Capítulo 1

1

Wormold salió del consulado con un cable en el bolsillo superior de la chaqueta. Se lo habían arrojado con rudeza y cuando trató de hablar le habían interrumpido:

—No queremos saber nada de esto. Se trata de una medida temporal. Cuanto antes acabé, mejor para nosotros.

—El señor Hawthorne dijo…

—No conocemos a ningún señor Hawthorne. Por favor, recuérdelo bien. Aquí no hay ningún empleado con ese nombre. Buenos días.

Se marchó andando hasta su casa. La amplia ciudad se tendía junto al Atlántico inmenso; las olas rompían sobre la Avenida de Maceo y salpicaban los parabrisas de los coches. Los pilares rosas, grises y amarillos de lo que fuera en su día el barrio aristocrático estaban erosionados como rocas; un antiguo blasón, cubierto de tizne y casi sin forma, estaba incrustado sobre la puerta de un mísero hotel y los postigos de una sala de fiestas se veían pintados de colores brillantes y crudos, para protegerlos de la humedad y la sal del océano. En el oeste, los edificios de acero de la ciudad nueva se erguían más altos que faros, hasta hundirse en el claro cielo de febrero. Era una ciudad para visitar, no para vivir en ella, pero era la ciudad en que Wormold se había enamorado por primera vez y se sentía aferrado a ella como al escenario de un desastre. El tiempo otorga poesía a un campo de batalla y quizá Milly se asemejara un poco a la flor que nace en una muralla vieja, donde ha sido rechazado algún ataque cruento, con pérdida de gran número de vidas, muchos años antes. En la calle pasaban a su lado las mujeres, con una marca de ceniza en la frente, como si hubieran llegado a la superficie desde el subsuelo. Recordó que era miércoles de ceniza.

A pesar de hallarse en vacaciones, Milly no estaba en casa cuando él llegó; quizá estuviera aún en misa o montando a caballo en el Club de Campo. López estaba haciendo una demostración con la aspiradora de turbosucción para el ama de llaves de un sacerdote que había rechazado la de Pila Atómica. Los peores miedos de Wormold respecto al nuevo modelo se habían visto confirmados, porque no había logrado vender ni un solo ejemplar. Subió a su apartamento y abrió el telegrama; estaba dirigido a uno de los departamentos del Consulado Británico y las cifras que seguían tenía un aspecto feo, como los números de lotería que han quedado sin vender en el día del sorteo. Había un 2674 y después una larga fila de numerales de cinco cifras: 42 811 79 145 72 312 59 200 80 947 62 533 10 605 y otros más. Era el primer telegrama que recibía y advirtió que estaba remitido desde Londres. No estaba seguro de poder descifrarlo (tan lejana parecía aquella lección), pero reconoció un grupo aislado, 59 200, que tenía un aire abrupto y admonitorio, como si Hawthorne hubiera subido en aquel momento, acusador, por la escalera. Con aire lúgubre cogió los Cuentos de Shakespeare de Lamb; cuánto había detestado siempre a Elia y el ensayo sobre el cerdo asado. El primer grupo de cifras, recordó, indicaba la página, la línea y la palabra con la que comenzaba la codificación. «Dionisia, la malvada mujer de Cleón», leyó, «se encontró con un fin adecuado a sus merecimientos». Comenzó a descifrar a partir de «merecimientos». Para su sorpresa, realmente surgió algo en el papel. Era como si un extraño loro heredado hubiera roto de pronto a hablar. «N.º 1 del 24 de enero lo que sigue procede de 59 200 comienza párrafo A».

Después de haber trabajado durante tres cuartos de hora sumando y restando, había descifrado el mensaje, exceptuado el párrafo final donde algo no marchaba bien, quizá por culpa suya, de 59 200, o quizá de Charles Lamb. «Lo que sigue procede de 59 200 comienza párrafo A casi un mes desde la aprobación de su ingreso en el Club de Campo y no hemos recibido ninguna repito ninguna información referente a subagentes propuestos punto confío repito confío no reclutará ningún subagente antes haberle investigado bien punto comienza párrafo B informe económico y político de acuerdo con cuestionario entregado a usted ha de ser despachado inmediatamente a 59 200 punto comienza párrafo C galón maldito debe ser remitido a Kingston termina primer mensaje tubercular».

El último párrafo tenía un aire de incoherencia airada que preocupó a Wormold. Por primera vez se le ocurrió que a los ojos de ellos —fueran ellos quienes fuesen— había aceptado dinero sin dar nada a cambio. Esto le inquietó. Hasta ese momento había pensado que era el destinatario de un excéntrico regalo que había permitido a Milly practicar equitación en el Club de Campo y a él pedir a Inglaterra algunos libros que siempre había deseado. El resto del dinero estaba ahora depositado en el banco; creía a medias que algún día estaría en condiciones de devolvérselo a Hawthorne.

Wormold pensó: tengo que hacer algo, darles algunos nombres para que los investiguen, reclutar algún agente, tenerles contentos. Recordó cuando Milly jugaba a las tiendas y le daba su dinero para que hiciera compras imaginarias. Había que seguir el juego, pero antes o después Milly siempre le pedía que le devolviera el dinero.

Se preguntó cómo se reclutaría un agente. Le resultaba difícil recordar con exactitud lo que había hecho Hawthorne para reclutarle a él; sólo se acordaba de que todo el asunto había empezado en un lavabo, pero seguramente que esa circunstancia no era esencial. Decidió comenzar con un caso razonablemente sencillo.

—¿Me ha llamado, señor Vormell? —Por alguna razón el apellido Wormold excedía en mucho las posibilidades de pronunciación de López, pero dado que, al parecer, tampoco era capaz de decidirse por un sustituto satisfactorio, era muy raro que llamara a Wormold dos veces de la misma manera.

—Quiero hablar con usted, López.

Sí, señor[*] Vomell.

Wormold comenzó:

—Lleva usted muchos años conmigo. Nos fiamos el uno del otro.

López expresó la totalidad de su confianza llevándose la mano al corazón.

—¿Le gustaría ganar algo más de dinero mensualmente?

—Naturalmente… Estaba a punto de hablarle de ese asunto, señor Ommel. Voy a tener otro hijo. ¿Quizá veinte pesos?

—Esto no tiene nada que ver con la tienda. Las ventas van muy mal, López. Le propongo un trabajo confidencial, para mí, personalmente, ya me entiende.

—Ah, sí, señor.[*] Servicios personales, ya comprendo. Puede fiarse de mí. Soy discreto. Desde luego que no le diré nada a la señorita.[*].

—Creo que no lo ha entendido.

—Cuando un hombre llega a cierta edad —dijo López—, ya no quiere buscarse una mujer él mismo, quiere olvidar los problemas. Sólo desea ordenar: «esta noche sí, mañana no». Dar instrucciones a alguien en quien confía…

—No me refería a nada de eso. Lo que trataba de decirle… bueno, no tiene nada que ver…

—No es necesario que se sienta incómodo al hablar conmigo, señor[*] Vormole. Llevo con usted muchos años.

—Está cometiendo un error —dijo Wormold—, no tengo ninguna intención de…

—Comprendo que para un caballero inglés en su posición lugares como el San Francisco no son adecuados. Ni siquiera el Mamba Club.

Wormold sabía que nada de lo que pudiera decir frenaría la elocuencia de su dependiente, que ya se había embarcado en el importante tema de La Habana; la «bolsa» sexual no sólo era el comercio primordial de la ciudad, sino también la única raison d’être de la vida de un hombre. El sexo se compraba o se vendía, eso no importaba, pero jamás se regalaba.

—Los jóvenes necesitan variedad —decía López—, pero también los hombres de cierta edad. En el caso de la juventud es la curiosidad de la ignorancia, en el caso de los viejos lo que necesitan es refrescar el apetito. Nadie puede servirle mejor que yo, porque he estudiado su carácter, señor[*] Venell. Usted no es cubano: para usted la forma del trasero de una chica tiene menos importancia que cierta suavidad en el comportamiento…

—Me ha interpretado mal —advirtió Wormold.

—Esta noche la señorita[*] irá a un concierto.

—¿Cómo lo sabe?

López hizo caso omiso de la pregunta.

—Mientras ella esté fuera, le traeré una joven, para que la vea. Si no le gusta, le traeré otra.

—No hará nada de eso. No son esos los servicios que deseo, López. Quiero… verá, quiero que mantenga abiertos los ojos y los oídos y que me informe…

—¿Acerca de la señorita?

—¡Cielos, no!

—¿Que le informe de qué, señor Vommold?

Wormold empezó:

—Bueno, de cosas como… —pero no sabía de qué podía informarle López. Recordaba solamente unos cuantos puntos del largo cuestionario, y ninguno de ellos le pareció adecuado. «Posible infiltración comunista en las fuerzas armadas. Cifras reales de la producción de azúcar y tabaco del año pasado». Por supuesto que estaba el contenido de las papeleras de las oficinas a las que acudía López para el servicio de mantenimiento de las aspiradoras, pero seguro que Hawthorne bromeaba al hablar del caso Dreyfus… si es que esos hombres bromeaban alguna vez en su vida.

—¿Cómo qué, señor?

Wormold dijo:

—Luego se lo explicaré. Ahora vuelva a la tienda —dijo Wormold.

2

Era la hora del daiquiri y en el Wonder Bar el doctor Hasselbacher se sentía feliz con su segundo whisky.

—¿Sigue usted preocupado, señor Wormold? —preguntó.

—Sí, estoy preocupado.

—¿Por la aspiradora, esa aspiradora atómica?

—No se trata de la aspiradora —bebió su daiquiri y pidió otro.

—Hoy está bebiendo muy de prisa.

—Usted jamás ha necesitado dinero, ¿verdad, Hasselbacher? Pero claro, es que usted no tiene una hija.

—Dentro de poco, usted tampoco la tendrá.

—Supongo que no. —El consuelo era tan frío como el daiquiri—. Cuando llegue ese momento, Hasselbacher, quiero que los dos estemos lejos de aquí. No quiero que despierte a Milly ningún capitán Segura.

—Eso me parece comprensible.

—El otro día me ofrecieron dinero.

—¿Sí?

—Para que consiguiera información.

—¿Qué clase de información?

—Información secreta.

El doctor Hasselbacher suspiró. Después dijo:

—Es usted hombre de suerte, señor Wormold. Esa información se puede dar con facilidad.

—¿Con facilidad?

—Si es lo bastante secreta, sólo la tiene usted. Todo lo que necesita es un poco de imaginación, señor Wormold.

—Quieren que reclute agentes. ¿Cómo se recluta un agente, Hasselbacher?

—También puede inventarlos, señor Wormold.

—Habla como si tuviera experiencia.

—La medicina es mi experiencia, señor Wormold. ¿Ha leído alguna vez los anuncios de remedios secretos? Un tónico para el cabello, cuya fórmula fue revelada por el jefe de una tribu de pieles rojas en el momento de morir. Cuando se trata de un remedio secreto no hay que imprimir la fórmula. Y hay algo en lo secreto que impulsa a creer a la gente… quizá un vestigio de magia. ¿Ha leído a Sir James Frazer?

—¿Sabe lo que es un libro-código?

—No me diga demasiado, señor Wormold, se trate de lo que se trate. Los secretos no son cosa mía… no tengo hijos. Por favor, no me invente como agente suyo.

—No, no puedo hacerlo. A esta gente no le gusta nuestra amistad, Hasselbacher. No quieren que me acerque a usted. Le están investigando. ¿Cómo cree que se investiga a un hombre?

—No lo sé. Tenga cuidado, señor Wormold. Coja el dinero, pero no les dé nada a cambio. Es usted vulnerable a los Segura. Mienta y mantenga su libertad. Ellos no se merecen la verdad.

—¿A quiénes se refiere cuando dice ellos?

—A las monarquías, a las repúblicas, al poder. —Vació su vaso—. Tengo que ir a ver mi cultivo, señor Wormold.

—¿Ha ocurrido ya algo?

—No, gracias a Dios. Mientras no pasa nada, todo es posible, ¿no cree? Es una pena que haya sorteos de lotería. Pierdo ciento cuarenta mil dólares cada semana y soy hombre pobre.

—¿No olvidará el cumpleaños de Milly?

—Tal vez la investigación se vuelva en contra mía y usted no quiera que vaya. Pero recuerde: mientras mienta no hará ningún daño.

—Cogeré el dinero.

—No tienen más dinero que el que nos quitan a hombres como usted y como yo.

Abrió la puerta y se marchó. El doctor Hasselbacher jamás hablaba en términos de moralidad; eso quedaba fuera de la incumbencia de un médico.

3

Wormold halló una lista de los socios del Club de Campo en la habitación de Milly. Sabía dónde buscarla; entre el último volumen del Anuario de la amazona y una novela titulada Yegua blanca, escrita por la señorita «Pony» Traggers. Se había hecho socio del Club de Campo con el fin de encontrar agentes adecuados y allí estaban, en doble columna, a lo largo de unas veinte páginas. Su mirada fue a dar en un nombre anglosajón: Vincent C. Parkman; quizá fuera el padre de Earl. A Wormold le parecía que tenía todo el derecho del mundo a mantener a los Parkman dentro de la misma familia.

Cuando se sentó para cifrar el mensaje, ya había elegido otros dos nombres: el de un ingeniero, un tal Cifuentes y el de un profesor, Luis Sánchez. El profesor, fuera quien fuese, le parecía un candidato razonable para el espionaje económico, el ingeniero podía proporcionar información técnica, y el señor Parkman sería el encargado de la política. Con los Cuentos de Shakespeare abiertos ante él (había elegido como pasaje clave la frase «que lo que venga sea feliz»), cifró su mensaje: «Número 1 del 25 de enero comienza párrafo he reclutado a mi dependiente y le he asignado el símbolo 59 200/5/1 punto pago propuesto quince pesos al mes punto comienza párrafo B por favor investigar a las siguientes…».

Toda esa división en párrafos le parecía a Wormold una pérdida extravagante de tiempo y de dinero, pero Hawthorne le había dicho que era parte de la disciplina, del mismo modo que Milly había insistido en que todo lo que comprara en su tienda estuviera envuelto en papel, aunque se tratara de una única cuenta de cristal. «Comienza párrafo C el informe económico solicitado seguirá muy pronto por valija».

No tenía más que esperar las respuestas y preparar el informe económico. Eso le preocupaba. Había enviado a López a comprar todos los periódicos del gobierno que pudiera encontrar con datos acerca de las industrias del azúcar y del tabaco; ésa había sido la primera misión de López, y ahora cada día pasaba varias horas leyendo los periódicos locales con el propósito de marcar cualquier pasaje que pudieran utilizar el profesor o el ingeniero; no era probable que nadie en Kingston o en Londres estudiara los periódicos de La Habana. El mismo encontró un mundo nuevo en esas páginas malamente impresas; quizá en el pasado había dependido en exceso del New York Times o del Herald Tribune para hacerse una visión del mundo. A la vuelta de la esquina del Wonder Bar una muchacha había sido acuchillada: «mártir del amor». La Habana estaba llena de mártires de una clase u otra. Un hombre había perdido su fortuna en el Tropicana en una sola noche; había subido al escenario, había abrazado a una cantante de color y después se había precipitado con su coche al mar y había muerto ahogado. Otro hombre se había ahorcado con cuidadosa precisión sirviéndose de unos tirantes. También había milagros: una virgen había llorado lágrimas saladas y una vela encendida ante la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe había ardido inexplicablemente, sin extinguirse, durante una semana, de viernes a viernes. De este cuadro de violencia y pasión y amor, las únicas excluidas eran las víctimas del capitán Segura: sufrían y morían sin el valimiento de la Prensa.

El informe económico resultó ser una tarea tediosa, porque Wormold jamás había aprendido a escribir a máquina con más de dos dedos y tampoco sabía usar el tabulador. Era necesario alterar las estadísticas oficiales, para el caso de que alguien en la oficina central tuviera la idea de comparar los dos informes, y a veces Wormold se olvidaba de que había modificado una cifra. Sumar y restar jamás habían sido su fuerte. Un decimal quedó mal situado y tuvo que buscarlo, recorriendo arriba y abajo una docena de columnas. Era como dirigir un coche miniatura en la pantalla de un juego electrónico.

Después de una semana comenzó a preocuparse por la falta de respuesta. ¿Se habría olido algo Hawthorne? Pero recibió un estímulo temporal cuando le citó el consulado; el empleado agrio le entregó un sobre sellado dirigido, por alguna razón inexplicable para él, al «señor Luke Penny». Dentro del sobre había otro, en el que se leía «Henry Leadbetter. Servicios de Investigación Civil»; un tercer sobre tenía el número 59 200/5 y contenía el total de tres meses de sueldo y dinero para gastos en billetes cubanos. Los llevó al banco de Obispo.

—¿Para la cuenta de la tienda, señor Wormold?

—No, para la personal. —Pero experimentó una sensación de culpabilidad mientras el cajero contaba; sintió como si hubiera estafado a la compañía.