Capítulo 1
1
—Ese negro que va por la calle —dijo el doctor Hasselbacher, de pie en el Wonder Bar— me hace pensar en usted, señor Wormold.
Era típico del doctor Hasselbacher que todavía utilizara la forma «señor» después de quince años de amistad, una amistad que seguía su curso con la lentitud y seguridad de una diagnosis cuidadosa. Cuando Wormold estuviera en su lecho de muerte y el doctor Hasselbacher acudiese a tomarle el pulso claudicante, quizá el moribundo se convertiría en Jim.
El negro era tuerto y tenía una pierna más corta que la otra. Llevaba un raído sombrero de fieltro, y su camisa desgarrada dejaba ver unas costillas que parecían las cuadernas de un barco desguazado. Andaba por el borde de la acera, al otro lado de los pilares amarillos y rosas de una columnata, bajo el sol caluroso de enero y contando cada uno de los pasos que daba. Al pasar frente al Wonder Bar, Virtudes arriba, había llegado al «1369».
Tenía que avanzar con lentitud para poder decir un número tan largo.
—Mil trescientos setenta.
Era una figura conocida en las cercanías de la Plaza Nacional, donde a veces se detenía e interrumpía su cómputo el tiempo suficiente para vender un paquete de fotografías pornográficas a algún turista. Después reanudaba su cuenta a partir de donde la había dejado. Al final del día, como el pasajero activo de un transatlántico, debía de saber hasta el centímetro cuánto había caminado.
—¿Joe? —preguntó Wormold—. No veo ningún parecido. Si se exceptúa la cojera, claro —pero arrojó una ojeada instintiva y rápida a su propia imagen en el espejo que anunciaba «Cerveza Tropical», como si de verdad hubiera podido estropearse y oscurecerse en el trayecto desde la tienda, situada en el barrio viejo de la ciudad. Sin embargo, la cara reflejada en el cristal sólo estaba un poco descolorida por el polvo de las faenas del puerto; seguía siendo la misma, inquieta, llena de arrugas entrecruzadas, cuarentona, mucho más joven que la del doctor Hasselbacher, y, no obstante, hasta un desconocido abrigaría la convicción de que iba a extinguirse antes. Ya estaban marcadas en ella la sombra y las ansiedades que escapan al efecto de los tranquilizantes. El negro, cojeando, desapareció de su vista al doblar la esquina del Paseo. El día estaba lleno de limpiabotas.
—No me refería a la cojera. ¿No nota el parecido?
—No.
—Tiene dos ideas en la cabeza —explicó el doctor Hasselbacher—, hacer su trabajo y llevar la cuenta. Y, desde luego, es inglés.
—Sigo sin ver…
Wormold se refrescó la boca con el daiquiri matinal. Siete minutos para llegar al Wonder Bar; siete minutos para regresar a la tienda; seis minutos para dedicar a la compañía. Miró su reloj. Recordó que iba un minuto retrasado.
—Es de fiar, se puede contar con él, esto es todo lo que quería decir —respondió el doctor Hasselbacher con impaciencia—. ¿Cómo está Milly?
—Estupenda —replicó Wormold. La respuesta era invariable, pero dicha de corazón.
—Diecisiete el diecisiete, ¿no?
—Eso es.
Miró rápidamente por encima del hombro, como si alguien le acechara, y después echó otra ojeada a su reloj.
—¿Vendrá a compartir una botella con nosotros?
—Hasta ahora nunca he faltado, señor Wormold. ¿Quién más irá?
—He pensado que sólo estaremos nosotros tres. Verá, Cooper se ha ido a Inglaterra, el pobrecito Marlowe sigue en el hospital y, al parecer, a Milly no le cae bien la gente nueva del Consulado. Por eso he pensado en una celebración tranquila, en familia.
—Me honra ser de la familia, señor Wormold.
—Tal vez una mesa en el Nacional… ¿o diría usted que no es del todo… digamos, apropiado?
—Esto no es Inglaterra ni Alemania, señor Wormold. Las chicas crecen muy pronto en los Trópicos.
Al otro lado de la calle un postigo se abrió con un crujido y después se meció regularmente, al ritmo de la brisa suave del mar, con el clic-clac de un reloj antiguo. Wormold dijo:
—Tengo que irme.
—Phastkleaners seguirá existiendo sin usted, señor Wormold. —Era un día de verdades enojosas—. Lo mismo que mis pacientes —agregó, amable, el doctor Hasselbacher.
—La gente se enferma por fuerza, pero no está obligada a comprar aspiradoras.
—Pero usted les cobra más.
—Y sólo me queda el veinte por ciento. No se puede ahorrar mucho con un veinte por ciento.
—Los tiempos no están para ahorros, señor Wormold.
—Tengo que hacerlo… por Milly. Si me ocurriera algo…
—Hoy día nadie tiene grandes esperanzas de vida, así que ¿para qué preocuparse?
—Todos estos disturbios hacen mucho daño al negocio. ¿Para qué sirve una aspiradora si cortan la corriente?
—Podría hacerle un pequeño préstamo, señor Wormold.
—No, no. No se trata de eso. No me preocupan ni este año ni el próximo. Es una preocupación a largo plazo.
—Entonces no merece el nombre de preocupación. Vivimos en la era atómica, señor Wormold. Se aprieta un botón… piff bang… ¿y dónde estamos? Otro whisky, por favor.
—Ésa es otra cosa. ¿Sabe lo que ha hecho la empresa ahora? Me han mandado una aspiradora de Pila Atómica.
—¿De verdad? No tenía idea de que la ciencia hubiera llegado tan lejos.
—Naturalmente no tiene nada de atómica, no es más que un nombre. El año pasado fue la Turbo Jet, este año la atómica. Pero funciona con la corriente, como la otra.
—Entonces, ¿por qué preocuparse? —repitió el doctor Hasselbacher, como un estribillo, mientras se inclinaba sobre el vaso de whisky.
—No se dan cuenta de que ese nombre quizá tenga éxito en Estados Unidos, pero no aquí, donde el clero no hace más que predicar contra el mal uso de la ciencia. Milly y yo fuimos a la Catedral el domingo pasado, ya sabe usted cómo es ella para eso de la misa, cree que me va a convertir y no me sorprendería que lo hiciera. Pues bien, el padre Méndez se pasó media hora describiendo los efectos de la bomba de hidrógeno. Los que sostienen la idea de que es posible un cielo en la tierra, afirmó, están creando un infierno; y tal como lo dijo, sonaba así. Fue un sermón muy lúcido. ¿Cómo cree usted que me sentía el lunes por la mañana, cuando tuve que montar el escaparate para exponer la nueva Aspiradora de Pila Atómica? No me hubiera sorprendido nada que alguno de esos chicos salvajes de por allí me hubiese roto el cristal del escaparate. Los de Acción Católica, Cristo Rey y todas esas cosas. No sé qué hacer, Hasselbacher.
—Véndale una al padre Méndez para el Palacio Episcopal.
—Pero si él está muy contento con la Turbo. Era un buen aparato. Naturalmente que ésta también lo es. Es mejor para quitar el polvo de las estanterías. Y usted ya sabe que yo no vendería a nadie una aspiradora que no fuera buena.
—Lo sé, señor Wormold. ¿No puede cambiarle el nombre?
—No me lo permitirían. Están orgullosos de él. Se creen que es la mejor frase que se les ha ocurrido desde aquello de «sacude y barre mientras limpia a fondo». En la Turbo había una cosa que llamaban filtro purificador. A nadie le importaba, era un buen aparato, pero ayer una mujer entró, miró con atención la Pila Atómica y me preguntó si un filtro de ese tamaño podía absorber toda la radiactividad. «¿Y qué me dice del estroncio 90?» —preguntó.
—Podría extenderle un certificado médico —dijo el doctor Hasselbacher.
—¿A usted nunca le preocupa nada?
—Tengo una defensa secreta, señor Wormold. Me interesa la vida.
—A mí también, pero…
—Usted se interesa por una persona, no por la vida, y las personas mueren o nos abandonan. Lo siento. No me refería a su mujer. Pero si se interesa por la vida, la vida nunca decepciona. A mí me interesa el azul del queso. Usted no hace crucigramas, ¿verdad, señor Wormold? Yo sí, y los crucigramas son como las personas: uno llega al final. Puedo terminar cualquier crucigrama en una hora, pero he hecho un descubrimiento acerca del azul del queso: nunca llegaré al final, aunque, por supuesto, uno sueña con el día en que quizá… Alguna vez le enseñaré mi laboratorio.
—Tengo que irme, Hasselbacher.
—Usted debería soñar más, señor Wormold. La realidad de nuestro siglo no es como para enfrentarse con ella.
2
Cuando Wormold llegó a su tienda de la calle Lamparilla, Milly no había regresado aún del colegio americano, y, a pesar de las dos figuras que vio a través de la puerta, la tienda le pareció vacía. ¡Qué vacía! Y así habría de seguir hasta que Milly regresara. Cada vez que entraba en el establecimiento notaba un vacío que no tenía nada que ver con sus aspiradoras. Ningún cliente podía llenarlo y menos aún el que se hallaba en ese momento de pie allí, con un aspecto demasiado elegante para La Habana, leyendo un prospecto en inglés sobre la Pila Atómica y haciendo ostensiblemente caso omiso del asistente de Wormold. López era un hombre impaciente que no gustaba de perder el tiempo lejos de la edición española de Confidential. Envolvía al desconocido en una mirada de indignación, sin hacer ningún intento por ganárselo.
—Buenos días[*] —dijo Wormold. Miraba a todos los desconocidos que llegaban a la tienda con un recelo que era hábito. Diez años antes había llegado a la tienda uno que se hizo pasar por cliente y que, valiéndose de ese engaño, le había vendido un paño de lana de oveja para sacar brillo a la carrocería del coche. Aquél había sido un impostor plausible, pero nadie tenía menos aspecto de comprador de aspiradoras que este hombre. Alto y elegante, llevaba un traje tropical color piedra y una corbata cara y traía consigo el aliento de las playas y el olor a tafilete de un club elegante. Uno esperaba oírle decir: «el señor embajador le recibirá en seguida». El problema de la limpieza le sería resuelto siempre: por el mar o por un ayuda de cámara.
—Me temo que no hablo esa jerigonza —contestó el desconocido. Aquella palabra de argot era como una mácula en su traje, como una mancha de huevo después del desayuno—. Usted es inglés, ¿no?
—Sí.
—Quiero decir de verdad. Con pasaporte inglés y todo.
—Sí, ¿por qué?
—Es preferible hacer negocios con una firma británica. Uno sabe a qué atenerse, ya me comprende.
—¿En qué puedo servirle?
—Bueno, primero quiero echar una mirada. —Hablaba como si estuviera en una librería—. No he podido hacérselo entender a su ayudante.
—¿Busca una aspiradora?
—No la busco exactamente.
—Quiero decir si está pensando en comprarse una.
—Eso es, amigo. Ha dado en el clavo. —Wormold tenía la impresión de que el hombre había elegido ese tono porque pensaba que era el que le iba a la tienda: una coloración protectora en la calle Lamparilla; la actitud de familiaridad, sin duda, no se avenía con su atuendo. No es fácil conseguir el éxito siguiendo la técnica de San Pablo de ser todo para todos sin cambiar de traje.
Wormold replicó con vivacidad:
—No encontrará nada mejor que la Pila Atómica.
—Aquí he visto una que se llama Turbo.
—Ésa también es una buena aspiradora. ¿Tiene un apartamento muy grande?
—Bueno, muy grande no es.
—Vea usted, tiene dos juegos de cepillos; éste es para encerar y éste para sacar brillo. ¡Ah, no! Creo que es al contrario. La Turbo es aeropropulsada.
—¿Qué significa eso?
—Naturalmente… lo que la frase indica, que funciona a base de aire.
—¿Y este chisme tan gracioso para qué sirve?
—Es una boquilla para alfombras, de doble dirección.
—No me diga. ¡Qué interesante! ¿Por qué de doble dirección?
—Se empuja y se tira.
—Las cosas que se inventan —observó el desconocido—. Supongo que venderá muchas de éstas.
—Soy el representante exclusivo aquí.
—Toda la gente importante se considerará obligada a tener una Pila Atómica, supongo.
—O una Turbo Jet.
—¿También las oficinas del gobierno?
—Desde luego, ¿por qué?
—Lo que es bueno para una oficina del gobierno debería de ser bueno para mí.
—Puede que usted prefiera nuestra Simplificadora Enana.
—¿Qué simplifica?
—El nombre completo es Aspiradora Pequeña de Succión Aeropropulsada Simplificadora Enana.
—Otra vez la palabra aeropropulsada.
—Yo no soy el responsable.
—No se pique, hombre.
—Personalmente odio las palabras Pila Atómica —dijo Wormold con apasionamiento repentino. Estaba muy alterado. Había supuesto que ese desconocido podía ser un inspector enviado por la oficina central de Londres o de Nueva York. Y en ese caso debían oír tan sólo la verdad.
—Lo entiendo. No es una elección muy feliz. Dígame, ¿usted hace el servicio de mantenimiento para estos cacharros?
—Trimestralmente. Y gratis durante el período de garantía.
—Le pregunto si lo hace usted en persona.
—Mando a López.
—¿Ese cascarrabias?
—Yo no soy buen mecánico. Cuando toco uno de estos trastos, parece que renuncia a seguir funcionando.
—¿Conduce usted?
—Sí, pero si hay alguna avería, mi hija se ocupa de eso.
—Ah, sí, su hija. ¿Dónde está?
—En el colegio. Permítame que le muestre cómo se acoplan estas piezas —pero, naturalmente, cuando trató de hacer la demostración, las piezas no se acoplaron. Forzó y atornilló—. Es una pieza defectuosa —dijo con desesperación.
—Deje que lo intente yo —pidió el desconocido y el acoplamiento automático salió a pedir de boca—. ¿Qué edad tiene su hija?
—Dieciséis años —respondió, enfurecido consigo mismo por contestar.
—Bueno —dijo el desconocido—, tengo que irme. Ha sido una charla muy agradable.
—¿Quiere ver cómo funciona una de las aspiradoras? López puede hacerle una demostración.
—Por el momento no. Pero volveré a verle. Aquí o allá —afirmó el desconocido con una seguridad vaga e insolente, y antes de que Wormold hubiera podido darle una tarjeta, había salido por la puerta. En la plaza situada en la parte alta de la calle Lamparilla, lo tragaron los chulos y vendedores de lotería del mediodía habanero.
López dijo:
—No pensaba comprar nada.
—¿Qué quería, entonces?
—Quién sabe. Me miró mucho tiempo a través del escaparate. Creo que si usted no hubiera entrado, me habría pedido que le buscara una chica.
—¿Una chica?
Pensó en aquel día de hacía diez años, y después, con intranquilidad, en Milly, y deseó no haber respondido a tantas preguntas. También deseó que el acoplamiento a presión hubiera funcionado, por una vez, con un solo chasquido.