VEINTICUATRO

VEINTICUATRO

Hierro sobre Hierro

Legado de Sangre

Un duro Combate

Tormentor disparó primero, pero al final no importó, pues el punto fuerte fue destruido de todos modos. El retroceso del cañón vulcano lanzó el tanque atrás sobre su plataforma elevada, rompiendo los acoplamientos de retención que lo sostenían en su lugar con unas grietas azarosas de acero de alta resistencia. Los cables salieron disparados hacia fuera, atravesando a los Guerreros de Hierro por docenas, sin protección pese a sus servoarmaduras contra tal fuerza.

Diseñado como un asesino de titanes, el arma principal del Shadowsword era el arma más letal capaz de ser montada en un tanque. Su potente láser podía atravesar la armadura más gruesa, derribar capas enteras de escudos de vacío y proporcionar un impacto cinético y una fuerza explosiva mayor que cualquier otra arma en el arsenal imperial, excepto los de los propios Titanes o los poderosos Ordinatus marcianos.

A corta distancia, con sus campos holográficos inútiles y su caparazón endurecido sangrando luz por las grietas de la pelea con las maquinas Mortis, el Titán eldar no tenía ninguna posibilidad.

Su torso superior simplemente desapareció en una llamarada de luz fluida y cristal roto. No quedó absolutamente nada de la máquina de guerra por encima de sus cardanes rotativos. Se balanceó sobre las ruinas de sus piernas, convertidas en opacas a medida que la luz se derramaba como el saludo final de la artillería en el triunfo de Ullanor. Las grietas se propagaron a través de la sustancia vítrea de sus restos, que se derrumbaron sobre sí mismos como una escultura de madera de fresno.

Forrix dejó escapar un suspiro tembloroso, pero su alegría duró poco, al oír la estructura de acero y elementos de apoyo reforzados de la plataforma de Tormentor, ceder bajo la horrible presión que el retroceso del cañón vulcano había infligido. La estructura no había sido diseñada pensado en que el arma principal del tanque superpesado fuese disparada, y ahora esa miopía iba a costar muy cara.

Con un gemido chirriante de soportes desintegrándose, la parte posterior de la plataforma comenzó a desplomarse, cayendo con una rapidez exponencial a medida que cada miembro fallaba en una cascada de colapso. El vehículo se inclinó, acelerando su potente motor y arañando las placas con sus orugas para obtener agarre, mientras el conductor luchaba para frenar su descenso.

Tormentor cayó, con las orugas que golpearon el suelo ya en movimiento. Los bordes dentados arrancaron la roca, lanzando trozos de piedra rota por todo el recinto, pero en vez de enterrarse en la tierra, el movimiento de las orugas le empujó, y la parte delantera del tanque masivo cayó intacta.

La proa del tanque basculó alrededor, y Forrix vio lo que pasó después a cámara lenta. Golpeando en un ángulo oblicuo, el Shadowsword rugió en torno a un arco apretado, con los flancos armados corriendo hacia él como un muro aproximándose. A pesar de que sabía que no podía correr más rápido que el vehículo, Forrix trató de escapar de la rotación natural de los trenes de orugas locamente revolucionados.

El choque fue como ser pateado por un Titán, y Forrix sintió las placas de su armadura arrugarse y sus sistemas internos destrozados más allá de toda reparación. Forrix rodó, girando sobre sí mismo muchas veces antes de finalmente detenerse en seco al final de una zanja que su caída había abierto.

Se esforzó por recuperar el aliento. No podía moverse. El sistema nervioso tejido en su servoarmadura y que controlaba la musculatura de haces de fibras estaba quebrado. Sólo su propia fuerza movería ahora las pesadas placas de armadura.

Forrix levantó la vista cuando oyó el silbido inconfundible de los proyectiles de artillería. El aluvión de Toramino estaba entrando, pero toda una vida pasada en las trincheras viendo vetas de ojivas explosivas pasando sobre su cabeza le había dado a Forrix un sexto sentido en cuanto a la trayectoria de cualquier misión de fuego.

—¡Por la sangre de Olympia! —juró, empujándose a sí mismo sobre su costado con un desesperado tirón.

Los primeros proyectiles cayeron segundos después, impactando y causando ondas expansivas que sacudieron la tierra. Forrix fue aplastado cuando la esquina noreste de la plaza fuerte desapareció en un crescendo de ruido y fuego. Los cuerpos cayeron de los escombros, cuerpos de Guerreros de Hierro, sin extremidades, decapitados, carbonizados en sus armaduras o simplemente atomizados.

La metralla sibilante azotó la armadura de Forrix y se dio media vuelta, con la cabeza baja y dejando que la placa posterior absorbiera lo peor de la explosión. La onda de choque casi lo tiró al suelo, pero se mantuvo agachado y se abrazó con los puños. El ruido y la presión del aire era increíble, y los tímpanos de Forrix se rompieron al instante cuando el aliento fue absorbido de los pulmones por las diferencias de presión.

Pero seguían cayendo más proyectiles, esta vez destruyendo la puerta y dejando un cráter de quince metros entre dos trozos rotos de la sección del muro.

Más cadáveres. La sangre empañó el aire, partes del cuerpo cayeron en una lluvia de carne ennegrecida. Placas de blindaje danzaron y cortaron como hojas de un hacha afilada. Las paredes occidentales desaparecieron en una pared de llamas, seguidas de la muralla sur. La caída de escombros golpeó a su alrededor; un casco rebotando con el muñón irregular de un cuello sobresaliente, un bólter destrozado y una espada sierra pintada de series de amarillo y negro renqueando.

Sus guerreros estaban muriendo. Asesinados.

La intersección de ondas de choque machacaron el cuerpo de Forrix, sacudiéndolo como un muñeco de trapo y agitando su anatomía modificada. Sólo las placas de ablación de su servoarmadura en ruinas protegieron a sus órganos internos de la licuefacción.

—¡Alto el fuego! —gritó Forrix. Su voz sonaba muy lejos.

No tenía ni idea de si su comunicador estaba aún operativo.

—¡Hierro sobre hierro! ¡Alto el fuego! ¡Hierro sobre hierro!

Pero el bombardeo continuó sin cesar.

Más y más proyectiles cayeron, un patrón de bombardeo radial que Forrix supo que estaba centrado en el punto de apoyo. Una gran forma se alzó entre la niebla ante él, un monstruo de hierro rugiente de truenos y ruido. El comunicador crepitó en su gorguera, pero no podía oír nada más allá del zumbido sordo y los sonidos amortiguados por la explosión ensordecedora.

El monstruo estaba viniendo para matarlo.

Era la gran bestia de hierro que siempre había sabido que un día le mataría, desde que el oráculo de Lochos se lo dijo cuando era un niño. Un miedo infantil, repudiado como hombre, ahora reavivado ante el rostro de su verdad. Sus grandes fauces negros se abrieron y se lo tragó entero, llevándolo hacia el vientre iluminado de rojo que olía a petróleo y maquinaria.

El bombardeo golpeó la plaza hasta la destrucción. Golpeó el suelo ante el sepulcro una y otra vez con impactos implacables, destruyendo por completo todo lo vivo, muerto o en algún lugar intermedio. El humo y un aire que quemaba pulmones atravesaron los restos destrozados del punto fuerte hasta que no quedó nada en pie.

No quedó piedra sobre piedra, ni plancha unida al hierro, ni corazón latiendo.

* * *

Unos fragmentos brillantes de cristal llovieron sobre Kroeger mientras balanceaba su espada-sierra bajo las piernas de una construcción eldar. La criatura cayó hacia un lado, emitiendo luz a partir de sus piernas cortadas y rompiéndose en mil pedazos al caer. Kroeger pisoteó la piedra preciosa que cayó de su cráneo-cabeza, disfrutando de la sensación de firmeza en su destrucción. Luchó con movimientos rápidos y controlados, con la espada siempre en movimiento, con la pistola apuñalando con cada disparo como si pudiera dar más fuerza a cada disparo mientras mataba.

La lucha era cercana y personal, con los guerreros fantasmas eldar empujándolos cada vez más al borde del pozo sin fondo en el centro. Kroeger podía sentir la presión palpitante de la luz que brotaba desde muy abajo, pero mantuvo su atención por completo en la horda implacable de enemigos cristalinos.

A pesar de que no había visto a Perturabo dar ninguna orden, el Círculo de Hierro se dividió en dos fuerzas, cada una asignada a uno de los dos Triarcas. Barban Falk luchaba por la derecha de Kroeger, con tres robots de combate protegiendo sus flancos y la retaguardia, y Kroeger tenía tres de los colosos junto a él. Los autómatas no eran rápidos, ni eran especialmente hábiles, pero sus escudos desmadejaban a las máquinas eldar en fragmentos con cada golpe y el sordo estruendo traqueteante de los cañones del hombro era suficiente para mantener a todos, menos los enemigos más afortunados, a raya.

Detrás de él, en el otro extremo del eje, los Hijos del Emperador libraban su propia guerra, luchando como si esperasen refuerzos en cualquier momento.

Ese instante de distracción de Kroeger casi le cuesta caro. Un rayo abrasador de luz esmeralda le golpeó en el hombro, haciéndole girar y perder el equilibrio. Un guerrero enemigo se aprovechó de su momentánea distracción y cayó sobre él con el puño preparado. El golpe se estrelló contra el costado de su cabeza, empañando el visor con avisos rojos y cuarteando su visión con tracerías crepitantes. Kroeger vació su pistola en su pecho mientras otra criatura lo elevaba en el aire con un golpe encubierto. Kroeger quedó colgado del borde del pozo, perdiendo su pistola que se deslizó cayendo en su interior. El torrente de luz tiraba de él, como las manos de fantasmas ahogados tratando de arrastrarle a su tumba acuática.

Kroeger luchó contra ellos, rodando hasta ponerse a salvo mientras un pesado pie cristalino descendía donde había estado su cabeza. Le apuñaló con su espada, cortando a lo largo de la pierna interior hasta su ingle. Los dientes alcanzaron su objetivo, rociando a Kroeger con fragmentos de vidrio y arrancando la espada de nuevo, sabiendo que no iba a tener otra oportunidad antes de que le arrastrase a la luz.

Enfurecido ante la idea de morir a manos de un ser artificial, Kroeger soltó un aullido animal y saltó hacia delante, luchando contra la criatura y atacando sus extremidades destrozadas. Una pierna estaba quebrada, con una grieta chorreando luz, pero la otra se mantenía firme. Antes de que pudiera atacar de nuevo, un golpe de una espada de energía partió a la criatura en dos por la cintura. Kroeger se puso de pie, cegado por un velo rojo de ira a todo menos a la necesidad de matar.

Barrió con su propia espada y llevó la hoja aullando sobre el cráneo más cercano, un casco gris chapado en acero con la visera tachonada. Lo partió en pedazos y un chorro de sangre salió disparado, con la mitad de la cabeza arruinada lanzada al suelo en un baño de materia roja y gris.

Harkor no cayó inmediatamente, pero se quedó congelado en el acto de matar a la construcción eldar, con el brazo de la espada extendido adelante y la mitad de su rostro casi cómico en su expresión de shock.

A Kroeger ya no le importaba que hubiera matado a su teniente. Que lo había matado era suficiente.

Otro de los robots cayó con el estrépito de las máquinas inertes, con su escudo una masa fundida de metal abollado y su pecho un cráter de plastiacero quemado, polímeros bio-orgánicos fundidos y regueros hirvientes de refrigerante.

Dos explosiones gemelas de energía xenos golpearon en el pecho de Kroeger, pero no sentía el dolor de su carne chamuscada, la fractura por el calor de dos costillas, ni la sensación de su anatomía interna consumida. Hizo girar su espada, partiendo en dos a una construcción eldar y llevando el golpe hacia adelante sobre la placa frontal de otra. Sus piedras preciosas insertadas se agrietaron y murieron, y Kroeger rugió con salvaje alegría al verlos caer. Tomando su espada-sierra en un agarre a dos manos, Kroeger se zambulló entre los eldar, cortando a izquierda y derecha. Vio a Falk y a Berossus, pero sus combates no contaban; todo lo que importaba era que su espada estuviera roja de sangre, goteando en trozos de carne y saciándose con los cráneos de los vencidos. El corazón de Kroeger aumentó con la rectitud de esta masacre, cantando de alegría al llenarse con cada golpe de espada.

Su cuerpo estaba herido casi hasta la muerte, pero una fuerza horrible lo llenaba y la neblina roja delante de él era una cortina gloriosa a su masacre. Su visión se volvió borrosa y por un momento pareció como si de repente fuera otro lugar; una llanura rota de cenizas negras, un cielo zafado de bronce tachonado por nubarrones negros.

Ya no estaba luchando contra máquinas sin vida, sino con hombres vestidos con pieles ásperas con espesas cejas y el pelo enmarañado tejido con fetiches de hueso. Manejaban crudas hachas de pedernal, y Kroeger se rio cuando uno tras otro los evisceró. Decenas, pues los fue contando, luego cientos, cada uno gritando ladridos guturales de algún proto-lenguaje que no significaba nada para él. Mataba sin pensar, sabiendo que nunca podrían ser suficientes para satisfacer su necesidad de matar. Se sentía como si hubiera estado luchando durante horas, pero el brazo con la espada todavía estaba fresco, con el cuerpo lleno de reservas de energía que sabía que lo sostendrían por una eternidad de masacre entre las estrellas.

Sin darse cuenta, Kroeger advirtió que ya no estaba matando salvajes vestidos con pieles, sino hombres vestidos con uniformes de seda hinchada y corazas de hierro. Llevaban yelmos con escarapelas y luchaban con largas lanzas y armas de fuego de empuñadura de madera. Tampoco él estaba vestido con servoarmadura de hierro bruñido, oro y azabache; sino que portaba pieles animales, plumas y pinturas de guerra. La llanura cenicienta fue sustituida por una exuberante selva de árboles altos y de rica vegetación, aunque muchos de los árboles que lo rodeaban habían sido talados por hombres con hachas de mango largo y sierras madereras.

Epunamun, pues además de su atuendo de la IV Legión estaba desposeído de nombre, blandió su macuahuitl hacia un conquistador levantando un fusil de madera largo en el hombro. Los dientes de tiburón incrustados a lo largo de la longitud de la madera hambrienta de Epunamun golpearon al hombre justo debajo del acero de su casco y desgarraron a través de la carne y los huesos de su cuello. La cabeza del hombre se separó de los hombros y la sangre salpicó a Epunamun, bañándole con humedad caliente.

Apartó la sangre pegajosa y no se sorprendió al encontrarse a sí mismo en otro lugar, esta vez en una zanja llena de barro. Tablones astillados servían de suelo en la zanja y láminas de metal corrugados apuntalaban sus lados. El humo y los gritos llenaban el aire, y Karl parpadeó para quitarse el barro en los ojos al oír el rugido de voces acercándose desde algún lugar más allá del borde de la zanja. No les entendía y sintió un hambre creciente mientras miraba a derecha e izquierda a los hombres que salían de búnkeres de hormigón construidos entre las paredes de la zanja. Estos eran sus compatriotas, pero no sentía nada por ellos salvo un desprecio vago.

Los hombres estaban escalando hacia una posición de tiro elevada, colocando las ametralladoras pesadas en su lugar o cerrando cerrojos de los fusiles. Un hombre corrió hacia Karl, vestido con el uniforme cubierto de barro de un Oberst y un casco ridículo coronado con una púa de metal doblado.

—¡Muévete! ¡El enemigo está aquí! —gritó el Oberst, pero antes de que pudiera decir nada más, la explosión de una granada de fragmentación le hizo volar por los aires, dejando la mayor parte de sus piernas detrás. Más sangre roció a Karl y cayó de rodillas mientras el sonido de los disparos estallaba desde el borde de la trinchera. Corrió hacia el Oberst gritando, que estaba contra la pared fangosa con el cuerpo hecho una masa desgarrada de heridas de metralla y carne quemada.

El olor era embriagador, al igual que la carne que había cortado del gitano curioso que había penetrado en su casa en el borde de la aldea hace tantos años. El hombre había luchado, por supuesto, pero sólo había dado a la carne un sabor astringente, que hizo que la sensación de poder que había sentido en cada bocado de carne blanca creciera más fuerte.

—Karl —exclamó el Oberst—. Oh Dios, me duele… Por favor, Dios, ayúdame.

Karl se limitó a mirarlo, sin hacer ningún movimiento.

La vida salió de sus ojos, y Karl levantó un puñado de carne quemada de las piernas mutiladas del Oberst a la boca. Mordió, dejando que la sangre caliente y ácidos grasos de la carne corrieran por su garganta. Cerró los ojos, saboreando los sabores prohibidos mientras los sonidos de la batalla rugían a su alrededor. Los hombres se vieron obligados a retroceder desde el borde de la trinchera por la carga del enemigo, pero los gritos de los moribundos no significaban nada para él.

Verdun estaba perdida, pero Karl sabía que era irrelevante quién ganara o perdiera.

Toda la sangre, suya o de sus enemigos, era bienvenida.

Comió más del Oberst muerto, sintiendo que la fuerza de la carne del hombre muerto le llenaba.

Los gritos a su alrededor crecieron en volumen y escuchó un grito de asco tras él. Se dio la vuelta, echando mano a su rifle, listo para matar a cualquiera que descubriera su hambre secreto; lo había hecho antes, y probablemente lo haría de nuevo en poco tiempo. Demasiado tarde, vio que el soldado de infantería enemiga cargaba con su bayoneta, y el vientre de Karl explotó de dolor cuando la cuchilla encontró el hogar en sus entrañas. El soldado separó la bayoneta con el pie y trató a atacar de nuevo. Karl vio al hombre dibujado a la luz de los incendios y explosiones. Su rostro era muy, muy viejo y sus ojos habían visto más sangre que cualquier otro hombre en este planeta.

Las placas de identificación del hombre se balanceaban de debajo de la camisa rota y Karl vio un nombre grabado en la chapa de acero. Por lo menos moriría sabiendo quien era su asesino.

Pearsonne, Olivier.

Pero antes de que el soldado pudiera asestarle el golpe mortal, una ola de soldados uniformados de gris se estrelló en la lucha desde las trincheras de reserva y se lo llevaron en una tormenta de disparos.

Una vez más la zanja era suya, y Karl dejó escapar un suspiro tembloroso cuando un soldado con una insignia de los servicios médicos clavada en la solapa se le acercó.

Conocía a este hombre. Era de la misma ciudad que Karl.

—No te preocupes —dijo Florian, desgarrando un trozo de venda y aplicándolo a la herida en el estómago—. Vivirás.

Karl asintió con la cabeza mientras la sangre de una herida que no podía recordar haber sufrido le corría por la frente y los ojos. Parpadeó y…

Kroeger abrió los ojos, sintiendo todo el peso de un millón de vidas de derramamiento de sangre le llenaba como un vaso que no sabía que estuviera vacío. Su cuerpo estaba lleno de poder, cada vena repleta de energía y cada nervio vivo, con la perspectiva de la cosecha de los cráneos de los caídos.

Las construcciones eldar lo rodeaban, cientos en profundidad, y estaba completamente solo.

Harkor yacía a su lado, con el cráneo aplastado y su cuerpo abierto por un frenesí de cortes de espada. Falk y Berossus estaban lejos de su vista, y las máquinas fantasmas eldar se acercaban a él con propósito implacable.

Esta era su muerte, pero Kroeger dio la bienvenida a la oportunidad de morir en la batalla. Un fragmento de la vida pasada que recordaba regresó a él, palabras dichas en un millón de lenguas diferentes a través de las edades del mundo, pero sin cambios en su significado desde que la primera piedra partió el cráneo del primer inocente.

—No importa de dónde fluye la sangre —rugió Kroeger mientras cargaba contra los guerreros fantasmas con la espada en alto—. ¡Sólo que fluya!

* * *

La luz rodeó y envolvió a Perturabo. Estaba indefenso ante el agarre de su hermano; era un pasajero en este ascenso ardiente a la superficie. Tan cerca como podían estar las almas gemelas, volaron por el corazón de un mundo que no era un mundo, y allí donde posaba la vista, Perturabo no podía ver nada más que el reflejo de su hermano.

Fragmentos pulidos de vidrio y cristal caían en el pozo desde arriba, los restos saqueados de un mundo que una vez había sido conocido como Prismatica. Perturabo no podía asegurar cómo sabía esto, pero lo hacía con la certeza de su propio nombre. Él y Fulgrim eran como balas de un arma de fuego, y su ascenso a través del vacío fue vertiginosamente rápido.

Y a medida que volaban hacia la superficie, los cuerpos caían por delante de ellos.

Los seguidores mortales de Fulgrim, con sus vidas dadas voluntariamente al servicio de su señor.

La mayoría habían muerto ya, pero los que aún vivían lanzaban gritos de éxtasis sin sentido cuando sus vidas eran segadas negligentemente por los deseos de Fulgrim.

Su hermano reía y gritaba mientras disfrutaba de la gloria de sus reflexiones, cada una diferente de la anterior, y cada cual más monstruosa en su descripción del Fénix. En una, Fulgrim era una criatura bella de alas nacaradas, blancas plumas y adornada con perlas y cadenas de plata como Sanguinius. En otra tenía cabeza de carnero, de tez rubicunda y goteando sangre. Sin embargo, otra le mostraba un engendro sin forma de fango primordial, una masa de carne mutada rechazada, demasiado fallida para poder vivir nunca.

Mil veces mil imagos fueron lanzadas hacia Perturabo, y al principio pensó que habían topado en sus pensamientos. Imágenes.

No, afirmó su mente. Imagos.

—Puedo sentir el poder —gritó Fulgrim echando la cabeza hacia atrás—. ¡El Príncipe Oscuro me favorece con su atención!

Perturabo quiso responderle, maldecirlo por su traición, pero no tenía fuerzas para darle voz. La piedra maugetar ahora estaba en el pectoral de Fulgrim pulsante con el hambre saciada, una cosa monstruosa de horror desalmado que le había robado la vida a Perturabo. Mirándolo ahora, parecía ser una cosa fea, un adorno hecho a mano en una ciudad de sombras encantada de subterfugios y traiciones, imbuido de su poder por los que pasaron sus días elaborando formas de sufrir para los vivos.

—¿Puedes sentirlo, hermano? —preguntó Fulgrim, abarcando su rostro como un amante—. ¿Puedes sentir el destino alinearse? ¡Los ojos de los dioses están sobre nosotros!

Perturabo podía sentir algo, una sensación como si el mundo se rompiese, como la colisión de realidades o el final de todas las cosas. ¿Así sería el fin del universo, la destrucción misma del tiempo? Cuando los dioses se interesaban por los asuntos de los hombres, se producían cataclismos de furia inimaginable y esta no sería la excepción.

—Siempre te llevaré conmigo, hermano —dijo Fulgrim, llegando hasta acariciar tiernamente la piedra maugetar veteada de negro con dedos que parecían demasiado delgados, demasiado parecidos a garras—. Nunca olvidaré lo que me vas a dar en este día.

—No te lo daré —dijo Perturabo, recibiendo fuerzas del poder de su amarga furia.

Los ojos de Fulgrim se enfriaron con su respuesta, enojado porque este momento fuese mancillado por otra voz que no fuera la suya.

—Dado libremente o arrancado de tu corazón aun latiendo, el resultado será el mismo.

Perturabo no respondió, ahorrando la poca energía que había recuperado de la piedra en el pecho. Cerró los ojos, bloqueando el paso a la imagen de los reflejos de su hermano en el vidrio cayendo, y se concentró en deshacer lo que la piedra alienígena había hecho con él. La piedra le combatió; por supuesto que sí, ansiando con envidia lo que le habían robado, pero Perturabo era el maestro de irrumpir en lugares que buscaban mantenerlo fuera.

Algunos pensaban que era una interpretación puramente literal de sus habilidades, pero nunca fue así con Perturabo. La gente siempre subestimó sus capacidades más allá de lo que se le atribuía.

Perturabo llegó muy adentro, al núcleo interior de su ser donde el hierro y la carne se convertían en uno, al corazón inviolable de sí mismo que era suyo y sólo suyo. Centró toda su atención en él, reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban y llenándolo con sus sueños de juventud, su ambición y su odio a lo que Fulgrim le estaba infligiendo.

El corazón de su odio creció, alimentado por el trauma de lo que le estaba pasando.

Y entonces, sucedió lo que los alquimistas de la antigüedad sabían: los iguales se atraen.

Un hilo al principio, pero luego cada vez con mayor fuerza, la fuerza robada en la piedra maugetar comenzó a fluir de nuevo hacia Perturabo como a través de una fisura delgada en el corazón de una presa.

Esta reversión no podía escapar a la atención del Fénix, y Fulgrim volvió sus ojos negros hacia él con una mezcla de sorpresa y de furia incrédula.

—¿Qué estás haciendo? —exigió.

—Recuperando lo que es mío —gruñó Perturabo.

Fulgrim sacudió la cabeza y un destello de fuego dorado apareció en su mano, la espada que Ferrus Manus había diseñado para él mucho tiempo atrás.

—¡Es mío! —gritó Fulgrim y embistió con la espada en el estómago de Perturabo, penetrando a través de su esternón y pecho. El dolor fue increíble, la maestría del Gorgón aseguraba que la hoja atravesara la servoarmadura de Perturabo como un cortador de plasma a través de una chapa de hierro. Sangre rica fluyó de la herida, bañando la mano del Fénix en un goteo carmesí.

Perturabo echó atrás la cabeza, y soltó un grito de rabia y dolor que hizo eco en las paredes distantes como continentes colisionando. Vio un resplandor de luz por encima, un anillo de disparos parpadeantes que sólo podían indicar que estaban cerca de la superficie. El vacío negro por encima rugía como las olas de un mar azotado por la tormenta.

Perturabo se sintió desechado como algo impuro. Su fuerza y su sangre eran cosas finitas, pero con la que había recuperado, su mano se acercó a la única cosa que sabía que Fulgrim valoraba por encima de todo los demás.

Cerró el puño y el mundo desapareció.

* * *

Falk vio a Kroeger cargar hacia la masa de construcciones eldar con incredulidad, pero no tenía tiempo para preguntarse qué locura se había apoderado del testarudo Triarca. Las criaturas eldar se aprovecharon de la ruptura de la línea defensiva de los Guerreros de Hierro, y una cuña de sus tropas penetró en el hueco. Falk cosió a fuego el pecho de un alienígena, manteniendo el brazo firme mientras el cuerpo de las criatura se separaba bajo su descarga implacable.

Los Hijos del Emperador estaban manteniendo su propia lucha, aguantando su posición como esperando a que algo sucediera en cualquier momento. No estaban tomando ninguna parte en los combates más allá de lo que requerían para mantener su posición. Una estrategia insostenible así que, ¿qué sabían que Falk ignoraba?

Apartó a la III Legión de su mente cuando un rayo de fuego rozó su peto. Su servoarmadura cataphracta estaba a prueba de todo salvo de los disparos a quemarropa, y ninguno hasta ahora había penetrado lo suficiente como para causar un gran daño. Su puño de combate se estrelló contra un enemigo que le flanqueaba, devolviéndolo de un golpe a través del aire como un juguete. Con cada paso que daba, disparaba su armamento implantado y aplastaba a sus enemigos.

A su lado, dos del Círculo de Hierro se llevaron la peor parte del fuego eldar con sus escudos. Ambos robots se estaban muriendo, despojados de sus blindajes ablativos y con sus escudos poco más que trozos de metal en ruinas. En unos momentos no serían más que chatarra.

Falk se mantenía en movimiento, sin detenerse para no permitir a los eldar un objetivo claro. Un guerrero fantasma cayó delante de él y aplastó su cráneo cristalino. El eldar reventó y Falk estaba a punto de seguir cuando vio la horrible calavera en el patrón de fragmentos que su bota había creado. Le miraba de reojo, y Falk se quedó congelado en ese lugar por un breve momento.

Por breve que fuera, fue todo lo que los eldar necesitaron para interesarse por él.

Una explosión combinada de fuego esmeralda se estrelló contra su espalda baja y Falk se tambaleó cuando el calor le quemó a través de su servoarmadura. Una hoja ondulante de luz le apuñaló en la axila, donde la armadura era más delgada. Rugió de dolor y golpeó con el puño al casco de su atacante. Una fuente de luz surgió de la cabeza bulbosa, y en los patrones destellando de radiación la calavera le sonrió de nuevo.

—¡Aléjate de mí! —le gritó mientras la luz se extinguía.

Estás tan cerca…

Falk oyó la voz en cada fragmento de su carne, la voz que no era una voz resonaba en su cuerpo desde la célula más pequeña hasta el elemento más grande de la arquitectura sináptica. Una vez más, sus enemigos se aprovecharon de su distracción momentánea para concentrar su fuego sobre él.

—¡No te metas en mi cabeza! —exclamó Falk, vadeando a través de un grupo de guerreros enemigos y caminando de vuelta a donde Berossus despachaba a los eldar de su lado con barridos de su enorme martillo. Las filas de los Guerreros de Hierro se habían reducido considerablemente; apenas un centenar de legionarios seguían luchando en el sepulcro.

Miles más estaban afuera, y Falk se preguntó si también estarían siendo atacados de ese modo. El comunicador estaba muerto, y ninguno de sus intentos de contactar con Forrix, Toramino o el Nacido de la Piedra habían resultado. ¿Eran estos los últimos Guerreros de Hierro que quedaban en Iydris? ¿Habían estrellado los locos planes del Fénix a la IV Legión sobre el yunque de su obsesión?

Falk consideró la resolución de los Guerreros de Hierro fortalecida con su presencia.

Él era el hierro en la base, el perno de la viga.

Su presencia mantendría fuera el óxido de sus corazones.

Berossus luchaba como uno de los titanes de la leyenda olímpica, criaturas que habrían deseado los dioses antes de caer en el fratricidio. Su martillo energizado destrozaba a los eldar con facilidad y, aunque su cañón largo rotativo llevaba tiempo sin munición, también le servía como un garrote pesado. Falk tuvo cuidado al aproximarse; no era desconocido para los Dreadnoughts confundir a amigos y enemigos.

Un guerrero de rostro anodino y olvidable, cuyo pelo negro estaba recogido en trenzas en el centro de su cuero cabelludo, luchaba al lado del Forjador de Armas como su protector. Falk le dirigió una mirada calculadora antes de desecharlo como irrelevante. Berossus se giró hacia él y Falk escuchó el reconocimiento en su voz.

—Un combate duro —dijo el Dreadnought.

—Ha tenido sus momentos —asintió Falk, disparando sus últimos proyectiles bólter—. Te adaptas bien a la guerra como un Dreadnought.

—¿Viste al idiota de Kroeger? —dijo el Dreadnought.

—Lo hice —confirmó Falk, eviscerando a un guerrero fantasma con una ráfaga de fuego.

—Parece que puede haber pronto una vacante en el Tridente —dijo Berossus—. Podría ser un Triarca, después de todo.

—Si sobrevivimos a esto, le exigiré a Perturabo tu ascenso —dijo Falk.

Antes de que el Dreadnought pudiera responder, una explosión de energía brotó del pozo tras él. Falk se tambaleó por la fuerza de la explosión y fue arrojado contra la masa de construcciones eldar. Incluso Berossus fue derribado por su poder, y Falk luchó para ponerse en pie antes de que las criaturas eldar fueran capaces de cernirse para la matanza.

Berossus luchaba en vano por levantarse, tirando de sus brazos armados y sus piernas, golpeando el suelo mientras se mecía hacia atrás y adelante. Su caparazón estaba girado en un costado y sus augméticos resonaban con furiosa frustración.

—¡Malditos eldar! —bramó el Dreadnought derribado.

Falk finalmente logró moverse y arrastrar sus piernas hasta una posición en la que podía sostenerse lo suficiente como para ponerse de pie. Con cada segundo que pasaba, esperaba una explosión de luz esmeralda de los guerreros fantasma que acabara con su vida y terminase lo que esta nueva maldad había desatado.

Levantó el combi-bólter, aunque su cargador estaba ahora vacío.

—¡Levántame! —rugió Berossus—. ¡No voy a morir derribado!

Falk miró a su alrededor con asombro y sacudió la cabeza.

—No creo que vayamos a morir hoy —dijo.

Alrededor de la pequeña isla de Guerreros de Hierro, los guerreros fantasmas eldar habían cesado su ataque. Estaban tan silenciosos e inmóviles como estatuas, desprovistos de animación, y la luz brillante que llenaba sus cascos-cráneos estaba atenuada como una batería de lumen cerca de agotarse. La torre de luz que había manado desde el fondo del pozo de la cámara había desaparecido, apagada como si una gran esclusa hubiera sido sellada en el núcleo del planeta. La oscuridad por encima de ellos hervía y se agitaba, como si sus perturbaciones de alguna manera se hubieran mantenido a raya por el río de luz penetrante en su corazón.

Una docena de Guerreros de Hierro lograron que Berossus recuperase la verticalidad, y el Dreadnought giró su torso trescientos sesenta grados.

—¿Qué ha pasado? —preguntó con voz irregular por el daño.

—No lo sé —dijo Falk, volviéndose hacia el eje cuando escuchó un rugido creciendo rápidamente de sus profundidades. Los Guerreros de Hierro volvieron sus armas al pozo cuando un géiser de piedras preciosas eldar surgió de ella. Millones y millones de las piedras explotaron en el aire, llenando el vacío por encima de sus cabezas con puntos brillantes de luz.

Pero en lugar de caer a tierra en una lluvia brillante, llenaron la cámara como un mapa increíblemente complejo de los cielos, con todas las estrellas, planetas y puntos de luz representados.

—¿Qué…? —dijo Falk, pero antes de que pudiera terminar, dos figuras surgieron desde la boca del pozo, como algo vomitado de las fauces de una bestia; Fulgrim ardiente y envuelto en fuego celestial, Perturabo agarrado con fuerza contra su pecho.

El Primarca de los Hijos del Emperador lanzó a su hermano a un lado, y Perturabo cayó en un arco lánguido, para aterrizar con un crujido de metal y cristal en el extremo del pozo. La sangre manaba abundante desde el pecho de Perturabo.

Falk sintió que una sensación de terror y horror irracional le llenaba.

El Señor del Hierro permanecía inmóvil, con su cuerpo roto y sin vida.