Capítulo 6
1
Beatrice le escuchaba:
—Me había inclinado hacia delante para poner en marcha el motor. Eso me salvó, creo. Por supuesto que él tenía derecho a disparar a su vez. Era un verdadero duelo. Pero el tercer disparo fue el mío.
—¿Qué pasó después?
—Tuve el tiempo justo de alejarme antes de vomitar.
—¿Vomitar?
—Me figuro que si hubiera estado en la guerra, me habría parecido menos grave matar a un hombre. Pobre Carter.
—¿Por qué te compadeces de él?
—Era un hombre. Y sabía muchas cosas de él. Que no era capaz de desabrochar el corsé de una chica. Tenía miedo a las mujeres. Le tenía cariño a su pipa, y cuando era joven las barcas del río de su pueblo le parecían transatlánticos. Quizá fuera un romántico. Un romántico siempre tiene miedo de que la realidad no colme sus expectativas, ¿no es verdad? Todos los románticos esperan demasiado.
—¿Y después?
—Borré mis huellas dactilares del revólver y lo traje a casa. Naturalmente Segura advertirá que faltan dos balas. Pero no creo que las busque. Le resultaría un poco difícil explicarlo. Todavía estaba dormido cuando llegué. Me aterra pensar cómo tendrá la cabeza ahora. La mía no está nada bien. Pero traté de seguir tus instrucciones al hacer la fotografía.
—¿Qué fotografía?
—Llevaba encima una lista de agentes extranjeros que iba a entregar al jefe de policía. La fotografié y se la volví a meter en el bolsillo. Estoy contento de haber enviado un informe auténtico antes de dimitir.
—Debías haberme esperado.
—Era imposible. Podía despertarse en cualquier momento. Pero ese asunto de la microfotografía es complicado.
—¿Por qué demonios hiciste una microfotografía?
—Porque no nos podemos fiar de ningún correo de Kingston. La gente de Carter, sean quienes fueren, tiene copias de los planos de Oriente. Eso significa que hay un doble agente en alguna parte. Quizá sea ese hombre que hace contrabando de drogas. De modo que hice una microfotografía tal como me explicaste, y la pegué a la parte posterior de un sello que mezclé con una selección de quinientos sellos coloniales británicos. Es lo que habíamos dicho que haríamos en caso de emergencia.
—Tendremos que ponerles un cable diciéndoles en qué sello la has pegado.
—¿En cuál?
—No supondrás que van a mirar en los quinientos sellos para encontrar ese punto negro.
—No pensé en ese detalle. Qué torpeza.
—Tienes que saber en qué sello…
—No se me ocurrió mirarlo. Creo que era un sello de Jorge V y era rojo… o verde.
—Eso es algo. ¿Recuerdas alguno de los nombres de la lista?
—No, no tuve tiempo de leerla. Sé que soy muy tonto para este juego, Beatrice.
—No. Los tontos son ellos.
—Me pregunto de quién tendremos noticias antes. Del doctor Braun… de Segura…
Pero no fue de ninguno de los dos.
2
El desdeñoso empleado del Consulado apareció en la tienda a las cinco en punto de la tarde siguiente. Permaneció tenso, de pie entre las aspiradoras, como un turista puritano en un museo de objetos fálicos. Le dijo a Wormold que el embajador quería verlo.
—¿Mañana por la mañana? —estaba redactando su último informe sobre la muerte de Carter y su dimisión.
—No. Me ha llamado desde su casa. Tiene que ir ahora mismo.
—No soy un empleado —replicó Wormold.
—¿No?
Wormold condujo el coche hasta Vedado, hasta las casas blancas y bajas y las buganvillas de los ricos. Parecía haber pasado mucho tiempo desde que visitara al profesor Sánchez. Pasó ante la casa. ¿Qué discusiones seguían produciéndose entre esas paredes de casa de muñecas?
Tuvo la sensación de que en la casa del embajador todos esperaban su llegada y de que el recibidor y las escaleras habían sido cuidadosamente despejados de espectadores. En el primer rellano una mujer le dio la espalda y se encerró en un cuarto; pensó que debía ser la embajadora. Dos niños espiaron fugazmente entre los barrotes de la escalera, en el segundo piso, y salieron corriendo con un taconear de sus pies diminutos sobre las baldosas. El mayordomo le condujo hasta un salón vacío y cerró la puerta a sus espaldas con cautela. A través de los ventanales vio una pradera de césped verde y unos altos árboles subtropicales. Aun allí alguien se alejaba deprisa.
La estancia era como muchos otros salones de embajada, una mezcla de importantes piezas heredadas y pequeños objetos personales adquiridos en destinos anteriores. Wormold creyó detectar un pasado en Teherán (una pipa de forma extraña, un mosaico) y en Atenas (un icono o dos), pero quedó perplejo un segundo ante una máscara africana: ¿Monrovia quizá?
El embajador entró; era un hombre frío, alto, con una corbata de la Guardia Real, un hombre que tenía algo de lo que a Hawthorne le hubiera gustado ser.
—Siéntese, señor Wormold —dijo—. ¿Un cigarrillo?
—No, gracias, señor.
—Estará más cómodo en ese sillón. No tiene sentido que vayamos por las ramas, Wormold. Está usted metido en un lío.
—Sí.
—Naturalmente yo no sé nada, absolutamente nada, de lo que hace usted aquí.
—Vendo aspiradoras, señor.
El embajador le miró con evidente disgusto.
—¿Aspiradoras? No me refería a eso —apartó la vista de la figura de Wormold para fijarla en la pipa persa, el icono griego y la máscara de Liberia. Eran como una autobiografía en la que el autor, para sentirse más seguro, sólo hubiera escrito acerca de sus días mejores. Prosiguió—: Ayer por la mañana el capitán Segura vino a verme. Mire usted, yo no sé cómo logró esa información la policía, eso no es asunto mío, pero Segura me dijo que usted había enviado una buena cantidad de informes a Londres y que todos ellos eran falsos. No sé a quién los ha enviado usted: tampoco eso es asunto mío. Segura me dijo, en fin, que usted había estado cobrando dinero y que había dicho poseer fuentes de información que, sencillamente, no existen. Consideré mi deber informar inmediatamente al Foreign Office. Supongo que recibirá usted órdenes de volver a Inglaterra y presentarse ante alguien, no sé quién, porque eso tampoco tiene nada que ver conmigo.
Wormold vio dos cabecitas que espiaban desde detrás de uno de los árboles. Las miró y ellas le dirigieron una mirada que juzgó comprensiva.
—Sí, señor —dijo.
—Tengo la impresión de que el capitán Segura considera que ha ocasionado usted muchos problemas aquí. Creo que si se negara a volver a Inglaterra podría hallarse en graves dificultades con las autoridades cubanas y, dadas las circunstancias, yo, desde luego, no podría hacer nada para ayudarle. Absolutamente nada. El capitán Segura le acusa, incluso, de haber falsificado cierto documento que usted dice que halló en su poder. Todo este asunto me resulta muy desagradable, Wormold. No podría decirle hasta qué punto. Quienes deben dar propiamente información sobre el extranjero son las embajadas. Para eso tenemos a nuestros agregados. Esta pretendida información secreta resulta un problema para todos los embajadores.
—Sí, señor.
—No sé si sabe algo del asunto, porque los periódicos no lo han publicado, pero un súbdito inglés fue asesinado anteanoche. El capitán Segura dio a entender que ese hombre tenía algo que ver con usted.
—Le conocí en una comida, señor.
—Será mejor que vuelva a nuestro país, Wormold, en el primer avión que pueda encontrar… cuanto antes, será mejor para mí… y hable de todo esto con su gente, sean quienes sean.
—Sí, señor.
3
El avión de la KLM debía despegar a las tres y media de la madrugada con destino a Amsterdam, vía Montreal. Wormold no tenía el menor deseo de ir a Kingston, donde Hawthorne quizá tuviera instrucciones de verle. Había cerrado la agencia con un último cable y había enviado a Rudy con su maleta a Jamaica. Quemaron los libros-código con la ayuda de los trozos de celuloide. Beatrice debía ir con Rudy. López quedaba a cargo de la tienda de aspiradoras. Wormold embaló todo lo que para él tenía algún valor en un cajón que envió por barco. La yegua fue vendida… al capitán Segura.
Beatrice le ayudó a hacer el equipaje. El último objeto que entró en el cajón fue la estatua de Santa Serafina.
—Milly debe estar muy triste —comentó Beatrice.
—Se ha resignado maravillosamente. Dice, como Sir Humphrey Gilbert, que Dios está tan cerca de ella en Inglaterra como en Cuba.
—Eso no fue lo que dijo Gilbert exactamente.
Un montón de basuras no secretas se acumulaba en espera de ser quemadas.
—Cuántas fotos tenías guardadas… de ella —dijo Beatrice.
—Antes me parecía que romper una foto era como matar a alguien. Ahora sé que es algo muy distinto.
—¿Qué es ese estuche rojo?
—Ella me regaló una vez unos gemelos. Me los robaron, pero yo guardé la caja. No sé por qué. En cierto sentido me alegro de que todas estas cosas desaparezcan.
—El final de una vida.
—De dos vidas.
—¿Qué es esto?
—Un viejo programa.
—No es tan viejo. El Tropicana. ¿Puedo quedarme con él?
—Eres demasiado joven para guardar cosas —dijo Wormold—. Se acumulan en seguida. De pronto descubre uno que no le queda espacio para vivir entre tantas cajas de trastos.
—Correré el riesgo. Aquella noche fue magnífica.
Milly y Wormold la despidieron en el aeropuerto. Rudy desapareció discretamente, siguiendo al mozo que llevaba su enorme maleta. Era una tarde calurosa y la gente, instalada alrededor del bar, bebía daiquiris. Desde la propuesta matrimonial del capitán Segura, la dama de compañía de Milly había desaparecido, pero desde aquella desaparición, la niña que el padre había deseado volver a ver, la que había pegado fuego a Thomas Earl Parkman, hijo, no había regresado. Era como si Milly hubiera superado ambos personajes simultáneamente. Con el tacto de una persona madura dijo:
—Voy a buscar unas revistas para Beatrice —y se dedicó a mirar las que estaban en un puesto de periódicos, de espaldas a ellos.
—Lo siento —se disculpó Wormold—. Cuando llegue les diré que tú no sabes nada. Me pregunto adónde te enviarán ahora.
—Al Golfo Pérsico quizá. A Basra.
—¿Por qué al Golfo Pérsico?
—Es la idea que ellos tienen del purgatorio. La regeneración mediante el sudor y las lágrimas. ¿Tiene Phastkleaners representante en Basra?
—Me temo que Phastkleaners no volverá a darme trabajo.
—¿Qué harás?
—Gracias al pobre Raúl, tengo bastante dinero para mandar a Milly a un colegio suizo durante un año. Después de eso, no sé.
—Podrías abrir una tienda de artículos de bromas, ya sabes: el dedo manchado de sangre, la tinta derramada y la mosca en el terrón de azúcar. Qué horribles son las despedidas. Por favor, no esperes más.
—¿Volveré a verte?
—Trataré de no ir a Basra. Trataré de quedarme en el equipo de las mecanógrafas, con Angélica, Ethel y la señorita Jenkinson. Cuando esté de suerte saldré a las seis y podremos encontrarnos en la taberna de la esquina para comer algo barato y después ir al cine. Una de esas vidas horribles, ¿no?, como las de la UNESCO y los escritores modernos reunidos en conferencia. Aquí me he divertido mucho contigo.
—Sí.
—Ahora vete.
Wormold se acercó al puesto de periódicos y encontró a Milly.
—Nos vamos —le dijo.
—Pero Beatrice… no le he dado las revistas.
—No las quiere.
—No me he despedido de ella.
—Demasiado tarde, ya ha pasado por el control de la policía. La verás en Londres. Quizá.
4
Era como si tuvieran que pasar en un aeropuerto u otro todo el tiempo que les quedaba. Había llegado la hora del vuelo de KLM; eran las tres de la madrugada, y el cielo estaba rosáceo, por el reflejo de las luces de neón de las tiendas y los focos de las pistas de aterrizaje. Ahora era el capitán Segura el que había ido a «despedirles». Trataba de dar a ese acto oficial la apariencia más particular posible, pero la marcha seguía teniendo el aire de una deportación.
—Usted me ha obligado a esto —dijo Segura en tono de reproche.
—Sus métodos son más moderados que los de Carter o los del doctor Braun. ¿Qué va a hacer con el doctor Braun?
—Me ha dicho que tiene que regresar a Suiza por un asunto relacionado con sus instrumentos de precisión.
—¿Con un billete vía Moscú?
—No necesariamente. Quizá vía Bonn. O Washington. O incluso Bucarest. No lo sé. Sean quienes sean, están muy contentos, creo, con los planos que usted envió.
—¿Qué planos?
—Los de las construcciones en Oriente. También se adjudicará el mérito de haberse librado de un agente peligroso.
—¿Quién? ¿Yo?
—Sí. Cuba estará un poco más tranquila sin ustedes dos, pero echaré de menos a Milly.
—Milly nunca se habría casado con usted, Segura. No le gustan las pitilleras de piel humana.
—¿Sabe de quién es esa piel?
—No.
—De un oficial de la policía que torturó a mi padre hasta matarlo. Verá, mi padre era un hombre pobre. Pertenecía a la clase susceptible de tortura.
Milly se acercó a ellos llevando Time, Life, París-Match y Quick. Eran casi las tres y cuarto y había una franja gris en el cielo, por encima de la pista iluminada, donde había comenzado la falsa aurora. Los pilotos salían, hacia el avión, y las azafatas les seguían. Wormold conocía a los tres de vista. Eran los que habían estado con Beatrice en el Tropicana unas semanas antes. Un altavoz anunció en inglés y en español la partida del vuelo 396 a Montreal y Amsterdam.
—Tengo un regalo para cada uno de ustedes —anunció Segura.
Les entregó dos paquetitos. Los abrieron mientras el avión sobrevolaba La Habana. La cadena de luces a lo largo del paseo marítimo osciló hasta quedar fuera de su vista, y el mar cayó como una cortina sobre todo aquel pasado. En el paquete destinado a Wormold había una botella en miniatura de Grant’s Standfast y una bala disparada por un revólver de la policía. En el de Milly, una pequeña herradura de plata con las iniciales de la muchacha.
—¿Por qué te ha puesto esa bala? —preguntó Milly.
—Es una broma de bastante mal gusto. De todas formas, no era mal tipo —dijo Wormold.
—Pero jamás hubiera sido un buen marido —replicó la Milly adulta.