Capítulo 4

1

De cada rincón salía un hombre que le ofrecía un taxi, como si se tratara de un forastero, y, todo a lo largo del paseo, a intervalos de unos pocos metros, los chulos se le acercaron automáticamente, sin verdadera esperanza.

—¿Puedo ayudarle en algo, señor?

—Conozco a todas las chicas guapas.

—Lo que desea es una hermosa mujer.

—¿Postales?

—¿Quiere ver una película pornográfica?

Cuando él había llegado a La Habana todos ellos no eran más que niños; le habían cuidado el coche por cinco centavos y, aunque habían envejecido junto con él, jamás se habían acostumbrado a su persona. A los ojos de esos hombres nunca había llegado a ser residente del país, sino que había continuado siendo un turista permanente y por eso seguían afanándose así: más tarde o más temprano, estaban seguros, querría ver a Superman actuando en el burdel San Francisco. Al menos, como el payaso, ellos tenían la ventaja de no aprender por experiencia.

Junto a la esquina de Virtudes, el doctor Hasselbacher le saludó desde el interior del Wonder Bar.

—Señor Wormold, ¿adónde va con tanta prisa?

—Tengo una cita.

—Siempre hay tiempo para un whisky. —Por la manera en que había pronunciado la palabra whisky era evidente que el doctor Hasselbacher había tenido tiempo para muchos.

—Voy con retraso.

—En esta ciudad no existe el retraso, señor Wormold. Y tengo un regalo para usted.

Wormold abandonó el Paseo y se metió en el bar. Sonrió sin alegría ante un pensamiento.

—Doctor Hasselbacher, ¿sus simpatías están con el Este o con el Oeste?

—¿Con el este o el oeste de qué? ¡Ah!, se refiere a eso. Que se pudran los dos.

—¿Qué regalo tiene para mí?

—Le pedí a uno de mis pacientes que me las trajera de Miami —respondió el doctor Hasselbacher. Sacó de un bolsillo dos botellas en miniatura de whisky: una era de Lord Calvert, la otra de Old Taylor—. ¿Las tiene? —preguntó con ansiedad.

—Tengo la de Calvert, pero la de Taylor no. Ha sido muy amable de su parte acordarse de mi colección, Hasselbacher. —Siempre le había parecido extraño a Wormold seguir existiendo para los demás cuando no estaba con ellos.

—¿Cuántas tiene ya?

—Cien, contando las de bourbon y las de whisky irlandés. De escocés tengo setenta y seis.

—¿Cuándo se las beberá?

—Quizá cuando llegue a las doscientas.

—¿Sabe qué haría yo con esas botellitas, si fueran mías? —preguntó Hasselbacher—. Jugar a las damas con ellas. Cada vez que come una, se la bebe.

—Es una idea excelente.

—Una ventaja natural —comentó Hasselbacher—. Ahí está la gracia. El mejor jugador es el que tiene que beber más. Piense en la sutileza. Tómese otro whisky.

—Sí, quizá.

—Necesito su ayuda. Esta mañana me ha picado una avispa.

—El médico es usted, no yo.

—No se trata de eso. Una hora más tarde, mientras iba a visitar a un enfermo, al otro lado del aeropuerto, atropellé a una gallina.

—Sigo sin entenderlo.

—Señor Wormold, señor Wormold, usted tiene la cabeza en otra cosa. Vuelva a la tierra. Tenemos que encontrar un billete de lotería ahora mismo, antes del sorteo. El veintisiete es la avispa. El treinta y siete, una gallina.

—Pero yo tengo una cita.

—Las citas pueden esperar. Bébase ese whisky. Tenemos que buscar ese número en el mercado. —Wormold lo siguió hasta el coche. Al igual que Milly, el doctor Hasselbacher tenía fe. A él le controlaban los números y a ella los santos.

Por todo el mercado los números importantes colgaban en rojo y azul. Los llamados feos yacían bajo los mostradores; quedaban para la gente menuda y para los vendedores callejeros. No tenían importancia, no contenían ninguna cifra significativa, ningún número que representara a una monja o a un gato, a una avispa o a una gallina.

—Mire, allí está el 27 483 —señaló Wormold.

—La avispa sin la gallina no vale —respondió el doctor Hasselbacher.

Aparcaron el coche y fueron andando. No había chulos en ese mercado; la lotería era un comercio digno, no corrompido por los turistas. Una vez a la semana una oficina del gobierno distribuía los números asignando billetes a los políticos según el valor de su apoyo. Éstos pagaban dieciocho dólares por cada billete al organismo gubernamental y lo revendían a los vendedores al por mayor por veintiún dólares. Aunque no les tocaran más que veinte billetes, podían contar con una ganancia de sesenta dólares a la semana. Un número bonito, augurio de buena suerte en la mente popular, podía ser vendido por los loteros a cualquier precio, hasta por treinta dólares. Esa clase de ganancias, desde luego, no estaban al alcance del vendedor callejero. Con números feos, únicamente, a su disposición, por los que había pagado hasta veintitrés dólares, tenía que trabajar de verdad para ganarse la vida. Tenía que dividir cada entero en cien partes para venderlas a veinticinco centavos cada una; tenía que revisar todos los coches aparcados, hasta encontrar uno que tuviera el mismo número de matrícula que alguno de sus billetes (ningún propietario podía resistirse a semejante coincidencia), e incluso buscaba los números en la guía telefónica y arriesgaba una moneda en la llamada:

—Señora, tengo un billete de lotería con el mismo número de su teléfono.

Wormold dijo:

—Mire, allí hay un 37 con un 72.

—No es bastante —replicó el doctor con tono tajante.

El doctor Hasselbacher repasó las tiras de números que no eran considerados lo bastante bonitos como para exhibirlos. Nunca se sabe; la belleza no es igual para todos los hombres; bien podía haber alguien para quien una avispa fuera insignificante. La sirena de la policía llegó hasta ellos aullando por los tres lados oscuros del mercado y un coche pasó bamboleándose. Un hombre estaba sentado en el bordillo, con un solo número sobre su camisa, como un presidiario. El hombre dijo:

—El Buitre Rojo.

—¿Quién es el Buitre Rojo?

—Él capitán Segura, naturalmente —respondió el doctor Hasselbacher—. Qué vida más retirada lleva usted.

—¿Por qué le llaman así?

—Está especializado en torturas y mutilaciones.

—¿Torturas?

—Aquí no hay nada —anunció el doctor Hasselbacher—. Será mejor que probemos en Obispo.

—¿Por qué no esperamos hasta mañana?

—Es el último día antes del sorteo. Además, ¿qué clase de sangre fría le corre por las venas, señor Wormold? Cuando el destino le brinda a uno una señal como ésta —una avispa y una gallina— hay que seguirla sin pérdida de tiempo. La buena suerte hay que merecerla.

Subieron otra vez al coche y se encaminaron hacia Obispo.

—Ese capitán Segura… —comenzó a decir Wormold.

—¿Sí?

—Nada.

Dieron las once antes de que encontraran un billete que respondiera a los requisitos del doctor Hasselbacher, y, en vista de que la tienda que lo exhibía estaría cerrada hasta la mañana siguiente, no había más que hacer sino tomar otra copa.

—¿Dónde tiene la cita?

Wormold respondió:

—En el Seville-Biltmore.

—Lo mismo da un sitio que otro —dijo el doctor Hasselbacher.

—¿No cree que el Wonder Bar…?

—No, no, vendría bien un cambio. Cuando uno se siente incapaz de cambiar de bar, es que se ha vuelto viejo.

A tientas se abrieron paso entre las tinieblas del bar del Seville-Biltmore. Apenas si advertían las figuras de los demás parroquianos, sentados y acurrucados en silencio en la penumbra, como paracaidistas que esperasen con aire lúgubre la señal para saltar. Sólo la alta gradación del optimismo del doctor Hasselbacher podía resistir sin extinguirse.

—Todavía no ha ganado el premio —susurró Wormold, que trataba de frenarle, pero hasta los susurros hacían que alguna cabeza se volviera a mirarlos, con reproche, entre las sombras.

—Esta noche he ganado —respondió el doctor Hasselbacher en voz alta y firme—. Quizá mañana pierda, pero nada puede arrebatarme mi victoria de esta noche. Ciento cuarenta mil dólares, señor Wormold. Es una lástima que sea demasiado viejo para las mujeres… podría haber hecho feliz a una hermosa mujer con un collar de rubíes. Ahora no sé qué hacer. ¿Cómo podré gastar mi dinero, señor Wormold? ¿Fundando un hospital?

—Perdón —susurró una voz entre las sombras—, ¿es verdad que este tío ha ganado ciento cuarenta mil pavos?

—Sí, señor, los he ganado —respondió el doctor Hasselbacher con firmeza, antes de que Wormold pudiera replicar—, los he ganado, tan cierto como que usted existe, mi casi invisible amigo. Usted no existiría si yo no creyera que existe, y tampoco esos dólares. Lo creo, y por lo tanto usted existe.

—¿Qué quiere decir con eso de que yo no existiría?

—Usted existe sólo en mis pensamientos, amigo mío. Si yo abandonara este bar…

—Está chalado.

—Demuéstreme que existe, entonces.

—¿Cómo que se lo demuestre? Por supuesto que existo. Tengo una compañía inmobiliaria de primera clase, una mujer y un par de críos que están en Miami, llegué esta mañana en un avión de Delta y estoy tomando este whisky, ¿no? —había en su voz un atisbo de lágrimas.

—Pobre hombre —dijo el doctor Hasselbacher—, usted se merece un creador más fantástico que yo. ¿Por qué no le he buscado algo mejor que Miami y una compañía inmobiliaria? Algo más imaginativo. Un nombre digno de ser recordado.

—¿Qué tiene de malo mi nombre?

Los paracaidistas de ambos extremos de la barra estaban tensos de censura; no se debe dejar traslucir los nervios antes de saltar.

—Nada que yo no pueda remediar si pienso un poco en ello.

—Pregúntele a cualquiera en Miami quién es Harry Morgan…

—De verdad que tendría que haberlo hecho mejor. Pero le diré lo que voy a hacer —replicó el doctor Hasselbacher—: saldré del bar unos minutos y le eliminaré. Después entraré de nuevo con una versión mejorada.

—¿Qué quiere decir versión mejorada?

—Si mi amigo, el señor Wormold, le hubiera inventado, usted sería un hombre más feliz. Él le hubiera adjudicado una educación en Oxford, un nombre como Pennyfeather…

—¿Qué significa eso de Pennyfeather? Usted está borracho, ha bebido.

—Sí, desde luego, he bebido. La bebida nubla la imaginación. Por eso le he pensado a usted de un modo tan trivial: Miami, una inmobiliaria, viajando en Delta. Pennyfeather hubiera venido de Europa en KLM y estaría bebiendo su bebida nacional, una ginebra con bitter.

—Yo estoy bebiendo whisky y me gusta.

—Cree que está bebiendo whisky. O más bien, para ser más exacto, yo le he imaginado a usted bebiendo whisky. Pero vamos a cambiar todo eso —dijo el doctor Hasselbacher con el mejor de los talantes—. Iré hasta la recepción unos minutos y pensaré algunas auténticas mejoras.

—Usted no puede jugar conmigo —dijo el hombre con ansiedad.

El doctor Hasselbacher apuró su copa, dejó un dólar sobre la barra y se puso de pie con dignidad insegura.

—Ya me lo agradecerá —replicó—. ¿Qué será? Fíese de mí y de mi amigo el señor Wormold. Un pintor, un poeta… ¿o preferiría una vida de aventuras, ser contrabandista de armas o agente del Servicio Secreto?

Desde la puerta hizo una reverencia en dirección a la agitada sombra.

—Le pido disculpas por lo de la inmobiliaria.

Nerviosa, buscando seguridad, la voz dijo:

—Está borracho o chalado —pero los paracaidistas no respondieron.

Wormold explicó:

—Buenas noches, Hasselbacher, voy retrasado.

—Lo menos que puedo hacer, señor Wormold, es acompañarle y explicar cómo le he hecho retrasarse. Estoy seguro de que cuando le hable a su amigo de mi buena suerte, él lo comprenderá.

—No es necesario. De verdad, no es necesario —replicó Wormold. Hawthorne, lo sabía muy bien, sacaría de inmediato sus propias conclusiones. Un Hawthorne razonable, si existía tal persona, ya era bastante malo, pero un Hawthorne suspicaz… su mente retrocedió ante la idea.

Se dirigió hacia el ascensor, con el doctor Hasselbacher a remolque, a sus espaldas. Sin hacer caso de una luz roja y de la advertencia «Cuidado con el escalón», el doctor Hasselbacher tropezó:

—¡Mi tobillo! —dijo.

—Váyase a su casa, Hasselbacher —ordenó Wormold con desesperación. Se metió dentro del ascensor, pero el doctor Hasselbacher cambió de marcha y a buena velocidad se metió también dentro y declaró:

—No hay dolor que no se cure con dinero. Hacía mucho tiempo que no pasaba una velada tan agradable.

—Sexto piso —dijo Wormold—. Quiero estar solo, Hasselbacher.

—¿Por qué? Perdón, me ha dado hipo.

—Se trata de una reunión privada.

—¿Una mujer bonita, señor Wormold? Le daré una parte de mis ganancias que le ayudarán en sus locuras.

—Desde luego que no se trata de una mujer. Negocios, eso es todo.

—¿Negocios privados?

—Ya se lo he dicho.

—¿Qué puede tener de privado una aspiradora, señor Wormold?

—Se trata de una nueva agencia —replicó Wormold y el ascensorista anunció:

—Sexto piso.

Wormold llevaba una buena delantera y su cerebro estaba más claro que el de Hasselbacher. Las habitaciones se hallaban dispuestas como celdas de una prisión en torno a una galería rectangular; en el piso bajo dos cabezas calvas arrojaban luz hacia arriba, como señales de tráfico. Cojeó hasta el rincón de la galería donde estaba la escalera, y el doctor Hasselbacher cojeó detrás de él, pero Wormold tenía práctica en cojear.

—Señor Wormold —llamó el doctor Hasselbacher—, señor Wormold, me gustaría invertir unos cien mil dólares de los míos.

Wormold llegó al fin de la escalera mientras el doctor Hasselbacher todavía maniobraba en el primer escalón; el 501 estaba cerrado. Abrió la puerta. Una pequeña lámpara le dejó ver un salón vacío. Cerró la puerta con mucha suavidad: el doctor Hasselbacher aún no había llegado al último escalón. Se quedó escuchando: el pie sano, el pie que cojeaba y el hipo del doctor Hasselbacher pasaron frente a la puerta y se perdieron. Wormold pensó: me siento como un espía y me comporto como un espía. Esto es ridículo. ¿Qué le diré a Hasselbacher mañana por la mañana?

La puerta del dormitorio estaba cerrada y comenzó a moverse hacia ella. Después se detuvo. Deja que los perros sigan durmiendo. Si Hawthorne le necesitaba, que le buscara sin su ayuda, pero la curiosidad le indujo a efectuar una inspección final de la habitación.

Sobre el escritorio había dos libros, dos ejemplares idénticos de los Cuentos de Shakespeare, de Lamb, y un block de notas, en el que quizá Hawthorne había escrito algunas cosas para la reunión; ponía: «1. Paga. 2. Gastos. 3. Transmisión. 4. Charles Lamb. 5. Tinta». Estaba a punto de abrir el libro de Lamb cuando una voz dijo:

Arriba los manos.[*]

Las manos[*] —corrigió Wormold. Se sintió aliviado al ver que se trataba de Hawthorne.

—¡Ah, es usted! —dijo Hawthorne.

—Me he retrasado un poco, lo siento. Estuve con Hasselbacher.

Hawthorne llevaba un pijama de seda color malva con el monograma H. R. H. bordado en el bolsillo. Eso le daba un aire de realeza. A su vez, explicó:

—Me quedé dormido y después le oí moviéndose en este cuarto —parecía haber sido sorprendido sin su argot; no había tenido tiempo de ponérselo junto con sus ropas. Agregó—: Ha movido el libro de Lamb —con tono acusador, como si estuviera a cargo de una capilla del Ejército de Salvación.

—Lo siento. Sólo estaba echando una mirada.

—No importa. Eso demuestra que tiene buen instinto.

—Parece que tiene cariño a ese libro.

—Un ejemplar es para usted.

—Ya lo he leído, hace muchos años —dijo Wormold—, no me gusta Lamb.

—No es para que lo lea. ¿Ha oído hablar alguna vez de un libro-código?

—A decir verdad… no.

—Dentro de un momento le enseñaré cómo funciona. Yo me quedo con otro ejemplar. Cuando quiera comunicarse conmigo, todo lo que tiene que hacer es indicar la página y la línea en las que comienza usted la codificación. Desde luego que no es tan difícil de descubrir como una clave inventada por una máquina, pero es bastante difícil para los simples Hasselbacher.

—Me gustaría que se quitara de la cabeza a Hasselbacher.

—Cuando tengamos aquí su oficina organizada como corresponde, con la seguridad suficiente, una caja fuerte con cerradura de combinación, un equipo de gente entrenada y todos los chismes necesarios, podremos abandonar una clave primitiva como ésta, pero aun para un criptólogo experto sería difícil descifrarla sin conocer el título y la edición del libro.

—¿Por qué eligió el libro de Lamb?

—Porque es el único del que encontré dos ejemplares, además de La cabaña del Tío Tom. Iba deprisa y tenía que comprar algo en la librería C. T. S., en Kingston, antes de marcharme. Ah, también había un libro que se titula La lámpara encendida: manual de devociones nocturnas, pero pensé que quizá resultaría un poco llamativo en los estantes de su biblioteca, si no es persona religiosa.

—No lo soy.

—También le he traído un poco de tinta. ¿Tiene una tetera eléctrica?

—Sí, ¿por qué?

—Para abrir cartas. Queremos que nuestros hombres estén bien equipados para caso de emergencia.

—¿Para qué es la tinta? Tengo mucha en casa.

—Es tinta invisible, por supuesto. Para el caso de que tenga que enviar algo por correo ordinario. Su hija tendrá una aguja de hacer punto, ¿no?

—No hace punto.

—Pues tendrá que comprarse una. Las de plástico son las mejores. El acero a veces deja marca.

—¿Una marca en dónde?

—En los sobres que usted abra.

—¿Por qué voy yo a querer abrir sobres?

—Tal vez le resulte imprescindible examinar la correspondencia del doctor Hasselbacher. Desde luego, tendrá que encontrar un subagente en la oficina de correos.

—Me niego terminantemente…

—No se ponga difícil. He pedido a Londres que manden un informe sobre él. Ya decidiremos acerca de su correspondencia después de que lo haya leído. Una sugerencia: si se queda sin tinta, use caca de pájaro, ¿voy demasiado deprisa?

—Todavía no he dicho si estoy dispuesto a…

—Londres está de acuerdo en ciento cincuenta dólares mensuales, con otros ciento cincuenta para gastos… que tendrá que justificar, desde luego. Pagos a los subagentes, etcétera. Cualquier cifra por encima de esa cantidad tendrá que ser especialmente autorizada.

—Va usted demasiado deprisa.

—Libres de impuestos, ya sabe —agregó Hawthorne y guiñó un ojo con astucia. El guiño, en cierto sentido, no armonizaba con el monograma real.

—Tiene que darme tiempo…

—Su número de código es 59 200 barra 5. —Y agregó con orgullo—: Por supuesto que yo soy 59200. Usted numerará a sus subagentes 59 200 barra 5 barra 1 y así sucesivamente. ¿Comprende el procedimiento?

—No veo que pueda servirle de nada.

—Usted es inglés, ¿no? —dijo Hawthorne con brusquedad.

—Sí, claro que soy inglés.

—¿Y se niega a servir a su patria?

—No he dicho eso. Pero las aspiradoras exigen mucho tiempo.

—Son una tapadera excelente —replicó Hawthorne—. Muy bien pensado. Su profesión tiene un aire natural.

—Pero es que es natural…

—Ahora, si no le importa —prosiguió con firmeza Hawthorne—, tenemos que dedicarnos a nuestro Lamb.

2

—Milly —dijo Wormold—, no has tomado cereales.

—He dejado de comer cereales.

—Sólo te has puesto un terrón de azúcar en el café. No irás a ponerte a régimen, ¿no?

—No.

—¿O estás cumpliendo una penitencia?

—No.

—Estarás hambrienta a la hora de la comida.

—Ya he pensado en eso. Comeré un montón enorme de patatas.

—Milly, ¿qué ocurre?

—Voy a ahorrar. De pronto, en la vigilia de la noche, comprendí el gasto que represento para ti. Era como si me hablara una voz. Estuve a punto de preguntar «¿Quién eres?», pero tuve miedo de que me respondiera «Tu Señor y tu Dios». Ya estoy en edad, ¿sabes?

—¿En edad de qué?

—De oír voces. Soy mayor que Santa Teresa cuando ingresó en el convento.

—Oh, Milly, no me digas que estás pensando en…

—No, no estoy pensando en nada, creo que el capitán Segura tiene razón. Me ha dicho que no soy materia prima para el convento.

—Milly, ¿sabes cómo llaman por ahí al capitán Segura?

—Sí. El Buitre Rojo. Tortura a los prisioneros.

—¿Él lo admite?

—Conmigo, naturalmente, adopta la mejor de las conductas, pero tiene una pitillera hecha de piel humana. Y dice que es piel de becerro… como si yo no supiera reconocer la piel de becerro.

—Tienes que dejar de verle, Milly.

—Dejaré de verle, pero poco a poco; tengo que arreglar antes lo de la cuadra. Y eso me recuerda la voz.

—¿Qué dijo la voz?

—Dijo… sólo que en medio de la noche sonaba mucho más apocalíptica: «Has mordido mucho más de lo que puedes masticar, hija mía. ¿Qué pasa con el Club de Campo?».

—¿Qué pasa con el Club de Campo?

—Es el único lugar en el que se puede practicar equitación de verdad y no somos socios. ¿De qué vale tener un caballo en una cuadra? Por supuesto que el capitán Segura es socio, pero yo sé que tú no permitirás que dependa de él. De modo que he pensado que si pudiera ayudarte a economizar en casa ayunando…

—¿Para qué?

—En ese caso podrías pagar una cuota familiar. Me inscribirías con el nombre de Serafina, que suena mejor que Milly.

A Wormold le parecía que en todo lo que decía la joven había cierta sensatez; era Hawthorne el que pertenecía al mundo cruel e inexplicable de la infancia.