Interludio en Londres
—¿Fue bueno el vuelo? —preguntó el Jefe.
—Un poco de turbulencia sobre las Azores —respondió Hawthorne. En esta ocasión no había tenido tiempo de quitarse su traje tropical gris pálido; la llamada urgente le había sorprendido en Kingston y un coche le esperaba en el aeropuerto de Londres. Se sentó lo más cerca que pudo del radiador, pero de cuando en cuando no pudo evitar un escalofrío.
—¿Qué extraña flor es ésa que lleva?
Hawthorne se había olvidado de ella. Alzó la mano hasta la solapa.
—Parece como si hubiera sido una orquídea —dijo el Jefe con tono de censura.
—La Pan American nos la dio anoche con la cena —explicó Hawthorne. Se quitó el lacio harapo color malva y lo puso en el cenicero.
—¿Con la cena? ¡Qué cosa tan rara! —dijo el Jefe—. No sería para mejorar la calidad de la comida. Personalmente detesto las orquídeas. Son decadentes. Había alguien, ¿no es verdad?, que las llevaba verdes.
—Me la puse en el ojal sólo para despejar un poco la bandeja. Había tan poco espacio que entre los panecillos, el champán, la macedonia, la sopa de tomate, el pollo a la Maryland y el helado…
—Qué horrible mezcla. Tendría usted que viajar en la BOAC.
—No me dio tiempo de hacer una reserva, señor.
—Verá, el asunto es bastante urgente. Usted sabe que nuestro hombre en La Habana nos ha estado enviando en estos últimos tiempos un material bastante inquietante.
—Es un buen agente —dijo Hawthorne.
—No lo niego. Querría tener más gente como él. Lo que no alcanzo a comprender es cómo los americanos no han tropezado con nada de eso todavía.
—¿Les ha preguntado, señor?
—Desde luego que no, no me fío de su discreción.
—Quizá ellos tampoco se fíen de la nuestra.
El Jefe prosiguió:
—Esos dibujos… ¿los ha examinado?
—No tengo conocimiento del asunto, señor. Los despaché hacia aquí de inmediato.
—Bien, écheles un vistazo.
El Jefe esparció los dibujos sobre su escritorio. Hawthorne se separó con disgusto del radiador e inmediatamente se sintió sacudido por un escalofrío.
—¿Se encuentra mal?
—Ayer, en Kingston, la temperatura llegaba a los treinta grados.
—Se le está debilitando la sangre. Una temporada de frío le sentará bien. ¿Qué piensa de esto?
Hawthorne fijó la mirada en los dibujos. Le recordaban… algo. Se sintió invadido, sin saber por qué, por una extraña desazón.
—Recordará los informes que llegaron junto con los dibujos —dijo el Jefe—. La fuente era barra tres. ¿Quién es?
—Creo que el ingeniero Cifuentes, señor.
—Bueno, incluso él quedó desconcertado. A pesar de todos sus conocimientos técnicos. Transportaban esas máquinas en carros especiales desde los cuarteles del ejército en Bayamo hasta el límite de la selva. Desde allí seguían con mulas. La dirección de la marcha: hacia esas inexplicables plataformas de hormigón.
—¿Qué dice el Ministerio del Aire, señor?
—Todos ellos están preocupados, muy preocupados. E interesados, claro.
—¿Qué dicen los de investigación atómica?
—No les hemos mostrado aún los dibujos. Ya sabe usted cómo son esos tipos. Criticarán los detalles nimios, dirán que todo eso es increíble, que un tubo es desproporcionado o que apunta en dirección equivocada. No se puede esperar que un agente que trabaja de memoria reproduzca todos los detalles con exactitud. Quiero fotografías, Hawthorne.
—Eso es mucho pedir, señor.
—Tenemos que obtenerlas. A cualquier precio. ¿Sabe lo que me ha dicho Savage? Se lo aseguro, me ha producido una horrible pesadilla. Ha dicho que uno de los dibujos le hace pensar en una aspiradora gigantesca.
—¡Una aspiradora! —Hawthorne se inclinó y volvió a examinar los dibujos y el frío le hizo temblar una vez más.
—Le da escalofríos, ¿verdad?
—Pero eso es imposible, señor —se sentía como si estuviera suplicando por salvar su carrera—. No puede ser una aspiradora, señor. Una aspiradora, no.
—Diabólico, ¿no? —dijo el Jefe—. La inventiva, la simplicidad, la imaginación demoníaca que supone este trasto —se quitó el monóculo negro y su ojo, de un azul infantil, captó un rayo de luz y lo hizo bailotear en la pared, por encima del radiador—. Vea esto, aquí, de un tamaño seis veces mayor que el de un hombre. Como un pulverizador gigantesco. Y esto… ¿qué le recuerda esto?
Hawthorne dijo desconsolado:
—Una boquilla para alfombras, de doble dirección.
—¿Qué es eso?
—A veces la traen las aspiradoras.
—Otra vez la aspiradora. Hawthorne, creo que quizá estamos sobre la pista de algo tan importante que la bomba H puede quedar convertida en una mera arma convencional.
—¿Y es de desear una cosa así, señor?
—Por supuesto que sí. Nadie se preocupa por las armas convencionales.
—¿Usted qué opina, señor?
—No soy un científico —respondió el Jefe—, pero mire este enorme depósito. Tiene que ser de la misma altura que los árboles de la selva. Con una enorme boca abierta en el extremo superior y esta manguera… apenas si la ha indicado. Por lo que se puede decir, tal vez mida kilómetros… quizá llegue desde las montañas hasta el mar. Ya sabe usted que según se dice los rusos están trabajando sobre cierta idea, algo relacionado con la energía solar, con la evaporación del mar. No sé de qué se trata, pero sé que esto es Algo Grande. Comuníquele a nuestro hombre que necesitamos fotografías.
—No sé cómo va a poder acercarse lo suficiente…
—Dígale que alquile un avión y que se pierda sobre esa zona. Que no lo haga él, personalmente, por supuesto, que envíe a barra tres o a barra dos. ¿Quién es barra dos?
—El profesor Sánchez, señor. Pero le derribarían. Tienen aviones de las fuerzas aéreas patrullando la zona.
—Sí, ¿eh?
—Para localizar a los rebeldes.
—Eso dicen ellos. Sabe usted, Hawthorne, tengo un presentimiento.
—¿Cuál, señor?
—Creo que los rebeldes no existen. Que son imaginarios. Eso le da al gobierno la excusa que necesita para imponer una censura sobre la información relativa a esa zona.
—Espero que esté en lo cierto, señor.
—Sería lo mejor para todos nosotros —dijo el Jefe con excitación— que nos hubiéramos equivocado. Tengo miedo de estas cosas; las temo, Hawthorne. —Volvió a ponerse el monóculo y el reflejo se retiró de la pared—. Hawthorne, cuando estuvo aquí por última vez, ¿habló con la señorita Jenkinson acerca de una secretaria para 59 200 barra 5?
—Sí, señor. No tenía ninguna candidatura especial, pero creía que una chica que se llama Beatrice podría ser útil.
—¿Beatrice? Detesto eso de los nombres de pila. ¿Está totalmente preparada?
—Sí.
—Ha llegado el momento de brindar ayuda a nuestro hombre en La Habana. Esto es demasiado importante para un agente sin entrenamiento y, además, sin ninguna asistencia. Será mejor que envíe a un radiotelegrafista con ella.
—¿No sería conveniente que fuera yo antes y le viera? Podría ver cómo van las cosas y hablar con él.
—Malo para la seguridad, Hawthorne. No podemos arriesgarnos a ponerle en evidencia ahora. Con una radio se podrá comunicar directamente con Londres. No me gusta esa conexión con el Consulado y a ellos tampoco.
—¿Qué haremos con los informes, señor?
—Tendrá que organizar algún tipo de enlace con Kingston por medio de un mensajero. Alguno de sus representantes. Envíe instrucciones con la secretaria. ¿La ha visto ya?
—No, señor.
—Vaya a verla ahora mismo. Asegúrese de que es la persona indicada. Capaz de entender el aspecto técnico de la cuestión. Tendrá usted que ponerla au fait[**] en cuanto a su nuevo trabajo. La secretaria vieja tendrá que marcharse. Hable con administración para que le pasen una pensión razonable hasta que llegue a la edad del retiro.
—Sí, señor —respondió Hawthorne—. ¿Puedo echar otra mirada a esos dibujos?
—Ah, veo que le interesan. ¿Qué opina usted?
—Esto parece —respondió Hawthorne con tono miserable— un acoplamiento automático.
Cuando llegó a la puerta, el Jefe volvió a hablarle:
—¿Sabe, Hawthorne?, mucho de esto se lo debemos a usted. Una vez me dijeron que no sabía usted calibrar a las personas, pero yo mantuve mi propia opinión. Buen trabajo, Hawthorne.
—Gracias, señor —puso la mano sobre el tirador de la puerta.
—Hawthorne.
—¿Sí, señor?
—¿Encontró aquella vieja libreta de piel negra?
—No, señor.
—Quizá la encuentre Beatrice.