Capítulo 2

1

A la mañana siguiente Wormold se levantó temprano. Tenía algo de resaca, a causa del champán, y la irrealidad de la noche en el Tropicana abarcaba la mañana en la oficina. Beatrice le había dicho que estaba trabajando bien y ella era el vocero de Hawthorne y de «esa gente». Sentía cierta decepción al pensar que, como Hawthorne, pertenecía al mundo imaginario de sus agentes. Sus agentes…

Se sentó ante su fichero. Tenía que hacer que sus fichas parecieran lo más verosímiles posible antes de que llegara Beatrice. Algunos de los agentes, ahora, le parecían estar en el límite de lo improbable. El profesor Sánchez y el ingeniero Cifuentes estaban muy comprometidos y no podría deshacerse de ellos; se habían llevado casi doscientos pesos para gastos. López también era inamovible. El piloto borracho de las Aerolíneas Cubanas había recibido una bonita bonificación de quinientos pesos por la historia de la construcción en las montañas, pero quizá pudiera deshacerse de él aduciendo que era poco seguro. Estaba el ingeniero del Juan Belmonte al que había visto bebiendo en Cienfuegos: era un personaje bastante verosímil y sólo se llevaba setenta y cinco pesos al mes. Pero de otros temía que no superaran una inspección atenta: Rodríguez, por ejemplo, descrito en su ficha como un rey de los night-clubs, y Teresa, una bailarina del teatro Shanghai a la que había fichado como amante a la vez del ministro de Defensa y del director de Correos y Telégrafos (no era extraño que Londres no hubiera hallado antecedentes de Rodríguez ni de Teresa). Estaba en condiciones de hacer desaparecer a Rodríguez, porque cualquiera que llegara a conocer bien La Habana cuestionaría, sin duda, su existencia antes o después. Pero no toleraba la idea de deshacerse de Teresa. Era su única espía femenina, su Mata Hari. Resultaba poco probable que su nueva secretaria visitara el Shanghai, donde se exhibían cada noche tres películas pornográficas, entre números de baile con intérpretes desnudos.

Milly se sentó a su lado.

—¿Qué fichas son ésas? —preguntó.

—Clientes.

—¿Quién era esa chica de anoche?

—Va a ser mi secretaria.

—Te estás volviendo muy importante.

—¿Te gusta?

—No lo sé. No me diste oportunidad de hablar con ella. Estabas demasiado ocupado bailando y ligando.

—Yo no ligaba.

—¿Quiere casarse contigo?

—¡No, por Dios!

—¿Y tú quieres casarte con ella?

—Milly, un poco de sensatez. Apenas si la conocí anoche.

—Marie, una niña francesa que está en el convento, dice que todos los amores verdaderos son un coup de foudre.

—¿Ésas son las cosas de que habláis en el convento?

—Naturalmente. Es el futuro, ¿no? Aún no tenemos un pasado para hablar, aunque sor Agnes sí lo tenga.

—¿Quién es sor Agnes?

—Ya te he hablado de ella. Es la que siempre está triste y es encantadora. Marie dice que cuando era joven tuvo un coup de foudre desdichado.

—¿Ella le dijo eso a Marie?

—No, claro que no. Pero Marie lo sabe. Ella misma ha tenido dos coups de foudre. Se producen así, de pronto, como caídos del cielo.

—Soy lo bastante viejo como para estar a cubierto.

—No. Un señor mayor, casi de cincuenta años, tuvo un coup de foudre por la madre de Marie. Estaba casado, como tú.

—Vaya, mi secretaria también está casada, o sea que no pasará nada.

—¿Está casada de verdad o es una viuda encantadora?

—No lo sé. No se lo he preguntado. ¿Piensas que es encantadora?

—Mucho, en cierto sentido.

López gritó desde el pie de la escalera.

—Aquí está una señora. Dice que la está esperando.

—Que suba.

—Pienso quedarme —advirtió Milly.

—Beatrice, le presento a Milly.

Sus ojos, observó, tenían el mismo color que la noche anterior y otro tanto ocurría con el cabello; después de todo, no había sido el efecto del champán y de las palmeras. Wormold pensó: parece una mujer real.

—Buenos días. Espero que haya pasado bien la noche —dijo Milly, con la voz de la dama de compañía.

—He tenido sueños terribles —echó una mirada a Wormold, al fichero y a Milly. Agregó—: Anoche lo pasé muy bien.

—Estuvo estupenda con el sifón —respondió Milly, generosa—, señorita…

—Señora Severn. Pero llámeme, Beatrice, por favor.

—¿Está casada? —preguntó Milly con fingida curiosidad.

Estuve casada.

—¿Murió?

—No, que yo sepa. Digamos que se esfumó.

—Oh.

—Suele ocurrir con esa clase de hombres.

—¿Qué clase de hombre era?

—Milly, ya tenías que haberte ido. No está bien que preguntes a la señora Severn… Beatrice…

—A mi edad —replicó Milly—, hay que aprender de la experiencia ajena.

—Tienes razón. Supongo que tú definirías su tipo como intelectual y sensible. A mí me parecía muy guapo; tenía la cara de esos pichoncitos que miran fuera del nido en una de esas películas de naturaleza, con las plumas esponjadas en torno a la nuez de Adán, una nuez de Adán bastante grande. Lo malo fue que a los cuarenta todavía conservaba el aspecto de pichoncito. Las chicas se enamoraban de él. Solía ir a las conferencias de la UNESCO en Venecia, Viena y sitios así. ¿Tiene una caja fuerte, señor Wormold?

—No.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Milly.

—Oh, tuve que calarle bien. Lo digo en el sentido literal, sin ninguna mala intención. Era muy delgado y cóncavo y se volvió algo así como transparente. Cuando le miraba podía ver a todos los delegados sentados allí dentro, entre sus costillas, y al orador principal levantándose y diciendo: «la libertad es importante para los escritores de ficción». A la hora del desayuno resultaba extraño.

—¿Y no sabe si sigue vivo?

—El año pasado aún vivía, porque vi en los periódicos que había presentado una ponencia sobre «El intelectual y la bomba de hidrógeno», en Taormina. Tendría que tener una caja fuerte, señor Wormold.

—¿Por qué?

—No puede dejar las cosas por ahí. Además, es lo que se espera de un comerciante chapado a la antigua, como usted.

—¿Quién ha dicho que soy un comerciante chapado a la antigua?

—Es la impresión que tienen en Londres. Iré a comprarle una caja fuerte ahora mismo.

—Me marcho —dijo Milly—. ¿Te portarás bien, verdad papá? Ya sabes lo que quiero decir.

2

Aquel resultó ser un día agotador. Primero, Beatrice salió y compró una caja fuerte muy grande y con cierre de seguridad, que exigió un camión y seis hombres para transportarla. Rompieron el pasamanos y un cuadro mientras la subían por la escalera. En la calle se agolpó una muchedumbre que incluía varios niños novilleros de la escuela contigua a la tienda, dos hermosas negras y un policía. Cuando Wormold se quejó de que aquello le ponía en evidencia, Beatrice le replicó que la mejor manera de hacerse notar era tratar de pasar desapercibido.

—Por ejemplo, ese sifonazo —explicó—. Todos me recordarán como la mujer que le echó el sifón al policía. Ya nadie preguntará quién soy. Saben la respuesta.

Mientras luchaban con la caja fuerte, aparcó frente a la tienda un taxi y un joven descendió para descargar la maleta más grande que Wormold había visto en su vida.

—Es Rudy —dijo Beatrice.

—¿Quién es Rudy?

—Su ayudante de contable. Le hablé de él anoche.

—Gracias a Dios parece que he olvidado algo de lo de anoche —comentó Wormold.

—Pasa, Rudy, y siéntate.

—Es inútil decirle que pase —dijo Wormold—. ¿Qué pase adónde? No tenemos habitación para él.

—Puede dormir en el despacho —respondió Beatrice.

—No hay espacio suficiente para una cama, la caja fuerte y mi escritorio.

—Compraré un escritorio más pequeño. ¿Cómo estás del mareo, Rudy? Éste es el señor Wormold, el jefe.

Rudy era muy joven y muy pálido y tenía los dedos manchados de amarillo por la nicotina o algún ácido. A modo de saludo dijo:

—Anoche vomité dos veces, Beatrice. Han roto una lámpara Roentgen.

—Eso no importa ahora. Nos ocuparemos de arreglar los detalles preliminares. Ve a comprar una cama plegable.

—Ahora mismo —respondió Rudy antes de desaparecer.

Una de las negras se acercó a Beatrice y anunció:

—Soy inglesa.

—Yo también —le respondió Beatrice—. Me alegro de conocerla.

—Tú eres la chica que le echó agua al capitán Segura, ¿no?

—Más o menos. En realidad le solté un chorro de sifón.

La negra se volvió y explicó eso a la muchedumbre, en español. Varias personas aplaudieron. El policía se apartó, con aspecto de encontrarse incómodo. La negra declaró:

—Eres estupenda, chica.

—Tú también —respondió Beatrice—. Echame una mano con esta maleta. —Lucharon con la maleta de Rudy, empujándola y arrastrándola.

—Perdón —dijo un hombre, en medio del grupo, abriéndose paso a codazos—, perdón, señorita, escúcheme.

—¿Qué quiere? —le preguntó Beatrice—. ¿No ve que estamos ocupados? Pida hora.

—Sólo quiero comprar una aspiradora.

—Ah, una aspiradora. Será mejor que entre en la tienda. ¿Puede pasar por encima de la maleta?

Wormold llamó a López:

—Atiéndale. Y por el amor de Dios, trate de venderle una Pila Atómica. Aún no hemos vendido ni una.

—¿Vas a vivir aquí? —preguntó la negra.

—Voy a trabajar aquí. Gracias por tu ayuda.

—Los ingleses tenemos que ser solidarios —afirmó la negra.

Los hombres que habían instalado la caja fuerte bajaron escupiéndose las manos y restregándoselas en los tejanos para demostrar cuánto habían trabajado. Wormold les dio una propina. Después subió y arrojó una mirada lúgubre a su despacho. El problema principal era que había espacio suficiente para una cama plegable, cosa que le impedía esgrimir ninguna excusa. De modo que dijo:

—Aquí no hay sitio para que Rudy guarde su ropa.

—Rudy está acostumbrado a vivir sin comodidades. En todo caso, está su escritorio. Puede ponerse el contenido de los cajones en la caja fuerte y así Rudy guardará en ellos su ropa.

—Nunca he usado una caja fuerte con combinación.

—Es facilísimo. Tiene que elegir tres cifras que luego pueda recordar. ¿Cuál es el número de su casa?

—No lo sé.

—Bueno, entonces su número de teléfono… No, no es seguro. Eso es lo que probaría un ladrón. ¿En qué año nació?

—En 1914.

—¿Y el día?

—Seis de diciembre.

—Bueno, entonces digamos 19-6-14.

—No me acordaré.

—Claro que sí. No puede olvidarse de su cumpleaños. Ahora mire lo que tiene que hacer. Da vueltas al botón en dirección contraria a las agujas del reloj, cuatro veces; después hacia adelante hasta el 19, en dirección de las agujas del reloj tres veces, sigue hasta el 6, en dirección contraria a las agujas del reloj dos veces, adelante hasta el 14, la hace girar y ya está cerrada. Luego la abre de la misma manera… 19-6-14 y ¡ya está! —Dentro de la caja fuerte había un ratón muerto. Beatrice dijo—: Viene mal de fábrica. Debían haberme hecho una rebaja.

Comenzó a deshacer la maleta de Rudy; sacó recambios y piezas de un equipo de radio, baterías, equipo de filmación y misteriosas lámparas envueltas en calcetines. Wormold preguntó:

—¿Cómo pudieron pasar todo eso por la aduana?

—No pasamos por la aduana. 59 200 barra cuatro barra cinco nos lo trajo desde Kingston.

—¿Quién es?

—Un contrabandista. Hace contrabando de cocaína, opio y marihuana. Tiene untados a todos los aduaneros. Esta vez creyeron que llevaba la mercancía habitual.

—Mucha droga se necesitaría para llenar esa maleta.

—Sí. Tuvimos que pagar una buena cantidad.

Acomodó todo con rapidez y pulcritud después de vaciar los cajones del escritorio dentro de la caja. Y comentó:

—Las camisas de Rudy se arrugarán un poco. Pero no importa.

—A mí no.

—¿Qué es esto? —preguntó mientras cogía las fichas que Wormold había estado examinando.

—Mis agentes.

—¿Usted las deja aquí, sobre el escritorio?

—No, de noche las guardo bajo llave.

—No tiene usted mucha idea de lo que es seguridad, ¿verdad? —Echó una ojeada a una de las fichas—. ¿Quién es Teresa?

—Baila desnuda.

—¿Totalmente desnuda?

—Sí.

—Muy interesante para usted. Londres quiere que me haga cargo del contacto con sus agentes. ¿Me presentará a Teresa en algún momento en que esté vestida?

Wormold dijo:

—Creo que no querrá trabajar para una mujer. Ya sabe usted cómo son estas chicas.

—Yo no lo sé. Usted sí. Ah, el ingeniero Cifuentes. Londres tiene muy buen concepto de él. No me dirá que no quiere trabajar para una mujer.

—No habla inglés.

—Tal vez yo pueda aprender español. Sería una buena cosa para despistar, tomar clases de español. ¿Es tan guapo como Teresa?

—Está casado con una mujer muy celosa.

—Creo que sabría cómo tratarla.

—La idea es absurda, por la edad de él.

—¿Cuántos años tiene?

—Sesenta y cinco. Además, las mujeres ni le miran por la tripa que tiene. Le preguntaré acerca de las clases de español, si usted quiere.

—No hay prisa. De momento lo dejaremos. Podría comenzar con este otro. El profesor Sánchez. Me acostumbré a los intelectuales con mi marido.

—Tampoco habla inglés.

—Quizá hable francés. Mi madre era francesa. Yo soy bilingüe.

—No sé si habla o no francés. Se lo preguntaré.

—Mire, no debería tener todos estos nombres escritos así, en clair, en las fichas. Suponga que el capitán Segura le investigara. Me espanta la idea de que despellejaran la tripa del ingeniero Cifuentes para hacer una pitillera. Sólo tiene que anotar los detalles suficientes debajo de su símbolo para recordarlos: 59 200 barra 5 barra 3, mujer celosa y tripa. Yo se las escribiré y después quemaré las suyas. Maldita sea. ¿Dónde están los trozos de celuloide?

—¿Trozos de celuloide?

—Para poder quemar papeles a toda prisa. Ah, supongo que Rudy los habrá metido entre sus camisas.

—Qué cantidad de chucherías llevan ustedes a todas partes.

—Ahora tendremos que preparar el cuarto oscuro.

—No tengo un cuarto oscuro.

—Nadie lo tiene en estos tiempos. Pero he venido preparada. Cortinas para producir una oscuridad total y una bombilla roja. Y un microscopio, desde luego.

—¿Para qué quiere un microscopio?

—Para la microfotografía. Ya sabe usted, si hay algo urgente de verdad, que no pueda poner en un telegrama, Londres quiere que nos comuniquemos directamente para ahorrar el tiempo que lleva la correspondencia por vía Kingston. Podemos enviar una microfotografía en una carta normal. Usted la pega en el lugar de un punto y ellos sumergen la carta en agua hasta que ese punto se despega. Supongo que usted escribirá cartas a Inglaterra alguna vez. ¿Cartas de negocios…?

—Ésas las envío a Nueva York.

—¿A sus amigos, a sus parientes?

—He perdido el contacto en los últimos diez años. Con excepción de mi hermana. Envío tarjetas de Navidad, eso sí.

—Quizá no podamos esperar hasta las Navidades.

—Algunas veces envío sellos de correo a mi sobrino.

—Eso está muy bien. Podremos poner una microfotografía en la parte posterior de alguno de esos sellos.

Rudy subía pesadamente por la escalera, cargado con su cama plegable y el cuadro volvió a caer y a romperse. Beatrice y Wormold se retiraron a la habitación contigua para dejar espacio libre a Rudy; se sentaron sobre la cama de Wormold. Se oyeron ruidos de cosas que chocaban y golpeaban y algo se rompió.

—Rudy no es muy mañoso —comentó Beatrice. Su mirada vagó por la habitación—. Ni una sola fotografía. ¿No tiene vida privada?

—Creo que no mucha. Excepto Milly y el doctor Hasselbacher.

—A Londres no le gusta el Hasselbacher.

—Londres puede irse al diablo —respondió Wormold. De pronto sintió el deseo de describirle las ruinas del piso del doctor Hasselbacher y la destrucción de sus inútiles experimentos. Pero dijo—: La gente como sus compañeros de Londres es la que… Lo siento. Usted es uno de ellos.

—También usted.

—Sí, claro, también yo.

Rudy anunció desde la habitación contigua:

—Ya lo he arreglado.

—Ojalá usted no fuera uno de ellos —afirmó Wormold.

—Es una forma de ganarse la vida —respondió Beatrice.

—No es una forma real de ganarse la vida. Tanto espionaje. ¿Qué espían? Unos agentes secretos que descubren lo que ya saben todos…

—O que lo inventan —agregó Beatrice. Wormold contuvo la respiración y ella prosiguió con su tono normal de voz—. Hay muchos otros trabajos que no son reales. Diseñar una nueva caja de plástico para el jabón, hacer pirograbados humorísticos para las tabernas, inventar slogans publicitarios, ser miembro del Parlamento, hablar en las conferencias de la UNESCO… Pero el dinero es real. Lo que ocurre después del trabajo sí es real. Quiero decir que su hija es real y que su cumpleaños es real.

—¿Qué hace usted después del trabajo?

—Poca cosa ahora, pero cuando estaba enamorada… íbamos al cine y tomábamos café en los bares, y en las noches de verano nos sentábamos en el parque.

—¿Qué ocurrió?

—Para que algo sea real hacen falta dos personas. Él representaba todo el tiempo. Pensaba que era un amante excepcional. A veces yo casi deseaba que fuera impotente una temporada, para que perdiera esa confianza. No se puede estar enamorado y estar tan seguro como estaba él. Si se está enamorado se teme perderlo todo, ¿verdad? —Se detuvo y agregó—: Diablos, ¿por qué le estaré contando todo esto? Será mejor que empecemos a hacer microfotografías y a codificar cables. —Echó una mirada a través del vano de la puerta—. Rudy se ha echado en la cama. Debe estar mareado otra vez.

¿Puede uno estar mareado tanto tiempo? ¿No tiene una habitación donde no haya una cama? Las camas siempre hacen hablar. —Beatrice abrió otra puerta—. La mesa puesta para la comida. Carne fría y ensalada. Dos cubiertos. ¿Quién prepara todo esto? ¿Un hada?

—Viene una mujer dos horas todas las mañanas.

—¿Y ese otro cuarto?

—Es la habitación de Milly. También tiene una cama.