Teogonías III
La fábrica en ruinas daba refugio de la tormenta de alambre, manteniendo a los tres con vida, mientras las partículas afiladas aullaban y crepitaban más allá de la piel irradiada del edificio. Ptolea y Sullax se habían quejado por la necesidad de parar aquí, ¿pero cuál que era la alternativa? ¿Sufrir los estragos de una tormenta que podría descarnar a un hombre hasta los huesos en un minuto? Sí, los medidores de radiación estaban en números rojos, pero Coryn sabía que el peligro pasaría antes de que hubieran sufrido niveles peligrosos de exposición.
La gente decía que lugares como éste fueron una vez estaciones generadoras, que habían tomado materiales peligrosos y tecnología olvidada para aprovechar su poder. Bueno, era evidente que ese poder se había rebelado contra sus creadores y arrasado el planeta, liberando toxinas que habían quemado la atmósfera y hervido los océanos.
Sus estructuras quedaron irradiadas y permanecerían así durante miles de años. Esa era la única razón por la que no habían sido derribadas y sus materiales reutilizados.
Todo era reutilizado en Callax, como la sombría fábrica-fortaleza, amurallada con acero, que Coryn llamaba hogar. Casi nada era nuevo; todo había sido otra cosa. La única fuente de agua del planeta, fácilmente disponible, era la que se podía extraer del aire por los imponentes condensadores de vapor, y la comida era reconstituida a partir de los desechos corporales. Coryn nunca había conocido nada diferente, pero el librito que su padre le había dado en su quinto cumpleaños hablaba de los antiguos dioses y sus suntuosos banquetes, mesas gimiendo con interminables copas de agua pura y rica comida que no habían sido conseguidas de depósitos de reciclaje, o procesadas miles de veces para eliminar cualquier impureza.
El libro había pertenecido al tatara-tatara-abuelo de Coryn, y sus páginas eran frágiles y delgadas, pero las imágenes entintadas todavía eran vívidas y llenas de vida. Eran las únicas manchas de color en la sombría y gris existencia de Coryn. Mostraban cielos de azul y oro, con cientos de luces que su padre le contó que eran estrellas. Su padre dijo que aún había estrellas allí, más allá del Umbral, pero en realidad nadie creía en eso. Su padre le dijo un montón de cosas, pero nadie creía mucho de lo que el anciano tenía que decir. Sus días estaban contados de todos modos, con sus extremidades demasiado débiles para trabajar en las forjas, y su mente demasiado propensa a desviarse para ser de alguna utilidad en las tareas logísticas.
Coryn se desabrochó el jubón acolchado y deslizó el libro de su camisa, teniendo mucho cuidado de no dañar su portada y sus delgadas páginas. Mientras la tormenta descargaba lo peor de su furia en el exterior del edificio, leyó historias que conocía de memoria, pero aun así, disfrutaba del descanso que le proporcionaban entre los trabajos miserables de la vida cotidiana.
—¿Todavía lees las historias de tus hijos? —dijo Ptolea, caminando hacia la habitación y limpiándose las brillantes motas de lana de acero de su jubón acolchado. Ella se sentó a su lado, de espaldas a la pared y con las rodillas frente a él.
—No son cuentos infantiles —dijo.
—No veo razón para leerlos —dijo Ptolea, encendiendo un cigarrillo que era en su mayor parte basura de una fábrica. El olor era terrible, pero Coryn no iba a negar a su amiga uno de los pocos placeres que le quedaban—. ¿Para qué leer acerca de cosas que no existen?
Coryn volvió el libro y le mostró una página con un guerrero en armadura azul luchando contra una gran criatura serpentina con muchos brazos.
—Debido a que son mejores que las cosas que existen —respondió.
—Bastante —dijo y extendió la mano para tomar el libro, pero él lo retiró de nuevo a su pecho.
—Lo siento —dijo a modo de disculpa—. Es delicado. Es una especie de herencia de la familia. Siempre he esperado pasarlo a mis hijos, ya sabes, si me dan permiso.
Sullax llegó pisando fuerte desde el exterior y también se liberó de las nervudas partículas de polvo.
—No habrá ninguna posibilidad de que tengas niños si nos quedamos aquí más tiempo —dijo Sullax, ahuecando su ingle—. Este lugar es un hervidero de radiación. Fue una letal y estúpida idea venir aquí.
—No tenías que venir —señaló Coryn.
—Por supuesto que tenía —dijo Sullax, como si estuviera siendo obtuso—. Eres mi hermano de trabajo, y me necesitas para seguir con vida.
—Tocado —dijo Ptolea.
—Sí. Si mueres, tengo que hacer tu cuota —gruñó Sullax, sólo medio en broma.
Coryn no respondió, consciente de que lo que estaban haciendo era una aventura arriesgada, pero sin querer admitirlo ante sus compañeros exploradores. Habían tenido que luchar para convencer al ejecutivo para que los designaran a la patrulla en primer lugar. Lo último que necesitaba era traer de vuelta los cadáveres desgarrados por una tormenta de alambre, o contaminados con radiación que les harían estériles o, peor aún, improductivos.
No estaba seguro de lo que les había impulsado a aventurarse más allá de la seguridad de los muros impenetrables de Callax, pero la visión de la caída del cometa violeta había tocado una fibra sensible que aún estaba zumbando con un propósito. Coryn tenía que saber lo que era, y había logrado transmitir esa pasión a los miembros de trajes grises del ejecutivo. Tal vez era la evidencia de otro mundo superviviente, un enlace a su historia perdida y a los otros planetas que se decía que habían existido una vez más allá del Umbral. Tal vez podrían ser los restos de un satélite, cuya órbita había decaído bastante como para ser arrastrado por la gravedad.
Cualquier razón era lo suficientemente buena como para justificar una patrulla, pero los únicos recursos que el ejecutivo había tenido a bien destinarle eran otros dos exploradores. Y ambos, insistieron, tenían que ser voluntarios. Naturalmente escogió a su hermana de vivienda y a su hermano de trabajo. Ninguno creía que fuese una buena idea, pero tampoco les había gustado la idea de su partida en solitario al desierto químico.
El cometa había caído a no más de un par de kilómetros más allá de los muros, pero aun así era un viaje difícil y peligroso. No se les había asignado ningún transporte, y se vieron obligados a caminar penosamente a través de la ceniza y las rocas. Bajo el cielo perpetuamente gris, habían casi llegado a las faldas de las montañas que se alzaban tras Callax, cuando llegó la tormenta de alambre y tuvieron que refugiarse en la central eléctrica en ruinas.
—Parece que se está acabando —señaló Ptolea, apoyándose para mirar a través de una grieta en el revestimiento de acero—. Será desagradable y doloroso, pero podemos ser rápidos y estar de vuelta antes del próximo turno.
—Vamos entonces —suspiró Sullax—. Dormir un poco antes del cambio de turno sería bueno.
Coryn sintió una oleada de culpa y trató de evitar sus rostros. Los cambios en las fábricas, plantas de recuperación de vapor y molinos eran lo suficientemente duros, sin pensar en pasar por uno sin el suficiente descanso.
Se vistieron con sus capas químicas y se colocaron las máscaras en su sitio antes de hacer su camino de regreso al nivel del suelo, y salir directos a los dientes embotados de la tormenta de alambre.
Ptolea tenía razón; su furia había pasado de su apogeo y el vórtice en el centro ya se estaba alejando. Sintió los impactos urticantes de las partículas de bordes afilados maltratando los pantalones de lona pesada y la chaqueta acolchada, sabiendo que su piel estaría salpicada de pequeñas ampollas de sangre cuando se quitasen las capas exteriores protectoras. Pero cuanto más se alejaban, menos intensas eran las sobretensiones y los chubascos, hasta que pudieron ver al fin los bordes de la montaña.
No era difícil ver donde había impactado el meteorito.
Un surco de rocas humeantes había sido tallado en las laderas bajas, con los bordes flácidos y fundidos. Un material piroplástico caía caliente como lluvia negra, con olor a metal fundido. Coryn dejó que algo de ello se asentara en la palma de su mano enguantada y se lo ofreció a los demás.
—¿Residuos carbonizados por la reentrada? —se preguntó—. ¿De una nave espacial?
—Tal vez —dijo Ptolea, pero Coryn escuchó la emoción en su voz.
Marcharon hacia el valle recién creado, con sus lados vidriosos y vitrificados por el paso de lo que lo había esculpido. Protegido ahora de los últimos remanentes de la tormenta, Coryn se levantó la máscara, y tomó una bocanada de aire. Estaba completamente quieto y tranquilo, y olía dulce y fragante, libre de las toxinas que había esperado oler; como los aceites untados en niños recién nacidos.
—¿Todavía crees que esto era una pérdida de tiempo? —le preguntó a Sullax.
—No lo sé todavía —dijo Sullax—. Depende de lo que haya al final de esto.
—Mejor esto que un turno en los ventiladores —dijo Ptolea, continuando.
Coryn y Sullax se unieron a ella y se adentraron más en la rebanada cortada en la roca. A un centenar de metros, más o menos, un destello de luz iluminaba el fondo del surco. Era evidente que lo que había caído aquí estaba todavía incandescente. Se acercaron con cautela, pero conforme reducían distancias, Coryn comenzó a darse cuenta de que lo que veía no eran los restos de un satélite o una nave espacial estrellada.
No sabía lo que era.
Era luz, una iluminación adherente que llenaba el fondo del valle con su brillante resplandor. Coryn miró fijamente, tratando de precisar algún tipo de forma en ella, pero lo único que podía ver eran imágenes fugaces y formas: ojos, alas doradas, mil ruedas girando como el corazón de la máquina más poderosa, múltiples hélices genéticas imposiblemente enrejadas intercaladas millones de veces de millones de maneras complejas.
—¿Qué diablos es esa maldita cosa? —exigió Sullax, descargando el rifle de un solo tiro que llevaba al hombro—. ¿Es peligrosa?
—No sé lo que es —dijo Coryn—. Pero no creo que sea peligrosa.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Ptolea.
—Simplemente lo sé —dijo Coryn, y así era. A pesar de que no sabía cómo lo sabía, comprendía que fuese lo que fuese esa luz, no había venido a hacerles daño. Avanzó hacia ella, mientras la luz comenzaba a enrollarse sobre sí misma, remodelando su forma en algo maravilloso, un ser renacido de su propia autoinmolación.
Sintió que algo hurgaba su mente, una presencia mayor a cualquier cosa que pudiera haber imaginado. Todo lo que él era, ella lo sabía. Todo lo que él sabía, ella lo sabía. No sintió ninguna violación en esto, pues la presencia era totalmente benigna. Tentativa incluso, como una mano tendida en señal de amistad a una hermosa desconocida.
A medida que la luz se concentraba en sí misma, una forma comenzó a vislumbrarse, y Coryn jadeó al ver lo que había en su corazón.
Un bebé, tan perfecto como cualquier nacido en uno de los herméticos genes puros.
—No lo creo —dijo Sullax.
—Es imposible —añadió Ptolea.
—No —dijo Coryn, arrodillado junto al bebé—. Es el milagro que hemos estado esperando.
La piel del niño era radiante, como si la luz que lo rodeaba hubiese sido de alguna manera incorporada en su propia carne. El bebé gorjeó felizmente al verle y llegó hasta él, con una sonrisa que parecía saber demasiado para algo que apenas había llegado a ser.
—No lo toques —advirtió Sullax—. Podría ser peligroso.
—Es sólo un bebé —dijo Coryn—. Los bebés no son peligrosos.
—No sabes lo que es —dijo Sullax—. Deberíamos acabar con él y terminar con esto.
—¿Matarlo? —espetó Coryn—. ¿De qué estás hablando?
Sullax sacó su cuchillo.
—Es un huérfano, y conoces las reglas acerca de los huérfanos. No pueden ser una carga para el resto de nosotros.
—No vamos a matarle —dijo Coryn, levantando al bebé en sus brazos. La carne del niño estaba caliente al tacto, y esa calidez se extendió a cada célula de su cuerpo de Coryn en una oleada ferozmente protectora.
—Aparta el cuchillo —dijo Ptolea.
—Confía en mí, os estaré haciendo un favor si meto el cuchillo en su cuello —dijo Sullax—. ¿Quién va a cuidarlo? ¿Tú? ¿Él? No necesitáis esa carga adicional cuando no es sangre de tu sangre.
—Dije que soltaras el cuchillo —dijo Ptolea, mientras la luz del bebé se extendía por su cara.
—No —susurró Sullax, moviéndose para arrebatar el bebé de los brazos de Coryn.
La bala de Ptolea perforó a través de la parte posterior de la cabeza de Sullax, y este cayó de rodillas antes de derrumbarse a su lado. La sangre se acumuló en sus pies, y aunque Coryn sabía que debía estar sorprendido por la muerte de su hermano de trabajo, no sentía nada.
La muerte de Sullax lo dejó frío.
Vio que Ptolea lo comprendía, con el rostro radiante y libre de cualquier culpa por efectuar el disparo.
Sullax había amenazado al hijo perfecto y había sufrido en consecuencia.
Coryn miró al suelo cuando oyó el murmullo de algo líquido a sus pies, y vio un hilo de agua corriendo de una grieta en el suelo, donde el bebé había aterrizado. Ese goteo creció a un flujo constante, hasta que el agua cristalina se derramó de las profundidades de la tierra en un río. El agua fluía a su alrededor, lavando la sangre y el polvo químico de sus botas, llenando el aire con su pureza.
—Él trajo las aguas —dijo Coryn, entregando el bebé a Ptolea. Ella acunó su pequeño cuerpo con un amor igual al de cualquier madre sosteniendo a su hijo por primera vez. Coryn tomó el librito del bolsillo de su camisa y hojeó sus páginas, sin hacer caso de los fragmentos de papel que se desmoronaban de su soporte y se desintegraban en el agua.
—Mira —dijo, con lágrimas en su rostro mientras sostenía el libro ante Ptolea.
Las páginas representaban un antiguo mito de la creación, un dios de tonos púrpuras ascendiendo de las aguas primordiales para dar vida a un mundo estéril donde nada crecía, pero que ahora renacía como un paraíso fértil.
—¿Quién es? —preguntó Ptolea.
—Es el portador del agua —dijo Coryn—. Fulgrim.