Capítulo 1

1

Wormold abrió la puerta. La luz de la farola de la calle apenas si descubría las aspiradoras alineadas como tumbas. Se encaminó hacia la escalera. Beatrice susurró:

—Quieto, quieto. Creo que he oído…

Eran las primeras palabras que pronunciaba uno de ellos desde que Wormold cerrara la puerta del apartamento del doctor Hasselbacher.

—¿Qué pasa?

Beatrice alargó la mano y cogió una pieza metálica que había sobre el mostrador; la blandió a modo de porra y dijo:

—Tengo miedo.

Ni la mitad del que tengo yo, pensó Wormold. ¿Se puede crear un ser humano con sólo escribir sobre él? ¿Qué clase de existencia es ésa? ¿Habría oído Shakespeare la noticia de la muerte de Duncan en una taberna, o habría escuchado golpes en la puerta de su habitación después de escribir Macbeth? Se detuvo en la tienda y tarareó una melodía para darse ánimos.

«Dicen que la Tierra es redonda,

y a mi locura ofenden».

—Silencio —ordenó Beatrice—. Alguien se mueve allá arriba.

Pensó que tenía miedo de sus personajes imaginarios, no de una persona viva que pudiera hacer crujir una madera del suelo. Corrió escaleras arriba y una sombra le detuvo bruscamente. Estuvo tentado de llamar a gritos a todas sus criaturas a la vez y terminar con todas ellas: Teresa, el jefe, el profesor, el ingeniero.

—Qué tarde habéis venido —dijo la voz de Milly. Era Milly, que estaba de pie en el pasillo, entre el lavabo y su dormitorio.

—Hemos ido a dar un paseo.

—¿La has traído a casa? —preguntó Milly—. ¿Por qué?

Beatrice subió con cautela, empuñando la porra improvisada y lista para el ataque.

—¿Está despierto Rudy?

—Creo que no.

Beatrice dijo:

—Si ha habido un mensaje, él habrá tomado nota.

Si sus personajes estaban tan vivos como para morir, sin duda que eran también lo bastante reales como para enviar mensajes. Wormold abrió la puerta de su despacho. Rudy se desperezó.

—¿Algún mensaje, Rudy?

—No.

Milly interrumpió:

—Te has perdido todo el jaleo.

—¿Qué jaleo?

—La policía corriendo por todas partes. Tendrías que haber oído las sirenas. Pensé que había estallado una revolución, así que llamé al capitán Segura.

—¿Sí?

—Alguien trató de asesinar a un hombre cuando salía del Ministerio del Interior. Debió tomarle por el ministro, pero no era. Disparó desde la ventanilla de un coche y se escapó.

—¿Quién ha sido?

—Todavía no le han cogido.

—Quiero decir… el asesinado.

—Nadie importante. Pero se parecía al ministro. ¿Dónde habéis cenado?

—En el Victoria.

—¿Has pedido langosta rellena?

—Sí.

—Estoy muy contenta de que no te parezcas al presidente. Él capitán Segura dice que el pobre doctor Cifuentes estaba tan asustado que se orinó en los pantalones y después se fue al Club de Campo y se emborrachó.

—¿El doctor Cifuentes?

—Ya le conoces… el ingeniero.

—¿Dispararon contra él?

—Ya te he dicho que fue un error.

—Será mejor que nos sentemos —dijo Beatrice. Hablaba en nombre de los dos. Wormold sugirió:

—En el comedor…

—No quiero una silla dura. Quiero algo blando. Quizá quiera llorar.

—Bueno, si no le importa ir a mi habitación —respondió Wormold, con tono de duda, mirando a Milly.

—¿Conocía usted al doctor Cifuentes? —preguntó Milly a Beatrice con simpatía.

—No. Sólo sé que tenía «trizca».

—¿Qué es una «trizca»?

—Tu padre dijo que es como llaman aquí a la bizquera.

—¿Él le dijo eso? Pobre papá —comentó Milly—. Se mete en lo que no sabe.

—Oye, Milly, ¿quieres irte a la cama, por favor? Beatrice y yo tenemos que trabajar.

—¿Trabajar?

—Sí, trabajar.

—Es tardísimo para trabajar.

—Me paga horas extraordinarias —intervino Beatrice.

—¿Está aprendiendo todo lo que hay que saber sobre aspiradoras? —preguntó Mill y—. Eso que tiene en la mano es un pulverizador.

—¿Ah, sí? Lo cogí por si tenía que darle un golpe a alguien.

—No vale para eso —explicó Milly—, porque tiene un tubo telescópico.

—¿Y qué?

—Podría plegarse en el momento menos oportuno.

—Milly, por favor… —pidió Wormold—, son casi las dos.

—No te preocupes. Me largo. Rezaré por el doctor Cifuentes. No es ninguna broma que disparen contra uno. La bala se incrustó en una pared de ladrillo. Piensa en lo que podría haberle hecho al doctor Cifuentes.

—Reza también por un hombre que se llamaba Raúl —pidió Beatrice—. A él sí le mataron.

Wormold se echó en la cama y cerró los ojos.

—No comprendo nada —dijo—. Nada. Es una coincidencia. Tiene que serlo.

—Están recurriendo a la violencia… sean quienes sean.

—¿Pero por qué?

—La profesión de espía es peligrosa.

—Pero en rigor Cifuentes no había… Quiero decir que no era importante.

—Esas construcciones de Oriente sí son importantes. Al parecer sus agentes tienen la costumbre de dejarse descubrir. Me pregunto cómo. Creo que tendrá que prevenir al profesor Sánchez y a la chica.

—¿La chica?

—La que baila desnuda.

—Pero ¿cómo? —No podía explicarle que no tenía agentes, que jamás había hablado ni con Cifuentes ni con el doctor Sánchez, que ni Teresa ni Raúl existían siquiera. Raúl había irrumpido en el mundo de los vivos sólo para ser asesinado.

—¿Cómo ha dicho Milly que se llama esto?

—Pulverizador.

—He visto algo parecido antes, en alguna parte.

—Supongo que sí. La mayoría de las aspiradoras lo llevan —le quitó la improvisada porra. No recordaba si la había incluido en los planos que enviara a Hawthorne.

—¿Qué debo hacer ahora, Beatrice?

—Creo que sus agentes tendrán que ocultarse durante una temporada. Aquí no, desde luego. Seríamos muchos y, de todas formas, no es seguro. ¿Qué hay de ese ingeniero naval amigo suyo? ¿Les podría esconder a bordo de su barco?

—Está en alta mar, en ruta hacia Cienfuegos.

—De todas maneras es probable que también le liquiden —dijo Beatrice, pensativa—. Me pregunto por qué nos permitieron regresar aquí.

—¿Qué dice usted?

—Podrían habernos matado fácilmente en la Avenida, junto al malecón. O quizá es que nos utilizan como señuelo. Por supuesto que el señuelo se tira si no sirve de nada.

—Qué mujer tan macabra es usted.

—Oh, no. Estamos en el mundo del Periódico de los chicos, eso es todo. Puede considerarse afortunado.

—¿Por qué?

—Podría haber sido el mundo del Sunday Mirror. El mundo, hoy en día, está hecho a la imagen de las revistas populares. Mi marido salió de las páginas de Encounter. El problema que debemos resolver es a qué periódico pertenecen ellos.

—¿Ellos?

—Supongamos que también pertenecen a nuestro periódico infantil. ¿Son agentes rusos, alemanes, americanos o qué? Es muy posible que sean cubanos. Esas plataformas de hormigón han de ser algo oficial, ¿no cree usted? Pobre Raúl. Espero que muriera pronto.

Sintió la tentación de decírselo todo, pero ¿qué era «todo»? Ya no lo sabía. Raúl había sido asesinado. Eso había dicho Hasselbacher.

—Primero, al Shanghai —dijo Beatrice—. ¿Estará abierto?

—Aún no habrá terminado la segunda función.

—Si es que la policía no ha ido allí antes que nosotros. Naturalmente que no habrán utilizado a la policía contra Cifuentes. Quizá él era demasiado importante. Cuando se mata a alguien, hay que evitar el escándalo.

—No lo había pensado desde ese punto de vista.

Beatrice apagó la lámpara de la mesilla de noche y se acercó a la ventana. Preguntó:

—¿No hay una puerta trasera?

—No.

—Tendremos que modificar todo esto —replicó Beatrice, con entusiasmo, como si también fuera arquitecto—. ¿Conoce usted a un negro cojo?

—Debe ser Joe.

—Está pasando lentamente.

—Vende postales pornográficas. Va a su casa. Eso es todo.

—No creo que le hayan enviado a seguirle a usted, con esa cojera. Puede que lo utilicen para hacerles señales. De todas formas debemos arriesgarnos. Es evidente que están haciendo una batida esta noche. Las mujeres y los niños primero. El profesor puede esperar.

—Pero si jamás he visto a Teresa en el teatro. Es probable que allí use otro nombre.

—Podrá reconocerla, ¿no?, a pesar de que no lleve ropa. Aunque supongo que todas nos parecemos un poco cuando estamos desnudas, como los japoneses.

—No creo que deba venir usted.

—Sí debo. Si cogen a uno de los dos el otro puede salir huyendo.

—Me refería al Shanghai. No es exactamente el Periódico de los chicos.

—Tampoco el matrimonio —fue la respuesta—, ni siquiera en la UNESCO.

2

El Shanghai estaba en una bocacalle estrecha de la Zanja, rodeado de bares profundos. Un cartel anunciaba Posiciones[*] y las entradas, por alguna razón, se vendían en la acera, quizá porque no había sitio para una taquilla, dado que el vestíbulo estaba ocupado por una librería pornográfica destinada a quienes buscaban algún entretenimiento durante el entr’acte. Los chulos negros que estaban en la calle les miraron con curiosidad. No estaban habituados a ver por allí a mujeres europeas.

—Me siento muy lejos de casa —dijo Beatrice.

Todas las butacas costaban un peso veinticinco centavos y sólo quedaban unas pocas vacías en la amplia sala. El hombre que les llevó hasta ellas ofreció a Wormold un paquete de postales pornográficas por un peso. Cuando Wormold las rechazó, el hombre se sacó otro sobre del bolsillo.

—Cómprelas si quiere —intervino Beatrice—. Si le da vergüenza no apartaré los ojos del espectáculo.

—Entre el espectáculo y las postales —explicó Wormold— no hay mucha diferencia.

El acomodador preguntó si la señora quería fumar marihuana.

Nein, danke —respondió Beatrice, ya confundida de lengua.

A ambos lados del escenario había carteles que anunciaban ciertos clubs del vecindario, donde, se decía, las chicas eran muy bonitas. Un cartel escrito en español y en mal inglés prohibía a los espectadores molestar a las bailarinas.

—¿Cuál es Teresa? —preguntó Beatrice.

—Debe ser la gorda del antifaz —respondió Wormold al azar.

La mujer abandonaba en ese momento la escena entre el oleaje de sus enormes nalgas desnudas, y los presentes aplaudían y silbaban. Luego se apagaron las luces y bajó una pantalla. Comenzó una película, bastante apaciblemente. Salía un ciclista, un paisaje boscoso, una rueda pinchada, un encuentro casual, un caballero alzando su sombrero de paja; hubo una buena cantidad de movimientos veloces y borrosos.

Beatrice permanecía sentada en silencio. Una extraña intimidad les unió mientras miraban, juntos, aquella imagen triste del amor. Movimientos corporales semejantes habían representado para ellos tiempo atrás más que cualquier otra cosa que el mundo pudiera ofrecer. El acto de la lujuria y el acto del amor son el mismo; no se puede falsear como un sentimiento.

Se encendieron las luces. Siguieron sentados en silencio:

—Tengo los labios secos —dijo Wormold.

—A mí no me queda saliva. ¿No podemos pasar a ver a Teresa ahora?

—Ahora hay otra película y luego vuelven las bailarinas.

—No tengo energías para soportar otra película —anunció Beatrice.

—No nos dejarán pasar hasta que haya terminado el espectáculo.

—Podemos esperar en la calle, ¿no? Al menos así sabremos si nos han seguido.

Salieron en el momento en que comenzaba la segunda película. Fueron los únicos que salieron, de modo que si alguien les había seguido tenía que estar esperándoles en la calle, pero no había ningún candidato evidente entre los conductores de taxi y los chulos. Un hombre dormía contra una farola, con un billete de lotería colgado, oblicuo, del cuello. Wormold recordó aquella noche con el doctor Hasselbacher. Aquella noche en que aprendió el nuevo uso de los Cuentos de Shakespeare de Lamb. El pobre Hasselbacher había estado muy borracho en aquella ocasión. Wormold recordó que le había encontrado convertido en un ovillo en la sala, cuando bajó del cuarto de Hawthorne. Preguntó a Beatrice:

—¿Es muy sencillo descifrar un código, una vez que se conoce el libro a que corresponde?

—No es difícil para un entendido —respondió ella—, sólo es cuestión de paciencia. —Se acercó al vendedor de lotería y enderezó el billete. El hombre no despertó. Beatrice explicó—: Era difícil leerlo así, de lado.

¿Llevaba esa noche el Lamb bajo el brazo, en el bolsillo, o en su cartera? ¿Había dejado el libro a un lado cuando ayudó al doctor Hasselbacher a ponerse de pie? No podía recordar nada, y esas sospechas eran poco generosas.

—He pensado en una curiosa coincidencia —comentó Beatrice—, el doctor Hasselbacher está leyendo los Cuentos de Lamb en la edición nuestra. —Era como si en su aprendizaje básico hubiera entrado la telepatía.

—¿Vio el libro en su apartamento?

—Sí.

—Pero lo habría escondido —protestó— si significara algo especial.

—Quizá quería advertirle. Recuerde que él nos llevó allí. Él nos habló de Raúl.

—No podía saber que iba a encontrarnos.

—¿Cómo lo sabe?

Quiso protestar, decirle que nada de eso tenía sentido, que Raúl no existía, que Teresa no existía, y después pensó que Beatrice haría sus maletas y se marcharía y que todo habría sido como una historia sin sentido.

—Ya sale la gente —anunció Beatrice.

Encontraron una puerta lateral que daba al único y enorme camerino. El pasillo estaba iluminado por una bombilla desnuda que había alumbrado durante demasiados días y noches. Estaba casi bloqueado por cubos de basura y un negro con un cepillo que barría restos de algodones manchados de polvos faciales, carmín y cosas ambiguas; el lugar olía a caramelos de pera. Quizá, después de todo, allí no hubiera nadie que se llamara Teresa, pero Wormold deseó no haber elegido una santa tan popular. Abrió una puerta y se enfrentó con un infierno medieval, lleno de humo y de mujeres desnudas.

Preguntó a Beatrice:

—¿No cree que sería mejor que se fuera a casa?

—Usted es quien necesita protección aquí —fue la respuesta.

Nadie advirtió su presencia. El antifaz de la mujer gorda se bamboleaba, colgado de una oreja, mientras ella bebía un vaso de vino con una pierna estirada sobre una silla. Una chica muy delgada, con unas costillas que parecían teclas de piano, se estaba poniendo las medias. Pechos oscilantes, nalgas caídas, cigarrillos a medio fumar tirados en platos sucios; en el aire flotaba un olor espeso a papel quemado. Un hombre, de pie en una escalera, ajustaba algo con destornillador.

—¿Dónde está? —preguntó Beatrice.

—Creo que no está aquí. Tal vez esté enferma o con su amante.

El aire se movió tibio en torno a ellos cuando una de las mujeres se puso un vestido. Las partículas de polvo se asentaron como cenizas.

—Llámela por su nombre, pruebe.

Wormold llamó:

—Teresa —la voz le salió débil y enronquecida. Nadie prestó atención. Wormold repitió su intento y el hombre del destornillador le miró desde la escalera.

—¿Pasa algo?[*] —preguntó.

Wormold respondió en español que buscaba a una chica llamada Teresa. El hombre sugirió que María sabía hacerlo igual de bien. Con el destornillador señaló a la mujer gorda.

—¿Qué dice?

—Al parecer, no conoce a Teresa.

El hombre del destornillador se sentó en el escalón superior de la escalera y comenzó a soltar un discurso. Dijo que María era la mujer mejor que podía encontrarse en La Habana. Pesaba cien kilos desnuda.

—Es evidente que Teresa no está aquí —explicó Wormold con alivio.

—Teresa. Teresa. ¿Para qué busca a Teresa?

—Eso. ¿Qué quiere? —preguntó la chica delgada, adelantándose, con una media en la mano. Sus pechos pequeños tenían el tamaño de una pera.

—¿Quién es usted?

Soy Teresa.[*]

Beatrice exclamó:

—¿Es Teresa?… Usted dijo que era gorda, como la mujer del antifaz.

—No, no —respondió Wormold—. Ésta no es Teresa. Es la hermana de Teresa. Soy significa hermana —afirmó—. Le enviaré un recado con ella.

Cogió de un brazo a la chica delgada y se apartó con ella. Trató de explicarle en español que debía tener cuidado.

—¿Quién es usted? No entiendo nada.

—Ha habido un error. Es una historia demasiado larga. Ciertas personas podrían intentar hacerle daño. Por favor, quédese en su casa unos días. No venga al teatro.

—No me queda otro remedio. Mis clientes vienen a verme aquí.

Wormold sacó un fajo de billetes.

—¿Tiene familia? —preguntó.

—Tengo a mi madre.

—Váyase con ella.

—Pero si está en Cienfuegos.

—Aquí hay dinero bastante para ir a Cienfuegos. —Ahora todo el mundo estaba escuchando. Se habían agrupado en torno a ellos. El hombre del destornillador se había bajado de la escalera. Wormold vio que Beatrice estaba fuera del círculo y trataba de acercarse para escuchar y comprender lo que decían.

El hombre del destornillador declaró:

—Esta chica es de Pedro. No puede llevársela así, sin más. Tiene que hablar antes con Pedro.

—No quiero ir a Cienfuegos —dijo la chica.

—Allí se encontrará a salvo.

La muchacha recurrió al hombre del destornillador.

—Quiere meterme miedo. No entiendo lo que quiere. —Mostró el fajo de billetes—. Es demasiado dinero —se volvió hacia los demás—: Soy una chica decente.

—Una buena cosecha hace buen año —dijo con solemnidad la mujer gorda.

—¿Dónde está tu Pedro? —preguntó el hombre.

—Está enfermo. ¿Por qué me ha dado este hombre todo este dinero? Soy una chica decente. Todos saben que cobro quince pesos. No soy una buscona.

—A perro flaco todo son pulgas —dijo la mujer gorda. Al parecer tenía un refrán apropiado para cada ocasión.

—¿Qué pasa? —preguntó Beatrice.

Una voz chistó pidiendo silencio:

—¡Chist, chist! —Era el negro que había estado barriendo el pasillo—. ¡Policía![*] —dijo.

—¡Demonios! —exclamó Wormold—. No hay tiempo. Tengo que sacarla de aquí. —Nadie se alteró demasiado. La gorda terminó su vino y se puso unas bragas; la chica que se llamaba Teresa se puso la segunda media.

—No se preocupe por mí —dijo Beatrice—. Tiene que llevársela a ella.

—¿Qué quiere la policía? —preguntó Wormold al hombre que había vuelto a la escalera.

—Buscan a una chica —respondió con cinismo.

—Quiero sacar a ésta de aquí —dijo Wormold—. ¿No hay una puerta trasera?

—Con la policía por medio siempre hay una puerta trasera.

—¿Dónde?

—¿Le sobran cincuenta pesos?

—Sí.

—Déselos. Eh, Miguel —llamó al negro—, diles que se duerman tres minutos. ¿Quién quiere comprar su libertad?

—Prefiero la comisaría —dijo la gorda—. Pero tengo que estar vestida como corresponde —y se puso el sostén.

—Venga conmigo —ordenó Wormold a Teresa.

—¿Por qué?

—No lo entiende… vienen a buscarla a usted.

—No lo creo —dijo el hombre del destornillador—, es demasiado delgada. Será mejor que se den prisa. Cincuenta pesos no duran una eternidad.

—Toma, ten mi abrigo —ofreció Beatrice. Envolvió con él los hombros de la chica, que ahora llevaba puestas las dos medias, pero nada más. La muchacha protestó:

—Quiero quedarme.

El hombre le propinó una nalgada y la empujó.

—Has aceptado el dinero —sentenció—, pues ahora te vas con él.

Como si fueran ovejas les empujó hacia un lavabo pequeño y siniestro, y después les hizo salir por una ventana. Se encontraron en la calle. Un policía que montaba guardia fuera del teatro miró ostensiblemente hacia otro lado. Un chulo silbó y señaló el coche de Wormold. La chica repitió:

—Quiero quedarme.

Pero Beatrice la empujó hacia el asiento trasero y la siguió al interior del coche. La muchacha anunció:

—Gritaré —y se inclinó hacia la ventanilla.

—No seas tonta —dijo Beatrice, mientras la atraía al interior. Wormold arrancó.

La muchacha gritó, pero sólo a manera de prueba. El policía se volvió y miró en dirección opuesta. Los cincuenta pesos seguían dando resultado. Doblaron a la derecha y se dirigieron al paseo marítimo. Ningún coche les seguía. Todo había sido sencillo. La chica, al ver que no tenía alternativa, se ajustó el abrigo por pudor y se echó cómodamente hacia atrás.

Hay mucha corriente[*] —dijo.

—¿Qué dice?

—Se queja de la corriente —respondió Wormold.

—No parece un chica muy agradecida. ¿Dónde está su hermana?

—Con el director de correos y telégrafos, en Cienfuegos. Podría llevarla hasta allí. Llegaríamos a la hora del desayuno. Pero está Milly por medio.

—Hay algo además de Milly. Se olvida del profesor Sánchez.

—El profesor Sánchez puede esperar.

—Parece que quienes sean están actuando con rapidez.

—No sé dónde vive el profesor.

—Yo sí. Lo he mirado en la lista del Club de Campo antes de salir.

—Llévese usted a la chica y espéreme allí.

Llegaron al paseo marítimo.

—Doble a la izquierda —ordenó Beatrice.

—La llevaré a casa.

—Será mejor que sigamos juntos.

—Milly…

—No querrá comprometerla a ella, ¿verdad?

A su pesar Wormold dobló hacia la izquierda.

—¿Adónde vamos?

—A Vedado —respondió Beatrice.

3

Los rascacielos de la ciudad moderna se erguían ante ellos como carámbanos a la luz de la luna. Un enorme H. H. estaba estampado en el cielo como el monograma del bolsillo de Hawthorne, pero no era tampoco un emblema real: sólo anunciaba al señor Hilton. El viento mecía el coche y la llovizna marina cruzaba la calzada y humedecía los cristales que daban hacia el mar. La noche caliente sabía a sal. Wormold apartó el coche del mar. La chica dijo:

Hace demasiado calor.[*]

—¿Y ahora qué dice?

—Que hace demasiado calor.

—Es una chica difícil —comentó Beatrice—. Será mejor que vuelva a bajar ese cristal.

—¿Y si grita?

—Le daré una bofetada.

Estaban en el barrio nuevo de Vedado: casas bajas de color crema y blanco, propiedad de hombres de dinero. Se podía adivinar el grado de riqueza de un hombre de acuerdo con el menor número de pisos de la casa. Sólo un millonario podía permitirse construir un bungalow donde se hubiera podido edificar un rascacielos. Cuando bajó el cristal de la ventanilla un aroma de flores invadió el coche. Beatrice le hizo detenerse junto a un portal, que se abría en una elevada pared blanca, y dijo:

—Veo luces en el patio. Todo está en calma. Vigilaré a este precioso trozo de carne mientras usted entra.

—Parece muy rico, para ser profesor.

—No demasiado rico para cobrar dietas, según sus cuentas.

—Deme unos minutos. No se marche —dijo Wormold.

—¿Le parezco capaz de hacer una cosa así? Será mejor que se apresure. Hasta ahora sólo han metido un gol y casi meten otro.

Tocó la cancela de hierro. No estaba cerrada. La situación era absurda. ¿Cómo explicaría su presencia? «Es usted uno de mis agentes sin saberlo. Y está en peligro. Tiene que esconderse». Ni siquiera sabía de qué era profesor Sánchez.

Un corto sendero entre dos palmeras conducía a una segunda puerta de hierro forjado y, más allá, se abría un patio pequeño en el que había luces encendidas. Un gramófono sonaba con suavidad y dos figuras altas giraban en silencio, mejilla contra mejilla. Cuando Wormold avanzaba cojeando por el sendero, sonó una alarma oculta. Los bailarines se detuvieron y uno de ellos se dirigió a su encuentro por el sendero.

—¿Quién es?

—¿El profesor Sánchez?

—Sí.

Llegaron a un tiempo a la zona de luz. El profesor llevaba un esmoquin blanco, tenía el cabello blanco y la barba que, a esas horas, ya le asomaba en el mentón, también era blanca. Llevaba en la mano un revólver con el que apuntaba a Wormold. La mujer que caminaba detrás del profesor era muy joven y bonita, advirtió Wormold. La chica se inclinó y apagó el gramófono.

—Discúlpeme por venir a estas horas —dijo Wormold; no tenía idea de por dónde empezar y el revólver le llenaba de inquietud. Los profesores no tenían por qué llevar revólver.

—Me temo que no recuerdo su cara —el profesor habló con cortesía y mantuvo el revólver apuntando al estómago de Wormold.

—No hay razón para que la recuerde. A menos que tenga una aspiradora.

—¿Una aspiradora? Supongo que sí. ¿Por qué? Mi esposa lo sabrá. —La muchacha atravesó el patio y se acercó a ellos. No llevaba zapatos. Los zapatos abandonados estaban junto al gramófono como trampas de ratones.

—¿Qué quiere? —preguntó con tono desagradable.

—Lamento molestarla, señora Sánchez.

—Dile que no soy la señora Sánchez —dijo la joven.

—Dice que tiene algo que ver con aspiradoras —explicó el profesor—. ¿Tú crees que María, antes de marcharse…?

—¿Por qué viene a la una de la madrugada?

—Debe perdonarme —dijo molesto el profesor—, pero es una hora poco corriente. —Dejó que el revólver se desviara un poco del blanco—. En principio no espera uno visitas…

—Al parecer usted sí las espera.

—Ah, se refiere a esto… hay que tomar precauciones. Verá, tengo algunos Renoir muy buenos.

—No ha venido por los cuadros. Le ha enviado María. Es usted un espía, ¿no? —preguntó la muchacha con fiereza.

—En cierto modo.

La mujer empezó a gimotear, golpeándose los muslos elegantes y finos. Las pulseras sonaban y brillaban en sus muñecas.

—No te pongas así, cariño. Estoy seguro de que esto tiene una explicación.

—Nos envidia nuestra felicidad —dijo la joven—. Primero mandó al cardenal, ¿no es verdad?, y ahora a este hombre… ¿Es usted sacerdote? —preguntó.

—Cariño, no es un sacerdote. Mira sus ropas.

—Eres profesor de educación comparada —replicó la muchacha—, pero te puede engañar cualquiera. ¿Es usted sacerdote? —volvió a preguntar.

—No.

—¿Qué es usted?

—La verdad es que vendo aspiradoras.

—Pero ha dicho que era un espía.

—Bueno, sí, creo que en cierto sentido…

—¿A qué ha venido aquí?

—A avisarles.

La muchacha soltó un alarido de bruja.

—Ya lo ves —dijo al profesor—, esa mujer nos amenaza. Primero el cardenal y ahora…

—El cardenal sólo cumplía con su deber. Después de todo es el primo de María.

—Le tienes miedo. Quieres abandonarme.

—Querida, sabes que eso no es verdad. —Se volvió hacia Wormold—: ¿Dónde está María ahora?

—No lo sé.

—¿Cuándo la vio por última vez?

—Pero si no la he visto nunca.

—Usted se contradice, ¿no?

—Miente como un perro —dijo la muchacha.

—No necesariamente, cariño. Quizá sea un empleado de alguna agencia. Será mejor que nos sentemos tranquilamente y escuchemos lo que tenga que decirnos. Enfadarse es siempre un error. Este hombre está cumpliendo con su deber… cosa que no puede decirse de nosotros. —El profesor se encaminó hacia el patio. Se metió el revólver en el bolsillo. La mujer esperó a que Wormold comenzara a caminar tras el profesor y después cerró la marcha, como un perro guardián. Casi esperaba que le mordiera un tobillo. Pensó: como no hable en seguida, no hablaré jamás.

—Siéntese —le invitó el profesor. ¿Qué era la educación comparada?

—¿Puedo servirle una copa?

—No se moleste, por favor.

—¿No bebe cuando está de servicio?

—¡De servicio! —exclamó la muchacha—. Le tratas como a un ser humano. ¿Qué servicio presta sino el que le exigen sus despreciables jefes?

—He venido para advertirle que la policía…

—Vamos, vamos, el adulterio no es un delito —interrumpió el profesor—. Creo que pocas veces se le ha considerado como tal, excepto en las colonias americanas durante el siglo diecisiete. Y en la ley mosaica, desde luego.

—El adulterio no tiene nada que ver con esto —dijo la mujer—. A ella no le importa que nos acostemos juntos; sólo le importa que estemos juntos.

—No es posible una cosa sin la otra, a menos que pienses en las palabras del Nuevo Testamento —replicó el profesor—. El adulterio en el corazón.

—Tú no tienes corazón si no echas a este hombre. Estamos sentados aquí, hablando, como si estuviéramos casados hace años. Si lo que quieres hacer es pasarte toda la noche hablando, ¿por qué no te quedaste con María?

—Cariño, fue idea tuya bailar antes de acostarnos.

—¿Llamas bailar a lo que has hecho?

—Ya te he dicho que daré clase.

—Claro, para estar con las chicas de la escuela de baile.

Wormold pensó que la conversación se perdía de vista girando y girando. Con desesperación dijo:

—Han disparado contra el ingeniero Cifuentes. Y usted corre el mismo peligro.

—Si quisiera chicas, cariño, hay muchas en la universidad. Vienen a oír mis clases. Lo sabes muy bien, porque tú misma venías.

—¿Te burlas de mí por eso?

—Nos estamos alejando del tema, cariño. El tema es qué piensa hacer María ahora.

—Tendría que haber dejado de comer féculas hace un par de años —dijo la muchacha con un tono bastante ordinario—, conociéndote como te conoce. A ti sólo te interesa el cuerpo. Debería darte vergüenza, a tu edad.

—Si no quieres que te ame…

—Amor. Amor —la muchacha empezó a dar zancadas por el patio. Hizo gestos en el aire, como si estuviera descuartizando al amor.

Wormold dijo:

—No tiene que preocuparse por María.

—Perro mentiroso —chilló la joven—. Dijo que jamás la había visto.

—Y no la he visto.

—¿Por qué la llama María, entonces? —gritó la chica y comenzó a dar unos pasos de baile triunfantes junto con un compañero imaginario.

—¿Ha dicho algo acerca de Cifuentes?

—Dispararon sobre él esta tarde.

—¿Quién?

—No lo sé con exactitud, pero es parte de una misma batida. Es difícil de explicar, pero al parecer corre usted un gran peligro, profesor Sánchez. Se trata de un error, por supuesto. La policía ha ido también al teatro Shanghai.

—¿Qué tengo yo que ver con el teatro Shanghai?

—¡Eso! ¿Qué tiene que ver? —gritó la muchacha con tono melodramático—. ¡Los hombres! —exclamó—. ¡Los hombres! Pobre María. No va a tener que entendérselas con una sola mujer. Tendrá que planear una matanza.

—Jamás he tenido nada que ver con nadie del teatro Shanghai.

—María está mejor informada. Supongo que vas a decir que eres sonámbulo.

—Ya has oído lo que ha dicho él. Es un error. Después de todo, dispararon sobre Cifuentes. No puedes culpar a ella de eso.

—¿Cifuentes? ¿Ha dicho Cifuentes? ¡Bruto español! Sólo porque habló conmigo un día en el Club mientras estabas duchándote; vas y pagas a unos matones para que le liquiden.

—Por favor, cariño, sé razonable. La primera noticia la he tenido cuando este caballero…

—No es un caballero. Es un perro mentiroso —ya habían cumplido un ciclo completo de la conversación.

—Si es un mentiroso, no tenemos que prestar atención a lo que dice. Es probable que esté difamado también a María.

—Conque la defiendes…

Wormold habló desesperado. Era su último intento.

—Esto no tiene nada que ver con María… con la señora Sánchez, quiero decir —dijo.

—¿Qué demonios tiene que ver con todo esto la señora Sánchez? —preguntó el profesor.

—Pensé que usted pensaba que María…

—Joven, no me estará diciendo en serio que María piensa hacer algo contra mi mujer y contra mi… mi amiga, ¿verdad? Sería demasiado absurdo.

Hasta ese momento, Wormold había pensado que no sería difícil habérselas con aquel equívoco. Pero ahora parecía que hubiese tirado de un hilillo suelto y todo un traje se hubiera empezado a deshacer. ¿Sería eso la Educación Comparada? Se dirigió a Sánchez:

—Pensé que le hacía un favor al venir a advertirle, pero creo que la mejor solución para usted es la muerte.

—Es usted un joven desconcertante.

—No tan joven. Usted, profesor, es el joven, a juzgar por cómo se presentan las cosas. —Los nervios le impulsaron a hablar en voz alta—: Si Beatrice estuviera aquí…

El profesor aseguró precipitadamente:

—Te prometo, cariño, te prometo de verdad que no conozco a ninguna mujer que se llame Beatrice, a ninguna.

La muchacha soltó una risita de tigre.

—Al parecer ha venido usted aquí —dijo el profesor— con el único propósito de crear inconvenientes —era su primera queja, y parecía bastante leve, dadas las circunstancias—. No puedo comprender qué es lo que piensa ganar con esto —declaró; echó a andar hacia la casa, entró y cerró la puerta.

—Es un monstruo —dijo la chica—. Un monstruo. Un monstruo sexual. Un sátiro.

—No lo entiende.

—Conozco el dicho: saberlo todo es perdonarlo todo. Pero en este caso, no, en este caso, no. —Al parecer su hostilidad hacia Wormold se había desvanecido—. María, yo, Beatrice… sin contar a su esposa, pobre mujer. No tengo nada contra su esposa. ¿Lleva revólver?

—Desde luego que no. Sólo vine a salvarle —respondió Wormold.

—Que le maten —dijo la joven—, un tiro en el vientre, bien abajo. —Y también ella entró en la casa con aire decidido.

Lo único que podía hacer ya Wormold era marcharse. La alarma invisible volvió a emitir su advertencia mientras él avanzaba hacia la salida, pero nadie se movió dentro de la pequeña casa blanca. He hecho todo lo que podía hacer, pensó Wormold. El profesor parecía estar bien preparado para cualquier peligro y quizá la llegada de la policía le resultara un alivio. Le sería más fácil entenderse con la policía, que con aquella muchacha.

4

Mientras se alejaba andando a través del aroma de los dondiegos de noche sentía un único deseo: contárselo todo a Beatrice. No soy un agente secreto, soy un fraude, ninguna de esas personas es agente mío y no sé lo que está pasando. No entiendo nada. Tengo miedo. Sin duda que ella se haría cargo de la situación; después de todo ella era profesional. Pero sabía que no apelaría a Beatrice. Eso significaría renunciar a la seguridad de Milly. Prefería que le eliminaran como a Raúl. En ese trabajo, ¿darían pensiones a los descendientes? ¿Pero quién era Raúl?

Antes de llegar a la segunda verja, Beatrice le llamó:

—Jim, cuidado. No se acerque.

Aun en aquella circunstancia apremiante se le ocurrió pensar: mi nombre es Wormold, señor Wormold, señor Vomel, nadie me llama Jim. Después corrió, cojeando, hacia la voz y llegó a la calle donde vio un coche-patrulla provisto de radio, tres oficiales de policía y un nuevo revólver apuntando a su vientre. Beatrice estaba de pie en la acera y la chica se hallaba a su lado, tratando de mantener cerrado el abrigo, aunque era un modelo que no había sido diseñado para eso.

—¿Qué pasa?

—No entiendo ni una palabra de lo que dicen.

Uno de los oficiales le ordenó que se metiera dentro del automóvil.

—¿Qué pasará con mi coche?

—Lo llevarán a la jefatura. —Antes de que pudiera obedecer, le sometieron a un cacheo. Mientras le palpaban el pecho y los costados, dijo a Beatrice:

—No sé qué pasa, pero parece ser el final de una brillante carrera.

El oficial volvió a hablar.

—Quiere que usted también venga.

—Dígale —respondió Beatrice— que me quedaré con la hermana de Teresa, no me fío de ellos.

Los dos coches se alejaron silenciosamente entre las casitas de los millonarios para no molestar a nadie, como si se encontraran en una calle de hospitales; los ricos necesitan dormir. No tuvieron que andar mucho: un patio y una reja se cerró tras ellos y después el olor de una comisaría, igual al olor a amoníaco de los «zoos» de todo el mundo. A lo largo de un pasillo encalado, colgaban las fotografías de hombres buscados por la policía con el aspecto espúreo de viejos maestros barbados. En la habitación del extremo del pasillo, el capitán Segura, sentado, jugaba a las damas.

—Sopladas —dijo y cogió dos piezas. Después alzó la vista para mirar a los recién llegados—. Señor Wormold —exclamó sorprendido, y se puso de pie como una pequeña serpiente verde y tensa al ver a Beatrice. Echó una ojeada a Teresa, de pie a espaldas de la otra mujer; llevaba el abrigo abierto, una vez más, quizá intencionadamente. Comenzó a preguntar—: Pero ¿quién…? —y después se dirigió al policía con el que estaba jugando la partida de damas—:… ¡Anda![*]

—¿Qué significa esto, capitán Segura?

—¿Y usted me lo pregunta, señor Wormold?

—Sí.

—Me gustaría que me lo explicara usted. No tenía idea de que lo vería a usted… al padre de Milly. Señor Wormold, hemos recibido una llamada de un tal profesor Sánchez. Un hombre irrumpió en su casa con vagas amenazas. Pensaba que el hecho estaba relacionado con sus cuadros; tiene pinturas de mucho valor. Envié un coche-patrulla en seguida y le han cogido a usted, con la señorita[*] (ya nos conocemos) y una golfa desnuda. —Igual que el sargento de policía de Santiago, agregó—: Esto no está nada bien, señor Wormold.

—Estábamos en el Shanghai.

—Eso tampoco está bien.

—Estoy harto de que la policía me diga que no hago nada bien.

—¿Por qué fue a visitar al profesor Sánchez?

—Fue un error.

—¿Por qué lleva a una golfa desnuda en su coche?

—La llevábamos a su casa.

—No tiene derecho a andar desnuda por las calles. —El oficial de policía se inclinó por encima del escritorio y susurró algo—. Ah —dijo el capitán Segura—, empiezo a comprender. Hubo una inspección esta noche en el Shanghai. Supongo que la chica se había olvidado sus documentos y quería evitarse una noche en la cárcel. O sea, que apeló a usted…

—No, no ha sido eso.

—Sería mejor que hubiera sido así, señor Wormold. —Se volvió hacia la chica y le habló en español—: Tus documentos. No tienes documentos.

Indignada, la muchacha respondió:

Sí, yo tengo.[*] —Se inclinó y extrajo de sus medias unos trozos de papeles arrugados. El capitán Segura los cogió y los examinó. Exhaló un profundo suspiro.

—Ah, señor Wormold, señor Wormold, los papeles de la chica están en orden. ¿Por qué va por las calles con una chica desnuda? ¿Por qué irrumpe en la casa del profesor Sánchez y le habla de su mujer y le amenaza? ¿Qué relación tiene usted con la mujer de Sánchez? —Con tono seco ordenó a la muchacha—: Márchate. —La chica dudó un instante y empezó a quitarse el abrigo.

—Será mejor que se lo lleve —dijo Beatrice.

El capitán Segura se sentó, con aire preocupado, frente al tablero de damas.

—Señor Wormold, por su bien he de decirle esto: no se mezcle con la mujer del profesor Sánchez. No es una persona a la que pueda usted tratar con ligereza.

—No estoy mezclado…

—¿Juega a las damas, señor Wormold?

—Sí. Pero me temo que no muy bien.

—Mejor que estos cerdos de la comisaría, supongo. Tenemos que jugar alguna vez, usted y yo. Pero en una partida de damas hay que cuidar mucho los movimientos, como con la mujer del profesor Sánchez. —Movió una pieza al azar sobre el tablero y dijo—: Esta noche estuvo usted con el doctor Hasselbacher.

—Sí.

—¿Le parece sensato, señor Wormold? —No alzó la vista; siguió moviendo las piezas hacia uno y otro lado, jugando consigo mismo.

—¿Sensato?

—El doctor Hasselbacher ha empezado a frecuentar extrañas compañías.

—No sé nada de eso.

—¿Por qué le envió una postal desde Santiago con una señal en la ventana de su habitación?

—Cuántas cosas sin importancia sabe usted, capitán Segura.

—Tengo un buen motivo para interesarme por usted, señor Wormold. No quiero verle comprometido. ¿Qué quería decirle esta noche el doctor Hasselbacher? Su teléfono está intervenido, como se imaginará.

—Quería hacernos oír un disco, Tristán.

—¿Y tal vez hablarle de esto? —el capitán Segura dio vuelta a una fotografía que descansaba sobre su escritorio: una foto tomada con luz de flash, que mostraba el brillo característico de las caras blancas reunidas en torno a un montón de metales retorcidos que alguna vez habían sido un coche—. ¿Y esto? —inmóvil bajo la luz del flash, la cara de un hombre joven, una cajetilla de cigarrillos aplastada como su vida, el pie de un hombre tocándole el hombro.

—¿Le conoce?

—No.

El capitán Segura oprimió un botón y una voz habló en inglés desde una caja que descansaba sobre el escritorio.

—Diga. Diga. Soy Hasselbacher.

—¿Hay alguien con usted, H-Hasselbacher?

—Sí. Unos amigos.

—¿Qué amigos?

—Ya que insiste en saberlo, está aquí el señor Wormold.

—Dígale que Raúl ha muerto.

—¿Muerto? Pero me prometieron…

—No siempre se puede controlar un accidente, H-Hasselbacher. —La voz vacilaba apenas delante de la H aspirada.

—Me dieron palabra…

—El coche dio demasiadas vueltas de campana.

—Dijeron que sólo sería un aviso.

—Y lo es. Vaya y dígale que Raúl ha muerto, H-Hasselbacher.

El zumbido de la cinta se siguió oyendo durante un momento; luego se escuchó el ruido de una puerta al cerrarse.

—¿Insiste en que no sabe nada de Raúl? —preguntó Segura.

Wormold miró a Beatrice. La joven hizo un ligero movimiento negativo con la cabeza. Wormold respondió:

—Le doy mi palabra de honor, Segura: ni sabía que existiera ese hombre hasta esta noche.

Segura movió una pieza.

—¿Su palabra de honor?

—Mi palabra de honor.

—Es el padre de Milly. Tengo que aceptar su palabra. Pero no se acerque a mujeres desnudas ni a la mujer del profesor. Buenas noches, señor Wormold.

—Buenas noches.

Habían llegado a la puerta cuando Segura volvió a hablar:

—Y nuestra partida de damas, señor Wormold, no nos olvidemos de eso.

El viejo Hillman esperaba junto a la acera.

—La dejaré con Milly —dijo Wormold.

—¿No va a ir a casa?

—Es demasiado tarde para dormir.

—¿Adónde va? ¿No puedo ir con usted?

—Quiero que se quede con Milly, por si ocurre algún accidente. ¿Vio esa foto?

—Sí.

No volvieron a hablar hasta llegar a la calle Lamparilla. Beatrice dijo:

—Hubiera preferido que no empeñara su palabra de honor. No tenía necesidad de ir tan lejos.

—¿No?

—Fue un rasgo de profesionalismo de su parte, comprendo. Lo siento. Soy una tonta. Pero usted es mucho más profesional de lo que jamás hubiera imaginado.

Wormold le abrió la puerta y la vio alejarse entre las aspiradoras como una plañidera entre las tumbas de un cementerio.