SIETE

SIETE

Yo estuve allí

Los Caminos por Encima

Tributo de carne

Fulgrim cayó a cámara lenta, como el árbol más poderoso en el bosque talado y sin siquiera saber que la putrefacción estaba en sus raíces. Perturabo estuvo al lado de su hermano antes de que nadie en el anfiteatro siquiera fuese consciente de lo que había sucedido. Tomó la cabeza de Fulgrim justo después de golpear las losas del escenario con un crujido repugnante. Con un pensamiento convocó al Círculo de Hierro y gritó a la multitud, ahora levantándose de sus asientos con horror creciente, que se apartasen.

—¡Hermano! —exclamó Perturabo, buscando en los niveles superiores del Thaliakron signos de los francotiradores. Reprodujo el momento del impacto de la bala, lo analizó y trianguló en su punto de origen. No vio nada, pero cualquier tirador digno de ese nombre ya se habría desvanecido.

Las pisadas estruendosas del Círculo de Hierro lo rodearon, formando un anillo ininterrumpido de protección. Las piernas se apuntalaron y bloquearon los escudos, envolviendo a Fulgrim y Perturabo en sombras y acero. El disparo había alcanzado a Fulgrim en la sien derecha, una herida limpia que parecía no tener salida en el lado opuesto. Fuese cual fuese el proyectil escogido por el asesino todavía estaba dentro de su cráneo.

—Fulgrim —dijo Perturabo—. Háblame.

—Hermano… —dijo Fulgrim, con los ojos como pepitas de ónix en medio de los ríos de sangre corriendo por su rostro.

—Estoy aquí.

—Sólo piensa —susurró Fulgrim—. Serás capaz de decir que estabas allí…

—¿De qué estás hablando?

—Tú estabas allí el día que Fulgrim cayó.

—No seas ridículo —dijo Perturabo—. Esto no es nada. Tú y yo hemos recibido heridas peores que ésta en nuestro tiempo.

—Me temo que puedes estar equivocado, hermano —dijo Fulgrim, estirándose hasta agarrar su brazo como si se preparase para ofrecerle una despedida.

La sangre seguía manando por el rostro de Fulgrim, y Perturabo supo que no debería estar sucediendo. Incluso el cuerpo de un legionario debería haber cerrado ya la herida. La fisiología de un Primarca debería haber cerrado este flujo de sangre de forma casi instantánea. ¿Se había el Emperador rebajado a utilizar las herramientas envenenadas de los asesinos? La ira de Perturabo se fundió en una supernova comprimida ante tales estratagemas deshonrosas. Sólo los cobardes se negaban a enfrentarse a sus enemigos en el campo de batalla, y la idea de que su padre genético hubiera sancionado tales asesinos en las sombras era una mancha en cada recuerdo que tenía de él.

Perturabo oyó el gruñido de sus autómatas y el zumbido de sus martillos encenderse. Los músculos artificiales vibraban con el poder en aumento, listos para destruir a quienquiera o lo que fuera que se acercaba.

Fulgrim se agitó en su reposo y dijo:

—Es Fabius, mi apotecario…

—Dejadle entrar —ordenó Perturabo, y el Círculo de Hierro se separó lo suficiente como para permitir que una figura encorvada con los colores distintivos de los Hijos del Emperador pasase. Perturabo tomó una aversión instantánea hacia este Fabius; las mejillas huecas, el pelo despeinado y el hambre demacrada en sus ojos penetrantes que le miraban de arriba abajo, como si hiciera las mediciones de su ataúd.

La servoarmadura del apotecario parecía fuera de lugar en su cuerpo, como el caparazón de algo más grande portado por el parásito que le había matado. Un artilugio mecanizado semejante a una araña acechaba en sus hombros. Mientras se ponía a trabajar en su Primarca caído, Perturabo pudo oler una mezcla extraña de aromas malignos: fluidos de embalsamamiento, productos químicos nocivos que no podía identificar y el sabor de la sangre rancia de un matadero que ninguna cantidad de desinfectante jamás podría ocultar.

El guerrero era post-humano, no había duda de eso, pero la gran cantidad de cicatrices quirúrgicas autoadministradas, visibles a través de su cabello adelgazado y sobre sus antebrazos expuestos, le hicieron preguntarse si eso era suficiente para este hombre. ¿Eran los seres grotescos del carnaval de Fulgrim sus creaciones?

—¡Mi señor! —exclamó Fabius, examinando la brillante sangre rica en oxígeno escaparse de la herida—. Así es como debieron sentirse los Hijos de Horus en Davin. Es verdaderamente la peor sensación que he conocido.

—Cállate y sánalo —ordenó Perturabo, que no estaba de humor para el melodrama y al que no le gustaba la comparación con el Señor de la Guerra.

—Fabius —dijo Fulgrim—. Puedo sentirlo en mi cabeza.

Fabius se dirigió Perturabo.

—¿Qué clase de arma hizo esto?

—No lo sé, pero la herida de entrada es demasiado pequeña para ser de un bólter. Hay un traumatismo de impacto excesivo para un láser, por lo que creo que es algún tipo de rifle de agujas.

Fabius asintió con la cabeza y se volvió a Fulgrim, mientras la unidad nartecium articulada y montada sobre sus hombros oscurecía el trabajo que estaba haciendo. Perturabo quería salir de la protección del Círculo de Hierro para averiguar lo que estaba pasando más allá del Thaliakron, pero no confiaba en dejar a Fabius solo con Fulgrim. Algo le decía a Perturabo que nadie estaría a salvo en compañía de este hombre durante mucho tiempo, convirtiendo su carne en un lienzo sobre el que practicaría experimentos quirúrgicos antinaturales.

Más allá de los escudos de los robots, Perturabo podía oír la cólera furiosa y el creciente terror de la multitud. Todos habían visto al Fénix caer, y cada segundo que mantenían la oscuridad en cuanto a su destino, generaba rumores cada vez más elaborados. Con una última mirada suspicaz en Fabius, Perturabo salió de la protección del Círculo de Hierro.

Encontró a los Forjadores de Armas de su Tridente esperándolo, rodeando a los guardianes artificiales como el toro grox protegiendo a una madre parturienta. Los Hijos del Emperador estaban más allá de ellos, depredadores a la espera de encargarse de la parte más débil de la manada. La imagen era desagradable, pero adecuada.

Los Hijos del Emperador se movían con la urgencia de un arco tensado, desesperados por saber de Fulgrim, pero sin querer arriesgarse a la ira de los Guerreros de Hierro y los guardaespaldas de su Primarca.

Un guerrero son servoarmadura cataphracta densamente ornamentada con pieles desolladas y cintas de hueso colgadas caminó hacia adelante, mostrando en el rostro la cicatriz de una quemadura que había curado mal y había sido peor tratada. Los ojos del guerrero eran cataratas de pesadilla de fluido rosa veteado que lloraban lágrimas viscosas lo largo de la escarpada ruina de sus rasgos.

—¿Quién eres tú? —preguntó Perturabo.

—Julius Kaesoron —respondió el guerrero—. Primer Capitán. ¿El Fénix?

—Vive —dijo Perturabo—. Hará falta algo más que un mal tirador con un rifle para acabar con un Primarca.

—Déjenos verlo —pidió Kaesoron, intentando avanzar.

Perturabo puso su mano sobre el pecho de Kaesoron.

—No hagas que te detenga —dijo.

—¡Es nuestro Primarca! —protestó el guerrero.

—Y es mi hermano —le espetó Perturabo.

Los ojos lechosos de Kaesoron recorrieron los más altos niveles del Thaliakron con una expresión indescifrable más allá de su cicatriz.

—Demasiado para la tan cacareada seguridad de los Guerreros de Hierro —dijo, mostrando un arrogante rechazo que hizo que Perturabo quisiera aplastar su cráneo con la cabeza de Rompeforjas—. Esto no debería haber pasado.

—No —convino Perturabo, calmando su ira—. No debería. Y si Fulgrim no hubiera insistido en esta teatralidad, entonces se podría haber evitado. Ni siquiera los guerreros de Valdor podrían haberlo protegido.

Kaesoron abrió la boca para estar mostrar su desacuerdo, pero Perturabo se la cerró antes.

—No puedes hacer nada por tu Primarca ahora. Ocúpate de la captura de quien lo hizo. Cazadlo y matadlo.

—La caza ya está en marcha —dijo Kaesoron—. Un solo tirador no tiene ninguna posibilidad de escapar de este acto traicionero. Probablemente será atrapado a quinientos metros del edificio.

—¿Y si no lo es?

—Incluso si por algún milagro se las arregla para deslizarse de la red, no hay manera de que pueda conseguir escapar de este mundo, o escapar de las flotas de naves en órbita —dijo Kaesoron.

Perturabo puso a prueba ese pensamiento y lo consideró insuficiente.

—Si los activos de vuestra flota estuviesen organizados en un atisbo de cualquier formación reconocible podría estar de acuerdo contigo —dijo.

Kaesoron se tensó ante el insulto y Perturabo arqueó una ceja al ver los guanteletes del hombre enroscarse en puños.

—¿Quieres morir, hombrecito? —dijo Perturabo—. ¿O la legión de mi hermano se ha convertido en estúpida y bárbara desde que hizo sus juramentos a Horus?

—No juramos nada a Horus —escupió Kaesoron.

Perturabo ocultó su sorpresa, pero en lugar de seguir el comentario de Kaesoron con una pregunta lógica dejó que su implicación se asentara en el fondo de su mente.

—Entonces escúchame, Julius Kaesoron, primer capitán. Este es mi mundo y mi anfiteatro. Tú eres sólo una molestia. Irrítame y te mataré.

Kaesoron dio un paso atrás, abatido, pero también parecía impulsado por la amenaza de la muerte.

Perturabo apartó a Kaesoron de su mente y exploró las alturas del anfiteatro, descansando sus ojos en el punto desde donde había disparado el asesino. Una buena posición, con vistas panorámicas de las principales entradas al anfiteatro. Un montón de sombras desde donde disparar y una conveniente ruta de escape en la parte trasera. Quienquiera que hubiera efectuado el disparo no podría haber deseado un mejor emplazamiento de francotirador.

Perturabo descubrió que ahora odiaba el Thaliakron. Su grandeza mancillada y su función pervertida. Una vez más, una maravilla que había creado como un símbolo de la belleza había sido empañada por aquellos que alguna vez había amado.

¿Es que no se le permitiría a algo que erigiese en gloria un momento de brillo?

Perturabo se volvió cuando un Land Raider con el púrpura y oro de los Hijos del Emperador entró en el Thaliakron por las puertas principales, dominando el escenario y aplastando las losas bajo sus orugas pesadas. Sus armas estaban adornadas con filigranas y las volutas talladas habían sido adornadas con llamativas manchas de sangre y otros fluidos corporales. Una fila de cascos legionarios colgaban de ganchos de carnicero en las cubiertas protectoras superiores de las orugas: Manos de Hierro, Salamandras y la Guardia del Cuervo en su mayor parte, pero Perturabo reconoció un casco de los Devoradores de Mundos y un respirador de la Guardia de la Muerte entre el botín de batalla. Si Fulgrim poseía un casco de los Guerreros de Hierro, al menos tenía el sentido común de no mostrar ese trofeo.

El Círculo de Hierro se destrabó de su postura defensiva, enderezando sus piernas y restituyendo sus escudos a la posición de bloqueo en el flanco. Fulgrim se alzaba orgulloso en el centro de la construcción, renacido de las cenizas de su muerte. Sus rasgos estaban aún ensangrentados, pero donde antes Perturabo había visto el rostro de un mártir, ahora era el del resucitado.

—Hermano —dijo Fulgrim, acercándose para abrazarlo de nuevo—. Un milagro.

Perturabo sacudió la cabeza y dijo:

—Vives.

Fulgrim levantó la mano para mostrar Perturabo una larga astilla de acero manchada de sangre, finamente afilada y curvada en torno a su centro, donde su punta se había aplastado.

—Apenas —dijo Fulgrim—. Fabius tuvo un trabajo endiablado para extraerlo. El ángulo de impacto estaba lo sufrientemente obtuso para desviarse en lugar de penetrar. Viajó por la coronilla de la cabeza y se alojó en el lado opuesto.

Fulgrim barrió el pelo de color hueso de nuevo para mostrar las incisiones que Fabius había hecho en la sien opuesta con el fin de extraer la aguja. Una vivida línea púrpura trazaba la ruta que el proyectil había tomado, una senda arqueada de elegantes curvas y espirales unía las dos heridas y le daba una simetría agradable.

—Menos mal que tienes un cráneo grueso —dijo Perturabo.

—Tienes razón, hermano —respondió Fulgrim riendo.

* * *

Instalados y seguros en el santuario subterráneo de la Cavea Ferrum, Perturabo sirvió dos jarras de vino muy condimentado, y pasó una a Fulgrim, que hizo un gran espectáculo comprobando su edad y aroma, antes de deleitarse como un ingenuo en su primera actuación. Un convoy de Land Raiders les había traído del caos en el Thaliakron al corazón de la circunvalación a toda velocidad, mientras las bandas de devotos lunáticos de Fulgrim difundían la noticia de su milagrosa supervivencia.

—Contaste un gran relato —dijo Perturabo, vaciando su jarra y llenándola de nuevo—. ¿Cuánto de ello era cierto?

—¿Quién sabe? Todo, o nada —respondió Fulgrim con una sonrisa y encogiéndose de hombros—. No importa cuánto es verdad y lo que es la acumulación sedimentaria de los narradores a través de los siglos.

—Si quieres que mi Legión se una a la tuya, entonces por supuesto que me importa.

—No me entiendes, hermano —dijo Fulgrim, arañándose las heridas gemelas en las sienes—. Dioses y guerras, prisiones antiguas… todo es escapismo mítico. Sí, puede que haya… embellecido algunos elementos de la leyenda para darle dramatismo, pero la tradición barda eldar es tan seca que debe ser animada con una buena dosis de tormenta y tensión.

—Entonces, ¿cuál es la verdad de la leyenda? —preguntó Perturabo, rodeando la mesa apilada con sus cientos de planos arquitectónicos, sabiendo que los destruiría cuando Fulgrim se fuera—. ¿Hay alguna en absoluto?

—La hay por cierto —dijo Fulgrim, conminando a Karuchi Vohra a su lado.

Perturabo se detuvo, y se fijó en el eldar con su mirada fría.

—Así que dime, Vohra —dijo—. ¿Cuál es la verdad? Y elimina los adornos de mi hermano.

—La verdad es que estas armas son reales.

—Le das mucho crédito a las leyendas.

Fulgrim puso la mano en el hombro de Perturabo.

—Si alguna vez hubo una criatura conocida como el Angel Exterminatus no significa nada en absoluto. Con toda probabilidad no es más que una fantasía construida para ocultar una verdad más oscura que la «mera existencia» de estas armas —dijo Fulgrim.

—¿Por qué se molestarían los eldar en inventar semejante fantasía?

—Un terrible dios demoniaco es una manera conveniente de justificar la creación de este tipo de cosas terribles —respondió Fulgrim—. Mejor para la historia creer en su existencia que aceptar la difícil verdad de que su tan cacareada especie avanzada fuera capaz de tal invención destructiva.

—Todavía no entiendo cómo puedes decir que su existencia es un hecho —dijo Perturabo.

—Porque Karuchi Vohra las ha visto —dijo Fulgrim.

Perturabo se volvió hacia el eldar de ojos ambarinos.

—¿Tú las has visto? —preguntó.

—Sí —confirmó Vohra con un gesto brusco—. He caminado por los pasillos espectrales de la antigua ciudadela en el centro de lo que conocéis como la vorágine estelar. Un lugar llamado Amon ny-shak Kaelis.

—La ciudad de la noche sin fin —tradujo Perturabo—. Suena atractivo.

—Vi sus grandes bóvedas y las salas situadas en torno a las armas —dijo Vohra ignorando su sarcasmo—. Se trata de una fortaleza de tal fuerza que sólo el mayor maestro de los asedios podría derrotar a sus defensas con el fin de apoderarse de las armas.

Perturabo ignoró la adulación descarada y se volvió a Fulgrim.

—Ahora entiendo por qué quieres a mi legión, hermano. Necesitas a mis guerreros para abrir esta fortaleza eldar.

—Cierto —admitió Fulgrim—. Pero esa no es la única razón por la que vengo a ti. Este es tu destino, hermano. Todos los caminos de tu vida te han conducido hasta aquí. ¿Por qué entonces solo tú has sido plagado de visiones de la vorágine estelar desde tus primeros días?

—¿Cómo sabes eso? —preguntó Perturabo, repentinamente preocupado y enojado—. Solo se lo dije a Ferrus Manus y se burló de mi pregunta.

—Olvidas, hermano, que yo maté a Ferrus —susurró Fulgrim, con una sonrisa cómplice que hizo a Perturabo partícipe en el acto—. Y no hay vínculo más íntimo que el asesinato. El Emperador se encargó de que los Primarcas estuvieran vinculados por lazos de sangre, Perturabo, sangre y mucho más. Cuando Ferrus murió, me empapé de sus pensamientos y sueños, amargos y suaves a partes iguales, y aprendí algo de su memoria.

»Para ser franco, le hice un favor cortándole la cabeza —aseveró Fulgrim tocando la empuñadura de su espada—. Era un robot mono-direccional, tan estúpido y desconectado de la multitud de sensaciones que la vida tiene para ofrecer. La suya fue una vida desperdiciada, que no apreciaba el don para la bendición que realmente tenía.

—Sospecho que podría haber visto las cosas de manera diferente.

—Tal vez —rio Fulgrim—. Pero eso es el pasado y no perdamos el tiempo con ello. Sólo me preocupa el futuro, y el nuestro se encuentra juntos. Allí es donde debes ir, para que me ayudes en la obtención de este tipo de armas para el Señor de la Guerra. Ayudarme a borrar el recuerdo de Phall aprovechando esta oportunidad para recordarle a Horus el poder de la Cuarta Legión. ¡Este es tu momento para reclamar la gloria que siempre se te ha negado!

—Estás olvidando que estas armas se encuentran todavía en el corazón de una tormenta de disformidad.

—Karuchi Vohra nos puede guiar.

—¿Cómo atravesaste la tormenta? —preguntó Perturabo, volviéndose hacia Vohra—. Tú no eres un navegante.

—He viajado por los Caminos por Encima, mi señor —dijo asintiendo el eldar.

—¿Los Caminos por Encima?

—Una ruta secreta y estable que conduce directamente al corazón de la vorágine estelar, conocida sólo por un puñado de mi pueblo. Es uno de los secretos mejor guardados y os lo ofrezco libremente, mis señores.

Perturabo era escéptico, pero la posibilidad de este tipo de armas a la espera de alguien que les diera propósito de nuevo le intrigaba. Las armas de asedio que el León le había entregado a Diamat eran poderosas sí, pero lo eran en una forma evidentemente mortal. Podían nivelar paredes, diezmar ciudades, pero dispositivos capaces de derribar un imperio galáctico…

—No creo mucho de lo que me has dicho Fulgrim, pero si hay siquiera una pizca de verdad en esto, entonces debemos actuar en consecuencia.

—El Emperador claramente cree en su verdad —dijo Fulgrim, tocando con su mano la cicatriz en la frente—. Envía asesinos para impedirme captar tu ayuda. Una fracción de un grado más alto y estaría tan muerto como Ferrus. Tenemos que actuar ahora. Si no lo hacemos, nuestros enemigos lo harán sin duda.

Perturabo odiaba la sensación de que estaba siendo encarrilado por el argumento de Fulgrim, pero sin órdenes del Señor de la Guerra, esto al menos le podría permitir utilizar a su legión para un buen uso hasta que dichas órdenes llegaran.

—Muy bien —dijo—. Si existen, entonces tenemos que tomar posesión de ellas. Pueden poner fin a esta guerra solo con la amenaza de su existencia.

Fulgrim parecía decepcionado por su falta de imaginación, pero Perturabo no había terminado.

—Por supuesto, tendremos que usarlas para que amenaza sea tomada en serio, aunque el Emperador no tendrá más remedio que rendirse al ver un poder tan increíblemente destructivo.

—¿Rendirse? —dijo Fulgrim, con su voz como un ronroneo bajo y seductor—. Horus no busca la rendición. Deja un enemigo con vida detrás de ti y solo se volverá en tu contra. No, una vez que las armas estén en nuestras manos, debemos utilizarlas para aniquilar por completo a los ejércitos del Emperador.

—Entonces lo harás sin mí —dijo Perturabo.

—¿Qué has dicho? —dijo Fulgrim, dejando la jarra.

—Mi legión sólo participará con la tuya si tomo el control total sobre las armas —dijo Perturabo con inquebrantable firmeza—. Seré su guardián y elegiré dónde y cuándo se utilizan. La amenaza de su poder debe poner fin a esta guerra antes de que esta escape a nuestro control.

—¿Escape de nuestro control? —rio Fulgrim con un acento burlón—. Hace mucho tiempo que sobrepasamos ese punto. Por favor, hermano, ¿cuál es el sentido de tener esas armas, si reducimos su uso? Al igual que tu gran anfiteatro, que una vez existió sólo como un sueño en el papel de cera. Mira lo maravilloso que es. ¿Se podría construir para dejarlo vacío y carente de función?

—Ha cumplido su propósito, por lo que podría derribarlo sin pesar.

—¿De verdad? —dijo Fulgrim—. Todo ese esfuerzo para levantarlo, ¿y podrías derribarlo sin sentir un instante de dolor? ¿No dejarías tu legado para que otros puedan emularlo y soñar con el genio de su creador?

Perturabo se encogió de hombros.

—Fue construido para ti, hermano. Haz lo que quieras con él.

—Lo haré —espetó Fulgrim.

* * *

Dolor. Siempre volvía al dolor.

Los ojos de Cassander se movían frenéticos detrás de sus párpados, sellados por la sangre y el polvo. Tenía la boca seca y su carne estaba caliente. Dejó escapar un suspiro al darse cuenta de que aún estaba vivo. Su biología post-humana reconstruyó su cuerpo roto, rehabilitando vasos sanguíneos, reparando el denso tejido de los órganos, y extrayendo hasta la última molécula de sus reservas corporales para sanar sus heridas.

Hizo respiraciones lentas, apreciando los mensajes biológicos que su carne dañada le enviaba. Recordó un disparo preciso a la cabeza, y la tensión palpitante en la sien derecha le dijo que tendría una cicatriz atroz para recordarle que no fuese sin su casco. Su respiración era trabajosa, probablemente un pulmón colapsado, y la debilidad de sus miembros sólo podía ser el resultado de que su corazón secundario asumía la carga de la circulación de la sangre.

Tenía frío y estaba acostado boca abajo, pero más allá de eso no sabía nada más.

Su armadura había desaparecido, aunque sentía las penetraciones invasivas de sensores biométricos conectados a muchos de los conectores de su cuerpo.

¿Estaba en un Apotecarion?

No, su último recuerdo fue el brote gemelo de fuego del cañón de un bólter, seguido de un instante de dolor punzante en el pecho. Le habían disparado antes, pero nunca con tanta ira. Le pareció una idea ridícula —¿qué importa cómo te dispararon?—, pero el veneno que había sentido desde que el Guerrero de Hierro apretó el gatillo era palpable.

Odiaba a Cassander más que a cualquier otra cosa en la galaxia.

La ciudadela había caído, eso era evidente, y el corolario de eso era que ahora era un prisionero del enemigo. Cassander trató de incorporarse, pero no podía moverse. Tenía las muñecas, los tobillos, la cintura, el pecho y el cuello asegurados por fuertes abrazaderas de cuero y acero. Gruñó y forcejeó contra ellas, sintiendo algo desgarrarse en su interior mientras se esforzaba por romper sus ataduras.

Conservando las fuerzas, Cassander forzó los párpados y pudo abrir los ojos, torciendo la cabeza para reconocer su entorno. Un techo abovedado de ladrillos negros se curvaba por encima de él, y un globo de luz desnuda se balanceaba movido por una fría brisa que soplaba a través de un arco bajo a su derecha. El agua brillaba en las paredes de azulejos y bancos de máquinas extrañas acechaban en las sombras, portando hirvientes y sibilantes cápsulas de cristal verde. Restos extraños de carne flotaban dentro de cada uno, cosas desconocidas que desafiaban cualquier clasificación fácil por su aspecto.

Olía a sangre y excrementos, al hedor de animales grandes y a metal frío.

La losa sobre la que yacía era parte de un conglomerado de ocho losas funerarias idénticas, dispuestas en un patrón circular alrededor de una rejilla de drenaje incrustada en el centro de la cámara. Varias de las placas mostraban cuerpos abiertos, las sobras de lo que parecían experimentos fallidos de cirugía de horribles trasplantes, y un dispositivo de bronce y carne colgaba suspendido de la cúpula del domo. Su estructura era una fusión horrible de varios servidores de combate y aparatos quirúrgicos, una colección de brazos escuálidos, apéndices de perforación y cableado que caían como intestinos.

—No deberías forcejear —dijo una voz—. Te escuchará…

—¿Quién es? —exigió Cassander—. ¿Locris? ¿Kastor? ¿Eres tú?

—No conozco esos nombres.

Cuando más de sus sentidos volvieron a la normalidad, Cassander se dio cuenta de que una de las otras losas estaba ocupada por un ser vivo. Aunque gran parte del cuerpo del orador estaba encerrado en un sarcófago de cuerpo completo, Cassander vio que la voz pertenecía a un guerrero de una legión.

Y no cualquier legión.

—Puños Imperiales —dijo Cassander, al ver el tatuaje en el hombro descubierto del hombre.

Incluso dentro del sarcófago, su compañero legionario se estremeció.

—Yo estaba allí. Les fallé. No merezco llevar el nombre.

—¿Quién eres tú? —exigió Cassander—. ¿Cómo llegaste a este lugar? ¿Dónde estamos de todos modos?

—Haces demasiadas preguntas —dijo el Puño Imperial—. No soy nadie. Debería estar muerto. No deberías hablar conmigo.

—Soy el capitán Felix Cassander —dijo lentamente—. Identifíquese, legionario.

El guerrero inmovilizado no habló, y Cassander estaba a punto de repetirlo cuando recibió su respuesta.

—Navarra —dijo—. Legionario de la 6 ª Compañía, portador de armas del capitán Amandus Tyr de la Halcyon. En ruta hacia Isstvan III.

—¿Isstvan III? Entonces, ¿cómo estás aquí?

Una vez más una larga pausa antes de contestar.

—Nunca llegamos a Isstvan. Nos emboscaron. Fui capturado. En la Sangre de Hierro.

—¿Una nave de los Guerreros de Hierro? —supuso Cassander.

—Sí —dijo Navarra—. El capitán Tyr dirigió un asalto a la nave de Perturabo. Teníamos que matar al Primarca enemigo. Fallamos. Mil trescientos guerreros muertos a cambio de nada. Llegamos a la sala del trono del bastardo. Mató a Tyr con un solo golpe. El resto de nosotros no duró mucho más tiempo.

La ira y la culpa dieron fuerzas a Navarra, pero fue efímera y su voz torturada se sumió en el silencio. Cassander miró más de cerca, observando a través del complicado entramado de pasadores de acero y tablillas de hueso perforados que cubrían su cuerpo. La carne de Navarra estaba horriblemente mutilada y Cassander vio que sus piernas terminaban a la mitad del muslo. Numerosas líneas de alimentación se habían introducido en sus brazos, cuello y los muñones de sus piernas, y fuese lo que fuese que inyectasen, estaba claro que no eran bálsamos contra el dolor.

—¿Estamos a bordo de una nave de los Guerreros de Hierro?

—No —dijo Navarra—. Ojalá lo estuviéramos.

—¿Qué quieres decir? ¿Dónde estamos?

—Esta es la guarida del apotecario Fabius —dijo Navarra, bajando la voz hasta un susurro.

—¿Quién es Fabius?

—Un Hijo del Emperador —siseó Navarra, con los ojos cerrados y todo su cuerpo tensado.

—¿Los guerreros de Fulgrim? —dijo Cassander. No esperaba eso, pero daba lo mismo cuál de las legiones traidoras le retenía. Como Puños Imperiales, su deber era tratar de escapar y causar tanto daño al enemigo como fuera posible.

—¿Cuánto tiempo has estado aquí? ¿Qué sabes de la distribución de este lugar?

—Nada —dijo Navarra—. Debería estar muerto.

La ira estalló en el pecho de Cassander.

—Has sido gravemente herido, legionario, pero no estás muerto. Eres un Puño Imperial, y no dejas de luchar hasta que te maten. Deshonras la memoria de tus hermanos de batalla rindiéndote. Encontraremos una manera de defendernos o moriremos intentándolo. ¿Me escuchas?

—Te escucho —dijo Navarra, y Cassander se preguntó qué dolor y tortura le habían infringido los Guerreros de Hierro para romper así su espíritu. Pero los corazones pueden ser reparados, los espíritus remediados y el coraje restaurado.

—Somos orgullosos hijos de Dorn, Navarra —dijo Cassander—. Nuestro padre genético es el baluarte de nuestra alma, el viento frío de Inwit que enfría los impulsos imprudentes. Por lo que o encontramos una manera de sobrevivir o haremos una.

—Un noble sentimiento —dijo una voz con la sequedad áspera de una serpiente reptil—. Pero uno fuera de lugar. No hay escape de mi vivisectorio, capitán Cassander. No vivo de todos modos.

El orador se deslizó en la sala, en silencio y sin aparente locomoción. Cassander no había oído su acercamiento, y un sentido primigenio de cosas repugnantes le erizó los pelos de la parte posterior de su cuello ante la vista del cirujano de carne cadavérica a la altura de su pecho.

El hombre era un aumentado como él, pero ahí terminaba el parecido. Demacrado y encorvado, la unidad de energía de su servoarmadura se aferraba a la espalda como un parásito y unos armatostes sibilantes y chirriantes sobresalían de los hombros. Varios de los tubos de aspecto orgánico se habían desprendido del aparato central y estaban ocupados succionando la creación bio-mecánica, vomitando un icor repugnante y maloliente en su estructura venosa.

Los labios del hombre se abrieron, como si disfruta de la sensación.

—Yo soy Fabius —dijo, acariciando el pecho lleno de cicatrices de Cassander—. Y esta es mi cámara de las maravillas.

—¿Maravillas? Es un lugar de abominación —siseó Cassander, forcejeando una vez más en sus ataduras—. Eres un loco y te mataré.

Fabius se rio, realmente divertido.

—Te sorprendería cuántas veces he oído eso —dijo—. Pero todos los que se transforman por mis cuchillos y pesadillas pronto aprenden a amar el dolor que les doy. El dolor conduce al placer y el placer puede ser un sufrimiento tan dulce. Sé que no lo entiendes todavía, pero lo harás.

El tubo intestinal se separó del artefacto biomecánico en la espalda del apotecario, mientras este se acercaba al borde de la cámara con pasos suaves. Cassander le siguió todo lo que sus restricciones le permitían, pero perdió de vista a Fabius cuando se adentró en las sombras con un aparato que tintineaba con el sonido del metal contra el vidrio.

—Que amable del Señor del Hierro agasajarnos con tributos de carne —dijo Fabius cuando un número de lúmenes se encendieron espontáneamente—. Podría decirse que son los regalos del vasallo a un señor.

Cassander veía ahora el horror de las cápsulas de vidrio verde dispuestas alrededor de la cámara; una colección de partes del cuerpo, órganos cosechados y cabezas conservadas. Incluso en su sorpresa horrorizada, la magnitud de estos especímenes sombríos le dijo a Cassander que procedían de los cuerpos de marines espaciales. Vio las marcas que denotaban al menos once legiones.

—Una de mis aficiones —explicó Fabius, saboreando el disgusto de Cassander—. Tengo muestras de tejidos viables de todas las legiones presentes en Isstvan V. Algunas dadas voluntariamente, otras… no tanto. Pero de todas las muestras que tengo en mi colección, la tuya es la que más deseo escudriñar. Me imagino que la semilla genética de Dorn es la más cercana a la fuente.

—No te atreverías a manipular la gran obra del Emperador —dijo Cassander.

—¿Atreverme? —espetó Fabius—. Me atrevo incluso con lo que el Emperador teme que se repita. Ya he aprendido mucho de su conocimiento, y con cada paso me acerco a perfeccionar lo que comenzó en su ignorancia: la creación del guerrero definitivo.

Cassander luchó contra las ataduras que le sujetaban contra la losa, pero no cedieron.

—No pierdas tu fuerza —se rio entre dientes Fabius, inclinándose sobre él mientras una gran cantidad de hojas se desenvainaban de sus guantes con un chasquido fuerte—. La necesitarás para gritar.