. Las grietas se propagaban y la piedra se derrumbaba a cada momento que pasaba.
Este mundo era un anatema para la elevación de los muros exteriores, y cuanto antes acabaran en este lugar, mejor. Ni siquiera los filtros auditivos en el casco podían mantener fuera el gemido lastimoso del viento, y el resplandor crepuscular procedente de la lejana ciudad erosionaba los nervios de Toramino.
Ya era bastante malo que se le negara su lugar legítimo en el Tridente, pero ahora se había quedado como poco más que un vigilante. El señor del Stor-bezashk manejaba una potencia de fuego sin igual, una gran cantidad de munición y los medios para desplegarla. Ser consignado a este humilde papel era un insulto a su orgullo y al honor de su título.
Es cierto que en una zona de guerra, esta tarea era una posición de gran importancia y respeto, pero defender plataformas vacías y pistas rodeadas de altos muros, campos de minas y acres de alambre de espino en un mundo desierto, era una tarea sin honor y que no ofrecía ninguna esperanza de ascenso. Esta tarea era para los necios de baja cuna como el Nacido de la Piedra o, más apropiadamente, para Kroeger.
La inconsciente imprudencia de Harkor en Hydra Cordatus le había traído a esta situación especial, pero el ex Forjador de Armas del 23.º Gran Batallón era un olímpico de alta cuna, e incluso un noble estúpido era mejor que un peón de la escoria como Kroeger.
Toramino hizo una pausa para mirar hacia atrás, al corazón de las defensas construidas dentro de las murallas blandas que se desmoronaban. Un bosque de cañones en ángulo hacia el cielo como un millar de brazos estaban alzados en señal de saludo: obuses, bombardas, Thunderstrike, morteros, baterías de cohetes y misiles de precisión asesina. Los maestros artilleros y sus tripulaciones pululaban entre sus armas, listos para desatar una lluvia de muerte explosiva sobre cualquier objetivo que se le presentara. No es que Toramino, en particular, esperase que el objetivo fuese un enemigo en el sentido tradicional.
Le irritaba que las circunstancias le hubieran obligado a cometer fratricidio, pero cuando fue acorralado por la ignorancia y la envidia de los necios, ¿que podría hacer cualquier guerrero de alta cuna, rango y posición, sino luchar? Solicitó los planos de la ciudad en su placa de datos, informándose en tiempo real por los informes topográficos en los Rhinos castellanos. Una imagen tridimensional de la ciudad, sus edificios y la ubicación de los Guerreros de Hierro avanzando a la fortaleza, revoloteaba ante él.
Con tal información detallada del objetivo, Toramino podría aplanar la ciudad-tumba eldar con una palabra, o seleccionar una estructura a demoler, dejando el resto indemne sin ni siquiera una cicatriz de metralla. Transmitió a los datos a los cogitadores de adquisición de objetivos de sus maestros artilleros, disfrutando del poder destructor absoluto bajo sus órdenes.
Toramino apartó su placa de datos cuando el lamento del viento cambió de tono, cada vez más estridente e insistente. Golpeó con una palma contra el lado de su casco, maldiciendo y moviendo la cabeza en un intento de silenciarla. Era inútil, el sonido sólo se estaba volviendo más irritante, y Toramino desabrochó los cierres en la gorguera, quitándose el casco para revelar sus rasgos patricios y la melena de pelo marfil.
Colocó el casco en una almena dentada e inclinó la cabeza hacia un lado.
Los ojos de Toramino se estrecharon mientras miraba el horizonte con perplejidad.
Una tenue neblina ondulada en los extremos más alejados de la vista, un borrón de luz verdosa, como la aproximación de una tormenta de arena lejana.
—¿Qué es eso? —se preguntó sobre el gemido quejumbroso del viento lúgubre.
* * *
Perturabo abrió la marcha con un ritmo necesariamente lento, ya que la oscuridad envolvente hacía imposible apresurarse. La fuerza de avance se mantuvo apretada, una columna de guerreros armados con espadas al descubierto y armas de fuego preparadas. Incluso la hueste de Fulgrim mantuvo sus aullidos y cantos para sí mismos. Las fuertes pisadas del Forjador de Armas Berossus hicieron eco en las paredes de obsidiana, y el ruido frágil del vidrio en los contenedores que portaban los seguidores mortales de Fulgrim, era una presencia constante en la oscuridad devoradora.
Las paredes se mantuvieron uniformemente lisas, pero luces distantes nadaban en sus profundidades brillantes. Girando como galaxias lejanas, y tan pobladas como estas, había un universo de estrellas dentro de las paredes, las cuales Perturabo se dio cuenta de que cada una era única y no había dos iguales.
Se preguntó qué podrían representar. ¿Eran los racimos de luz brillante una consideración puramente estética por parte de los constructores del sepulcro o podrían servir para alguna función desconocida? ¿Podrían ser un mecanismo de autoreparación, como el poseído por la Ciudadela Cadmeana, una infestación de parásitos litobióticos o tal vez los restos de un antiguo archivo computacional? ¿Podría ser toda esta estructura una forma de depósito de datos, un registro de las especies de un imperio otrora dominante y ahora en decadencia? Perturabo sabía mejor que nadie el valor de la sabiduría de los antiguos. ¿No se había construido la Cavea Ferrum de los diseños de un genio muerto?
Este laberinto fue construido a partir de los mismos principios, con sus complejidades trabajadas en múltiples dimensiones superpuestas a la vez, y Perturabo sabía que la firmeza de propósito era el mejor instrumento de éxito al navegar por un laberinto.
Eso, y las ecuaciones no-euclidianas de Firenzii.
Cuando los primeros matemáticos antiguos descubrieron las dimensiones más allá de las físicas, más de un erudito clásico fue arrastrado a la locura en sus intentos por codificar sus resultados en términos empíricos. Gracias a las palabras cifradas en el diario secreto de Firenzii, el delgado volumen que el Rey Carmesí le había ayudado a descifrar, Perturabo había aprendido los secretos de navegación en tales cálculos tempestuosos. Era una ciencia inexacta, sin sentido e incomprensible para los cerebros mortales, pero su alcance cognitivo iba mucho más allá del de esos genios locos que habían intentado, y fracasado en, comprender la enormidad de los mundos que había visto en sueños y estados de evasión.
Cuando Perturabo escaló hasta la cima de los acantilados de Lochos en su juventud, y vio el Ojo del Terror mirándole desde el otro lado de la galaxia, supo instintivamente que había un universo más allá de sus fronteras infernales, un lugar de milagros y maravillas de pesadilla. Con cada década que pasaba y cada fragmento de conocimientos descubierto, su mecánica imposible se hizo cada vez más visible y menos incognoscible. Perturabo había pelado gradualmente capa tras capa de misterio, hasta que los mecanismos xenos en su núcleo se revelaron ante él.
La última parte de la clave le fue proporcionada por el descubrimiento de los planos en el hornos de cremación Sabelianos, los últimos trabajos heréticos de Firenzii, y Perturabo se deleitó con la incandescencia de las matemáticas inmateriales y la geometría empírea, mientras trazaba a mano las rutas imposibles y profundidades impenetrables de la Cavea Ferrum.
Lo que estaba en juego aquí no era diferente.
Trabajado con una sutileza y gracia que quitaba el aliento, pero era fundamentalmente lo mismo.
Se mantuvo en silencio y bloqueó los sonidos resonantes a su alrededor, mientras procesaba los cálculos diabólicamente difíciles que pusieron al descubierto el funcionamiento del laberinto. No prestó atención a las matrices de luz penetrante que pasaban a través de las paredes, ni a los parpadeos arrebatadores de niebla ondulante que se arremolinaban en sus profundidades, ni notó el paso del tiempo o el clic insistente del tráfico de voz más allá del sepulcro.
Fulgrim se mantenía cerca, robándole miradas reverentes mientras escogía cada giro en el laberinto, llevándolos más y más dentro de sus complicadas profundidades. Su camino los llevó hacia arriba y hacia abajo, a través de pasarelas en espiral, volviendo sobre sí mismos y entre cámaras, túneles y pasillos resonantes diseñados para confundir y desorientar. Perturabo se mantuvo fiel a sus principios de cálculo inter-dimensional y obligó a su instinto natural para la orientación a ceder el control de su rumbo a su intelecto. Sentía la frustración de su hermano por el laberinto y su incapacidad para hacer un mapa en su cabeza. Incluso al fanfarrón de Dorn le resultaría casi imposible navegar por el laberinto de la Cavea Ferrum, por no hablar de esta exquisita versión alienígena con su miríada de complejidades.
El camino a través del laberinto era elaborado y estratificado, retorciéndose como un nido de serpientes y reorganizado en torno a él en relación a su avance. Con cada paso, Perturabo sentía la gélida conciencia en el corazón de este mundo, si es que era un mundo ya que estaba empezando a tener sus dudas, cada vez más centrada en sus atenciones.
Sobre lo que había bajo ellos, ya fuesen los sueños de un dios durmiente o un depósito reactivando armas inteligentes, Perturabo sabía que no tenían mucho tiempo hasta que se hiciese lo suficientemente fuerte como para resistir activamente. Con una repentina epifanía de autoengrandecimiento, Perturabo supo con absoluta certeza que sólo él en toda la galaxia era capaz de navegar por este laberinto. Ni siquiera el guía mascota de Fulgrim podía haberlo hecho. Lejos de agradar a Perturabo, el pensamiento le golpeó como una nota discordante de peligro inminente.
Fijando puntos de referencia mentales, bien espaciales, empíreos u matemáticos, Perturabo detuvo su progreso en una intersección de cuatro salidas. Cada una era superficialmente idéntica; y sin embargo, sólo una ofrecía avanzar.
—¿Por qué nos detenemos? —preguntó Fulgrim—. Tenemos que estar cerca del corazón del laberinto.
—Lo estamos —asintió Perturabo—. Uno de estos pasajes nos llevará a lo que hay debajo de la cúpula central que vimos desde el exterior. El resto lleva a eternidades de vagabundeo y locura.
—¿Pero tú sabes cuál tomar?
—Sí, lo sé.
—Entonces, ¿por qué dudas?
—Berossus —ordenó Perturabo—. Tráeme a Vohra.
La forma atronadora del Forjador de Armas Berossus arrastró al servil eldar hacia adelante, impulsado por las piernas como martillos del Dreadnought. Robando miradas furtivas al gigante tras él, Karuchi Vohra se inclinó ante Perturabo. El guía tenía un aspecto horrible, flaco y demacrado, como si la vida escapara de él con cada paso que daba en el laberinto.
—¿Mi señor? —dijo Vohra.
—Las luces en las paredes —respondió Perturabo—. ¿Qué son?
—Es difícil de explicar, Lord Perturabo —contestó Vohra—. Mi pueblo no construye paredes de piedra y acero como el suyo.
—Sí, hacéis crecer vuestras estructuras a partir de algún bio-polímero —dijo Perturabo—. He traído más de uno a la ruina en estos siglos. Pero responde a la pregunta. ¿Qué son las luces en las paredes?
—¿Qué importa cómo se construyó este lugar? —espetó Fulgrim antes de que Vohra pudiera responder, ansioso por moverse.
—Es importante porque yo digo que importa —respondió Perturabo, agarrando la túnica de Karuchi Vohra y empujándole hasta ponerle frente a los cuatro pasajes por delante. Cada uno era oscuro, sin nada para diferenciarlos de los otros cientos que habían atravesado.
—¿Cuál? —dijo Perturabo, apoyando su mano sobre el hombro de Vohra.
—¿Mi señor?
—¿Cuál? —repitió Perturabo—. Estamos casi en el corazón del sepulcro, así que quiero que me digas cuál de estos pasajes nos llevará allí.
Karuchi Vohra miró nerviosamente hacia atrás, a Fulgrim, como Perturabo supo que haría, antes de levantar tímidamente el brazo y señalar al segundo pasaje desde la izquierda.
—Ese —dijo el eldar.
—Fallaste —respondió Perturabo, rompiendo el cuello de Vohra.
* * *
La sensación de claustrofobia en la fortaleza de los Guerreros de Hierro había sido abrumadora, y las entrañas de Julius Kaesoron se retorcían en su cuerpo a cada momento que paseaba por su patio despejado, construido en acero. Al igual que un ave rapaz enjaulada, no estaba adaptado para el confinamiento o para permanecer estático detrás de altos muros. Un hombre sabio le había dicho una vez que el estancamiento es la muerte, y nunca fue más cierto que con los Hijos del Emperador.
Los Amos de la Prodigalidad habían levantado los velos sofocantes de lo mundano de sus ojos, mostrándole un número ilimitado de mundos de sensaciones y placer. Visiones insospechadas de exceso en todas las cosas: el ruido, la música, el derramamiento de sangre, el hedonismo, la tortura, la violencia, la adoración y, sobre todo, del culto. Cada segundo pasado sin complacer los deseos declarados tabú en una edad más temprana, era una vida desperdiciada, y Julius Kaesoron había declarado mucho tiempo atrás que ningún acto de indulgencia estaría fuera de su alcance.
Dejando a los Guerreros de Hierro de aburrida mentalidad detrás de sus paredes impermeables, Julius llevó a sus tres mil guerreros a la plaza ante el sepulcro, dejando que profanaran y destruyeran a su antojo. Julius se deleitaba con la sensación de poder desatado que sentía filtrarse sobre el mundo como el agua aceitosa en la arena mojada. Apaleó estatuas cristalinas y rompió las piedras brillantes contra su cráneo, insertando los fragmentos triturados en los cortes en su piel.
El placer de la anticipación era casi tan grande como la indulgencia, y su visión alterada percibió las líneas de fuerza y memoria que enhebraban todas las estructuras en este planeta. Se maravilló de que los Guerreros de Hierro no pudieran verlo, y casi se compadeció de sus limitadas percepciones. Cuan intolerable debía ser la vida restringida a ver sólo los componentes básicos funcionales de lo que consideraban la realidad, por sus propios sentidos atrofiados.
Julius y sus guerreros rodearon la fortaleza de los Guerreros de Hierro, dando miles de alaridos y gritos dementes, con armas y estandartes de guerra en alto. La saturación de la energía en este mundo estaba al borde de liberarse, como un volcán a punto de erupción o un cantante acercándose a una nota alta. Deseó poder pinchar la burbuja que lo contenía, dejando que su recompensa fluyese por las calles como una marea que los ahogase a todos.
Se echó a reír histéricamente, sacando su cuchillo de combate y hundiéndolo hacia arriba en el espacio por debajo de su hombrera cubierta de piel y su sesgado pectoral. El dolor fue fugaz, el flujo de sangre momentáneo, pero con cada gota que derramó en el suelo sintió crecer el horror de este mundo.
Con una certeza que no era suya, comprendió que su sangre estaba contaminada con algo maravilloso, algo intolerable para la raza que había construido este mundo. La sangre era su devoción, su sustancia contaminada por la fuerza que había arrancado su forma de vida a partir de la placenta de la muerte de esta raza.
En ese instante, supo lo que tenía que hacer.
Julius echó a un lado su cuchillo, ya que su filo era demasiado pequeño e intrascendente para lo que había que hacer. Sacó su espada sierra, con la hoja impregnada con púas ganchudas trabajadas a lo largo de su longitud. Aulló su sumisión a los cielos caleidoscópicos y cargó hacia la masa cantarina de sus guerreros.
Su primer golpe cortó a uno de los Kakophoni de Variosean en dos, con la sangre vomitada desde el cuerpo del mutante como un depósito de combustible explotando. El segundo le abrió el vientre a un legionario cuya armadura estaba tan maltrecha que debería haber sido descartada hace mucho tiempo. El tercero decapitó a un campeón entusiasta, cuyo cuello eyectó fuentes gemelas de sangre de tres metros en el aire. Julius presionó y cortó una y otra vez en su camino entre los Hijos del Emperador, sintiendo su certeza de que esto era lo que debía hacerse con cada arteria abierta, cada miembro amputado y cada gota de sangre derramada.
Se echó a reír al ver a los Guerreros de Hierro mirar con horror mientras mataba a sus hermanos legionarios, su incomprensión era visible incluso a través de sus planos cascos inexpresivos. El hedor de la sangre llenaba sus sentidos, junto con una fuerte sensación de estar en la cúspide de algo magnífico.
Siguiendo su ejemplo, los Hijos del Emperador cayeron unos sobre otros en una orgía de sangre, perdiendo toda cohesión y sentido de propósito en el salvajismo lujurioso de matar. Julius recordó la sensación floreciente de libertad que había sentido en La Fenice, cuando los avatares de los Amos de la Prodigalidad se manifestaron a través de las conchas rotas de los cuerpos mortales. El exquisito dolor y la sensación de éxtasis de estar verdaderamente vivo se había desvanecido con el tiempo, y para sentirlo una vez más soportaría cualquier dolor e infligiría cualquier sufrimiento.
Tan pronto como deseó sentirlo, notó una sensación de tirón en cada célula de su cuerpo, una suplicante invitación a entregar su carne.
No, todavía no. Déjame disfrutar de esto un poco más de tiempo…
Toda la plaza ante el sepulcro era ahora una zona de matanza, un campo de batalla sin enemigo, sólo una hueste de guerreros aullantes empeñados en autodestruirse.
Los Hijos del Emperador se ofrecieron como un sacrificio voluntario aún sin saberlo, con su sangre llevando consigo el recuerdo de la vida y la muerte, del nacimiento y la fatalidad.
El poder en el corazón de Iydris palpitó en un reconocimiento odioso de esa contradicción.
Y despertó.
* * *
—¡Hermano! —exclamó Fulgrim, cuando Perturabo tiró el cuerpo sin vida de Vohra al suelo.
Perturabo ignoró la sorpresa de su hermano y se dirigió en dirección al pasaje más a la izquierda. Sus guerreros se alejaron con él, igualando el Círculo de Hierro su rápido andar sin esfuerzo ni queja. Berossus pasó insultantemente cerca del Fénix, mientras caminaba a zancadas.
La mano de Fulgrim se cerró sobre el brazo de Perturabo, y este se volvió hacia su hermano, cerrando su puño a la espera de la violencia. El Círculo de Hierro se volvió con un ruido de escudos y armas, apuntando todas las armas caparazón directamente a Fulgrim.
—¿De verdad tienes que preguntar? —exigió Perturabo.
—¿Preguntar qué? —respondió Fulgrim, retrocediendo con una mirada de indignación que hizo enfermar a Perturabo por su teatralidad.
—Karuchi Vohra nunca había puesto un pie en este mundo hasta ahora, ¿verdad? —dijo Perturabo.
La máscara de Fulgrim finalmente se quebró y sonrió, el mentiroso expuesto, el engañador desenmascarado.
—Lo dudo —contestó Fulgrim—. Pero incluso si no lo hubiera hecho, ¿importa realmente?
—Por supuesto que importa —gruñó Perturabo, mostrando los dientes—. Porque no podía haber llegado tan lejos en el laberinto. Sin embargo, afirmaba haber visto las armas que buscamos. ¿Cómo se explica eso, hermano?
Fulgrim se encogió de hombros y Perturabo nunca había querido estrellar Rompeforjas en un cráneo más que lo hizo en ese momento. Bajó el puño lentamente y se alejó antes de que su ira se apoderase de él.
—Sabía que estabas mintiendo desde el principio —dijo—. Pero agarré una pizca de esperanza de que podría haber una fracción de verdad en lo que prometiste. Más me engañaste. Nunca debí haber venido aquí contigo, hermano.
—No, necesitaba que vinieras —imploró Fulgrim, siguiéndole, pero sin atreverse a tocarlo—. Puede que haya exagerado algunos aspectos de la leyenda eldar, pero sabía que sólo tú podrías navegar por este laberinto.
—¿Y por qué mentirme? ¿Por qué crear esta ficción?
—¿Habrías venido de haberte dicho que te necesitaba sólo para desentrañar un laberinto?
—No —dijo Perturabo.
—Ahí está, ¿lo ves?
Perturabo asintió con la cabeza en dirección al pasaje.
—Entonces, ¿qué vamos a encontrar realmente aquí? —preguntó—. ¿Qué puede ser tan importante para que gastes tantas vidas y mientas a tu hermano?
—Exactamente lo que prometí —dijo Fulgrim—. La capacidad de destruir mundos y arrasar ejércitos. El poder del Angel Exterminatus se encuentra en el corazón de este mundo, de verdad, pero requiere que nosotros dos lo desbloqueemos. No más mentiras, hermano, no ahora que estamos tan cerca de la victoria.
A pesar de sí mismo, Perturabo podía sentir que su curiosidad despertaba. Fulgrim había mentido, engañado y traicionado, para traerle hasta aquí, pero no oyó falsedad en esta última declaración. Aun así, no creía en la sinceridad vacía de su hermano.
Lo que hallasen en el centro del sepulcro sería solo para Perturabo.
—Entonces vamos a tomarlo juntos —mintió.
* * *
La carnicería que se estaba produciendo más allá de los muros del punto fuerte era tan horrible que no tenía sentido, y Forrix sólo podía mirar con la boca abierta sin comprender como los Hijos del Emperador se masacraban sistemáticamente entre sí. Guerreros que habían marchado juntos y bajo las mismas banderas ahora se despedazaban con grandes espadas o vaciando cargadores completos en sus cuerpos.
El sonido húmedo del acero en la carne, y el traqueteo de los disparos ladrando llenó la plaza. Forrix no tenía ninguna intención de apartar a un lado los Rhinos de la entrada, para permitir a los pocos guerreros que no estaban tomando parte en la masacre regresar dentro de sus muros.
—¿En el nombre de los Doce que están haciendo? —dijo Forrix, agarrando la estructura de acero de las almenas con sus guanteletes potenciados—. No tiene ningún sentido.
De pie junto a él, Vull Bronn negó con la cabeza.
—No tengo ni idea. Después de lo que vi en la Orgullo del Emperador, he renunciado a tratar de encontrar algún sentido en la Tercera Legión.
—Pero esto es… ¡un desperdicio! —gritó Forrix, doblando el metal bajo su agarre.
—¿Viste qué lo empezó?
—No sé qué lo empezó, pero sé quién —dijo Forrix, señalando a la figura ensangrentada de Julius Kaesoron, mientras luchaba como un berserker demente entre los escasos Hijos del Emperador aún en pie. La espada del capitán estaba atascada de vísceras y carne desgarrada, y su histérico grito era como uñas arañando la pizarra.
—¿Deberíamos tratar de detenerle? —preguntó el Nacido de la Piedra.
—¿Quieres meterte en medio de eso?
—No cuando tengo un muro para estar detrás.
—Entonces dejémosles —dijo Forrix—. Los muy idiotas.
La matanza no tardó en extinguirse por sí sola, con miles de vidas terminadas en una convulsión de intercambios maníacos. Forrix nunca había visto nada igual. Mientras el silencio caía sobre la plaza, sólo Julius Kaesoron permanecía en pie, con su armadura púrpura y oro totalmente cubierta de carmesí y de trozos goteando de piel.
La espada cayó de su mano y se dejó caer de rodillas, con un grito quejumbroso de algo oscuro y primitivo arrancado de su garganta. El guerrero hundió la cabeza entre las manos y cayó hacia delante, como si se arrodillase ante algún señor feudal.
—No sé por qué Kaesoron hizo esto, pero voy a descubrirlo maldita sea —dijo Forrix, descendiendo hasta el patio del punto de apoyo y convocando a sus compañeros exterminadores a su lado. Junto con otros cinco guerreros imponentes, marchó hacia las puertas de los Rhinos. Con una inclinación de cabeza, los dos vehículos retractaron sus agarres de refuerzo del suelo, y arrancaron sus motores con una tos ronca y metálica.
—Seré el hierro dentro —dijo el Nacido de la Piedra mientras los Rhinos se retiraban.
—Como nosotros seremos el hierro fuera —respondió Forrix, llevando a sus guerreros más allá de los muros.
Las puertas se cerraron detrás de ellos mientras Forrix marchaba hacia la forma llorosa de Kaesoron.
La plaza era un matadero, un osario de cuerpos rotos, vientres vaciados y vidas desperdiciadas. Los Guerreros de Hierro sobrepasaron a los muertos sin reverencia, triturando los restos bajo sus pies sin remordimiento. Con cada paso que daban, Forrix sentía la que hostilidad y los ojos invisibles, que habían estado con ellos desde su desembarco, intensificaban su escrutinio, como si ahora estuvieran a su alcance. Se detuvo ante Kaesoron, que levantó la cabeza ante su llegada.
El rostro del hombre era un horror de tejido cicatricial licuado, carne quemada y cirugía monstruosa. Todo lo que había parecido antes estaba completamente oscurecido bajo una máscara curtida de mutilaciones autoinfligidas. Kaesoron sonrió, dejando al descubierto dientes podridos, colmillos retorcidos y una lengua de lagarto de escamas reptilianas.
—Conseguimos su atención —dijo con voz ronca a través de una boca tapada con carne mutante.
—¿De qué estás hablando?
—Los muertos —respondió Kaesoron con voz áspera—. Les incitamos y vinieron. Ahora el Angel Exterminatus puede resurgir de las cenizas de su muerte.
—Mataste a tus propios hombres —dijo Forrix.
—Ellos no eran míos —dijo Kaesoron—. Nunca lo fueron.
—¿No? ¿Entonces de quién eran?
Kaesoron pareció considerar la pregunta, inclinando la cabeza hacia un lado como si escuchara una respuesta. Luego sonrió, y su rostro se quebró cuando la piel se plegó sobre sí misma, desprendiéndose de su cráneo.
—¡Pertenecen a Slaanesh! —gritó Kaesoron en un éxtasis revelador.
Forrix retrocedió ante el nombre, sintiendo que lo apuñalaba como una maldición.
Entonces, por todo alrededor de la plaza, Forrix oyó un chasquido y la caída del vidrio partido. El lamento omnipresente que portaba el lúgubre viento creció hasta hacerse un grito herido, mientras miles de columnas de humo iluminadas estallaron desde el suelo. Forrix y sus exterminadores formaron de inmediato un círculo defensivo, activando los alimentadores automáticos de proyectiles en los cargadores de los combi-bólter.
—¡Aguantad! —ordenó Forrix—. ¡Nacido de la Piedra!
A través de las nubes de niebla retorciéndose, Forrix vio las estatuas cristalinas supervivientes despertar de su inmovilidad anterior. Se movían con rigidez, como durmientes despertando de un sueño de eones, y las joyas en el centro de sus cabezas bulbosas sangraban colores vibrantes en los cuerpos vítreos, que de repente parecían mucho menos frágiles. Los guerreros de Kaesoron habían destruido muchas, pero cientos más permanecían en la plaza, por no hablar de los miles en pie entre ellos y las murallas de la ciudadela.
Forrix sintió su corazón hundirse al ver a los guardianes titánicos del portal moverse también. La luz se vertía por sus enormes extremidades desde las piedras preciosas colocadas a lo largo de sus cuerpos, y las espinas en forma de alas en sus hombros brillaban con energías fulgurantes. Espumas de luz brillante bañaban sus puños, y las grietas y rupturas en sus articulaciones eran como las divisiones de un glaciar.
—¡Retirada al punto de apoyo, ahora! —ordenó.
Los pesados exterminadores se movieron como uno, pero antes de haber dado más de media docena de pasos, el camino estaba bloqueado. No por las construcciones vidriosas descendiendo de sus pedestales, sino por un ejército de guerreros espectrales formándose de las nieblas iluminadas de esmeralda. Miles y miles de sus formas brillantes llenaban la plaza, vestidas en ceñidas armaduras y armadas con espadas largas. Unos ojos blancos brillaban a través de los cascos de porcelana translúcida y Forrix sintió su intenso odio hacia él.
A pesar de que iba en contra de toda creencia secular en su cabeza, comprendió exactamente la naturaleza de este ejército de fantasmas.
Estos eran los eldar muertos de Iydris.