Capítulo 5
1
—Pase, capitán Segura.
El capitán Segura estaba resplandeciente. Resplandecían sus correajes, resplandecían sus botones y acababa de ponerse brillantina en el pelo. Era como un arma bien cuidada. Al entrar dijo:
—Me alegré mucho cuando Milly me dio su recado.
—Tenemos que hablar de muchas cosas. ¿Echamos una partida antes? Esta noche pienso derrotarle.
—Lo dudo, señor Wormold. Todavía no tengo que demostrarle respeto filial.
Wormold desplegó el tablero de damas. Después colocó sobre él veinticuatro botellas en miniatura de whisky: doce de Bourbon enfrentadas con doce de whisky escocés.
—¿Qué es esto, señor Wormold?
—Una idea del doctor Hasselbacher. He pensado que podíamos echar una partida en recuerdo suyo. Cuando uno come una pieza, se la bebe.
—Una idea muy astuta, señor Wormold. Como soy el que juega mejor, beberé más.
—Y después yo le daré alcance… también con lo que beba.
—Me parece que preferiría jugar con las piezas normales.
—¿Tiene miedo de que le derrote, Segura? Quizá no tenga la cabeza muy firme.
—Mi cabeza es tan firme como la de cualquiera, pero algunas veces, con la bebida, pierdo los estribos. Y no quiero perder los estribos con mi futuro padre.
—Milly no se casará con usted, Segura.
—Eso es lo que tenemos que discutir.
—Usted jugará con el Bourbon, que es más fuerte que el escocés. O sea que estaré en desventaja.
—Eso no es necesario. Jugaré con el escocés.
Segura hizo girar el tablero y se sentó.
—¿Por qué no se quita el cinturón, Segura? Estará más cómodo.
Segura dejó el cinturón y la pistola en el suelo, a su lado.
—Lucharé contra usted desarmado —anunció con jovialidad.
—¿Siempre lleva el revólver cargado?
—Por supuesto. La clase de enemigos que tengo no me daría oportunidad de cargar.
—¿Ha descubierto al asesino de Hasselbacher?
—No. No pertenece a la clase criminal.
—¿Carter?
—Después de lo que usted me dijo, investigué, como es natural. Estaba con el doctor Braun en ese momento. Y no podemos poner en duda la palabra del Presidente de la Asociación de Comerciantes Europeos, ¿verdad?
—¿Es decir, que el doctor Braun está en su lista?
—Naturalmente. Ahora, a jugar.
En el juego de damas hay una línea imaginaria, como sabe todo jugador, que atraviesa el tablero en diagonal de un extremo al otro. Es la línea de defensa. Quien consigue el control de esa línea tiene la iniciativa; cuando se atraviesa la línea, comienza el ataque. Con seguridad insolente Segura se hizo con la situación mediante una apertura de «Desafío», después cruzó con una botella el centro del tablero. No dudaba entre un movimiento y otro; apenas si echaba una mirada al tablero. Era Wormold quien se detenía y pensaba.
—¿Dónde está Milly? —preguntó Segura.
—Ha salido.
—¿Y su encantadora secretaria?
—Con Milly.
—Ya está usted en posición difícil —anunció el capitán Segura. Atacó contra la base de la defensa de Wormold y capturó una botella de Old Taylor—. El primer trago —dijo, y vació la botellita. Wormold inició temerariamente un movimiento de pinzas a modo de respuesta y casi en seguida perdió otra botella; esta vez de Old Forester. Unas gotas de sudor aparecieron en la frente de Segura, que se aclaró la garganta después de beber, para decir:
—Juega usted descuidadamente, señor Wormold —señaló el tablero—. Tendría que haberme comido esa ficha.
—Puede soplarme la mía —respondió Wormold.
Por primera vez Segura vaciló antes de decir:
—No. Prefiero que me coma la pieza. —Era un whisky poco conocido, Cairngorm, que encontró papilas gustativas vírgenes en la lengua de Wormold.
Durante un rato jugaron con cautela exagerada, sin comer ninguna pieza.
—¿Carter todavía se aloja en el Seville-Biltmore? —preguntó Wormold.
—Sí.
—¿Le tiene bajo vigilancia?
—No. ¿Para qué?
Wormold se resistía a abandonar el borde del tablero con lo que le quedaba de su movimiento de pinzas frustrado, pero había perdido su base. Hizo un movimiento en falso, cosa que permitió a Segura empujar una de sus piezas protegidas al cuadro número 22; ya no podía salvar la ficha del cuadrado 25 ni impedir a Segura la entrada en la línea trasera para coronar dama.
—Descuidado —comentó Segura.
—Puedo hacer un cambio.
—Pero yo tengo la dama.
Segura bebió un Four Roses y Wormold, al otro extremo del tablero se tomó un Dimpled Haig. Segura dijo:
—Hace calor esta noche. —Coronó la dama con un trozo de papel.
Wormold replicó:
—Si me como la dama tendré que beber dos botellas. Tengo otras más en el armario.
—Lo tiene todo pensado —fueron las palabras de Segura. ¿Había en ellas acritud?
Ahora el capitán jugaba con gran precaución. Se había hecho difícil tentarle para que comiera una pieza y Wormold comenzó a advertir el punto débil fundamental de su plan: un buen jugador puede derrotar a su contrincante sin comerse sus piezas. Wormold comió otra y quedó atrapado. No tenía posibilidad de mover.
El capitán se secó el sudor de la frente.
—Ya lo ve —dijo—, no puede ganarme.
—Tiene que darme la revancha.
—Este Bourbon es fuerte. 85 grados.
—Cambiaremos de whisky.
Esta vez le correspondieron a Wormold las negras y el whisky escocés. Había reemplazado las tres botellas de escocés que había bebido él y las tres de Bourbon. Empezó con una apertura Decimocuarta Antigua, la adecuada para llevar adelante una partida de larga duración; lo hacía porque había entendido que su única esperanza estribaba en lograr que Segura perdiese su cautela y jugara para comer piezas. Una vez más trató de que el capitán soplara alguna ficha, pero Segura no aceptó el movimiento. Parecía que el capitán se había dado cuenta de que su verdadero contrincante no era Wormold, sino su propia cabeza. Incluso llegó a desechar una pieza sin importancia táctica y obligó a Wormold a comerla: un Hiram Walker. Wormold se percató de que su propia cabeza peligraba; la mezcla de escocés y Bourbon era mortal.
—Deme un cigarrillo —dijo.
Segura se inclinó hacia delante para encendérselo y Wormold advirtió el esfuerzo que tuvo que hacer para mantener firme el encendedor. Al primer intento la chispa no saltó y el capitán maldijo con violencia innecesaria. Otras dos copas y es mío, pensó Wormold.
Pero era difícil perder una pieza a manos de un antagonista que se negaba a ello; tan difícil como comerle alguna. Contra sus propios deseos, la batalla se decidía a su favor. Bebió un Harper’s y coronó una dama. Con falsa jovialidad observó:
—La partida es mía, Segura. ¿Quiere entregarse?
Segura frunció el ceño ante el tablero. Era evidente que se sentía dividido entre el deseo de ganar y el deseo de no perder la cabeza, pero ésta la tenía nublada por la indignación y por el whisky. Exclamó:
—¡Qué forma tan cochina de jugar a las damas! —ahora que su contrincante tenía una dama no podía pretender lograr una victoria sin sangre, porque la dama tenía libertad de movimientos. Esta vez, cuando tuvo que sacrificar un Kentucky Tavern, el sacrificio fue auténtico y lanzó un juramento contra las piezas.
—¡Esta maldita forma que tienen! —exclamó—. Son todas distintas. ¡Cristal tallado! ¿Quién ha oído hablar jamás de una ficha de damas de cristal tallado?
Wormold sentía su propio cerebro nublado por el Bourbon, pero el momento de la victoria —y de la derrota— había llegado.
Segura protestó:
—Ha movido mi ficha.
—No, es Red Label. Es mía.
—¿Cómo quiere que sepa yo qué diferencia hay entre el escocés y el Bourbon? Son todas botellas, ¿no?
—Se enfada porque está perdiendo.
—Yo nunca pierdo.
Entonces Wormold, con un error premeditado, expuso su dama. Por un instante creyó que Segura no lo había advertido; luego pensó que el capitán, para no tener que bebérsela, dejaría pasar la oportunidad deliberadamente. Pero la tentación de comer la dama era grande y lo que se vislumbraba detrás de aquel movimiento era una victoria aplastante. Podría coronar su pieza a lo que seguiría una matanza. Sin embargo, dudaba. El calor del whisky y la pesadez de la noche derretían su cara como la de un muñeco de cera; le costaba enfocar la mirada. Por fin preguntó:
—¿Por qué ha hecho eso?
—¿Qué?
—Perder la dama y el juego.
—Maldita sea. No me había dado cuenta. Debo de estar borracho.
—¿Borracho usted?
—Un poco.
—Yo también estoy borracho. Y usted lo sabe. Quiere emborracharme, ¿no? ¿Por qué?
—No diga tonterías, Segura. ¿Por qué iba a querer emborracharle? Suspendamos la partida, digamos que queda en tablas.
—¡Un cuerno! Ya sé por qué quiere emborracharme. Quiere enseñarme esa lista… quiero decir, que le enseñe esa lista.
—¿Qué lista?
—Les tengo a todos en la red. ¿Dónde está Milly?
—Ya se lo he dicho, ha salido.
—Esta noche iré a ver al Jefe de la policía. Recogeremos la red.
—¿Con Carter dentro?
—¿Quién es Carter? —movió un dedo en dirección a Wormold—. También usted está en la red… pero sé que no es un agente. Usted es un fraude.
—¿Por qué no duerme un rato, Segura? La partida queda en tablas.
—Nada de tablas. Mire. Me como su dama —abrió la botellita de Red Label y la bebió.
—Dos botellas por una reina —dijo Wormold y le pasó un Dunosdale Cream.
Segura estaba sentado pesadamente en su silla; su barbilla se mecía. Dijo con dificultad:
—Admita que está derrotado. No juego por las piezas.
—No admito nada. Tengo la cabeza más firme y mire, soplo. Lo que usted no quiso comer. —Un whisky de centeno canadiense, un Lord Calvert, se había mezclado con el Bourbon, y Wormold se lo bebió sin vacilar. Pensó: tiene que ser el último. Si ahora no se duerme, estoy liquidado. No estaré bastante sobrio para apretar el gatillo. ¿Dijo que estaba cargado?
—Eso no importa —respondió Segura con un susurro—. De todos modos está liquidado. —Movió la mano con lentitud, por encima del tablero, como si llevara un huevo en una cuchara—. ¿Lo ve? —comió una pieza, dos piezas, tres…
—Bébase esto, Segura —un George IV, un Queen Anne, la partida terminaba con una guirnalda de nombres reales, un Highland Queen.
—Todavía puede seguir, Segura. ¿O quiere que le sople otra vez? Bébasela —Vat 69—. Otra, beba, Segura —un Grant’s Standfast. Old Argyll—. Bébaselas, Segura. Ahora me rindo.
Pero era el capitán quien se había rendido. Wormold le desabrochó el cuello de la guerrera para que pudiera respirar y le acomodó la cabeza en el respaldo del asiento, pero sus propias piernas no estaban firmes mientras se encaminaba hacia la puerta. En el bolsillo llevaba el revólver de Segura.
2
En el Seville-Biltmore entró en una cabina telefónica y llamó a la habitación de Carter. Tenía que admitir que los nervios de Carter eran templados, mucho más que los suyos. No había terminado de cumplir su misión en Cuba y, no obstante, permanecía en el país, como tirador o como señuelo.
—Buenas noches, Carter —dijo Wormold.
—¡Hombre, buenas noches, Wormold! —la voz tenía la frialdad exacta del orgullo herido.
—Quiero pedirle disculpas, Carter. Esa tontería del whisky. Estaba borracho, creo. También lo estoy un poco ahora. No estoy acostumbrado a disculparme.
—No se preocupe, Wormold. Váyase a la cama.
—Me burlé de su tartamudeo. Y un tipo no debe hacer eso —se sorprendió a sí mismo hablando como Hawthorne. La falsedad era un mal profesional.
—No entendí ni jo-jota de lo que dijo.
—Dispué… después entendí que me había equivocado. No tenía nada que ver con usted. Ese maldito camarero envenenó a su perro. Era muy viejo, claro, pero darle comida envenenada… no es la mejor manera de hacerlo pasar a la otra vida.
—¿Eso fue todo el ja-jaleo? Gracias por decírmelo, pero es muy tarde. Estaba a punto de acostarme, Wormold.
—El mejor amigo del hombre.
—¿Qué dice? No le oigo.
—César, el amigo del rey, y también aquel otro, peludo, que se hundió en Jutlandia. Le vieron por última vez en el puente, junto a su amo.
—Está usted borracho —era muy sencillo, según comprobaba Wormold, hacerse pasar por ebrio después de… ¿cuántos escoceses y Bourbons? Uno puede fiarse de los borrachos: in vino veritas. También es posible eliminar con gran facilidad a los borrachos. Carter sería un estúpido si no aprovechaba la ocasión. Wormold prosiguió:
—Hoy me apetece ir a todos esos sitios.
—¿Qué sitios?
—Los que quería usted ver en La Habana.
—Es tarde.
—Es la hora exacta —la vacilación de Carter le llegó a través del teléfono—: Traiga un revólver —dijo. Sentía una extraña resistencia ante la idea de matar a un asesino desarmado… si es que Carter se arriesgaba a salir desarmado.
—¿Un revólver? ¿Por qué?
—En algunos de esos sitios tratan de robarle a uno.
—¿No puede llevarlo usted?
—Es que no tengo.
—Tampoco yo —le pareció oír a través del teléfono el sonido metálico que se produce al revisar una recámara. El diamante corta al diamante, pensó mientras sonreía. Pero una sonrisa es tan peligrosa en el acto del odio como en el acto del amor. Tenía que recordarse a sí mismo a Hasselbacher, mirando hacia arriba desde el suelo del bar. No le habían dado ni siquiera una oportunidad al pobre viejo y él le estaba dando muchas a Carter. Comenzó a arrepentirse de haber bebido tanto.
—Nos veremos en el bar —dijo Carter.
—No tarde.
—Tengo que vestirme.
Wormold se alegraba ahora de la oscuridad del bar. Carter, supuso, estaba telefoneando a sus amigos y quizá concertando una cita, pero en cualquier caso no podrían sorprenderle antes de que él les viera. Había una entrada desde la calle y otra desde el hotel, y en la parte trasera una especie de balcón con barandilla que le permitiría apoyar el revólver, si era necesario. Cualquiera que entrara quedaría cegado un momento por la oscuridad, como a él le había ocurrido. Al llegar, no pudo ver durante unos segundos si en el bar había una persona o dos, porque la pareja estaba sentada, muy juntos los dos, en un sillón cerca de la puerta que daba a la calle.
Pidió un whisky, pero no lo tocó, se sentó en el balcón observando las dos puertas. Al cabo de unos instantes entró un hombre; no pudo verle la cara y fue la mano que palmeaba el bolsillo de la pipa lo que identificó a Carter.
—Carter.
El hombre se acercó.
—Vámonos —dijo Wormold.
—Beba su copa primero y yo pediré otra, para hacerle compañía.
—Ya he bebido demasiado, Carter. Necesito un poco de aire. Tomaremos algo en una de esas casas.
Carter se sentó.
—Dígame adónde piensa llevarme.
—Hay una docena de casas de putas; a cualquiera de ellas. Son todas iguales, Carter. Habrá una docena de chicas para elegir. Montarán una exhibición para usted. Venga, vamos. Después de medianoche hay demasiada gente.
Carter dijo nerviosamente:
—Antes querría tomar un trago. No puedo ir a un sitio de esos completamente sobrio.
—No espera a nadie, ¿verdad Carter?
—No, ¿por qué?
—Pensaba… por la forma en que ha mirado hacia la puerta…
—No conozco a nadie en esta ciudad. Ya se lo he dicho.
—Excepto al doctor Braun.
—Ah, sí, desde luego, el doctor Braun. Pero no es la clase de compañía que uno busca para salir de ju-juerga, ¿no?
—Usted primero, Carter.
Vacilante, Carter se puso en movimiento. Era evidente que buscaba una excusa para quedarse en el bar.
—Sólo quiero dej-jar un recado en la conserje-jería. Espero una llamada —dijo.
—¿Del doctor Braun?
—Sí —vaciló—. Me parece poco ge-gentil salir antes de que él llame. ¿No podemos esperar cinco minutos, Wormold?
—Diga que estará de regreso sobre la una. A menos que se decida a pasar la noche fuera.
—Sería mejor esperar.
—Pues me iré sin usted. ¡Maldita sea, Carter! Creí que quería ver la ciudad. —Se alejó con rapidez. Tenía el coche aparcado al otro lado de la calle. No miró hacia atrás, pero oyó unos pasos que le seguían. Carter no quería perderle de vista, como él tampoco quería perder de vista a Carter.
—Qué ge-genio tiene usted, Wormold.
—Lo siento. La bebida me pone así.
—Espero que esté lo bastante sobrio como para conducir en línea recta.
—Será mejor que conduzca usted, Carter.
Así no podrá meter las manos en los bolsillos, pensó.
—La primera a la derecha y luego la primera a la izquierda, Carter.
Desembocaron en el Paseo Atlántico: un barco esbelto y elegante abandonaba el puerto. Probablemente un crucero de turistas que se dirigía a Kingston o a Port au Prince. Podían ver a las parejas inclinadas sobre la borda, románticas a la luz de la luna, en tanto que una orquesta interpretaba una melodía que había empezado a dejar de ser favorita del público: I could have danced all night.
—Eso me llena de nostalgia —murmuró Carter.
—¿De Nottwich?
—Sí.
—En Nottwich no hay mar.
—Los barquitos del río parecían tan grandes como ése, cuando yo era joven.
Un asesino no tiene derecho a sentir nostalgia; un asesino tendría que ser una máquina, y yo también tengo que convertirme en una máquina, pensó Wormold mientras tocaba en el interior de su bolsillo el pañuelo que usaría para borrar las huellas dactilares cuando llegara el momento. ¿Pero cómo elegir el momento? ¿En qué callejón, en qué portal?, ¿y si el otro disparaba primero…?
—Sus amigos, ¿son rusos, Carter? ¿Alemanes? ¿Americanos?
—¿Qué amigos? —y agregó sencillamente—: No tengo amigos.
—¿Ninguno?
—No.
—Otra vez a la izquierda, Carter, y luego a la derecha.
Ahora avanzaban muy despacio por una callejuela estrecha, flanqueada de clubs; las orquestas hablaban desde bajo tierra, como el fantasma del padre de Hamlet o como aquella música que surgía de entre las piedras en Alejandría, cuando el dios Hércules abandonó a Antonio. Dos hombres vestidos con el uniforme de las salas de fiesta cubanas les gritaron, compitiendo entre ellos, desde el otro lado de la calzada. Wormold ordenó:
—Paremos aquí. Necesito beber algo antes de seguir.
—¿Son éstas las casas de putas?
—No. Después iremos a una de esas casas —y pensó: si Carter, al dejar el volante, hubiera hecho un gesto para coger su revólver, habría sido tan sencillo disparar…
Carter preguntó:
—¿Conoce este sitio?
—No, pero conozco esa música —era curioso, estaban tocando aquello de… mi locura ofende.
Había fotos en colores de chicas desnudas a la puerta de la sala de fiestas Esperanto, donde una palabra escrita con tubos de neón anunciaba: Striptease. Unos escalones pintados a rayas, como un pijama barato, les condujeron a un sótano lleno del humo de puros habanos. Era un lugar tan adecuado como cualquier otro para una ejecución. Pero antes quería tomar una copa.
—Baje usted primero, Carter.
Carter vacilaba. Abrió la boca y luchó con una jota; Wormold nunca le había visto pelear durante tanto tiempo.
—Ju-ju-ju-justo esperaba…
—¿Qué esperaba?
—Nada.
Se sentaron, miraron el espectáculo y bebieron coñac con soda. Una chica iba de mesa en mesa quitándose la ropa. Comenzó por los guantes. Un espectador los cogió con resignación, como quien coge el contenido de una bandeja de correspondencia interna. Después la chica presentó la espalda a Carter y le dijo que le desabrochara los corchetes de su corsé de encaje. Carter se afanó en vano entre los corchetes, sonrojado, mientras la muchacha reía y se meneaba bajo sus dedos. Por fin, se disculpó:
—Lo siento, no puedo encontrar…
En torno a la pista, unos hombres lúgubres permanecían sentados a sus mesas, observando a Carter. Ninguno sonrió.
—No ha tenido mucha práctica en Nottwich, Carter. Déjeme a mí.
—Déjeme en paz, ¿quiere?
Por fin logró desabrochar el corsé y la chica le alborotó el cabello fino y escaso antes de pasar a otra mesa. Carter se volvió a alisar el pelo con un peine de bolsillo.
—No me gusta este sitio —dijo.
—Es tímido con las mujeres, Carter —¿cómo se podía disparar sobre un hombre del que tan fácil era reírse?
—No me gustan las payasadas —replicó Carter.
Subieron por la escalera. El bolsillo de Carter se notaba abultado sobre la cadera. Naturalmente podía ser su pipa. Se sentó otra vez al volante y farfulló:
—Esa clase de espectáculo se puede ver en cualquier parte. Unas cuantas furcias desnudándose.
—Usted no la ayudó demasiado.
—Buscaba una cremallera.
—Yo necesitaba beber algo.
—El coñac era pésimo también. No me asombraría que estuviera drogado.
—Su whisky estaba más que drogado, Carter. —Trataba de caldear su indignación y no recordar a su ineficiente víctima mientras luchaba con el corsé y se sonrojaba ante el fracaso.
—¿Qué ha dicho?
—Pare aquí.
—¿Por qué?
—Quería que le llevara a una casa de putas. Aquí hay una.
—Por aquí no hay nadie.
—Estas casas siempre parecen cerradas. Baje y toque el timbre.
—¿Qué quiso decir cuando habló del whisky?
—Eso ahora no importa. Baje y toque el timbre.
Era un sitio tan apropiado como un sótano (también se habían utilizado frecuentemente paredes desnudas con ese propósito): una fachada gris en una calle a la que nadie iba sino por un motivo poco agradable. Carter deslizó las piernas, lentamente, por debajo del volante y Wormold vigiló sus manos de cerca, aquellas manos torpes. Es un duelo equilibrado, se dijo; él está más acostumbrado que yo a matar, las probabilidades son bastante similares; ni siquiera estoy seguro de que mi revólver esté cargado. Tiene más posibilidades que las que tuvo nunca Hasselbacher.
Con la mano en la puerta, Carter se detuvo otra vez. Empezó a decir:
—Quizá fuera más sensato… alguna otra noche. Sabe, yo ja-ja-ja…
—Tiene miedo, Carter.
—Yo jamás he estado en una casa de ésas. La verdad, Wormold, es que no tengo mucha necesidad de mujeres.
—Parece que lleva una vida muy solitaria.
—Puedo pasarme sin ellas —respondió, desafiante—. Para un hombre hay cosas más importantes que correr tras…
—Entonces, ¿para qué quería venir a una casa de éstas?
Una vez más dejó perplejo a Wormold con la verdad escueta:
—Trato de desearlas, pero cuando llega el momento… —osciló al borde de la confesión y al fin se zambulló—: No funciona, Wormold. No puedo hacer lo que ellas quieren.
—Bájese del coche.
Tengo que hacerlo, pensó Wormold, antes de que me confiese algo más. A cada segundo el hombre se tornaba más humano, una criatura igual a uno mismo, a la cual uno podía consolar o compadecer, pero no matar. ¿Quién sabe qué excusas yacen enterradas bajo cada acto violento? Sacó el revólver de Segura.
—¿Qué?
—Bájese.
Con un aire que revelaba una contrariedad adusta más que temor, Carter se apoyó en la puerta de la casa de putas. Tenía miedo a las mujeres, no a la violencia. Al cabo de un segundo habló:
—Está cometiendo un error. Fue Braun quien me dio el whisky. Yo no soy importante.
—No me interesa lo del whisky. Pero usted ha asesinado a Hasselbacher, ¿no?
Nuevamente Wormold se vio sorprendido por la verdad. Había una especie de honestidad en aquel hombre.
—Me lo ordenaron, Wormold. Yo ja-ja-ja-ja… —había maniobrado de modo que pudiera tocar el timbre con el codo y, en ese instante, se echó hacia atrás: en las profundidades de la casa el timbre sonó y sonó llamando al trabajo.
—No es una enemistad personal, Wormold. Se ha vuelto usted demasiado peligroso, eso es todo. Tanto usted como yo somos sólo soldados rasos.
—¿Yo peligroso? Qué estúpidos deben ser ustedes. No tengo agentes, Carter.
—Sí, sí que tiene age-gentes. Aquellas construcciones en las montañas. Tenemos copias de sus dibujos.
—Son las piezas de una aspiradora. —¿Quién se los habrá proporcionado?, se dijo. ¿López? ¿O el correo de Hawthorne, o tal vez algún hombre del Consulado?
La mano de Carter se precipitó hacia el bolsillo y Wormold disparó. Carter soltó un chillido agudo. Exclamó indignado:
—Casi me mata —y sacó del bolsillo una mano cerrada en torno a una pipa hecha añicos—: Mi pipa. Me ha destrozado la pipa, mi Dunhill —se lamentó.
—Suerte de principiante —dijo Wormold. Se había armado de valor para matar, pero le era imposible disparar una segunda vez. La puerta que estaba a espaldas de Carter comenzó a abrirse. Hubo un vago eco de música de plástico.
—Ahí dentro cuidarán de usted. Puede que ahora necesite a una mujer, Carter.
—Usted… usted es un payaso.
Cuánta razón tenía Carter. Dejó el revólver, a su lado, y se deslizó hacia el asiento del conductor. De pronto se sintió feliz. Podía haber matado a un hombre. Se había demostrado a sí mismo, sin lugar a dudas, que no era uno de los jueces; no tenía vocación por la violencia. Entonces Carter disparó.