DIECISÉIS

DIECISÉIS

Cuestión de confianza

Entrada poco convencional

«Sisypheum» desatada

Cadmus observó las lecturas en su atril de mando, tragando mientras los niveles de potencia en el núcleo motor seguían aumentando. En cuestión de segundos los reactores iban a explotar y destruir la Sisypheum, y aunque cada fibra de su ser se rebelaba contra ese curso de acción, sabía que Wayland tenía razón.

Si por sus muertes podían matar a un Primarca traidor entonces habrían conseguido algo que valiera la pena después de todo.

Sabía que tenía que decir algo a la tripulación, unas últimas palabras para expresar el honor que sentía al haber servido con ellos, pero las palabras no salían. Branthan habría dado una despedida que hubiera sobrevivido a su sacrificio, que vivirían más allá de su muerte, y fueran citadas por los hombres y mujeres que se enfrentaran a su propio destino.

Tyro no tenía nada, y nunca se había sentido un reemplazo más inadecuado del capitán Ulrach Branthan.

Miró a Sabik Wayland, pero el Padre del Hierro no cruzó sus ojos con él, demasiado concentrado en las lecturas entrantes en la estación de ingeniería. Garuda batió sus alas de metal en la parte alta del puente, graznando y descendiendo alrededor del guía eldar. Si Varuchi Vohra estaba irritado por las atenciones del ave, no dio señales de ello.

—¿Cuánto queda? —preguntó Tyro.

Wayland miró hacia arriba.

—Yo estimaría que alrededor de tres minutos y medio.

Tyro se aclaró la garganta.

—Hicimos algún bien ahí fuera, Sabik —dijo.

Wayland asintió.

—Sí, capitán —afirmó—. Lo hicimos. Ferrus estaría orgulloso de nosotros.

—Me conformo con no ser una vergüenza —dijo Tyro.

Wayland parecía confundido ante eso, pero su respuesta fue interrumpida cuando la estación de voz crepitó con una transmisión entrante. Un estruendo de bocinas de emergencia y rebuznos de vapor sobrecalentado llenaron el puente, pero a pesar de todo era audible una voz que era en parte desesperación y parte alegre anarquía.

—¿Cadmus? ¿Cadmus, estás ahí? —llamó Frater Thamatica.

¿Frater? ¿Eres tú de verdad?

—Sí, por supuesto que sí —contestó Thamatica—. ¿Quién más podría ser?

—Maldito seas, Thamatica, nos has matado a todos —escupió Tyro.

—Aún no, muchacho, pero sigue interrumpiéndome y lo estarás.

—¿De qué estás hablando?

—¿Está frater Wayland todavía en el puente? —preguntó Thamatica por encima de los golpes crepitantes y las sirenas chillonas de los espacios de ingeniería.

Wayland corrió hacia la estación de voz y tomó el cuerno del altavoz.

—Estoy aquí, Frater —dijo—. Estás derivando todo el exceso de energía al motor.

—Lo estoy —reconoció Thamatica.

—Estará en situación crítica en menos de tres minutos.

—Creo que reconocerás que en realidad es en poco más de tres minutos, Frater —dijo Thamatica—. Los informes no pueden superar a la recepción de los datos in situ. Pero precisiones aparte, lo que necesito es que Cadmus transfiera la autoridad de mando al motor de datos aquí abajo. Necesito la nave.

—Ni de broma —le espetó Tyro—. No te daré la última orden de la nave.

—Tienes que hacerlo —ladró Thamatica, con toda cautela desaparecida de su voz—. Y hacerlo rápido, capitán, o estamos todos muertos.

—¿Muertos? Ya estamos muertos, Thamatica —dijo Tyro—. Tú mismo lo has dicho. Vas a volar la nave.

—No seas ridículo —dijo Thamatica—. Nunca haría estallar esta vieja nave tan magnífica. Bueno, no deliberadamente. Ahora escúchame, Cadmus Tyro. He estado presionando naves hasta el filo de sus tolerancias y más allá, desde antes de que perdieras tu puño. Ahora traspasa el mando al motor de datos, y te juro por las siete sombras sagradas de Karaashi que sobreviviremos a esto. Y si no lo hacemos, bueno, no importará de todos modos.

Tyro miró a Wayland, que se encogió de hombros con incomprensión.

—¿Qué piensas? —preguntó Wayland.

La diversión de Thamatica era audible incluso por encima del ruido entre cubiertas.

—Ya verás, Sabik —dijo—. Pero lo mejor será tener a ese guía preparado al timón. Ah, y una última cosa.

—¿Qué?

—Agarraos a algo.

Las cargas explosivas estaban en posición y listas para abrir las entrañas de la nave de los Manos de Hierro. Todo legionario de los Guerreros de Hierro era un experto en demoliciones, y Kroeger no era la excepción. A los pocos minutos de limpiar la cubierta de embarque, tenía cargas preparadas para abrirse paso a través del pesado blindaje de las puertas. Kroeger comprobó el anillo de explosivos alrededor del disparador principal por última vez y corrió hacia Perturabo.

El Primarca no había dicho nada desde que el último de los Manos de Hierro había muerto, caminando entre los muertos, como si buscara algo perdido. Forrix estaba a su lado, el astuto y viejo primer capitán había delegado la colocación de sus cargas de demolición.

—Estamos listos para abrir brecha —dijo Kroeger, alcanzando a Perturabo y Forrix.

El Círculo de Hierro formó un amplio anillo alrededor del Primarca, con su número reducido en dos. Que los Manos de Hierro hubieran logrado destruir a alguno de los robots de batalla había sorprendido a Kroeger, pero debería haber sabido que la X Legión nunca bajaría los brazos y recibiría una paliza. Una vez más, Kroeger había tenido el honor de ver a su Primarca en batalla, y caminando entre las ruinas de otra victoria aplastante, Kroeger nunca había estado más orgulloso de servir a la IV Legión.

Perturabo escrutó el resultado del combate: los cadáveres, los vehículos destrozados y los restos arrancados de carne. Iluminado por las llamas de un Rhino eviscerado, parecía más alto de lo que Kroeger recordaba. Su capa se levantó y agitó por las corrientes térmicas de los incendios, y las piedras preciosas y el oro negro en el broche del cráneo captaron la luz del fuego.

Perturabo asintió con la cabeza y se dejó caer sobre una rodilla con la mano presionando la cubierta.

—Todavía no, Triarca —dijo Perturabo—. Necesito un momento.

Kroeger miró a Forrix.

—Estarán reagrupándose en las posiciones de choque más profundas de la nave —dijo, sabiendo que Perturabo y Forrix seguramente debían ser conscientes de ello.

—Lo están de hecho —dijo Perturabo—. Y vamos a erradicarlos y destruirlos. Será difícil y perderemos a muchos guerreros en el camino.

—Perdemos más cuanto más esperemos —dijo Kroeger.

—Lo sé.

—Entonces, no entiendo por qué estáis dudando, mi señor.

—Confundes consideración con duda, Kroeger. Estoy dando a nuestros dignos enemigos una última batalla —dijo Perturabo, levantándose y señalando la carne horriblemente mutada de los monstruos que Fabius había traído a bordo—. Esta no fue una victoria honorable, por lo que le debemos a los Manos de Hierro una muerte honorable.

—Eso no tiene sentido —rabió Kroeger—. Tenemos que seguir adelante con rapidez, matarlos a todos antes de que puedan convertir esta nave en una mayor trampa mortal de lo que ya es.

Perturabo empuñó Rompeforjas y la hizo girar a su alrededor, dejando la cara asesina descansada sobre el pecho de Kroeger.

—Ten cuidado, mi joven Triarca —dijo Perturabo, con su voz carente de emoción—. Necesito un orador directo en el Tridente, no un perro ladrando. Cállate.

Kroeger miró a Forrix en busca de apoyo, pero el primer capitán tenía los dedos de su mano derecha pegados al lateral de su casco. Su cabeza asintió a lo que estaba oyendo por el comunicador y alzó la mirada. Su alarma era evidente.

—Mi señor —dijo Forrix con urgencia—. Tenemos que sacarle de esta nave.

Perturabo bajó el martillo y se volvió hacia el primer capitán.

—Explícate.

—Barban Falk informa de una gran acumulación de energía en los reactores de la nave —dijo Forrix—. Están casi sobrecargados; como mucho minutos antes de convertirla en desechos radiactivos.

Perturabo negó con la cabeza.

—Es un engaño —dijo—. Si los Manos de Hierro están muriendo aquí, lo harán luchando.

—No se puede estar seguro de eso —dijo Forrix.

—Conocía a mi hermano —dijo Perturabo—. Y sus legionarios no acabarían con sus vidas así. No cuando quedan enemigos por combatir.

—Ferrus Manus ha muerto, mi señor —dijo Forrix—. ¿Quién puede decir de lo que es capaz su legión de odiosos de la carne ahora que se ha ido?

—No esto —dijo Perturabo, inflexible.

—No —dijo Kroeger con repentina certeza, seguro de que lo que iba a hacer invertiría los papeles—. Os equivocáis, mi señor. Con gusto volarían esta nave si piensan que van a mataros en el proceso. ¿Qué significan las vidas de unos pocos cientos de legionarios comparadas con el asesinato de un Primarca? ¿Una nave de guerreros contra la vida del Señor del Hierro? Esta fuera de toda duda. Estoy sorprendido de que les haya tomado tanto tiempo darse cuenta de ello.

Perturabo no respondió, teniendo en cuenta las palabras de sus Triarcas.

Con cada segundo que pasaba, Kroeger esperaba sentir el momento candente de la detonación, cuando el núcleo del reactor de la nave explotara.

—Mi señor —presionó Kroeger—. Queríais un orador directo; bueno, os lo diré lo más claro que puedo: ¡Tenéis que salir de esta nave ahora! Acabarán con sus vidas en una bola de fuego nuclear si piensan que vais a morir con ellos. Pero si estamos sólo nosotros, lucharán. Podemos tomar esta nave, sabéis que podemos, pero no vos a bordo. Tenéis que marcharos y dejarnos la matanza a nosotros.

Kroeger se tensó cuando los fríos ojos de Perturabo se posaron en él. Berossus había sido quebrado por Rompeforjas por menos. Al final, el Primarca asintió y enfundo el martillo sobre sus hombros.

—No —dijo—. Nos vamos todos. Como dices, esta nave es una trampa mortal y no voy a perder más guerreros en el altar de la vanidad de Fulgrim. Volveremos a la Sangre de Hierro y destruiremos esta nave con nuestras armas. Y si la Andronicus se interpone en nuestro camino, entonces perecerá también.

Kroeger sonrió. Esta era la forma de combatir de los Guerreros de Hierro.

Absoluta e imparable, despiadada e implacable.

—No podemos dar a los Manos de Hierro una muerte honorable —dijo Perturabo— pero me cobraré sus muertes de Fulgrim.

Forrix asintió con la cabeza y dijo:

—Falk, balizas teleportadoras activadas. Sácanos de aquí.

* * *

Atesh Tarsa luchó contra el veneno químico que mantenía sus piernas inmóviles, pero era como luchar contra una marea implacable de un arma telaraña. El apotecario traidor le miró con curiosidad, como si fueran viejos amigos que se hubieran reconciliado después de un período de distanciamiento.

—El dispositivo en el pecho del guerrero muerto —dijo, con su voz como el silbido del polvo seco en el desierto—. Es tecnología antigua de otro tiempo, ¿no?

Tarsa negó con la cabeza.

—Carece de utilidad para ti. Está adaptado al genoma del capitán Branthan.

Fabius sonrió y agitó un dedo de reprimenda delante de su rostro.

—Vosotros salamandras sois tan terribles mentirosos —dijo Fabius, corriendo una uña agrietada y sucia por la línea de la mandíbula de Tarsa, sobre su mejilla para terminar en sus ojos—. Culpa de Vulkan.

—No te atrevas a decir su nombre —escupió Tarsa.

—¿Por qué no? ¿Hay alguna tradición de Nocturne que prohíba hablar mal de los muertos?

—Vulkan vive —dijo Tarsa, repitiendo las palabras como un mantra—. Vulkan vive. ¡Vulkan vive!

Fabius se rio.

—Tal convicción para alguien tan ignorante de la verdad.

Tarsa apretó los dientes al sentir una dolorosa sensación de despertar en sus extremidades. Sus dedos se crisparon.

—Mátalo, Fabius —dijo el guerrero con rostro aullante—. Toma lo que quieras y salgamos de este sitio.

—Con el tiempo —dijo Fabius, y las terminaciones nerviosas de Tarsa bailaron dolorosamente en su carne. Era capaz de controlar los movimientos involuntarios con un esfuerzo de voluntad. Cerró sus dedos en un puño.

La máquina arácnida en la espalda del apotecario puso a Tarsa de pie, apuntalándolo contra el ataúd de estasis. Fabius miró a través del vidrio con un deseo feroz, con los ojos entornados en la perspectiva de saquear el Corazón de Hierro del cuerpo de Branthan.

—Las cosas que voy a hacer con este dispositivo… —dijo con avidez.

—Lo vas a matar —logró decir Tarsa con los dientes apretados.

—Y crees que a mi…

Tarsa giró su brazo en un perfecto gancho y golpeó con el puño en la cara de Fabius. Los dientes se rompieron y la sangre brotó de la mandíbula del apotecario traidor, mientras se tambaleaba por el golpe. El arácnido mecanizado soltó a Tarsa y cayó de cuclillas. Trató de ponerse en pie, pero el golpe le había quitado toda la fuerza que tenía.

Fabius se puso sobre él, con la mitad inferior de su rostro hecha una máscara de rojo, y sus ojos negros furiosos.

—Sufrirás por esto —dijo—. Me suplicarás morir en los años que pueda mantenerte con vida, soportando mis torturas.

Tarsa levantó la vista y el fantasma de una sonrisa se dibujó en sus labios.

—¿Por qué sonríes? —exigió Fabius.

—Hermano Sharrowkyn —dijo Tarsa—. ¿Hay algo que no encaje en esta habitación?

Fabius se volvió para ver caer al Guardia del Cuervo de la maraña de cables y tuberías en el techo. Dos espadas negras cayeron sobre el pecho de Fabius, y un líquido aceitoso y oscuro sangró de las heridas. El apotecario cayó hacia atrás, con sus rasgos retorcidos en un rictus de horror desnudo. Sharrowkyn arrancó las espadas y giró sobre sus talones para lanzar una de sus hojas. La espada giró en el aire y atravesó la cabeza de uno de los Hijos del Emperador, que cayó con un grito ahogado de sonido disonante que resonó dolorosamente en el cráneo de Tarsa.

Antes de que Sharrowkyn pudiera terminar con Fabius, el último de los monstruos se lanzó hacia él. El Guardia del Cuervo volteó hacia arriba y sobre el ataúd de Ulrach Branthan, aterrizando en la pared del fondo con su esbelta espada gladio sostenida en alto por encima del hombro derecho. La criatura se estrelló contra la pared del Apotecarion, con su cuerpo hinchándose ante sus ojos y las venas de color carmesí que destacaban en sus músculos como pistones hidráulicos a punto de romperse por la presión. Cualquiera que fuesen los procesos biológicos que estaban ocurriendo dentro de la bestia, le conducían a un paroxismo de rabia y fuerza. Unas garras ennegrecidas surgieron de sus manos fundidas, y ondulantes espigas óseas nacieron a lo largo de su columna vertebral mientras una baba humeante se derramaba de su mandíbula de cocodrilo.

—Ahora mismo sería un buen momento, hermano —dijo Sharrowkyn, aunque Tarsa no tenía idea de a quién le estaba hablando.

La demente bestia genética cargó contra el Guardia del Cuervo con un grito de odio.

Sharrowkyn se arrojó a un lado.

Y el muro del Apotecarion explotó hacia el exterior en una cascada de metal roto, cableado chispeante, soportes acanalados y paneles encofrados. Una construcción imponente de acero desnudo y servoarmadura negra a rayas la atravesó con poderosas zancadas mecanizadas y los brazos armados. Un puño giratorio de energía crepitante y músculos de fibra de haz híper-densos, se apoderó del brutal astartes mutante y golpeó su cabeza contra la pared.

Aunque parezca increíble, el cráneo del animal se mantuvo intacto. Se tambaleó por el golpe y trató de concentrarse en lo que de alguna manera había logrado herirlo.

El hermano Bombastus, el Trueno de Hierro de Medusa, se liberó de los escombros y cables que se extendían desde el interior de los espacios de la pared y que estorbaban en sus hombros. Demasiado grande para entrar en el Apotecarion por cualquier medio convencional, Bombastus había hecho una entrada poco convencional.

Aún hinchado por el autoconsumo desenfrenado, el mutante se levantó sobre sus piernas rotas, y estas se hincharon mientras se realineaban a unas nuevas e insondables instrucciones genéticas. Sus brazos alargados se estrellaron contra Bombastus, con su mandíbula babeante masticando su sarcófago de calavera estampada. Unos colmillos secretando ácido rasgaron profundos surcos en sus placas de metal desnudo, y unas garras duras como el diamante rajaron su armadura como las cortadoras de plasma del servo-arnés de un tecnomarine.

Bombastus asió el cuello desproporcionado de la criatura y la golpeó en el rostro con el arco superior de su ataúd de hierro. Los huesos quedaron destrozados y los colmillos quebrados cuando toda la mitad frontal del cráneo de la criatura se hizo cóncava en un instante. Sólo para asegurarse, el bólter de asalto montado bajo el puño de Bombastus rugió. Una fuente de sangre y materia cerebral roció el techo cuando los proyectiles explosivos detonaron dentro de la cavidad cerebral del monstruo.

La criatura cayó como un muñeco de trapo al ser liberada del agarre del Dreadnought, y sus restos triturados fueron arrojados al suelo con un fuerte sonido de repugnancia.

—Apotecario Tarsa —tronó Bombastus—. Solicitó ayuda.

Tarsa casi se rio de alivio cuando Sharrowkyn le atendió. Su cuerpo todavía se sentía débil, pero al menos tenía el control de nuevo.

—Eso hice, hermano Bombastus —dijo, poniéndose en pie y cerrando un puño en la palma de su mano—. Tu ayuda es más que bienvenida.

Tarsa buscó a los Hijos del Emperador que habían estado tan cerca de matarlo, y perturbado el ataúd de estasis del capitán Branthan. Habían huido al ver a Bombastus y Tarsa no pudo culparles por ello.

—¿Estás bien? —preguntó Sharrowkyn.

—Estoy bien, o por lo menos lo estaré muy pronto —dijo Tarsa.

Sharrowkyn asintió y se marchó a ver a los dos Morlocks caídos. Tarsa se tomó un momento para recomponerse, mientras Bombastus se inclinaba para mirar el ataúd de Ulrach Branthan. El rostro inmóvil del capitán miraba hacia arriba, impertérrito y congelado a medio hablar.

—Me ofrecí a darle este cuerpo de hierro y acero —dijo Bombastus.

—Y él se negó —dijo Tarsa—. Él no tomaría lo que no es suyo.

—No es justo que yo exista y él no.

Tarsa señaló el cadáver en rápida descomposición de la última bestia mutante.

—En este momento, estoy muy contento de que camines entre nosotros, hermano Bombastus.

—Tú eres Salamandra —dijo Bombastus—. No lo entiendes. La carne es inherentemente defectuosa, y la suya no va durar mucho tiempo en esta muerte interminable. He vivido lo suficiente en esta corteza de hierro, y sería más adecuada para un capitán de batalla que para un simple guerrero.

—Te equivocas —dijo Tarsa.

—Presumes de demasiada familiaridad —dijo Bombastus—. No me conoces, y moriría una y mil veces si con ello devolviera la vida del capitán.

Tarsa no tuvo respuesta para el Dreadnought y lo dejó con su melancolía. Ayudó a Sharrowkyn a colocar a Septus Thoic en una camilla de observación. La armadura del Morlock estaba rota y deformada, pero había sobrevivido a los golpes recibidos. Ambos brazos estaban doblados en ángulos que sugerían múltiples dislocaciones.

Ignatius Numen se puso de pie con una expresión aturdida que indicó a Tarsa que estaba claramente conmocionado desde la acometida sónica que lo había derribado.

—¿Estás bien? —preguntó, mientras Numen recuperaba sus armas.

Numen no respondió, y Tarsa puso una mano sobre el brazo del Morlock.

—¿Hermano Numen?

—¿Me estás hablando? —preguntó Numen, diciendo sus palabras muy fuertes.

—Sí —dijo Tarsa. ¿Puedes oírme?

—¿Qué?

—Te lo repito, ¿me oyes?

Numen negó con la cabeza.

—No puedo oírte. Tendrás que gritar.

Tarsa miró la sangre seca y el tejido en las mejillas de Numen, y supo que la rudimentaria audición que le quedaba tras la explosión de plasma en Isstvan se había perdido.

El Morlock estaba completamente sordo.

* * *

Wayland observó el aumento de los niveles de potencia de los núcleos motores, y sintió los dedos de hierro de su guantelete izquierdo moverse espasmódicamente. No tenía miedo; durante mucho tiempo había tenido la secreta creencia de que iban a morir todos aquí, en las regiones del norte, olvidados y solos, como mucho, una nota al pie de página en las futuras historias de esta guerra. Lo que le preocupaba era el hecho de que podrían estar a punto de morir por las acciones irresponsables de un Padre del Hierro, al que muchos habían considerado inadecuado para el puesto, un elemento peligroso en la maquinaria de la legión.

Thamatica era brillante sin duda, pero la naturaleza de su esplendor era que había aprendido más de sus fracasos que de sus éxitos.

Wayland esperaba que la Sisypheum no fuese el último de los fracasos de Thamatica.

* * *

Flameantes circuitos de luz se encendieron alrededor de Forrix cuando la última de las energías de teletransporte se disipó en las bobinas de amortiguación que rodeaban la cámara. Conductos superconductores drenaron la potencia necesaria para la teleportación a los sumideros de energía, y una bocina rebuznó a tiempo con el pulso de la purga. Momentos después, el disco de teletransporte, un podio grabado con cráneos de placas de hierro electrificadas, estaba atestado de figuras blindadas. Forrix sintió náuseas, dolor de estómago por la dislocación de la teleportación y reprimió esa debilidad familiar.

—No te gusta teletransportarte, ¿verdad? —dijo Kroeger.

Forrix negó con la cabeza.

—No. Ser descompuesto de esa manera es como morir cada vez.

Kroeger asintió como si le entendiera, y se bajó del podio mientras los guerreros del Círculo de Hierro zumbaban y chasqueaban en el interior de sus chasis blindados. Sus sistemas interiores necesitaban unos momentos para volver a alinearse después de la traslación. Perturabo salió del disco y se alejó de la cámara a través de una puerta iridiscente, mientras las bobinas de energía caían al suelo.

Kroeger y Forrix siguieron al Señor del Hierro, sintiendo la violencia inminente en su silencio a medida que regresaban al puente. Falk estaba en el puesto de mando, ante un hololito flotante que mostraba las lecturas de la nave de los Manos de Hierro y su inconfundible reactor sobrecargado.

—¿Cuánto falta? —preguntó Perturabo.

—Menos de un minuto —dijo Falk.

Más allá de los brillantes gráficos, la pantalla panorámica principal mostraba la forma achatada de la nave enemiga, abandonada en el espacio como el cadáver de una ballena de vacío con el cerebro muerto.

—Sus propulsores de maniobra están funcionando —dijo Forrix, notando pequeñas llamaradas correctivas de empuje a lo largo de la nave—. Han recuperado potencia.

—No será suficiente —dijo Falk—. Esto es sólo un último intento desesperado por ponerse tan cerca de nosotros como sea posible, antes de que exploten sus motores.

—¿Nos estás alejando? —preguntó Kroeger.

—Por supuesto —le espetó Falk, mirando a una parte del muro detrás de Kroeger, como si viera algo en la pintura descolorida del mamparo—. Tuve que esperar hasta que regresasteis, pero sí, nos estamos alejando.

—¿Estaremos en el radio de la explosión cuando esa cosa estalle? —preguntó Forrix.

Falk cambió el gráfico flotante a una de las esferas concéntricas de dispersión. La nave de los Manos de Hierro estaba situada en el centro, con la Andronicus y la Sangre de Hierro en el primer anillo de impacto.

—Mucho —dijo Falk—. Estaremos lejos, pero probablemente recibamos una sacudida.

Perturabo levantó una mano, con la cabeza inclinada hacia un lado mientras estudiaba las lecturas emitidas del casco y los reactores de la nave enemiga. Desmenuzó la información entre las lecturas de emisión de energía y la rotación lenta de la nave de los Manos de Hierro.

Forrix reviviría ese momento cientos de veces o más, en un intento de interpretar la expresión de Perturabo. La comisura de la boca del Primarca tembló, como divertida, sin embargo sus ojos no perdieron su frío hielo calculador. Su lenguaje corporal era tenso, su cólera de batalla aún estaba al frente, pero con una consanguinidad que le llevaba al borde de la pura agresión. El Primarca era una masa de contradicciones, pero nunca tanto como en este momento.

—Mantened la posición —dijo Perturabo.

—¿Mi señor? —dijo Falk—. Todavía estamos en la zona primaria de la explosión. La detonación a esta distancia nos haría mucho daño.

—Dije mantener la posición, Barban Falk, ¿o tengo que repetir mis órdenes todo el tiempo?

—No, mi señor —dijo Falk, dejando rápidamente sin potencia a los motores, y manteniéndoles en su lugar. Forrix sintió un temor cada vez mayor, pero no tenía miedo de que Perturabo no supiera lo que estaba haciendo.

—Armamento tiene una solución de disparo, mi señor —dijo Kroeger.

—No disparen —dijo Perturabo, pasando a la parte delantera de la cubierta de mando y situándose ante la pantalla panorámica—. Dije que la legión de Fulgrim pagaría por las muertes que sufrimos. Este es ese pago.

* * *

La cubierta de ingeniería era lo más parecido a la idea de los antiguos del infierno que se podía imaginar. Una pesadilla sofocante de vapor caliente, gases sobrecalentados que escapaban de conductos rotos y luces rojas intermitentes. Los cuerpos de los muertos yacían esparcidos por el espacio cavernoso, servidores cuyas entrañas habían hervido e ingenieros cuyas armaduras habían sido superadas por la radiación penetrante y los picos térmicos bruscos.

Unas sombras se movían en la penumbra roja y sepulcral, seres monstruosos con múltiples brazos y garras; los señores de la morada de los condenados. Sin embargo, estos no eran demonios sino Manos de Hierro, los señores de esta nave y las mismas almas que trataban de salvarlo.

Thamatica luchó con múltiples salidas del sistema a la vez, dejando que la arquitectura cognitiva construida en su cerebro por los sacerdotes de Marte equilibrara los hilos tejidos de datos, a una velocidad mayor de lo que incluso el mortal más dotado podría lograr. Decir que lo que intentaba era un procedimiento delicado era como decir que la neurocirugía bio-augmética avanzada sería algo desafiante para un mundo salvaje. Las cargas del reactor estaban a punto de romper sus campos de contención, y convertir a la nave en una nube expansiva de polvo radiactivo.

Thamatica los miraba, si fuera capaz de controlar las energías colosales correctamente, entonces podría tener una forma de salir de este lío. Si no podía, entonces podría al menos hacer algún daño a sus atacantes. La nave de los Hijos del Emperador se alejaba de ellos, con un enjambre de brillantes tracerías que describían los arcos de las Stormbirds huyendo y de los torpedos de abordaje atraídos con cuerdas magnéticas.

Curiosamente, la nave de los Guerreros de Hierro ya no estaba en retirada.

¿Acaso su capitán sospechaba lo que planeaba?

Perturabo estaba a bordo de la Sangre de Hierro, por lo que era totalmente posible.

Pero ¿por qué no se lo habían dicho a los Hijos del Emperador?

* * *

Liberando su mente de pensamientos del pasado, Perturabo vio la forma suavemente ondulada de la Sisypheum con profunda admiración por su tripulación. Los motores de datos de la Sangre de Hierro finalmente habían identificado la nave de los Manos de Hierro, pese a que su silueta fuertemente blindada y modificada, había hecho que la búsqueda de patrones y algoritmos de firmas energéticas mostrasen numerosos errores de reconocimiento. Las diferencias en la estructura y emisiones eran tan grandes que varias iteraciones lo habían designado como una nave de guerra de los pieles verdes.

Perturabo había reconocido la nave mucho antes, con su estructura subyacente clara para él bajo las mejoras, modificaciones y reparaciones improvisadas realizadas por la tripulación. La nave de los Manos de Hierro era ahora algo feo, un tallo encarcelado en comparación con la espada de gladiador de la Andronicus. Pero una espada era una espada, e incluso la más tosca aún podía matar.

Y la tripulación de la Sisypheum tenía el asesinato en su mente.

Un halo muy brillante de reacciones nucleares latía de sus motores sobrecargados. Un tsunami de radiación electromagnética florecía desde la Sisypheum envolviendo a la Sangre de Hierro y la Andronicus. Decenas de consolas estallaron en una lluvia de chispas y llamas cuando los sistemas desprotegidos se sobrecargaron y fundieron.

—¡Por los huesos de Lochos! —juró Falk cuando su consola de mando estalló en llamas.

—Kroeger, ¿todavía tienes una solución de fuego? —exigió Forrix.

—No tengo ni idea, los auspex de las armas están ciegos.

—Consíguela de nuevo —ordenó Forrix.

—Dame un minuto —le espetó Kroeger, luchando contra los pocos sistemas de control de incendios que aún permanecían intactos.

—¡No tenemos un minuto! —gruñó Forrix, apartando a Kroeger. El panel era un desastre ennegrecido, pero se mantenían los suficientes sistemas para iniciar una descarga sin guía de torpedos y un aluvión caótico de disparos.

—No hagas nada —dijo Perturabo.

—Pero…

—¡He dicho que no hagas nada! —gritó Perturabo, pero para entonces ya era demasiado tarde para hacer algo de todos modos.

Una bola de fuego ardiente de energía incandescente estalló en los motores de la Sisypheum como la cola de un cometa que se acerca demasiado a una estrella súper-densa. La nave salió disparada hacia delante como un misil escupido desde un lanzador portátil, acelerando desde una parada virtual a una velocidad de escape en un abrir y cerrar de ojos.

La Sisypheum acortó la distancia con la Andronicus en un rayo de destello láser, y alanceó sus flancos en un punto justo detrás de la proa acanalada de la bella nave. Aún siendo dorada y ornamentada, la Andronicus seguía siendo una nave de combate de las Legiones Astartes, y estaba acorazada para soportar misiles, torpedos y proyectiles explosivos.

Contra la velocidad, la masa y las armas de proa de la Sisypheum, no tenía ninguna posibilidad.

El casco de la nave de los Hijos del Emperador se arrugó ante el misil cónico del navío de los Manos de Hierro, un impacto perforador a través de sus intestinos que envió cantidades ingentes de oxígeno ardiendo al espacio. La estela ardiente de los Manos de Hierro encendió la atmósfera dentro de la Andronicus y cortó la proa de su cuerpo tan profundamente como una guillotina. La proa se apartó en una estela en espiral de oxígeno consumido, y placas blindadas a lo largo de toda la mitad frontal de la nave se doblaron y deformaron cuando se iniciaron explosiones internas en cadena por toda su longitud. El fuego brotó de rupturas en el casco, y haces de luz brillante salieron de las brechas en los compartimentos a medida que los daños catastróficos consumían la nave de los Hijos del Emperador desde el interior.

Un cono expansivo de fuego y escombros detonó hacia el exterior cuando el impulso y el fuego de las armas de la Sisypheum perforaron las entrañas de la nave de la III Legión. Como una bala tras atravesar el cuerpo de una víctima, la Sisypheum emergió desde el interior de la Andronicus, arrastrando desechos fundidos y un halo envolvente de plasma ardiendo. Esta se agitó entre la neblina del vacío, y Perturabo vio las ráfagas torturadas de luz llorando en los bordes de la herida de salida cuando sus escudos arrastraron kilómetros de blindaje en su estela magnética.

Aunque los conceptos de arriba y abajo son irrelevantes en el espacio, la Andronicus pareció caer, convulsionada como un boxeador noqueado. Sus sistemas giroscópicos lucharon para estabilizar la nave, pero los daños eran demasiado severos, demasiado bruscos e importantes para corregirlos. Aunque su capitán luchó por salvarla, Perturabo sabía que la Andronicus estaba condenada. Los campos de energía brillaron en un intento desesperado de preservar la atmósfera interna, pese a que la mitad delantera de la nave ya no estaba. Con la integridad estructural destruida, la Andronicus comenzó a desmoronarse cuando su enorme masa y las ávidas corrientes de la disformidad se estiraron para reclamar su premio.

—Por los Doce… —resopló Forrix, observando la impresionante vista de una nave muriendo ante sus ojos. Ver un leviatán surcador de estrellas destruido en batalla era un espectáculo que un guerrero jamás podría olvidar; el invencible derrotado, el invulnerable humillado. La Andronicus había muerto en el espacio, con sus luces parpadeando por un momento antes de extinguirse. Los motores de la nave se encendieron a duras penas, torciendo el casco eviscerado del camino cuidadosamente trazado ante ellos. En unos instantes sería tragada por las sangrantes corrientes disformes, otra víctima de la ira tempestuosa del Empíreo.

—¿Crees que alguien ha sobrevivido? —preguntó Falk.

—Unos cuantos —dijo Forrix, trasladándose a la estación de observación y conectándose con las cubiertas de lanzamiento—. Unos pocos han alcanzado las cápsulas de rescate, pero algunos todavía están en el vacío a bordo de Stormbirds y torpedos. Aún más deben estar también inmovilizados en el naufragio. Estoy lanzando un despliegue completo de naves de rescate.

Perturabo observó mientras el Tridente restablecía el control a lo largo de la Sangre de Hierro, estableciendo un escudo de naves de retén y organizando las labores de rescate de la tripulación del Andronicus. Miles habían muerto en su repentina desaparición implacable, pero Forrix aún podría salvar cientos con sus instintos logísticos sin precedentes.

Observó a la nave de los Manos de Hierro girar sobre su eje, más ágil de lo que una cosa tan fea tenía derecho. Aun sangrando una cola de plasma ardiente y desechos pegados magnéticamente, la Sisypheum se arqueó hacia abajo, hacia un nudo de nubes de tormenta que no parecían fáciles de atravesar.

—Mi señor —dijo Kroeger, con sus dedos cernidos sobre el control de incendios—. ¿Disparamos ahora?

—No —dijo Perturabo—. Déjalos. Se han ganado este final.