Capítulo 3

1

El sueño de Wormold consistía en pensar que algún día se despertaría y se encontraría con que había reunido ahorros, bonos al portador, títulos y acciones con los que recibiría un flujo estable de dividendos, como los habitantes del barrio residencial de Vedado; entonces se retiraría con Milly a Inglaterra, donde no habría capitanes Segura ni silbidos de lobos. Pero el sueño se desvanecía en cuanto ponía los pies en el gran banco americano de Obispo. Al pasar por los amplios portales de piedra, decorados con tréboles de cuatro hojas, se convertía nuevamente en el modesto comerciante que en realidad era, un hombre cuyos medios jamás bastarían para llevar a Milly a la región de la seguridad.

Retirar fondos de un banco americano no es, ni con mucho, una operación tan sencilla como puede serlo en un banco inglés. Los banqueros americanos creen en el toque personal; el empleado del mostrador tiene el aire de hallarse allí por casualidad y sentirse lleno de júbilo ante aquel encuentro casual.

«Vaya —parece decir con el calor soleado de su sonrisa— ¿quién iba a pensar que me encontraría precisamente con usted y nada menos que en un banco?». Después de intercambiar con él algunas noticias acerca de sus respectivos estados de salud, y después de coincidir ambos en las apreciaciones favorables acerca de la templanza del invierno, el cliente desliza el cheque tímidamente hacia el empleado (qué asunto tan aburrido e insustancial), pero éste apenas si ha tenido tiempo para echarle una mirada, cuando suena el teléfono junto a su codo.

—Hola, Henry —exclama asombrado, por teléfono, como si Henry fuera también la última persona en el mundo con la que esperaba hablar ese día—, ¿qué hay? —Las noticias tardan mucho en ser absorbidas; el empleado sonríe al cliente que espera con un gesto de simpatía: los negocios son los negocios.

—Edith estaba guapísima anoche —dijo el empleado.

Wormold cambiaba de posición sin cesar.

—Fue una noche estupenda, sí. ¿Yo? Oh, muy bien. Bueno, ¿en qué puedo servirte?

—…

—No hay inconveniente, Henry, ya sabes que… Ciento cincuenta mil dólares a tres años… no, por supuesto que no habrá dificultades tratándose de una firma como la tuya. Tendremos que esperar la aprobación de Nueva York, pero se trata sólo de una formalidad. Pasa en cualquier momento por aquí, para hablar con el director. ¿Pagos mensuales? No serán necesarios siendo una firma americana. Yo diría que un cinco por ciento. ¿Doscientos mil a cuatro años? Por supuesto, Henry.

El cheque de Wormold se redujo a una insignificancia entre sus dedos.

«Trescientos cincuenta dólares», la escritura le pareció tan débil como sus propios recursos.

—¿Nos veremos en casa de la señora Slater, mañana? Espero que haya partida. No traigas ningún as metido en la manga, Henry. ¿Qué cuánto tardaremos en tener la aprobación? Un par de días si enviamos un cable. ¿Mañana a las once? Cuando quieras, Henry. Vente sin avisar. Se lo diré al director. Se alegrará mucho de verte.

—Siento haberle hecho esperar, señor Wormold —otra vez el apellido. Tal vez no valga la pena cultivar mi amistad, pensó Wormold, o quizá es la nacionalidad lo que nos mantiene apartados—. ¿Trescientos cincuenta dólares? —El empleado echó una ojeada desprovista de curiosidad a unas fichas antes de contar los billetes. Apenas había comenzado cuando el teléfono sonó por segunda vez.

—Hombre, señora Ashworth, ¿dónde se había metido? ¿En Miami? ¿De verdad? —Pasaron varios minutos antes de que terminara con la señora Ashworth; con los billetes que entregó a Wormold deslizó un trozo de papel—. Espero que no le moleste, señor Wormold. Usted me pidió que le tuviera al corriente. —El trozo de papel indicaba un saldo en descubierto de cincuenta dólares.

—No, desde luego. Es muy amable de su parte —dijo Wormold—. Pero no hay motivos para preocuparse.

—Oh, el banco no se preocupa, señor Wormold. Usted me lo pidió, eso es todo.

Wormold pensó: si el saldo hubiera sido de cincuenta mil dólares, me habría llamado Jim.

2

Por alguna causa esa mañana no tenía deseos de encontrarse con el doctor Hasselbacher para el daiquiri matinal. Algunas veces el doctor se mostraba un tanto demasiado alegre, de modo que se detuvo un momento en el Sloppy Joe’s en lugar de ir al Wonder Bar. Ningún residente de La Habana iba jamás al Sloppy Joe’s porque era el lugar de cita de los turistas, pero en esos tiempos el número de visitantes desgraciadamente se había reducido, porque el régimen del presidente crujía peligrosamente anunciando el final. Hechos desagradables se habían producido siempre a espaldas de todos, en los cuartos interiores de la Jefatura, hechos que no habían perturbado a los turistas del Nacional ni del Seville-Biltmore, pero hacía poco tiempo que uno había muerto a causa de una bala perdida mientras tomaba una fotografía de un pintoresco mendigo bajo un balcón del palacio, y su muerte había sido como un mal presagio para todo el grupo llegado en una excursión que incluía «una visita a la playa de Varadero y una muestra de la vida nocturna de La Habana». La Leica de la víctima también había resultado destruida, cosa que había impresionado a sus compañeros más que cualquier otro de los efectos destructivos de la bala. Wormold los había oído hablar después en el bar del Nacional.

—Lo destripó pasando a través de la cámara —decía uno de ellos—. Quinientos dólares desaparecidos así, sin más.

—¿Murió de inmediato?

—Sí, claro. Y la lente… se podían recoger los trozos en cincuenta metros a la redonda. Mire. Me llevo un trocito para mostrárselo al señor Humpelnicker.

Esa mañana el amplio bar estaba vacío, si se exceptuaba al elegante desconocido, sentado en un extremo, y a un corpulento agente de la policía secreta, que fumaba un puro en el otro extremo. El inglés permanecía absorto en la contemplación de tantas botellas y pasó un largo rato antes de que advirtiera la presencia de Wormold.

—Si parece increíble… —comentó— ¿el señor Wormold, verdad? —Wormold se preguntó cómo sabía su nombre, porque se había olvidado de darle una tarjeta—. Dieciocho marcas distintas de whisky —continuó el desconocido—, incluido el Black Label. Y no he contado los bourbons. Es una vista maravillosa. Maravillosa —repitió, bajando la voz con respeto—. ¿Había visto usted antes tantos whiskys?

—A decir verdad, sí. Colecciono botellas en miniatura y tengo noventa y nueve en casa.

—Muy interesante. ¿Y qué va a tomar hoy? ¿Un Dimpled Haig?

—Gracias, ya he pedido un daiquiri.

—No puedo beber esas cosas, me relajan.

—¿No se ha decidido todavía por ninguna aspiradora? —preguntó Wormold para mantener la conversación.

—¿Aspiradora?

—Aspiradora al vacío. Las cosas que vendo yo.

—Ah, una aspiradora. Ja, ja. Tire esa mezcla y beba un whisky.

—Nunca bebo whisky antes de la noche.

—¡Ustedes los del sur!

—No veo la relación.

—Debilita la sangre. Me refiero al sol. Usted nació en Niza, ¿no es verdad?

—¿Cómo lo sabe?

—Bueno, uno se entera. Por aquí y por allá. Hablando con unos y con otros. Estaba pensando en hablar con usted, la verdad.

—Bueno, pues aquí estoy.

—Me gustaría que fuera en privado, ya sabe. La gente entra y sale.

Ninguna descripción podía haber sido menos adecuada. Nadie había pasado ni siquiera por delante de la puerta, bajo la luz vertical y violenta de la calle. El oficial de la policía dedicado a la vigilancia de turistas se había quedado tranquilamente dormido después de depositar su cigarro en un cenicero; a esas horas no había turistas para proteger o controlar. Wormold dijo:

—Si se trata de una aspiradora, venga a la tienda.

—Preferiría no hacerlo, ¿sabe? No quiero que me vean merodeando por ahí. Un bar no es un mal sitio, después de todo. Uno se encuentra con un compatriota, los dos echan un trago juntos, ¿qué puede ser más natural?

—No comprendo.

—Bueno, ya sabe cómo son las cosas.

—No lo sé.

—Vaya, ¿no diría usted que era natural?

Wormold se dio por vencido. Dejó ochenta centavos sobre la barra y dijo:

—Tengo que volver a la tienda.

—¿Por qué?

—No me gusta dejar a López solo mucho tiempo.

—Ah, López. Quiero hablarle de López. —Una vez más la explicación que le pareció más lógica a Wormold fue que el desconocido era un excéntrico inspector de la casa central, pero sin duda había llegado al límite de la excentricidad cuando agregó en voz baja—: Vaya al lavabo y yo le seguiré.

—¿Al lavabo? ¿Por qué?

—Porque yo no sé dónde está.

En un mundo loco siempre parece más sencillo obedecer. Wormold condujo al desconocido a través de una puerta hasta la parte trasera, descendió por un pasillo y señaló el lavabo.

—Es allí.

—Usted primero.

—Pero si no necesito ir.

—No se ponga difícil —dijo el desconocido. Puso una mano sobre el hombro de Wormold y le empujó hacia la puerta. Dentro había dos lavabos, una silla de respaldo roto y los habituales inodoros y urinarios—. Siéntese en uno, amigo —ordenó el desconocido—, mientras yo abro un grifo. —Pero cuando el agua comenzó a correr no hizo ningún gesto para lavarse—. Así parecerá más natural —explicó (la palabra «natural» parecía ser su adjetivo favorito)— si alguien entra aquí de pronto. Y, desde luego, confunde a cualquier micrófono.

—¿Un micrófono?

—Hace bien en dudarlo. Muy bien. Es posible que no haya micrófonos en un lugar como éste, pero lo que cuenta es la disciplina, ya sabe. Comprenderá usted que siempre tiene sus ventajas atenerse a la disciplina. Es una suerte que en La Habana no usen tapones en el desagüe. Podemos dejar que corra el agua.

—Por favor, ¿podría explicarme…?

—Nunca se es lo bastante precavido, ni siquiera en los lavabos, si lo piensa uno bien. Uno de los nuestros, en Dinamarca, en el año 1940, vio desde su propia ventana a la flota alemana avanzando por el Kattegat.

—¿Qué gato?

—El Kattegat. Naturalmente se dio cuenta. Comenzó a quemar sus papeles. Echó las cenizas al inodoro y tiró de la cadena. El problema fue… el hielo tardío. Las tuberías se habían congelado. Todas las cenizas flotaron hasta llegar al baño del piso inferior. El piso era de una solterona… Baronin o algo parecido se llamaba. La vieja estaba a punto de tomar un baño. Fue una catástrofe para nuestro amigo.

—Parece cosa del Servicio Secreto.

Es cosa del Servicio Secreto, amigo, o al menos así lo llaman los novelistas. Por eso quería hablarle de su empleado, López. ¿Es de fiar o tendrá que despedirle?

—¿Usted está en el Servicio Secreto?

—Si quiere llamarlo así.

—¿Y por qué demonios tengo yo que echar a López? Lleva conmigo diez años.

—Podríamos encontrarle a un hombre que sepa todo acerca de aspiradoras. Pero, naturalmente, le dejaremos que tome la decisión usted.

—Pero yo no estoy en el Servicio.

—A eso llegaremos dentro de un momento, amigo. De todas formas ya hemos investigado a López y parece de fiar. Pero respecto a su amigo Hasselbacher, yo me andaría con ojo.

—¿Cómo ha sabido de Hasselbacher?

—He andado por ahí, un par de días, reuniendo datos. En estas ocasiones hay que hacerlo.

—¿En qué ocasiones?

—¿Dónde nació Hasselbacher?

—En Berlín, creo.

—¿Simpatías por el Este o por el Oeste?

—Nunca hablamos de política.

—No es que importe demasiado… Tanto el Este como el Oeste hacen el juego a Alemania. Recuerde el pacto Ribbentrop. No nos dejaremos coger otra vez de esa forma.

—Hasselbacher no es un político. Es un médico viejo y ha vivido aquí treinta años.

—Se sorprendería si yo le contase… Pero estoy de acuerdo con usted, sería demasiado evidente si dejara de tratarle. Sólo ándese con cuidado, eso es todo. Incluso podría llegar a ser útil, si le manejara como corresponde.

—No tengo la menor intención de manejarle.

—Le será imprescindible para este trabajo.

—No quiero ningún trabajo. ¿Por qué me ha elegido a mí?

—Súbdito inglés patriota; lleva viviendo aquí muchos años; miembro respetado de la Asociación Europea de Comerciantes. Necesitamos tener nuestro hombre en La Habana, ya sabe. Los submarinos necesitan combustible. Los dictadores se unen entre sí. Los grandes embaucan a los pequeños.

—Los submarinos atómicos no necesitan combustible.

—Exactamente, amigo, exactamente. Pero las guerras siempre comienzan con un poco de retraso. Es necesario estar preparados para las armas convencionales también. Luego, está el espionaje económico: el azúcar, el café, el tabaco.

—Todo eso se puede encontrar en los informes anuales del gobierno.

—No nos fiamos de ellos, amigo. Y, luego, la Inteligencia política. Con sus aspiradoras tiene usted entrada libre en todas partes.

—¿Espera que analice las pelusas?

—Quizá le parezca un chiste, pero la fuente principal de la Inteligencia francesa en tiempos de Dreyfus era una mujer de la limpieza, que juntaba los papeles rotos que encontraba en las papeleras de la embajada alemana.

—Ni siquiera sé cómo se llama usted.

—Hawthorne.

—Pero ¿quién es?

—Bueno, podría decirse que estoy organizando la red del Caribe. Un momento. Viene alguien. Me lavaré. Métase en un retrete. No deben vernos juntos.

—Ya nos han visto juntos.

—Un encuentro casual. De compatriotas. —Empujó a Wormold hacia uno de los compartimientos y él se precipitó hacia un lavabo—. La disciplina, ya sabe —y reinó el silencio, con excepción del ruido del agua. Wormold se sentó. No podía hacer otra cosa. Cuando estuvo sentado todavía quedaban a la vista sus piernas, por debajo de la media puerta. Giró un picaporte. Unos pies cruzaron el piso de mosaico en dirección a un urinario. El agua seguía corriendo. Wormold experimentaba una enorme perplejidad. Se preguntaba por qué no había acabado con aquella tontería desde un principio. No era extraño que Mary le hubiera abandonado. Recordó una de sus peleas. «¿Por qué no haces algo? ¿Por qué no te comportas de algún modo, de alguna forma cualquiera? Todo lo que haces es quedarte ahí, de pie…». Al menos, pensó, esta vez no estoy de pie, estoy sentado. Pero, de todos modos, ¿qué podía haber dicho? No le habían dado oportunidad de decir una palabra. Los minutos pasaban. Qué enormes vejigas tenían los cubanos y qué limpias debían de estar a esas alturas las manos de Hawthorne. El agua dejó de correr. Probablemente se estaba secando, pero Wormold recordó que allí no había toallas. Ése era otro problema para Hawthorne, pero sin duda lo solucionaría. Era parte de la disciplina. Por fin pasaron los pies en dirección a la puerta. La puerta se cerró.

—¿Puedo salir? —preguntó Wormold. Era como una rendición. Ahora estaba bajo las órdenes del otro.

Oyó que Hawthorne se acercaba de puntillas.

—Deme unos minutos para marcharme, amigo. ¿Sabe quién era? El policía. Un poco sospechoso, ¿no?

—Quizá haya reconocido mis piernas por debajo de la puerta. ¿Cree que deberíamos intercambiar pantalones?

—No resultaría natural —respondió Hawthorne—, pero veo que ya va cogiendo la idea. Le dejo la llave de mi habitación en el lavabo. Quinto piso, Seville-Biltmore. Suba directamente. A las diez esta noche. Hay cosas que discutir. Dinero y demás. Asuntos sórdidos. No pregunte por mí en recepción.

—¿No necesita su llave?

—Tengo una llave maestra. Nos veremos.

Wormold se puso de pie a tiempo para ver cómo se cerraba la puerta detrás de la figura elegante y el asombroso argot. La llave estaba en uno de los lavabos: habitación 501.

3

A las nueve y media, Wormold se dirigió al cuarto de Milly para darle las buenas noches. Allí, donde la dama de compañía estaba a cargo de todo, reinaba el orden: la vela estaba encendida delante de la estatuilla de Santa Serafina, el misal de color miel reposaba junto a la cama, las ropas habían sido eliminadas como si nunca hubieran existido, y un débil aroma de agua de colonia flotaba en el aire, como incienso.

—Tienes algo metido en la cabeza —dijo Milly—. ¿No estarás preocupado todavía por el capitán Segura?

—Tú nunca me tomas el pelo, ¿verdad, Milly?

—No, ¿por qué?

—Parece que todos los demás lo hacen.

—¿Lo hacía mamá?

—Creo que sí. Al principio.

—¿Y el doctor Hasselbacher?

Recordó al negro, cojeando con lentitud. Y respondió:

—Quizá, algunas veces.

—Es una muestra de afecto, ¿no?

—No siempre. Recuerdo que en el colegio… —Se interrumpió.

—¿De qué te acuerdas, papá?

—Oh, de tantas cosas.

En la niñez estaba el germen de todos los recelos. Se burlaban de uno con crueldad y después uno hacía lo mismo con los otros. Se perdía el recuerdo de los sufrimientos causando dolor a los demás. Pero de alguna manera, aunque no hubiese sido por virtud propia, él jamás había seguido ese camino. Por falta de carácter, tal vez. Se decía que el colegio forjaba caracteres limando las aristas. Habían limado sus aristas, pero el resultado, pensaba Wormold, no había sido un carácter: sólo la carencia de forma, como esas piezas que se exhiben en el Museo de Arte Moderno.

—¿Eres feliz, Milly? —preguntó.

—Sí.

—¿También en el colegio?

—Sí, ¿por qué?

—¿Ahora ya nadie te tira del pelo?

—Por supuesto que no.

—¿Y no le prendes fuego a nadie?

—Eso fue cuando tenía trece años —dijo la chica con desdén—. ¿Qué te preocupa, papá?

Se sentó en la cama. Llevaba un camisón blanco de nailon. Wormold la quería entrañablemente cuando la dama de compañía estaba con ella y la quería aún más cuando la dama estaba ausente: no podía perder el tiempo no queriéndola. Era como si hubiera hecho con Milly una pequeña parte de un viaje que ella terminaría sola. Los años que les separaban los acercaban aún más, como estaciones del trayecto, todos ganancia para ella y pérdida para él. Esa hora de la noche era real, pero no lo era Hawthorne, misterioso y absurdo, ni las crueldades de la jefatura de policía de los gobiernos, ni los científicos que probaban la nueva bomba de hidrógeno en la isla de Navidad, ni Kruschev que escribía notas de advertencia: todo eso le parecía menos real que las torturas ineficaces de un dormitorio de colegio. El niño, con la toalla húmeda que acababa de recordar, ¿dónde estaría ahora? Los crueles pasan y desaparecen, como las ciudades, los reinos y los poderes, dejando ruinas tras de sí. Carecen de permanencia. Pero aquel payaso que el año anterior había visto en el circo, junto con Milly, ese payaso era permanente, porque su número nunca cambiaba. Así había que vivir; el payaso no se sentía afectado por las extravagancias de los políticos ni por los descubrimientos importantes de los grandes hombres.

Wormold empezó a hacer muecas delante del espejo.

—¿Pero qué estás haciendo, papá?

—Quería hacerme reír.

Milly dejó escapar una risita.

—Me parecía que estabas triste y serio.

—Por eso quería reír. ¿Te acuerdas del payaso del año pasado, Milly?

—Bajaba por una escalera y caía dentro de un cubo de cal.

—Cae dentro de ese cubo cada noche a las diez en punto. Todos tendríamos que ser payasos, Milly. Jamás aprendas por experiencia.

—La reverenda Madre dice…

—No hagas caso de lo que te diga. Dios nunca aprendió nada por experiencia, ¿no? De lo contrario, ¿cómo podría esperar algo del hombre? Son los científicos los que agregan dígitos y hacen las sumas que causan los problemas. Newton descubrió la gravedad; aprendió por experiencia y después de eso…

—Creí que había sido por una manzana.

—Es igual. Fue sólo cuestión de tiempo que llegase después lord Rutherford y dividiera el átomo. También él había aprendido por experiencia y otro tanto les ha ocurrido a los hombres de Hiroshima. Si hubiéramos nacido payasos, nada malo nos habría sucedido, excepto algunos rasguños y unas cuantas manchas de cal. No aprendas nada por experiencia, Milly. Eso acaba con nuestra paz y con nuestras vidas.

—¿Qué haces ahora?

—Trato de mover las orejas. Antes podía hacerlo. Pero ya no me sale el truco.

—¿Todavía sientes lo de mamá?

—A veces.

—¿Sigues enamorado de ella?

—Quizá. De vez en cuando.

—Supongo que era muy guapa de joven.

—Ahora no puede ser vieja. Treinta y seis.

—Son muchos años.

—¿Tú no te acuerdas de ella?

—No muy bien. Siempre estaba fuera de casa, ¿no?

—Sí, mucho.

—Desde luego rezo por ella.

—¿Qué pides? ¿Que vuelva?

—No, eso no. Podemos pasarnos sin ella. Rezo para que vuelva a ser una buena católica.

—Yo no soy un buen católico.

—Eso es otra cosa. Tú eres de una ignorancia invencible.

—Sí, supongo que sí.

—No es un insulto, papá. Es pura teología. Tú te salvarás como los buenos paganos. Sócrates, ya sabes, y Cetewayo.

—¿Quién era Cetewayo?

—Un rey de los zulúes.

—¿Por qué más rezas?

—Bueno, últimamente me he concentrado en el caballo.

Le dio el beso de buenas noches. Milly preguntó:

—¿Adónde vas?

—Tengo que resolver algunos asuntos por lo del caballo.

—Te causo demasiados problemas —dijo la joven, sin ninguna convicción. Luego dio un suspiro de satisfacción, mientras se tapaba con la sábana hasta el cuello—. Es maravilloso, ¿verdad?, conseguir siempre lo que uno pide en sus oraciones.