DIECINUEVE

DIECINUEVE

Amon ny-shak Kaelis

Disonancia

Alguien que quiero matar

El asalto comenzó cinco horas más tarde, a pesar de que todo el circuito de fortificaciones seguía siendo incompleto. La zona de aterrizaje estaba casi rodeada, pero sus muros aún tenían que las paredes aún tenían que encontrarse. Anillos de campos de minas y acres de alambre de espino se extendían desde las caras exteriores de las murallas, haciendo una aproximación hostil casi imposible para todo aquel carente de mapas detallados y códigos de inactividad temporal.

Dejando a Toramino y a cinco mil Guerreros de Hierro para supervisar la finalización de las obras y establecer posiciones de baterías para los cañones del Stor-bezashk, Perturabo subió a la cúpula de un Shadowsword modificado, con blindaje adicional y funciones avanzadas de mando y control. Para acomodar al Señor del Hierro y a sus guardaespaldas autómatas, la superestructura y el motor del vehículo fueron mejorados radicalmente por la Pneumachina. Sus principales armas también lo fueron, y ninguna máquina de matar existente en el parque de vehículos de la legión la igualaba.

Perturabo no daba nombres a sus transportes, pero los Guerreros de Hierro lo conocían como Tormentor.

Normalmente no era dado a teatralidades, yendo al combate en la cúpula de un vehículo, pero como comandante de este ejército, a veces un poco de teatro no suponía un sacrificio.

Perturabo levantó Rompeforjas por encima de sus hombros lo suficientemente alto para que todos lo vieran.

—¡Llevad el hierro dentro! —rugió, girando el arma.

El motor del Shadowsword rugió con un trueno de combustión, y una nube cargada de toxinas se elevó tras su paso mientras Tormentor retumbaba hacia delante, aplastando el suelo rocoso bajo su peso de trescientas toneladas.

Los motores de mil Rhinos rugieron mientras avanzaban con una atronadora nota grave que quebró los cimientos de los muros alrededor de la zona de aterrizaje. El aire se estremeció con el sonido reverberante, y una nube del humo expulsado vagó sobre la superficie del planeta. Junto a los Rhinos vinieron escuadrones enteros de Land Raiders, Predators, Whirlwinds, y los vehículos extraños y amorfos de la Pneumachina: andadores armados con garras, majestuosos tanques equipados con vainas de armas inferiores, esferas en llamas, máquinas de demolición y otras cuyo fin no se podía adivinar tan fácilmente.

Los dos titanes de batalla de la Legio Mortis marchaban con los Guerreros de Hierro, ambos Reavers y asesinos de sus antiguos hermanos. Mortis Vult y Malum Benedictio habían luchado a través del infierno viral de Isstvan III y ambos portaban estandartes recientes de bajas que representaban a las legiones con las que una vez habían combatido como hermanos.

Los Guerreros de Hierro llegaban con fuerza y los Hijos del Emperador no se quedaron atrás.

Las motojets de reconocimiento de la III legión zigzagueaban a través del aire por encima y delante del despliegue bélico de Perturabo, dardos de piel rosada que sondeaban el suelo ante el avance del ejército. El labio de Perturabo se curvó con disgusto ante la asamblea tumultuosa de infantería y tanques de Fulgrim, más un desfile de vehículos blindados que una ofensiva. Como Perturabo, Fulgrim marchaba al frente de su ejército, un dios guerrero con armadura increíblemente brillante. Su hermano podría haberle cedido el control de esta misión, pero Fulgrim estaba asegurándose de que todavía era su mascarón de proa. Con su espada de oro empuñada por delante como una lanza de caballero, un observador externo podría ser perdonado si confundía a Fulgrim como el líder de esta hueste.

La mirada de Perturabo se fijó en los mortales lunáticos que seguían a los guerreros de Fulgrim. El carnaval de locura que asistió a la llegada de los Hijos del Emperador en Hydra Cordatus estaba en plena vigencia. Una música aguda emanaba de su masa y cientos de banderas vívidamente estampadas revoloteaban y batían con las estelas térmicas de los motores.

A lo largo de la historia de la guerra, los ejércitos habían sido atendidos por toda clase de parásitos: proveedores, herreros, carniceros, putas, mozos de cuadra, familias, panaderos, lavadores, cirujanos, sastres y cien profesiones más, pero estaban tradicionalmente en retaguardia cuando se iniciaba la batalla.

Fulgrim, al parecer, tenía la intención de llevar a los seguidores de su ejército al corazón de la batalla.

Tormentor devoró la distancia entre la zona de aterrizaje y el sepulcro aislado, rápida e implacablemente, aplastando los escombros de las tumbas pulverizadas bajo sus orugas mientras se acercaba a lo que fue, deliberadamente, dejado en pie ente las ruinas desmoronadas del bombardeo orbital. El vacío lleno de cráteres dio paso a tocones ocasionales de paredes, fachadas solitarias y exoesqueletos frágiles de estructuras que más parecían árboles desmochados que algo construido a partir de los materiales que lo componían.

Nubes de polvo provocadas por los rescoldos térmicos se deslizaron a través de los edificios en ruinas, y los gritos de lamento que flotaban en el aire fueron amplificados por las ruinas. El avance se ralentizó a medida que los conductores tomaban un camino a través de los elementos exteriores de la ciudadela en expansión. Las municiones de menor rendimiento se habían empleado junto a la ciudadela, y las zonas de la región externa del impacto habían quedado más o menos indemnes. Tormentor las destrozó a su paso, abriendo con su proa pesada y contundente un camino firme hacia el punto en el que los informes de topografía orbital habían identificado una serie de entradas en la muralla de la ciudadela.

Perturabo mantenía un enlace de datos constantemente abierto entre la pantalla de su casco y el auspex del tanque súper pesado. Unas interferencias de bajo nivel empañaban gran parte de las recepciones, pero lo que veía no le preocupaba excesivamente. Las ruinas estaban vacías de vida; sin trampas de gravedad ocultas, sin equipos de cohetes, francotiradores o campos de minas enterradas para hacer estallar una oruga.

A todos los efectos, la ruta hacia la ciudadela de Amon ny-shak Kaelis estaba indefensa y sin oposición. Un axioma de guerra que a Corax le gustaba repetir, era que no era el enemigo al que veías quien te mataba, era el enemigo que no viste, y Perturabo no podía creer que un mundo de tanta importancia evidente para los eldar hubiera sido tan ampliamente abandonado. Las trampas y engaños para disuadir a los incautos estaban muy bien, pero no podían sustituir a los guerreros con armas que supieran bien cómo usarlas.

Incluso la impenetrable Cavea Ferrum estaba normalmente rodeada de miles de legionarios.

Perturabo abrió un picto-enlace en su casco con Fulgrim, y una representación holográfica brillante de su hermano apareció flotando en el aire delante de él, suspendida sobre la superficie blindada del Shadowsword.

—Estimulante, ¿no es así? —dijo con sorna Fulgrim, con sus ojos oscuros abiertos de par en par con anticipación y su pelo pálido como la luna pixelado tras él.

—No me gusta esto —dijo Perturabo—. Es muy fácil.

Fulgrim parecía irritado por haberle chafado su efervescencia.

—Estamos a punto de lograr lo que nos propusimos hacer, hermano. ¿Por qué tienes que estropearme este momento?

—Porque cuando la situación táctica es demasiado buena para ser verdad, generalmente es una señal de que estamos a punto de recibir un golpe más duro de lo que nunca creímos posible.

—Sé sensiblero si quieres, hermano —respondió Fulgrim sacudiendo la cabeza—. Voy a disfrutar de este momento dulce de éxito.

—Este lugar está vacío, sus murallas sin defensas —dijo Perturabo, girándose para mirar a su alrededor a medida que la densidad de las estructuras se hacía más grande—. Tú ya debías saberlo.

—Sospechaba que podría ser el caso —admitió Fulgrim.

—Entonces, ¿por qué no simplemente lanzar nuestro asalto directo al corazón de la ciudadela con alas de Stormbirds y cápsulas de desembarco? —gruñó Perturabo, enojado con esta última revelación.

—Debido a que podría no haber sido el caso —dijo Fulgrim—. Además, no quería negarte la oportunidad de construir alguna de tus grandes fortalezas. Plantar la bandera, por así decirlo.

—No me necesitas aquí —dijo Perturabo—. Ni a mi legión.

—Al contrario, yo diría que siempre es mejor tener un maestro de sitios cerca y no necesitarlo, que a necesitarlo y no tenerlo.

Fulgrim sonrió, pero no había maldad depredadora en la misma.

—Confía en mí, Perturabo, no puedo hacer esto sin ti. Te necesito a mi lado antes de que esto acabe, mi más querido hermano.

Las palabras de Fulgrim enviaron un oscuro escalofrío por la espalda de Perturabo, pues todo lo que Fulgrim le había dicho durante estos días estaba cargado de significados ocultos y secretos venenosos. Nada de lo que dijese su hermano podría ser tomado en un sentido literal, pero cualquiera que fuese la revelación tras el velo de estas palabras contenidas tendría que esperar.

Los edificios por los que Tormentor pasaba estaban situados en el mismo borde de la superficie exterior del bombardeo, y habían conservado gran parte de su antiguo esplendor. Torres de oro blanco de un material extraño brillaban por encima de él, reflejando la iluminación espectral que emanaba de la propia ciudad. Tal vez esto había sido antaño un recinto interior de la ciudadela, un gran acercamiento a su magnificencia. Ahora eran sus bordes exteriores, tumbas y edificios de propósito desconocido que poseían una gracia y armonía que Perturabo encontró seductora.

Incluso en sus más prósperas obras sin restricciones de diseño, cuando había relajado su obsesión por las líneas rectas, nunca había conocido tal fluida gracia en su arquitectura. Una culpa repentina tocó a Perturabo ante esta destrucción sin sentido, y la imagen de los pueblos y ciudades del Olympia ardiendo, el olor a carne quemada de las piras funerarias y el sabor ceniciento de la pérdida volvieron a él con una poderosa sacudida.

—¿Hermano? —dijo el Fulgrim holográfico.

Perturabo se sacudió ese recuerdo desestabilizador cuando la tierra se abrió en un circuito ancho que pasaba alrededor de las murallas exteriores de la ciudadela. Elevadas cientos de metros en el aire, los muros eran lisos e inmaculados, como la superficie de una preciada joya, pulida por un joyero experto.

Era desde estos muros, y las estructuras en el interior, de donde procedía el resplandor verdoso, una luz tenue que se las arreglaba para iluminar un mundo imposible. Torres maravillosamente bellas se erigían desde las almenas, más parecidas a crecimientos orgánicos de coral que a las formadas por la imaginación de un artificiero. Una multitud de pasarelas anchas conducían a sus interior, altas y en forma de hoja, con sus bordes exteriores tallados con los signos eldar. Parecía absurdo construir unos muros tan altos sólo para perforarlas con tantas entradas.

—No hay ni siquiera puertas —dijo, dirigiendo a Tormentor hacia la abertura más cercana.

—Suenas decepcionado —respondió Fulgrim.

—No estoy decepcionado —contestó Perturabo, observando las almenas lisas en busca de cualquier señal de un ejército mítico de inmortales que apareciese por encima de ellas—. Solo escéptico.

Tormentor pasó por debajo del arco y Perturabo sintió un escalofrío de escrutinio, como la sensación de hormigueo de un auspex médico o un analizador de datos biométricos al penetrar la carne y hueso. La sensación de ser observado que había experimentado desde el aterrizaje aumentó, como una glacial sensibilidad oculta en el corazón de este mundo que sólo ahora tomaba conciencia de su intrusión. A pesar de que la prudencia táctica y la inclinación natural instaban a Perturabo a penetrar más profundamente en la ciudadela, detuvo a Tormentor a trescientos metros en el interior del muro.

Descendió de la alta cúpula, cayendo al suelo delante de su Shadowsword gruñendo, y dejando que el resplandor fúnebre del interior le bañase. El Círculo de Hierro desembarcó por las puertas ensanchadas de la tripulación, en los flancos del tanque súper pesado, formando una muralla de escudos a su alrededor.

Perturabo los ignoró y estiró el cuello para examinar los paneles artesonados en los frontones superiores de los monumentos cercanos. Cada uno estaba lleno de murales iluminados de esmeralda de doncellas llorando y segadores encapuchados. Vibrantes frescos y mosaicos adornaban la parte baja de cada fachada, representando a los muertos en el pasaje de su vida; con los brazos en alto en una alegría sin límites antes de ser hundidos en la desesperación que todo lo consume, en un ciclo de repetición sin fin.

Perturabo observó que no había dos iguales, y se maravilló al ver tanto amor y cuidado prodigado a aquellos que nunca lo conocerían. Miles de brillantes piedras preciosas ovales de verde oceánico, azul cielo y rojo sangre, estaban insertadas en cada mural: algunos como los collares y broches de los muertos, otros inmortalizados como representaciones alegóricas de los corazones y las almas.

Los espacios entre las torres de duelo, mausoleos y sepulturas eran amplios, más parecidos a plazas abiertas que dividían las estructuras cívicas que calles, por lo que la ciudad se sentía abierta y aireada, como un gran parque lleno de arquitectura escultórica. Sin embargo, había una opresión que hizo a Perturabo sentirse como si los edificios le estuvieran empujando hacia el interior, como las paredes de trituración de un compactador.

La sensación de ser observado era más fuerte que nunca.

El Círculo de Hierro se abrió para permitir al Tridente pasar, mientras Perturabo volvía su atención hacia las estatuas de extremidades delgadas y cabezas bulbosas construidas sobre plintos que se alineaban en los espacios entre cada edificio. Más altos que un Dreadnought Contemptor, pero sin la evidente presencia y el poder de este tipo de máquinas de guerra, eran esculturas exquisitas, formadas a partir de un cristal opaco. Espinas en forma de alas se desplegaban de sus hombros, y las piedras preciosas brillaban parpadeantes en lo profundo del centro de sus alargados cascos. Miles de estas estatuas se alineaban en las avenidas y paseos de la ciudad, observadores silenciosos ante esta violación de sus recintos interiores.

—¿El ejército de inmortales? —preguntó Forrix, siguiendo la mirada de Perturabo.

—Si es así, entonces son una pobre elección de guardianes para este lugar.

Perturabo sintió una vez más la presencia ciclópea dentro de la ciudadela, como un coloso que sólo ahora se daba cuenta de que las hormigas pululaban a sus pies.

—Mi señor —dijo Falk Barban—. ¿Debemos seguir adelante?

—No —respondió Perturabo—. Nos atrincheraremos.

Los contingentes de Rhinos de los Guerreros de Hierro se dividieron en tres secciones. El primero formó una cabeza de puente fortificada dentro de la ciudadela, mientras que el segundo creó un cordón alrededor de los puntos de penetración. Cada uno de los Rhinos de la IV Legión era una variante «castellano» especialmente preparada, un diseño de Perturabo con blindaje indeformable y refuerzos contra-impactos que los convertían en búnkeres en miniatura. Su construcción modular permitía a los Rhinos unirse entre sí en una cadena, formando una línea fortificada improvisada cuando los materiales para los emplazamientos más permanentes no estaban disponibles, o tenía que organizarse una defensa rápidamente.

Cuatrocientos Rhinos asumieron una formación perfecta fuera de los muros de una barbacana escalonada protegiendo la línea de retirada de las legiones, mientras que en el interior, el mismo número de vehículos eran su reflejo. Con las murallas perforadas de la ciudadela dividiéndolos, los Rhinos se convirtieron en un complejo de búnkeres fortificados desde los que lanzar operaciones dentro de la ciudadela. Otros tres mil Guerreros de Hierro e Hijos del Emperador guarnecerían esta fortificación menor.

Perturabo dividió la última sección en tres fuerzas más pequeñas, dando órdenes a cada uno de sus Triarcas. Kroeger tomaría el flanco izquierdo, Falk el derecho, mientras que él y Forrix avanzarían por el centro. Cada punta de avance del Tridente estaba compuesta de alrededor de tres mil Guerreros de Hierro, con treinta Rhinos, diez tanques Predator, cuatro Land Raiders y el apoyo de artillería móvil. El Forjador de Armas Berossus dirigiría a los letales Dreadnoughts de la legión a través de la muralla y se uniría al centro, dispersando sus máquinas de guerra a través de cada punta del Tridente. Los dos titanes de la Legio Mortis marchaban directamente por el centro, un par de dioses de la guerra imponentes caminando en escolta del propio Primarca. Los colosales ingenios de batalla desatados rebuznaron gritos de guerra que hicieron eco de los edificios y sacudieron sus cimientos. Mortis no se acercaba envuelto en las sombras ni para una emboscada, sino en voz alta y con maldad en sus corazones. El enemigo debía saber que venían, y ese miedo sólo crecería con cada pisada titánica que acercase a las máquinas de guerra.

Cada grupo era una concentración de poder militar que podría someter a un mundo por sí mismo, una capacidad de combate muy por encima de lo que sería necesario para capturar este lugar. Perturabo no quería correr riesgos; si los acontecimientos se desarrollaban como sospechaba, quería una potencia de fuego abrumadora lista para responder en un instante.

La horda de Fulgrim se dividió en partidas de guerra individuales, variando en tamaño desde un centenar de guerreros a grupos de cerca de un millar. Cada uno de estos grupos autónomos parecía estar dirigido por un capitán, pues había tanta ornamentación extravagante y embellecimiento de la armadura en cada guerrero, que a menudo era imposible discernir los rangos específicos. Aunque lejos de la doctrina estándar legionaria, los guerreros de la III Legión al menos mantenían una medida de su anterior adhesión a una cadena de mando, mientras se desplegaban y se unían a una de las tres puntas del tridente. Por último, venía un largo convoy de carga, sesenta transportes de contenedores abarrotados y de bordes altos, con sus vientres rozando la tierra. Normalmente utilizados para transportar las enormes cantidades de municiones requeridas por los regimientos de artillería móviles, estaban custodiados por guerreros con servoarmaduras de exterminador y una serie de Dreadnoughts.

—¿Qué estas planeado, hermano? —preguntó Perturabo en voz baja.

Fulgrim le miró y dio a Perturabo una amplia inclinación, con la capa flameando tras él como las alas de oro de la bestia mítica a la que siempre se había comparado. Karuchi Vohra estaba a la sombra de Fulgrim, escoltado por dos miembros de la Guardia del Fénix de su hermano. El rostro del eldar era de regocijo, pero sitiado por una hostilidad cautelosa, como si el interior de la ciudadela le encantara y aterrorizara al mismo tiempo.

Perturabo decidió que cuando acabaran con este lugar mataría al xenos.

—Da la orden, hermano —dijo Fulgrim, con su sonrisa y tono indulgente como si se trataba de un gesto de generosidad por su parte.

Perturabo asintió con la cabeza y una algarabía de aullidos brotó de las gargantas de los Hijos del Emperador, mientras cientos de motores de vehículos rugieron al encenderse.

Sus Triarcas se volvieron para reunirse con sus guerreros, pero Perturabo los detuvo.

—Estad vigilantes —dijo, robando una mirada de reojo a los Hijos del Emperador—. Por cualquier cosa.

Forrix asintió comprendiendo.

—Hierro dentro —dijo.

—Hierro fuera —respondió Perturabo, y dejando la cabeza de puente fortificada detrás, llevó a los Guerreros de Hierro y los Hijos del Emperador al corazón de Amon ny-shak Kaelis.

* * *

Lucius corrió al lado de los Rhinos, gruñendo a medida que merodeaban por las calles-plazas de la ciudadela, irritado por la ausencia de señales de cualquier enemigo. La luz verde brillante de la ciudad la iluminaba bastante bien, pero no había vida en ella. Un hecho curioso que advirtió, fue que no se reflejaba en nada, sin importar lo brillante y clara que fuese la superficie. La hoja de su espada no mostraba el más mínimo matiz verde sobre la plata reluciente.

Los guerreros de la III Legión avanzaron como una chusma, cada partida de guerra encontrando su propio ritmo; algunos retrasándose, otros por delante de los vehículos. Las motojets rugían por encima, tejiendo patrones complejos en el aire, a veces tan cerca que podría haber decapitado al piloto si lo deseaba.

Los adustos Guerreros de Hierro formaban el centro de la ofensiva, con su fuerza combinada ridículamente abrumadora para una tarea tan ridículamente fácil. Este flanco del asalto estaba dirigido por Barban Falk, del círculo íntimo de Perturabo, y Lucius pasó unos momentos de ocio desentrañando el equilibrio, alcance y fuerza del hombre.

En caso de que esta frágil alianza se rompa, pensó con una deliciosa diversión.

Falk era un gigante, incluso teniendo en cuenta el blindaje de su servoarmadura Cataphracta, que parecía estar buscando algo, a juzgar por la forma en que su cabeza se dirigía de un lugar a otro de su alrededor. Lucius vio vacilación en el guerrero, una cautela que lo impelía a no igualar el ritmo de las otras dos puntas.

Lucius se preguntó qué estaba viendo Falk, almacenando este último fragmento de información. Lucius sabía que su espada tendría problemas para penetrar la armadura de Falk, pero incluso con esa ventaja el Guerrero de Hierro no sería lo suficientemente rápido para conseguir que sus guanteletes alcanzasen a Lucius. El espadachín flexionó los dedos alrededor del látigo que había tomado del difunto Kalimos. El agarre texturizado estaba formado de la piel exterior de un cefalópodo de aguas profundas, con micro-ganchos extruidos en cada milímetro cuadrado de su superficie, por lo que su tacto era maravillosamente intenso.

Lucius apartó los pensamientos del asesinato de Barban Falk hacia las estatuas que bordeaban las anchas calles. Dejando que la columna blindada pasara lentamente por delante de él, Lucius corrió hacia un sepulcro cercano, bebiendo los colores brillantes y vibrantes texturas de los mosaicos presentados en su superficie.

Las figuras eran en su mayor parte una mezcla de artistas, escultores, cantantes, acróbatas y otros tipos creativos, pero también había una cantidad desproporcionada de guerreros. Algunos combatían con largas picas que escupían fuego, otros llevaban máscaras gritando, mientras que otros peleaban con espadas gemelas. A Lucius le gustó la gracia y elegancia de estos guerreros, y siguió los movimientos de los eldar espada en mano, adoptando sus poses y posturas de lucha mientras saltaba y bailaba con su espada tejiendo una red de acero y plata alrededor de su cuerpo.

Lucius gruñó, moviéndose cada vez más rápido, haciendo de cada giro de su cuerpo y golpe parpadeante un borrón de plata rosada-púrpura y un reluciente filo de espada.

Danzó en torno a las estatuas que bordeaban el camino, disfrutando de las miradas entusiastas que recibía de sus hermanos legionarios y de admiración de los Guerreros de Hierro. Lucius jugueteó a lo largo del mausoleo, tejiendo un camino entre las estatuas cristalinas. Cuando se acercó al final de la estructura, saltó en el aire y desató el látigo de púas. Su tentáculo dentado se enrolló alrededor del cuello de la estatua en la esquina del edificio y la decapitó limpiamente, sin mancillar su brillantez.

Mientras caía la cabeza, la espada de Lucius atacó y penetró por su centro. Las dos mitades cayeron al suelo y estallaron en brillantes fragmentos de vidrio. Se dejó caer suavemente tras su hilada decapitación, con la espada en ángulo detrás de su cuerpo y el látigo retorciéndose en el suelo.

Lonomia Ruen se separó del avance y Lucius le maldijo. Desde la muerte de Bastarnae Abranxe, Ruen había trasladado su adoración fanática a Lucius. Durante un tiempo había sido una diversión interesante tener un devoto servil, pero Lucius ya se estaba cansado de su desesperada necesidad.

—Tu cuerpo es una maravilla —dijo Ruen.

La adulación era siempre bienvenida, pero Lucius prefería que sus lacayos tuvieran el suficiente sentido común para mantener las distancias. Ruen permaneció felizmente inconsciente de su estatus como un irritante supremo, y se había convertido en la recién adquirida sombra de Lucius.

—¿Aprendiendo algo nuevo? —preguntó Ruen.

—Sólo que los estilos de combate eldar no me sirven —dijo Lucius, enrollando el látigo con un giro de muñeca y enganchándolo en el cinturón.

—Parecía bueno desde donde yo observaba —señaló Ruen.

—Porque apenas diferencias un extremo de la espada del otro —espetó Lucius, envainando de la espada—. ¿Acaso Abranxe no te enseñó nada de su uso?

La postura de Ruen se tensó, y Lucius sonrió, preguntándose si empuñaría una de sus espadas envenenadas.

—Abranxe era un maestro espadachín, pero no era un instructor —reconoció Ruen, con su instinto de supervivencia conteniendo su sentimiento de indignación—. Dime entonces, ¿por qué el estilo eldar no te sirve para nada?

—Las posturas están destinadas a los físicos livianos de los eldar y sus cuerpos flacos —dijo Lucius, en un raro momento de indulgencia—. No sirven de nada a un marine espacial. Por más rápidos que seamos, nunca lo seremos tanto como ellos.

—Podrías serlo. Algún día.

—No seas idiota, Ruen —dijo Lucius, aunque la sinceridad de la adulación le tocó a pesar de sus esfuerzos por mantenerse distante.

Un guerrero se separó de la columna de vehículos blindados y de artillería en movimiento a través de las calles de la ciudad, un guerrero asimétrico de gran volumen, con un arma tubular semejante a un hacha que chillaba con armónicos caóticos. Marius Variosean llegó con un grupo de guerreros armados de forma similar, y Lucius sintió que sus dientes rechinaban en su cráneo antela llegada de los Kakophoni. A pesar de que la mayoría de sus cañones sónicos estaban enfundados, cada guerrero actuaba como conducto de un tintineo constante de lamentos nerviosos.

La cabeza desnuda de Variosean era una masa de cicatrices quirúrgicas recientes, resultado de los dispositivos de amplificación de resonancia instalados en el hueso remodelado de su cráneo. Sus ojos eran orbes negros enloquecidos sumergidos en pálida carne pastosa, piel pálida descamada y el veteado de vasos sanguíneos rotos.

—Mantente en movimiento —dijo el señor de los Kakophoni, y el tono de sus palabras envió un espasmo de dolor a través de Lucius. La boca estirada de Variosean formaba las palabras con dificultad, y los nódulos de carne extendidos alrededor de su cuello se movían al ritmo de su respiración. Cada uno de los Kakophoni había sido implantado con cámaras de resonancia orgánicas en el cuello y el pecho, para mejorar el efecto nervioso-paralizante de sus armas sónicas.

—Solo estoy admirando la arquitectura —dijo Lucius, inclinándose para levantar la suave piedra rubí en medio de los restos destrozados de la cabeza que había cortado de la estatua. Se sentía caliente al tacto, y se rio al sentir el pánico que emanaba desde dentro, como si la piedra tuviera miedo.

El cañón sónico en la espalda de Variosean emitió un aullido, y las armas de sus hombres gritaron y chillaron al compás. Lucius apretó la piedra, sonriendo mientras su pánico se cristalizaba en terror.

—¿Qué es eso? —exigió Variosean, tendiéndole la mano.

Lucius se encogió de hombros y colocó la piedra en la palma de Variosean.

La piedra vibró como si los armónicos disonantes estuvieran pasando a través de ella, bailando en la mano de Variosean como un imán que cambia de polaridad. Con un golpe seco, la piedra se partió en dos y Lucius se quedó sin aliento al sentir una sacudida repentina de energía golpear su cuerpo, como si una dosis del más increíble estimulante de combate se hubiera inoculado en su sistema. Sabía que Variosean también lo había sentido, pues el rostro contraído se convirtió en uno de felicidad extasiada. Las armas de los Kakophoni sonaron con un poder ensordecedor y media docena de estatuas cercanas reventaron como atacadas por mazos invisibles.

Reducidas a fragmentos pulverizados no mayores que una uña, cada estatua fragmentada llevaba una piedra similar en su corazón, y los gritones Kakophoni no perdieron tiempo en caer sobre ellas. Lucharon entre sí por las piedras del corazón, arañando y combatiendo entre sí a medida que se arrebataban las cálidas gemas brillantes. Tan pronto como cada piedra era agarrada, explotaba y enviaba ondulantes oleadas de éxtasis que hacían hervir la sangre a cada guerrero lo suficientemente cerca como para sentirla. Sus armas rebuznaron, graznaron y dejaron escapar gritos de placer atávico, llenando las calles con ecos atonales que rebotaron en tumbas y criptas como sabuesos en busca de presas.

Lucius se apartó de Variosean cuando el guerrero descolgó su hacha con su larga empuñadura envuelta en luz azul parpadeante y con su cuerpo vibrando con su poder. Variosean cerró su mano sobre ella, y un ardiente latigazo de ruido relampagueante golpeó el aire con una feroz disonancia. La fachada de la tumba se abrió y una onda de choque explosiva horadó un cráter de diez metros de ancho en la carretera.

El descubrimiento del botín de las piedras preciosas se extendió a través de los Hijos del Emperador como una infección. Y lo que había empezado como un avance desigual pero implacable, degeneró en una turba anárquica que derribó y destruyó todas las estatuas a su paso, en una orgía de destrucción.

Los Guerreros de Hierro de Barban Falk siguieron adelante, dejando a los Hijos del Emperador atrás.

* * *

Nykona Sharrowkyn observó los disturbios extendiéndose hasta abarcar a toda la sección de avance de los Hijos del Emperador en este eje. Las estatuas fueron destruidas a pedazos y las piedras dentro de ellas aplastadas bajo sus pies, tragadas enteras o insertadas en sus cuerpos mediante heridas autoinfligidas. Los gritos eran orgiásticos, sus acciones inexplicables.

—¿Qué nueva locura es ésta? —preguntó Sabik Wayland, sacudiendo la cabeza con incredulidad.

—Desde Isstvan y el ataque a la Sisypheum he renunciado a tratar de racionalizar las motivaciones de los traidores —contestó Sharrowkyn.

—¿Qué pasó con «conoce a tu enemigo»?

—Empiezo a entender que no siempre es un buen consejo —dijo Sharrowkyn lentamente—. Conocer a los Hijos del Emperador sería invitar a una terrible locura en tu alma.

—No te discutiré eso —estuvo de acuerdo Wayland mientras Sharrowkyn se inclinaba sobre el parapeto del sepulcro extrañamente brillante sobre el que habían escalado. Wayland había subido mano sobre mano para llegar a este lugar; Sharrowkyn utilizó su retro-reactor fuertemente modificado. Su sección transversal era inferior a la mitad del equipamiento estándar de un marine de asalto, y sus emisiones eran casi invisibles a menos que estuvieras cara a cara con él.

A doscientos metros bajo ellos, los Hijos del Emperador se arañaban y desgarraban entre sí, mientras luchaban por la posesión de las piedras que brillaban intensamente en cada una de las estatuas de cristal. Sharrowkyn no tenía ni idea de la inherente cualidad que poseían y que había provocado este comportamiento destructivo, pero aún así, sintió la terrible tristeza que acompañaba a la destrucción de cada una de ellas.

Los Guerreros de Hierro ignoraron los alborotos de sus hermanos, penetrando más en la ciudad. Sharrowkyn no los culpaba. Es mejor no tener aliados que tener a uno en quien no se podía confiar.

Al menos Sharrowkyn podía contar con los Manos de Hierro. Había luchado al lado de un gran número de sus hermanos legionarios, pero ninguno le granjeó tanta estima como los hijos sin padre de Ferrus. Ciento cuarenta y seis guerreros de la X Legión se ocultaban en las sombras alrededor del mausoleo-templo central de la ciudadela, el claro objetivo de los traidores. Su despliegue, avance y formación sólo confirmaron que se dirigían directamente a los maltratados guerreros de Ulrach Branthan.

Sharrowkyn sabía por dónde penetrarían los Guerreros de Hierro, y llevó a los Manos de Hierro en la trayectoria opuesta una vez que el polvo se asentó después del bombardeo. Cadmus Tyro lideraba la fuerza de incursión, con los veteranos de Vermana Cybus repartidos entre los Manos de Hierro como los pernos estructurales en una fachada debilitada. Cybus se había recuperado más o menos de su encuentro con Perturabo. Las partes mecanizadas trituradas de su anatomía fueron reemplazadas con augméticos nuevos canibalizados de la Sisypheum, y las partes orgánicas que no podían ser completamente restauradas se recubrieron con piel sintética y plastek implantado.

Y sin embargo, sacrificaban más su humanidad en la lucha contra el Señor de la Guerra.

* * *

La Sisypheum permanecía en órbita baja, lo más cerca que la muy dañada nave se atrevía. Su encuentro con la Andronicus la había dejado maltrecha, pero al igual que la legión, la Sisypheum perduraría. Fue ajustada con cuidado al planeta, puliendo las zonas de interferencia entre las capas atmosféricas para evitar la detección. Estaba cerca, pero todavía demasiado lejos si eran detectados. Sólo Frater Thamatica y Atesh Tarsa permanecían a bordo: uno como castigo, el otro como guardián. Los Stormbirds y Thunderhawks que los habían llevado a la superficie estaban ocultos sobre los sepulcros en lo profundo de la ciudad, agrupados en tejados como rapaces esperando pacientemente en sus nidos.

Estaba más allá de la estupidez estar aquí.

Sí, las escuadras de la Guardia del Cuervo eran superadas en número con frecuencia cuando operaban tras las líneas enemigas, pero esto era ridículo. Decenas de miles de Guerreros de Hierro e Hijos del Emperador se estaban acercando a un grupo de guerreros que no podían aspirar a luchar contra ellos. Las probabilidades de mil a uno y más allá eran materia de leyendas, pero la mayoría de ellas eran precisamente eso. Leyenda. Era demasiado bonito brindar por tales victorias antiguas, hasta que tenías que enfrentarte a esas probabilidades tú mismo.

El comunicador de Sharrowkyn crujió y los tonos bruscos de Vermana Cybus inundaron su casco.

—¿Qué ves? —preguntó el comandante de los Morlocks de la X Legión.

—Una columna de Hijos del Emperador se está retrasando, pero los Guerreros de Hierro siguen avanzando —dijo—. Múltiples unidades blindadas con fuerza de compañías, un mínimo de quince mil guerreros y artillería de apoyo. Y dos máquinas de batalla Reaver.

En favor de Cybus, la amplia gama de potencia enemiga avanzando hacia su posición no pareció perturbarlo.

—¿Cuánto tiempo hasta que lleguen al sepulcro? —exigió.

—No más de diez minutos.

—De acuerdo, les estaremos esperando —dijo Cybus—. ¡Volved aquí ahora!

El comunicador escupió estática y luego quedó en silencio.

Wayland había oído la conversación y sintió la aversión de Sharrowkyn a Cybus.

—Un hombre difícil como pocos, pero uno bueno a quien seguir.

Sharrowkyn negó con la cabeza.

—Se ha olvidado de que es un líder de hombres. Toma la reverencia de la legión por el hierro y la hace una virtud del odio a la carne.

—No nos has entendido —dijo Wayland—. Mis hermanos y yo no odiamos la carne, sólo sabemos que no puede ser tan fiable como el hierro.

—Una distinción demasiado sutil para mí —respondió Sharrowkyn.

—Lo dudo mucho.

—No importa —contestó Sharrowkyn—. Sabes tan bien como yo que los guerreros necesitan sentir que están siguiendo a un ser de carne y hueso, alguien que entiende y comparte los riesgos que les está pidiendo que tomen.

—¿Deliverance?

Sharrowkyn asintió.

—Las lecciones aprendidas durante el levantamiento aún están frescas, y cualquier comandante de la Guardia del Cuervo que las olvide, pronto descubrirá que no tiene ejército al que liderar.

—Tal vez tengas razón, pero no es el momento de hablar de eso —dijo Wayland—. Están en movimiento otra vez.

Sharrowkyn siguió la mirada de Wayland y vio que su compañero tenía razón. Cualquiera que fuese la locura que se había apoderado de los Hijos del Emperador había disminuido, y un amago de orden se había restablecido. Entre los traidores, Sharrowkyn reconoció a uno látigo en mano, el espadachín consumado al que se había enfrentado a bordo de la Sisypheum.

Sintió una emoción impropia de reconocimiento, reviviendo su duelo en la cubierta de embarque en un santiamén. Sharrowkyn nunca se había enfrentado a un oponente como él, y no podría haber predicho el resultado que hubiera tenido su danza de espadas de no haber sido interrumpida.

—¿Quién es? —preguntó Wayland.

—Una cara familiar —dijo Sharrowkyn—. Alguien a quien quiero matar.