Capítulo 3
Una buena cantidad de telegramas le esperaba a su llegada a La Habana a última hora de la tarde. También había una nota de Milly. «¿En qué te has metido? Quien-ya-sabes (pero no lo sabía) no deja de acosarme, pero en forma aceptable. El doctor Hasselbacher quiere hablar contigo urgentemente. Un beso. P. S.: Estoy montando a caballo en el Club de Campo. Un fotógrafo de la prensa ha hecho una foto a Serafina. ¿Es esto la fama? Ve y ordena que abran fuego los soldados».
El doctor Hasselbacher podía esperar. Dos telegramas iban marcados con la palabra «urgente».
«Número 2 del 5 de marzo comienza párrafo A la investigación de Hasselbacher ambigua punto adopte gran precaución en contactos y redúzcalos al mínimo fin del mensaje».
Vincent C. Parkman había sido rechazado como agente, así, sin más. «No se relacionará repito no se relacionará con él punto probabilidad de que haya sido reclutado por Servicio americano».
El siguiente telegrama —número 1 del 4 de marzo— decía fríamente: «Por favor, en el futuro de acuerdo con instrucciones limite cada telegrama a un asunto».
El número 1 del 5 de marzo era más alentador. «No hay antecedentes profesor Sánchez e ingeniero Cifuentes punto puede reclutarles punto probablemente personas de esa condición no pidan más que para gastos menores».
El último telegrama representaba la distensión. «De acuerdo con ordenanzas militares reclutamiento de 59 200/5/1 —ése era López— aceptado pero por favor advierta pago propuesto por debajo de escala europea reconocida deberá aumentar a 25 repito a 25 pesos[*] mensuales termina el mensaje».
López le llamaba a gritos desde la tienda:
—El doctor Hasselbacher al teléfono.
—Dígale que estoy ocupado. Le llamaré más tarde.
—Dice que venga en seguida. Suena muy raro.
Wormold bajó a coger el teléfono. Antes de poder hablar oyó una voz agitada y vieja. Jamás se le había ocurrido que el doctor Hasselbacher fuera viejo.
—Por favor, señor Wormold…
—Sí, ¿qué hay?
—Venga a mi casa, por favor. Ha ocurrido algo.
—¿Dónde está usted?
—En mi apartamento.
—¿Qué ha pasado, Hasselbacher?
—No puedo decírselo por teléfono.
—¿Está enfermo… herido?
—Si no fuera más que eso —respondió Hasselbacher—. Venga, por favor. —En todos los años desde que se conocían, Wormold nunca había visitado al doctor Hasselbacher en su casa. Se habían visto en el Wonder Bar y, los días de cumpleaños de Milly, en un restaurante; una vez el doctor Hasselbacher le había visitado en Lamparilla, porque tenía fiebre muy alta. En una ocasión, él había llorado en presencia de Hasselbacher, sentado en un asiento del Paseo, mientras le decía que la madre de Milly se había marchado en el avión de esa mañana a Miami; pero su amistad se mantenía a salvo, fundamentada en la distancia: las amistades estrechas eran las que más fácilmente podían quebrantarse. Ahora, hasta tuvo que preguntarle a Hasselbacher dónde vivía.
—¿No lo sabe? —preguntó Hasselbacher con asombro.
—No.
—Venga ahora mismo, por favor —pidió Hasselbacher—, no quiero estar solo.
Pero era imposible darse prisa a esa hora de la tarde. Obispo era un atasco macizo de tráfico y transcurrió media hora antes de que Wormold llegara hasta el edificio impersonal en el que vivía Hasselbacher, doce pisos de piedra lívida. Veinte años antes había sido moderno, pero la nueva arquitectura de acero del barrio Oeste lo había desplazado y le había quitado brillo. Pertenecía a la época de las sillas tubulares y lo primero que Wormold vio cuando el doctor Hasselbacher le franqueó la entrada fue una silla tubular. Eso y un antiguo grabado en colores de un antiguo castillo del Rin.
El doctor Hasselbacher, igual que su voz, había envejecido de pronto. No era cuestión de color. Esa piel agrietada y surcada de venillas no podía cambiar más que la de una tortuga y nada podía blanquear su pelo más que los años, que ya se habían ocupado de hacerlo. Su expresión era lo que había cambiado. Toda una actitud vital se había violentado; el doctor Hasselbacher ya no era un optimista. Dijo con humildad:
—Ha sido muy amable al venir, señor Wormold.
Wormold recordó el día en que el viejo se le había llevado del Paseo y le había llenado de copas en el Wonder Bar, hablando incesantemente, cauterizando el dolor con alcohol, con risas y con una esperanza irresistible. Preguntó:
—¿Qué ha ocurrido, Hasselbacher?
—Entre —respondió el médico.
La sala estaba revuelta por completo; parecía como si un niño malévolo hubiera puesto manos a la obra entre las sillas tubulares, abriendo esto, desordenando aquello, rompiendo unas cosas sí y otras no, según los dictados de un impulso irracional. La fotografía de un grupo de jóvenes que blandían jarras de cerveza había sido sacada de su marco y rasgada en cuatro partes; una reproducción en colores de «El caballero risueño» todavía colgaba en la pared, encima del sofá donde uno de los tres cojines había sido destripado. El contenido de un armario —cartas viejas y facturas— estaba esparcido por el suelo y un mechón de pelo muy rubio, atado con un lazo negro, yacía entre los escombros como un pez extenuado.
—¿Por qué? —preguntó Wormold.
—Esto importa poco —respondió Hasselbacher—, pero venga aquí.
Una habitación pequeña, convertida en laboratorio, había sido convertida una vez más, ahora en un caos. Un mechero de gas ardía aún entre las ruinas. El doctor Hasselbacher lo apagó. Cogió un tubo de ensayo; el contenido había sido volcado en un fregadero. El viejo explicó:
—Usted no podría entenderlo. Estaba tratando de hacer un cultivo de… no importa. Yo sabía que de esto no saldría nada. Sólo era un sueño. —Se sentó pesadamente en una alta silla tubular y graduable, que se acortó de improviso bajo su peso y le dejó caer al suelo. Siempre hay alguien que deja una cáscara de plátano en el lugar de la tragedia. El doctor Hasselbacher se puso de pie y se sacudió el polvo de los pantalones.
—¿Cuándo ocurrió?
—Me llamaron por teléfono, un aviso para ir a visitar a un enfermo. Intuí que había algo equívoco, pero tuve que ir. No podía arriesgarme a no hacerlo. Cuando regresé, encontré esto.
—¿Quién ha sido?
—No lo sé. Hace una semana me llamó una persona. Un extranjero. Quería que le ayudara. No se trataba de un trabajo para un médico. Le dije que no. Me preguntó si mis simpatías estaban con el Este o con el Oeste. Traté de bromear con él. Le dije que estaban con el centro. —El doctor Hasselbacher agregó, acusador—: Hace unas semanas usted me hizo la misma pregunta.
—Sólo era una broma, Hasselbacher.
—Lo sé. Perdóneme. Lo peor que hacen es generar todas estas sospechas. —Echó una mirada al fregadero—. Un sueño infantil. Por supuesto que lo sé. Fleming descubrió la penicilina gracias a un accidente inspirado. Pero un accidente tiene que ser inspirado. Un médico viejo de segunda categoría jamás habría tenido un accidente así, pero no era asunto de ellos, ¿no es verdad?, que yo quisiera soñar.
—No lo entiendo. ¿Qué hay detrás de esto? ¿Algo político? ¿De qué nacionalidad era ese hombre?
—Hablaba inglés como yo, con un acento extraño. Hoy día en todo el mundo la gente habla con acentos extraños.
—¿Ha llamado a la policía?
—Que yo sepa —replicó el doctor Hasselbacher— ese hombre era la policía.
—¿Se llevaron algo?
—Sí. Algunos papeles.
—¿Importantes?
—No tendría que haberlos guardado jamás. Eran viejos, de hace más de treinta años. Cuando uno es joven se compromete. Nadie tiene una vida totalmente limpia, señor Wormold. Pero yo pensaba que el pasado era el pasado. Fui demasiado optimista. Usted y yo no somos como la gente de aquí, no tenemos un confesionario en el que enterrar un mal pasado.
—Tiene que tener usted alguna idea… ¿Qué harán ahora?
—Incluirme en algún fichero, quizá —respondió el doctor Hasselbacher—. Tienen que darse importancia. Tal vez en esa ficha me asciendan a sabio atómico.
—¿No puede iniciar de nuevo su experimento?
—Oh, sí. Sí, supongo que sí. Pero, verá usted, nunca creí en esto y ahora se ha ido por el desagüe. —Abrió el grifo para que un chorro de agua limpiara el fregadero—. Sólo recordaría toda esta… suciedad. Eso era un sueño, esto es la realidad. —Algo que parecía un trozo de hongo se atascó en el fregadero; Hasselbacher lo empujó con sus dedos—. Gracias por haber venido, señor Wormold. Usted es un amigo de verdad.
—Es tan poco lo que puedo hacer…
—Me ha dejado hablar. Ahora me encuentro mejor. Sólo tengo algo de miedo por esos papeles. Quizá hayan desaparecido por accidente. Tal vez me hayan pasado desapercibidos en medio de este desbarajuste.
—Le ayudaré a buscarlos.
—No, señor Wormold. No querría que viera usted nada de lo que pueda avergonzarme.
Tomaron dos copas juntos entre las ruinas de la sala, y cuando Wormold se marchó, el doctor Hasselbacher estaba arrodillado a los pies de «El caballero risueño», barriendo debajo del sofá. Encerrado en su coche, Wormold sintió el remordimiento mordisqueando en torno a él como un ratón en la celda de una cárcel. Tal vez muy pronto los dos se acostumbraran el uno al otro y el remordimiento viniera a comer de su mano. Otras personas parecidas a él habían hecho cosas semejantes, hombres que permitían que les reclutaran mientras estaban sentados en un inodoro, que abrían puertas de habitaciones de hotel con llaves ajenas y que recibían lecciones sobre tinta invisible y sobre usos desconocidos de los Cuentos de Shakespeare de Lamb. Las bromas siempre tenían otra cara: la cara de la víctima.
Las campanas repicaban en Santo Cristo y las palomas se remontaban desde el tejado, en la tarde dorada, para describir círculos sobre las tiendas de lotería de la calle O’Reilley y sobre los bancos de Obispo; niños y niñas pequeños, de sexo casi tan imposible de diferenciar como los pájaros, salían como un río del Colegio de los Santos Inocentes, vestidos con sus uniformes negros y blancos y llevando sus carteritas negras. Su edad los apartaba del mundo adulto de 59 200, y su credulidad era de distinta clase. Wormold pensó con ternura: Milly llegará a casa dentro de un momento. Le alegraba que ella aún fuera capaz de creer cuentos de hadas: una virgen que daba a luz un niño, un cuadro que lloraba o que decía palabras de amor en la oscuridad. Hawthorne y todos los de su ralea también eran gente crédula, pero lo que ellos se tragaban eran pesadillas, historias grotescas de ciencia ficción.
¿Qué sentido tenía participar a medias en el juego? Al menos debía darles algo que compensara el dinero que le entregaban, algo que pudieran incluir en sus archivos y que fuera mejor que un informe económico. Escribió un borrador a toda prisa «Número 1 del 8 de marzo comienza párrafo A en mi último viaje a Santiago he recibido informes de distintas fuentes acerca de instalaciones militares importantes, que se construyen en las montañas de Provincia de Oriente punto construcciones también susceptibles de ser utilizadas contra bandas pequeñas de rebeldes que operan en la zona punto informes de operaciones de limpieza bajo cobertura de incendios forestales punto labriegos de varias aldeas reclutados para transportar grandes cargas de piedras comienza párrafo B en bar de hotel en Santiago conocí piloto Aerolíneas Cubanas en avanzado estado de ebriedad punto dijo haber observado durante vuelo La Habana-Santiago amplias plataformas de hormigón demasiado amplias para tratarse de un edificio párrafo C 59 200/5/3 que me acompañó en viaje a Santiago llevó a cabo misión peligrosa cerca cuarteles militares en Bayamo e hizo dibujos de extraña maquinaria que transportaban hacia la selva punto estos dibujos saldrán por valija párrafo D tengo autorización para pagarle cantidad extra en vista de riesgos serios de su misión y para suspender por un tiempo trabajo de informe económico, dada naturaleza inquietante vital de estos informes de Oriente párrafo E tienen datos acerca Raúl Domínguez piloto Aerolíneas Cubanas a quien propongo reclutar como 59 200/5/4».
Wormold cifró el mensaje con regocijo. Se dijo: «Jamás habría creído que lo llevaba en la sangre». Pensó con orgullo: 59 200/5 conoce su oficio. Su buen humor abarcó incluso a Charles Lamb. Eligió para su mensaje la página 217, línea 12: «Pero correré el telón y mostraré el caso. ¿No está bien hecho?».
Wormold llamó a López, que estaba en la tienda. Le entregó veinticinco pesos y le dijo:
—Éste es el sueldo del primer mes, por adelantado.
Conocía muy bien a su empleado, de modo que no esperaba su gratitud por los cinco pesos suplementarios, pero de todas formas se sintió un tanto desconcertado cuando López le dijo:
—Treinta pesos sería un salario de subsistencia.
—¿Qué significa eso? La agencia ya le paga muy bien.
—Esto va a representar mucho trabajo —dijo López.
—Conque sí, ¿eh? ¿Qué trabajo?
—Servicios personales.
—¿Qué servicios personales?
—Tiene que haber mucho trabajo por medio o usted no me pagaría estos veinticinco pesos.
Nunca podía sacar ventaja a López cuando se trataba de una discusión financiera.
—Quiero que me suba una Pila Atómica de las que hay en la tienda —dijo Wormold.
—No tenemos más que una en el almacén.
—Súbamela.
López suspiró.
—¿Se trata de un servicio personal?
—Sí.
Cuando estuvo a solas, Wormold desarmó la aspiradora en sus distintas partes. Después se sentó ante su escritorio y comenzó a hacer una serie de dibujos minuciosos. Se echó atrás en su sillón y contempló sus esbozos del pulverizador separado del mango flexible de la aspiradora, de la boquilla estrecha, de la boquilla normal y del tubo telescópico mientras se preguntaba: ¿estaré yendo demasiado lejos? Se percató de que había olvidado indicar la escala. Trazó un línea y la numeró: una pulgada equivalía a tres pies. Después, para poder calcular mejor, dibujó un hombrecito de dos pulgadas de altura bajo la boquilla. Lo vistió pulcramente con un traje oscuro, un sombrero hongo y un paraguas.
Cuando Milly regresó esa tarde, todavía estaba ocupado, escribiendo su primer informe con un gran mapa de Cuba extendido sobre el escritorio.
—¿Qué haces, papá?
—Estoy dando el primer paso en una nueva profesión.
Ella miró por encima de su hombro.
—¿Vas a ser autor?
—Sí, de obras de ficción.
—¿Ganarás mucho dinero con eso?
—Una cantidad moderada, Milly, si me aplico al trabajo y escribo con regularidad. Me propongo escribir un ensayo como éste cada sábado por la tarde.
—¿Serás famoso?
—Lo dudo. A diferencia de la mayoría de los autores, todo el mérito irá a parar a mis negros.
—¿Tus negros?
—Así es como llaman a los que escriben de verdad mientras el autor se queda con el dinero. En mi caso, yo haré el trabajo y los negros se llevarán el mérito.
—¿Pero tú tendrás el dinero?
—¡Claro!
—¿O sea que puedo comprarme unas espuelas?
—Sí, desde luego.
—¿Te encuentras bien, papá?
—¡Jamás he estado mejor! Qué sensación de liberación debiste experimentar al prender fuego a Thomas Earl Parkman, junior.
—¿Por qué sigues sacando aquello a colación, papá? Ocurrió hace muchos años.
—Porque te admiro por ello. ¿Podrías volver a hacerlo?
—Claro que no. Soy demasiado mayor. Además, no hay, chicos en los cursos superiores. Papá, otra cosa. ¿Puedo comprarme una cantimplora?
—Todo lo que quieras. Espera. ¿Qué vas a poner dentro?
—Limonada.
—Sé una buena chica y alcánzame otro folio. El ingeniero Cifuentes es hombre de muchas palabras.