Capítulo 3
1
La mirara por donde la mirase, la situación era incómoda. Wormold había adquirido la costumbre de cobrar ciertos gastos ocasionales a nombre del ingeniero Cifuentes y del profesor y un sueldo mensual para sí mismo, para el ingeniero del Juan Belmonte y para Teresa, la que bailaba desnuda. Al piloto borracho, en general, le pagaba en whisky. El dinero que Wormold acumulaba iba a dar a una cuenta de ahorros: algún día se convertiría en la dote de Milly. Para justificar esas pagas, naturalmente, tenía que redactar un número regular de informes. Con ayuda de un mapa detallado, el número semanal del Time, que dedicaba un generoso espacio a Cuba en su sección sobre el hemisferio occidental, varias publicaciones económicas distribuidas por el gobierno y, sobre todo, con ayuda de su imaginación, había podido pergeñar al menos un informe semanal y, hasta la llegada de Beatrice, había reservado las tardes de los sábados para esta tarea. El profesor era la autoridad en economía, el ingeniero Cifuentes se ocupaba de las misteriosas construcciones de las montañas de la Provincia de Oriente (sus informes unas veces eran confirmados y otras desmentidos por el piloto de la Cubana, contradicción que les daba sabor de autenticidad). El ingeniero jefe proporcionaba descripciones de las condiciones de trabajo en Santiago, Matanzas y Cienfuegos e informaba acerca de una creciente inquietud en el seno de la Marina. En cuanto a la bailarina, brindaba unos detalles picantes de las vidas privadas y de las excentricidades sexuales del ministro de la Defensa y del director de Correos y Telégrafos. Sus informes eran muy similares a los artículos acerca de las estrellas del cine publicados en Confidential, porque en ese campo la imaginación de Wormold no era demasiado fuerte.
Ahora que Beatrice estaba allí, Wormold tenía otros motivos de preocupación, además de sus ejercicios de las tardes de los sábados. No sólo estaba el curso básico en microfotografía, que Beatrice insistía en darle; también estaban los cables que tenía que inventarse para mantener contento a Rudy; y cuantos más cables enviaba, más cables recibía. Ahora, cada semana, Londres le fastidiaba pidiéndole fotografías de las instalaciones en Oriente y cada semana Beatrice se mostraba más impaciente por hacerse cargo del contacto con sus agentes. Iba contra todas las reglas, aseguraba ella, que el jefe de una sección se entrevistara con sus propias fuentes. Un día la llevó a cenar al Club de Campo y la mala suerte quiso que llamaran al ingeniero Cifuentes en voz alta. Un hombre muy alto, delgado y bizco se levantó en una mesa cercana.
—¿Es ése Cifuentes? —preguntó Beatrice con tono cortante.
—Sí.
—Pero usted me dijo que tenía sesenta y cinco años.
—Está muy joven para su edad.
—Y me dijo que tenía tripa.
—Tripa no, «trizca». Es como llaman aquí a la bizquera —se había salvado por un pelo.
Después de aquello, Beatrice comenzó a interesarse por un personaje más romántico, producto de la imaginación de Wormold: el piloto de la Cubana. Trabajó con entusiasmo para completar la ficha personal del piloto y preguntó hasta los detalles más mínimos. Raúl Domínguez, por cierto, era un caso patético. Su mujer había muerto en una masacre durante la guerra civil española y había perdido la fe en ambos bandos, sobre todo en sus amigos, los comunistas. Cuantas más preguntas hacía Beatrice, más se desarrollaba la personalidad del piloto y más ansiosa se mostraba por conocerle. Algunas veces Wormold sentía el aguijonazo de los celos y trataba de ennegrecer la figura de Raúl.
—Se bebe una botella de whisky diaria —afirmaba.
—Es su forma de escapar de la soledad y los recuerdos —replicaba Beatrice—. ¿Usted nunca ha querido escapar?
—Supongo que todos lo hacemos alguna vez.
—Yo sé lo que es esa soledad —replicaba Beatrice, compasiva—. ¿Bebe todo el día?
—No. La peor hora es las dos de la madrugada. Cuando se despierta, no puede dormir de tanto pensar, y se pone a beber. —Wormold estaba asombrado de ver con cuánta presteza podía responder a cualquier pregunta acerca de sus personajes; parecían vivir en el umbral de su conciencia: sólo tenía que encender una luz y allí estaban, congelados en alguna de sus actitudes características. Poco después de la llegada de Beatrice fue el cumpleaños de Raúl y Beatrice sugirió que le enviaran una caja de champán.
—No la tocaría —dijo Wormold, sin saber por qué—. Sufre de acidez. Si bebe champán le salen manchas en la piel. En cambio, el profesor no bebe otra cosa.
—Tiene gustos caros.
—Tiene gustos corrompidos —replicó Wormold sin reflexionar—. Prefiere el champán español —algunas veces le daba miedo comprobar cómo crecían esas personas, en la oscuridad, sin su conocimiento. ¿Qué hacía Teresa allí, fuera de su vista? No quería pensarlo. Sus descripciones desvergonzadas de lo que era su vida con dos amantes a veces le escandalizaban. Pero su problema inmediato era Raúl. Había momentos en que Wormold pensaba que todo habría sido más fácil si hubiera reclutado agentes verdaderos.
Wormold siempre pensaba mejor durante el baño. Una mañana, mientras se concentraba con todas sus fuerzas, oyó unos ruidos indignados, un puño que golpeaba en la puerta muchas veces y alguien que bajaba a toda velocidad por la escalera, pero había llegado uno de sus momentos de creación y no prestó atención al mundo que se abría más allá del vapor de agua de la bañera. La Cubana de Aviación había despedido a Raúl por borracho. Estaba desesperado y sin trabajo; se había producido una entrevista desagradable entre él y el capitán Segura, que le había amenazado…
—¿Se encuentra usted bien? —gritó Beatrice desde fuera—. ¿Se está muriendo? ¿Tengo que derribar la puerta?
Él se lió una toalla a la cintura y salió a su habitación, que ahora hacía las veces de despacho.
—Milly se ha marchado furiosa —le explicó Beatrice—. No ha podido bañarse.
—Éste es uno de esos momentos —anunció Wormold— que pueden cambiar el curso de la historia. ¿Dónde está Rudy?
—Ya sabe que le dio libre el fin de semana.
—No importa. Tendremos que enviar el cable a través del Consulado. Traiga el código.
—Está en la caja fuerte. ¿Cuál es la combinación? Su cumpleaños…, ¿no? ¿El 6 de diciembre?
—Lo cambié.
—¿Su cumpleaños?
—No, no. El número de la combinación, desde luego —y agregó con tono sentencioso—: Cuantas menos personas conozcan la combinación tanto mejor para todos nosotros. Con Rudy y conmigo basta. Es la disciplina, ya sabe usted, lo que cuenta. —Fue hasta la habitación de Rudy y empezó a hacer girar la cerradura de la caja: cuatro veces a la izquierda, tres veces pensativamente hacia la derecha. La toalla se deslizaba a cada instante—. Además, cualquiera podría descubrir la fecha de mi cumpleaños en mi carnet de identidad. Es poco seguro. El tipo de número que primero se les ocurriría probar.
—Adelante —dijo Beatrice—, otra vuelta más.
—Éste es un número que nadie podría descubrir. Absolutamente seguro.
—¿A qué está esperando?
—Debo de haber cometido algún error. Tendré que empezar de nuevo.
—Desde luego que esta combinación parece muy segura.
—Por favor, no me mire. Me pone nervioso. —Beatrice se alejó, se puso de cara a la pared y dijo:
—Dígame cuándo puedo volverme.
—¡Qué raro! Este maldito cacharro debe estar averiado. Llame por teléfono a Rudy.
—No puedo. No sé dónde se aloja. Se fue a Varadero, a la playa.
—¡Maldita sea!
—Quizá si me dijera cómo se le ocurrió el número, si pudiera decirlo recordando…
—Era el número de teléfono de mi tía abuela.
—¿Dónde vive?
—En el 95 de Woodstock Road, en Oxford.
—¿Por qué el número de su tía abuela?
—¿Por qué no el número de mi tía abuela?
—Supongo que lo podremos pedir a la información de Oxford.
—Dudo de que puedan ayudarnos.
—¿Cómo se llama?
—También eso se me ha olvidado.
—Hay que reconocer que la combinación es muy segura, ¿verdad?
—Siempre la conocimos como la tía abuela Kate. Por otra parte, murió hace quince años y el número puede haber cambiado.
—No entiendo por qué eligió ese número.
—¿No hay algunos números que se le han quedado metidos en la cabeza durante toda la vida, sin motivo especial?
—Se ve que éste no estaba muy metido.
—Lo recordaré dentro de unos momentos. Es algo así como 7, 7, 5, 3, 9.
—¡Vaya por Dios! Tenían que tener cinco números en Oxford…
—Podemos probar todas las combinaciones del 77 539.
—¿Sabe cuántas son? Algo así como seiscientas, supongo. Espero que el cable no sea urgente.
—Estoy seguro de todos, con excepción del 7.
—Muy bien. ¿Qué siete? Creo que entonces tendremos que probar unas seis mil probabilidades. En realidad no soy matemática.
—Rudy tiene que tenerla escrita en alguna parte.
—Quizá en un trozo de papel a prueba de agua, para poder llevarlo encima mientras se baña. Somos muy eficientes.
—Tal vez —dijo Wormold— sea mejor que utilicemos el código viejo.
—No es muy seguro. Sin embargo… —Encontraron el Charles Lamb, por fin, junto a la cama de Milly; una página doblada les indicó que iba por la mitad de Dos caballeros de Verona.
Wormold comenzó a dictar:
—Tome nota. Espacio, marzo, espacio.
—¿No sabe siquiera el día del mes?
—Remitido por 59 200 barra 5 comienza párrafo A 59 200 barra 5 barra 4 despedido por ebriedad en horas de servicio punto teme deportación a España donde su vida peligra punto.
—Pobrecito Raúl.
—Comienza párrafo. B 59 200 barra 5 barra 4…
—¿No podría decir «él»?
—De acuerdo. Él. Dadas las circunstancias, por una suma razonable y contando con un refugio asegurado en Jamaica, podría pilotar avión privado sobre las construcciones secretas con el fin de obtener fotografías punto comienza párrafo C podría volar desde Santiago y aterrizar en Kingston si 59 200 puede hacer los preparativos para recibirle punto.
—Por fin vamos a hacer algo, ¿no? —comentó Beatrice.
—Comienza párrafo D punto ¿autorizarían quinientos dólares para alquilar avión 59 200 barra 5 barra 4 punto más doscientos dólares que pueden necesitarse para sobornar a controladores del aeropuerto en La Habana?, punto comienza párrafo E la bonificación para 59 200 barra 5 barra 4 ha de ser generosa dado el riesgo que corre de ser interceptado por los aviones que patrullan en las montañas de Oriente punto sugiero mil dólares punto.
—Una bonita cantidad —dijo Beatrice.
—Fin del mensaje. Vamos. ¿A qué espera?
—Estoy tratando de encontrar una frase adecuada. No me gustan mucho los Cuentos de Lamb, ¿y a usted?
—Mil setecientos dólares —dijo Wormold, pensativo.
—Tendría que haber pedido dos mil en total. A la oficina de administración le gustan los números redondos.
—No quiero parecer un manirroto —replicó Wormold. Mil setecientos dólares bastarían para pagar un año en un internado de Suiza.
—Se le ve satisfecho de sí mismo —comentó Beatrice—. ¿No se le ha ocurrido pensar que puede estar enviando a un hombre a la muerte?
Wormold pensó: «Eso es exactamente lo que voy a hacer». Pero dijo:
—Diga a los del Consulado que este cable tiene prioridad absoluta.
—Es un cable muy largo —respondió Beatrice—. ¿Cree usted que esta frase valdrá?: «Presentó a Polidoro y a Cadwal al rey diciéndole que eran sus dos hijos perdidos, Guiderius y Arviragus». De cuando en cuando Shakespeare resulta un poco aburrido.
2
Una semana después llevó a Beatrice a cenar a un restaurante especializado en pescado, cerca del puerto. La autorización había llegado, aunque habían rebajado la cifra en doscientos dólares de modo que la oficina de administración tuviera su número redondo. Wormold pensó en Raúl dirigiéndose al aeropuerto, para embarcarse en su peligroso vuelo. La historia no estaba completa todavía. Igual que en la vida real, podían producirse accidentes; un personaje puede asumir el control de la situación. Quizá Raúl fuera interceptado antes de embarcar, quizá fuera detenido por un coche patrulla en el camino. Podía desaparecer en las cámaras de tortura del capitán Segura. En la prensa no aparecería la noticia. Wormold advertiría a Londres que dejaría de utilizar la radio en el caso de que obligaran a hablar a Raúl. El equipo de radio sería desmantelado y escondido después de enviado el último mensaje, los trozos de celuloide quedarían a la mano para el caso de una conflagración final… O quizá Raúl despegaría sin inconvenientes y ellos jamás llegarían a saber con exactitud qué le había sucedido en las montañas de Oriente. Sólo una cosa era cierta en esa historia: Raúl no llegaría nunca a Jamaica y no habría fotografías.
—¿En qué piensa? —preguntó Beatrice. Wormold no había probado la langosta rellena.
—Pensaba en Raúl. —El viento soplaba desde el Atlántico. El Morro se erguía como un barco impulsado por el viento al otro lado del puerto.
—¿Preocupado?
—Claro que estoy preocupado. —Si Raúl había despegado a medianoche, repostaría antes del amanecer en Santiago, donde los empleados de tierra eran gente amiga, porque en la provincia de Oriente todos eran rebeldes en el fondo de su corazón. Después, cuando hubiera bastante luz para hacer las fotografías y aún fuera demasiado temprano para los aviones-patrulla, comenzaría su reconocimiento sobre las montañas y la selva.
—¿No ha estado bebiendo?
—Prometió que no lo haría. Pero no se puede asegurar.
—Pobre Raúl.
—Pobre Raúl.
—Nunca se ha podido divertir mucho, ¿verdad? Tendría que haberle presentado a Teresa.
Wormold alzó la vista y la miró con suspicacia, pero ella parecía muy ocupada con su langosta.
—Habría sido poco seguro, ¿no?
—¡Maldita seguridad! —respondió ella.
Después de cenar caminaron por la acera del lado de tierra de la Avenida de Maceo. Había unas pocas personas por allí, en medio de la noche húmeda y ventosa, y muy poco tráfico. Las olas llegaban desde el Atlántico y se estrellaban contra el malecón. El agua pulverizada cruzaba la avenida, por encima de los cuatro carriles de la calzada, y caía como lluvia bajo la columnata picada de viruelas por la que caminaban. Las nubes se precipitaban a la carrera desde el este y Wormold sintió que él tomaba parte en la lenta erosión de La Habana. Quince años eran mucho tiempo. Observó:
—Una de esas luces de allí arriba puede ser él. Qué solo debe de sentirse.
—Habla usted como un novelista —dijo Beatrice.
Wormold se detuvo bajo una columna y la miró con ansiedad y sospecha.
—¿Qué quiere decir?
—Nada en particular. Algunas veces pienso que trata a sus agentes como si fueran figuras estáticas, personajes de un libro. Allí arriba hay un hombre real, ¿no?
—No es muy halagador lo que me dice.
—No me haga caso. Hábleme de alguien que le importe de verdad. De su mujer. Hábleme de ella.
—Era guapa.
—¿La echa de menos?
—Sí, naturalmente. Cuando pienso en ella.
—Yo no echo de menos a Peter.
—¿Peter?
—Mi marido. El de la UNESCO.
—Entonces tiene suerte. Es libre. —Miró su reloj y observó el cielo—. A estas horas estará sobre Matanzas. A menos que le hayan retrasado.
—¿Le envió usted por esa ruta?
—Él es quien decide la ruta que quiere seguir.
—¿Y también su fin?
Algo en la voz de Beatrice —cierto matiz de antagonismo— le sobresaltó una vez más. ¿Sería posible que hubiera empezado a sospechar de él? Apretó el paso. Pasaron el Carmen Bar y el Cha-Cha Club: letreros de colores brillantes pintados en los viejos postigos de la fachada del siglo XVIII. Caras bonitas miraban desde los interiores en penumbra, ojos castaños, pelo oscuro, lo español y lo mulato: bonitos traseros apoyados contra las barras, aguardando a que algo de animación llegara desde la calle mojada por el mar. Vivir en La Habana equivalía a vivir en una fábrica que produjera belleza humana en una cinta de producción. Wormold no quería belleza. Se detuvo bajo un farol y miró directamente a los ojos que también le miraban directos. Quería sinceridad.
—¿Adónde vamos?
—¿No lo sabe? ¿No está planeado también esto, como el vuelo de Raúl?
—Sólo estaba caminando.
—¿No quiere sentarse junto a la radio? Rudy está de servicio.
—No recibiremos noticias antes de primera hora de la mañana.
—Es decir, que no ha planeado un último mensaje… el accidente en Santiago.
Tenía los labios secos de sal y de recelo. Le parecía que Beatrice tenía que haberlo adivinado todo. ¿Le denunciaría a Hawthorne? ¿Cuál sería el próximo movimiento de ellos? No podían imponerle ningún castigo legalmente, pero supuso que sí podrían impedirle que regresara a Inglaterra. Pensó: ella volverá con el primer avión y la vida volverá a ser como antes. Por supuesto que era mejor así; su vida pertenecía a Milly. Y dijo:
—No comprendo lo que quiere decir. —Una ola enorme se había precipitado contra el malecón de la Avenida y ahora se alzaba como un árbol de Navidad cubierto de nieve de plástico. Al cabo de un instante se hundió, fuera de su vista, y otro árbol de Navidad se alzó calle abajo, cerca del Nacional. Agregó—: Se ha estado comportando de una manera muy rara toda la noche. —No tenía sentido retrasarlo más; si el juego estaba llegando a su fin, era mejor acabarlo cuanto antes. Preguntó—: ¿Qué sugiere?
—¿Quiere decir que no habrá accidente en el aeropuerto… ni en el camino?
—¿Cómo quiere que lo sepa?
—Durante toda la noche se ha portado como si lo supiera. No ha hablado de Raúl como de un hombre vivo. Ha escrito una elegía de él, como un mal novelista que prepara un golpe de efecto.
El viento les acercó el uno al otro. Beatrice prosiguió:
—¿Jamás se cansa de que otras personas asuman los riesgos? ¿Para qué? ¿Para el juego del Periódico de los chicos?
—Ése es el juego que juega usted.
—No creo en ello, como Hawthorne. —Y agregó con furia—: Preferiría ser delincuente, antes que tonta o adolescente. ¿No gana bastante dinero con las aspiradoras para mantenerse apartado de todo esto?
—No. Está Milly de por medio.
—¿Y si Hawthorne no le hubiera elegido a usted?
Bromeó tristemente:
—Quizá me habría casado otra vez, por dinero.
—¿Piensa volver a casarse alguna vez? —Parecía decidida a ponerse seria.
—Bueno —respondió él—, no sé si lo haría. Milly no lo consideraría un matrimonio y no está bien plantearle problemas a una hija. ¿Vamos a casa a oír la radio?
—Pero usted ha dicho que no espera ningún mensaje. ¿No es eso lo que dijo?
Respondió con una evasiva:
—No hasta dentro de tres horas. Pero supongo que radiará algún mensaje antes de aterrizar. —Lo curioso era que comenzaba a sentir la tensión. Casi esperaba que le llegara una voz desde el cielo barrido por el viento.
Beatrice preguntó:
—¿Me asegura que no ha preparado… nada?
Evitó la respuesta volviéndose hacia el palacio del presidente con sus ventanas oscuras, detrás de las cuales no había vuelto a dormir el presidente desde el día del último atentado contra su vida, y vio al doctor Hasselbacher, andando calle abajo, con la cabeza inclinada para evitar la llovizna del mar. Tal vez regresaba a su casa desde el Wonder Bar.
—Doctor Hasselbacher —llamó Wormold.
El viejo alzó la cabeza. Por un instante Wormold pensó que iba a volverse sin decir una palabra.
—¿Qué hay, Hasselbacher?
—Ah, señor Wormold. Estaba pensando en usted. Hablando del rey de Roma… —dijo, en tono de broma, pero Wormold podría haber jurado que el rey de Roma le había dado un susto mayúsculo.
—¿Se acuerda de la señora Severn, mi secretaria?
—La fiesta del cumpleaños, sí, y el sifón. ¿Qué hace levantado a estas horas, señor Wormold?
—Hemos ido a cenar… y a dar un paseo…, ¿y usted?
—Lo mismo.
Desde el cielo profundo y ventoso llegó el sonido espasmódico de un motor, aumentó de intensidad y decreció después para morir entre el ruido del viento y del mar. El doctor Hasselbacher dijo:
—El avión de Santiago. Pero lleva mucho retraso. El tiempo debe de ser muy malo en Oriente.
—¿Espera a alguien? —preguntó Wormold.
—No, no. A nadie. ¿Aceptarían usted y la señora Severn tomar una copa en mi apartamento?
La violencia había llegado y había pasado. Los cuadros estaban otra vez en su sitio, las sillas tubulares se alzaban como huéspedes extraños. El apartamento había sido reconstruido, como un hombre para su funeral. El doctor Hasselbacher sirvió el whisky.
—Qué bien que el señor Wormold tenga secretaria —observó el médico—. Hace muy poco tiempo estaba usted preocupado, lo recuerdo bien. El negocio no marchaba bien. Esa nueva aspiradora…
—Las cosas cambian sin motivo.
Por primera vez advirtió una fotografía del doctor Hasselbacher de joven, vestido con el antiguo uniforme de oficial de la primera guerra mundial; quizá había sido una de las fotos que los intrusos habían arrancado de la pared.
—No sabía que hubiera estado en el ejército, Hasselbacher.
—No había terminado mis prácticas de medicina, señor Wormold, en el momento en que se declaró la guerra. Me parecía una tontería eso de curar hombres para que los mataran cuanto antes. Lo que uno quiere es curar a la gente para que puedan vivir más tiempo.
—¿Cuándo se fue de Alemania, doctor Hasselbacher? —preguntó Beatrice.
—En 1934. O sea que puedo declararme inocente respecto a lo que está pensando, jovencita.
—No me refería a eso.
—En ese caso, discúlpeme. Pregúntele al señor Wormold: hubo un tiempo en el que yo no era tan suspicaz. ¿Oímos un poco de música?
Puso un disco de Tristán. Wormold pensó en su mujer; era aún menos real que Raúl. No tenía nada que ver con el amor y la muerte, sólo con la Revista del Hogar, con un anillo de diamantes, con la somnolencia cotidiana. Miró a Beatrice Severn, sentada al otro lado del salón, y le pareció que pertenecía al mismo mundo de la bebida fatal, del viaje desesperanzado desde Irlanda, de la rendición en el bosque. Con un gesto brusco el doctor Hasselbacher se puso de pie y desenchufó el tocadiscos. Explicó:
—Perdón. Estoy esperando una llamada. La música está demasiado fuerte.
—¿Una llamada de un enfermo?
—No exactamente. —Se sirvió otro whisky.
—¿Ha vuelto a comenzar sus experimentos, Hasselbacher?
—No. —Arrojó una mirada desesperanzada a su alrededor—. Lo siento. No tengo más soda.
—Lo prefiero solo —dijo Beatrice. Se acercó a la estantería—. ¿Sólo lee libros de medicina, doctor Hasselbacher?
—Algunos, pocos, de poesía: Heine, Goethe. Todos en alemán. ¿Lee alemán, señora Severn?
—No. Pero usted tiene algunos libros en inglés.
—Me los dio un paciente que no podía pagar. Me temo que no los he leído. Aquí está su whisky, señora Severn.
Beatrice se apartó de la estantería y cogió el vaso.
—¿Es ésa su casa, doctor Hasselbacher? —estaba mirando una litografía victoriana colgada junto al retrato del joven capitán Hasselbacher.
—Nací allí. Sí. Es un pueblo muy pequeño, murallas antiguas, un castillo en ruinas…
—Estuve allí —comentó Beatrice—, antes de la guerra. Nos llevó mi padre. Está cerca de Leipzig, ¿verdad?
—Sí, señora Severn —respondió el doctor Hasselbacher, mirándola con desolación—, está cerca de Leipzig.
—Espero que los rusos no lo tocaran.
En el vestíbulo empezó a sonar el teléfono. El doctor dudó un instante.
—Perdón, señora Severn —se excusó; cuando entró en el vestíbulo, cerró la puerta tras de sí.
—En el Este o en el Oeste, el hogar es lo que cuenta —dijo Beatrice.
—Supongo que querrá informar a Londres de esto, pero le conozco desde hace quince años y vive aquí desde hace más de veinte. Es un viejo excelente, el mejor amigo que… —La puerta se abrió y reapareció el doctor Hasselbacher, que dijo:
—Lo siento. No me encuentro bien. Quizá puedan venir a oír música alguna otra noche. —Se sentó pesadamente, cogió el vaso de whisky y lo dejó otra vez en su lugar. El sudor le brillaba en la frente, pero, después de todo, era una noche muy húmeda.
—¿Malas noticias? —preguntó Wormold.
—Sí.
—¿Puedo ayudarle en algo?
—¡Usted! —exclamó el doctor Hasselbacher—. No. Usted no puede ayudarme. La señora Severn tampoco.
—¿Un paciente? —el doctor Hasselbacher negó con la cabeza. Sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la frente. Después preguntó:
—¿Quién no es un paciente?
—Será mejor que nos marchemos.
—Sí, márchense. Como le he dicho, habría que curar a la gente para que pudiera vivir más.
—No le entiendo.
—¿Ha existido alguna vez la paz? —preguntó el doctor Hasselbacher—. Lo siento. Se supone que los médicos tienen que estar acostumbrados a la muerte. Pero no soy un buen médico.
—¿Quién ha muerto?
—Ha habido un accidente —dijo el doctor Hasselbacher—. Sólo un accidente. Un accidente, por supuesto. Se ha estrellado un coche cerca del aeropuerto. Un hombre joven… —Fuera de sí, se interrumpió—: Siempre se producen accidentes, ¿no?, en todas partes. Y esto, seguramente, tiene que haber sido un accidente. Le gustaba demasiado la bebida.
Beatrice preguntó:
—¿Por casualidad se llamaba Raúl?
—Sí —respondió el doctor Hasselbacher—. Así se llamaba.