Capítulo 4

1

El capitán Segura dijo:

—Me alegro de encontrarle solo. ¿Está solo, verdad?

—Completamente.

—Estoy seguro de que no le importará. He apostado dos hombres en la puerta para que nadie nos moleste.

—¿Estoy detenido?

—Desde luego que no.

—Milly y Beatrice han ido al cine. Se sorprenderán si no las dejan entrar.

—No le entretendré mucho tiempo. He venido a verle por dos cosas. Una es importante. La otra no es más que rutina. ¿Puedo empezar por la importante?

—Sí, por favor.

—Señor Wormold, quiero pedirle la mano de su hija.

—¿Exige eso que haya dos policías a la puerta?

—Es conveniente que no nos molesten.

—¿Ha hablado ya con Milly?

—No soñaría, siquiera, con hacerlo antes de hablar con usted.

—Supongo que aun aquí necesita legalmente mi consentimiento.

—No se trata de una cuestión legal, sino de cortesía común y corriente. ¿Puedo fumar?

—¿Por qué no? Esa pitillera, ¿está hecha de verdad de piel humana?

El capitán Segura se echó a reír.

—Esta Milly. ¡Qué bromista es! —en tono ambiguo agregó—: ¿Cree usted verdadera esa historia, señor Wormold? —quizá no se atrevía a mentir directamente; podía ser un buen católico.

—Milly es demasiado joven para casarse, capitán Segura.

—En este país no.

—Estoy seguro de que ella no quiere casarse todavía.

—Pero usted podría influenciarla, señor Wormold.

—A usted le llaman el Buitre Rojo, ¿verdad?

—Eso en Cuba es una especie de cumplido.

—¿No lleva usted una vida bastante insegura? Al parecer, tiene muchos enemigos.

—He ahorrado bastante para asegurar el futuro de mi viuda. En ese sentido, señor Wormold, soy un apoyo más interesante que usted. Esta tienda… no puede darle mucho dinero y por otra parte pueden cerrársela en cualquier momento.

—¿Cerrármela?

—Estoy seguro de que usted no intenta causar problemas, pero el caso es que se están produciendo muchos problemas a su alrededor. Si tuviera que abandonar este país, ¿no preferiría que su hija quedara aquí bien establecida?

—¿Qué clase de problemas, capitán Segura?

—Un coche tuvo un accidente… no importa por qué. Atacaron al pobre ingeniero Cifuentes, un amigo del ministro del Interior. El profesor Sánchez se ha quejado de que usted irrumpió en su casa para amenazarle. Hasta se dice por ahí que usted ha envenenado a un perro.

—¿Que yo he envenenado a un perro?

—Naturalmente que es absurdo. Pero el jefe de camareros del Hotel Nacional dice que usted le dio whisky envenenado a su perro. ¿Por qué iba usted a dar whisky a un perro? No lo comprendo. Ni él tampoco. Piensa que quizá lo haya hecho porque se trataba de un perro alemán. ¿No dice nada, señor Wormold?

—He perdido el habla.

—Se encontraba en un estado lamentable, el pobre hombre. De no haber sido así, lo habría echado de mi despacho por decir tonterías. Dijo que fue usted a la cocina para regodearse con lo que había hecho, lo que no parece muy propio de usted, señor Wormold. Siempre le he considerado un hombre muy humano. Dígame solamente que no hay nada de cierto en eso…

—El perro fue envenenado. El whisky era el de mi vaso. Pero lo habían preparado para mí, no para el perro.

—¿Por qué iba nadie a querer envenenarlo?

—No lo sé.

—Dos historias extrañas… y que se invalidan mutuamente. Tal vez no hubiera veneno y el perro murió, sin más. Me figuro que sería un perro viejo. Pero usted, señor Wormold, tiene que admitir que son muchos los problemas que parecen relacionados con su persona. Quizá sea usted como uno de esos niños inocentes que hay en su país, de los que, según he leído, sirven de intermediarios de los poltergeists.

—Quizá lo sea. ¿Sabe los nombres de los poltergeists?

—De la mayoría. Creo que ha llegado el momento de exorcizarles. Estoy redactando un informe para el presidente.

—¿Figuro en él?

—No necesita figurar. Debo decirle, señor Wormold, que he ahorrado dinero, lo suficiente para dejar a Milly en buena situación, si algo me ocurriera. Y, desde luego, lo bastante para instalarnos en Miami, en el caso de que estallara una revolución.

—No es necesario que me diga todo eso. No estoy cuestionando su capacidad financiera.

—Es lo habitual, señor Wormold. En cuanto a mi salud… es buena. Puedo mostrarle los certificados. No habrá inconveniente alguno en cuanto a los niños. Eso está ampliamente demostrado.

—Comprendo.

—Pero eso no tiene por qué preocupar a su hija. Los niños tienen lo que necesitan. Mis presentes cargas no son demasiado importantes. Sé que los protestantes son muy particulares respecto a estas cosas.

—No soy exactamente protestante.

—Y por fortuna su hija es católica. Este matrimonio sería muy deseable, señor Wormold.

—Milly sólo tiene diecisiete años.

—Es la mejor edad para tener hijos, cuando resulta más sencillo, señor Wormold. ¿Cuento con su permiso para hablar con ella?

—¿Lo necesita?

—Es más correcto.

—Y si yo dijera que no…

—Trataría de persuadirle, desde luego.

—Una vez me dijo usted que yo no pertenecía a la clase susceptible de tortura.

El capitán Segura posó una mano afectuosa en el hombro de Wormold.

—Tiene el mismo sentido del humor de Milly. Pero, hablando en serio, siempre se puede considerar su permiso de residencia.

—Al parecer usted está muy decidido. Muy bien. Puede hablar con ella. No le faltará oportunidad cuando vuelva del colegio. Pero Milly es una chica sensata. No creo que tenga usted ninguna probabilidad.

—En ese caso, quizá le pida que ponga en juego su influencia paterna.

—Qué victoriano es usted, capitán Segura. Los padres de hoy no tienen ninguna influencia. Usted me dijo que había algo importante…

Con tono de reproche, el capitán Segura respondió:

—Éste era el tema importante. El otro es una mera cuestión de rutina. ¿Quiere acompañarme al Wonder Bar?

—¿Por qué?

—Se trata de un asunto policial. Nada que deba preocuparle. Sólo le pido un favor, eso es todo, señor Wormold.

Se trasladaron en el coche deportivo color escarlata del capitán Segura, con un policía motorizado delante y otro detrás. Todos los limpiabotas del Paseo parecían estar apiñados en Virtudes. Había varios policías a cada lado de las puertas de vaivén del Wonder Bar y el sol caía a plomo sobre todos ellos.

Los policías de las motocicletas saltaron de sus vehículos y comenzaron a apartar a los limpiabotas. Otros policías salieron corriendo del interior del bar y formaron una escolta para el capitán Segura. Wormold le siguió. Como siempre a esa hora del día, los postigos que se abrían por encima de la columnata crujían con la ligera brisa marítima. El barman estaba del otro lado de la barra, del de los clientes. Tenía aspecto de estar enfermo y aterrorizado. Unas cuantas botellas rotas todavía goteaban detrás de él, pero la mayor parte de su contenido se había derramado mucho antes. Había una persona en el suelo oculta por los cuerpos de los policías, pero se veían sus botas, las botas rústicas, arregladas demasiadas veces, de un hombre viejo que no había sido rico.

—Sólo se trata de una identificación formal —dijo el capitán Segura.

Wormold casi no necesitaba ver la cara, pero le abrieron paso para que pudiera echar una mirada al doctor Hasselbacher.

—Es el doctor Hasselbacher —dijo—. Usted le conoce tan bien como yo.

—En estos casos hay que cumplir con las formalidades —respondió Segura—. Una identificación independiente.

—¿Quién ha sido?

Segura replicó:

—¿Quién sabe? Será mejor que tome un whisky. ¡Barman!

—No. Sírvame un daiquiri. Siempre bebía un daiquiri con él.

—Alguien entró con un revólver. Falló dos disparos. Naturalmente diremos que han sido los rebeldes de la Provincia de Oriente. Será útil para influir en la opinión extranjera. Y quizá hayan sido los rebeldes.

Desde el suelo, la cara miraba hacia arriba, sin expresión. No se podía describir esa impavidez en términos de paz o angustia. Era como si nada jamás le hubiera acontecido: una cara que nunca había nacido.

—Cuando le entierren, pongan su casco sobre el ataúd.

—¿Un casco?

—En su piso encontrará un viejo uniforme. Era un hombre sentimental. —Parecía extraño que el doctor Hasselbacher hubiera sobrevivido a dos guerras mundiales para morir después en tiempo de lo que llamaban paz, del mismo modo que hubiera muerto en el Somme.

—Usted sabe muy bien que esto no tiene nada que ver con los rebeldes —dijo Wormold.

—Pero conviene decir eso.

—Los poltergeists una vez más.

—Usted se culpa demasiado.

—Él me advirtió que no fuera a aquella comida. Carter le oyó, le oyeron todos, por eso le han asesinado.

—¿Quiénes?

—Usted tiene la lista.

—El nombre de Carter no estaba en ella.

—Pregunte entonces al camarero del perro. A él puede torturarle. No protestaré por eso.

—Es súbdito alemán y tiene amigos en las altas esferas políticas. ¿Por qué iba a querer envenenarle a usted?

—Porque piensan que soy peligroso. ¡Yo! ¡Qué poco saben! Póngame otro daiquiri. Siempre tomaba dos antes de volver a la tienda. ¿Me dejará ver su lista, Segura?

—Tal vez se la dejaría ver a un suegro, porque podría fiarme de él.

Pueden imprimir estadísticas y contar la población en cientos de miles, pero para cada hombre una ciudad consiste solamente en unas pocas calles, unas pocas casas y unas pocas personas. Si desaparecen éstas, la ciudad no existe ya, excepto como un dolor en el recuerdo, como el dolor de una pierna amputada que ya no está donde estaba. Era hora, pensó Wormold, de hacer el equipaje, marcharse y dejar atrás las ruinas de La Habana.

—Mire usted —decía el capitán Segura—, esto viene a corroborar lo que le he dicho. Podría haber sido usted. Milly debería estar a salvo de accidentes como éste.

—Sí —respondió Wormold—, tendré que ocuparme de eso.

2

Los policías se habían marchado de la tienda cuando él volvió. López había salido, no sabía adónde. Oía a Rudy afanándose con sus lámparas y de vez en cuando un ruido de descarga atmosférica resonaba en el apartamento. Se sentó en la cama. Tres muertes: un desconocido llamado Raúl, un dachsund negro llamado Max y un viejo doctor llamado Hasselbacher; él era la causa… y Carter. Carter no había planeado la muerte de Raúl ni la del perro, pero el doctor Hasselbacher no había tenido escapatoria. Había sido una represalia: una muerte a cambio de una vida, al revés de la Ley Mosaica. Oyó a Milly y a Beatrice hablando en la habitación contigua. Aunque la puerta estaba entreabierta sólo tomó conciencia a medias de lo que decían. Se hallaba en la frontera de la violencia, una tierra extraña que nunca había visitado; tenía su pasaporte en la mano. «Profesión: espía». «Rasgos característicos: amabilidad». «Propósito de la visita: asesinato». No se exigía visado. Sus papeles estaban en regla.

Y a este lado de la frontera oía las voces que hablaban en un lenguaje que él conocía.

Beatrice decía:

—No, no te recomiendo un rojo oscuro. A tu edad, no.

Milly respondía:

—Deberían darnos lecciones de maquillaje en el último curso. Me parece oír a Sor Agnes diciendo: «una gota de Nuit d’Amour detrás de las orejas».

—Prueba este rojo más claro. No, que no se te corra por el borde de los labios. Deja que te enseñe.

Wormold pensó: no tengo arsénico ni cianuro. Además no tendré la oportunidad de beber con él. Tendría que haberle hecho tragar ese whisky. Es más fácil decirlo que hacerlo fuera del escenario isabelino y, aun en él, habría necesitado además una espada envenenada.

—Así. ¿Ves to que quería decirte?

—¿Y el colorete?

—Tú no necesitas colorete.

—¿Qué perfume llevas, Beatrice?

Sous le Vent.

Han disparado sobre Hasselbacher, pero yo no tengo revólver, pensó Wormold. Tendría que haber un arma de fuego entre el material de la oficina, como la caja fuerte y los trozos de celuloide y el microscopio y la tetera eléctrica. Jamás en su vida había empuñado un revólver, pero esa objeción no era insuperable. Tenía que estar tan cerca de Carter como lo estaba de la puerta a través de la cual le llegaban las voces.

—Iremos juntas de compras. Creo que te gustará Indiscret. Es de Lelong.

—No suena muy apasionado —dijo Milly.

—Eres joven. No tienes que ponerte pasión detrás de las orejas.

—Hay que animar un poco a los hombres —adujo Milly.

—Basta con mirarlos.

—¿Así? —Wormold oyó la risa de Beatrice. Miró hacia la puerta con asombro. Se había adentrado tanto mentalmente en ese otro territorio que había olvidado que todavía se hallaba a este lado de la frontera, con ellas.

—No es necesario que les animes tanto —dijo Beatrice.

—¿He languidecido?

—Yo diría que has ardido de pasión.

—¿Echas de menos la vida matrimonial? —preguntó Milly.

—Si lo que quieres saber es si echo de menos a Peter, la respuesta es no.

—Si él muriera, ¿te volverías a casar?

—No creo que espere tanto. Sólo tiene cuarenta años.

—Claro. Supongo que podrías casarte otra vez, si es que llamas a eso matrimonio.

—Así lo llamo.

—Pero es terrible, ¿no? Yo tengo que casarme para siempre.

—Es lo que pensamos la mayoría… cuando lo hacemos.

—A mí me iría mejor ser amante de alguien.

—No creo que a tu padre le gustara mucho eso.

—No sé por qué. Si él volviera a casarse, sería lo mismo; ella sería su amante, ¿no? Él quería vivir con mamá para siempre. Lo sé. Él me lo dijo. Fue un matrimonio de verdad. Ni un buen pagano puede evitarlo.

—Yo pensaba lo mismo acerca de Peter. Milly, Milly, no permitas que ellas te endurezcan.

—¿Ellas?

—Las monjas.

—¡Ah! Ellas no me dicen estas cosas. Así no, en absoluto.

Siempre existía la posibilidad de un cuchillo, por supuesto; pero para usar un cuchillo tenía que estar tan cerca de Carter como jamás podría llegar a estarlo.

Milly preguntó:

—¿Estás enamorada de mi padre?

Un día puedo volver y poner en orden todo esto, pero ahora hay problemas más importantes. Tengo que descubrir cómo se mata a un hombre. ¿Debe haber manuales que expliquen eso? Tiene que haber tratados sobre lucha sin armas. Se miró las manos, pero no confiaba en ellas.

Beatrice preguntó:

—¿Por qué me lo preguntas?

—Porque vi cómo le mirabas.

—¿Cuándo?

—Cuando volvió de aquella comida. ¿O sólo estabas contenta porque había pronunciado el discurso?

—Sí.

—No estaría bien —prosiguió Milly—. Me refiero a que le quisieras.

Wormold se dijo: si pudiera matarlo, al menos mataría por un motivo limpio. Le mataría para demostrar que uno no puede matar sin que alguien le mate a su vez. No le mataría por mi país. No le mataría por el capitalismo, ni por el comunismo, ni por la socialdemocracia, ni por un Estado benefactor —¿qué beneficiaría a quién?—, sino que mataría a Carter porque ha asesinado a Hasselbacher. Una venganza familiar había sido mejor razón para un asesinato que el patriotismo o la preferencia de un sistema económico en lugar de otro. Si amo u odio, dejadme que ame u odie como individuo. No seré 59 200/5 en la guerra total de nadie.

—Si le quisiera, ¿por qué no debería hacerlo?

—Está casado.

—Milly, querida Milly. Ten cuidado con las fórmulas. Si existe un Dios, no es un Dios de fórmulas.

—¿Le quieres?

—No he dicho eso.

Un revólver es el único medio. ¿De dónde puedo sacar un revólver?

Alguien entró en la habitación; no alzó la mirada. Las lámparas de Rudy emitían sus agudos chillidos en la habitación contigua. La voz de Milly dijo:

—No te oímos llegar.

Wormold replicó:

—Quiero que me hagas un favor, Milly.

—¿Estabas escuchando?

Oyó a Beatrice:

—¿Ha pasado algo malo? ¿Qué ha ocurrido?

—Ha ocurrido un accidente, una especie de accidente.

—¿Quién?

—El doctor Hasselbacher.

—¿Serio?

—Si.

—Es una mala noticia, ¿verdad? —dijo Milly.

—Sí.

—Pobre doctor Hasselbacher.

—Sí.

—Le pediré al capellán que diga una misa por cada uno de los años que le conocimos. —No había habido necesidad, pensó, de dar la noticia de la muerte con demasiado tacto, al menos en lo que a Milly concernía. Para ella, todas las muertes eran muertes felices. La venganza no es necesaria cuando se cree en el cielo. Pero él no abrigaba esa creencia. La misericordia y el perdón apenas si eran virtudes en un cristiano; se producían con excesiva facilidad.

Siguió hablando:

—El capitán Segura estuvo aquí. Quiere que te cases con él.

—Ese viejo. Jamás volveré a subir a su coche.

—Yo querría que lo hicieras una vez más, mañana. Dile que yo quiero verle.

—¿Por qué?

—Para jugar a las damas. A las diez en punto. Tú y Beatrice tendréis que despejar el campo.

—¿Me dará la lata?

—No. Dile solamente que venga a hablar conmigo. Dile que traiga su lista. Él entenderá.

—¿Y después?

—Nos iremos a casa. A Inglaterra.

Cuando estuvo a solas con Beatrice, le dijo:

—Se acabó. Es el fin de esta agencia.

—¿Qué quiere decir?

—Quizá nos hundamos gloriosamente con un buen informe: la lista de los agentes secretos que operan aquí.

—¿Incluidos nosotros?

—No. Jamás hemos operado.

—No comprendo.

—No tengo agentes, Beatrice. Ni uno. Hasselbacher fue asesinado sin motivo. No existen esas construcciones de las montañas de Oriente.

Era característico en ella no demostrar incredulidad. Ese dato, como cualquier otro, debía ser archivado para servir como punto de referencia. Sería evaluado, pensó Wormold, por la oficina central.

Después dijo:

—Desde luego, su deber es informar de esto a Londres inmediatamente, pero le estaré muy agradecido si espera hasta después de mañana. Quizá entonces estemos en condiciones de agregar algo auténtico.

—Si sigue usted con vida, quiere decir.

—Por supuesto que seguiré con vida.

—Usted planea algo.

—Segura tiene la lista de los agentes.

—No es eso lo que planea. Pero si usted muere —dijo con un tono que parecía de indignación—, de mortuis… supongo.

—Si algo me ocurriera, no querría que usted se enterase del fraude que he sido leyéndolo en esos ficheros falsos.

—Pero Raúl… tiene que haber habido un Raúl.

—Pobre hombre. Se habrá preguntado qué le estaba sucediendo. Iría conduciendo como un loco, igual que siempre. Quizá estaba borracho, también como siempre. Espero que fuera así.

—Pero existía.

—Un nombre se saca de cualquier parte. Debí elegir el suyo y recordarlo después.

—¿Y esos dibujos?

—Los hice yo mismo: la aspiradora de Pila Atómica. Ahora la broma ha terminado. ¿Quiere escribir una confesión para que la firme? Estoy contento de que no le haya ocurrido nada grave a Teresa.

Beatrice se echó a reír. Se cogió la cabeza con las manos y rió. Al cabo de un momento dijo:

—Cuánto te quiero.

—Debo parecerte bastante tonto.

—Londres me parece bastante tonto. Y Henry Hawthorne. ¿Crees que habría abandonado a Peter si alguna vez, sólo una vez, se hubiera burlado de la UNESCO? Pero la UNESCO era sagrada. Las conferencias culturales eran sagradas. Jamás se reía… Préstame tu pañuelo.

—Estás llorando.

—Me río. Esos dibujos…

—Uno era una boquilla de pulverizador y el otro era un acoplamiento doble automático. Jamás hubiera creído que pudiesen engañar a los expertos.

—Los expertos nunca los vieron. Te olvidas… esto es un Servicio Secreto. Tenemos que proteger a nuestros informantes. No podemos permitir que esa clase de documentos llegue a manos de nadie que de verdad entienda. Cariño…

—Has dicho cariño.

—Es un modo de hablar. ¿Te acuerdas del Tropicana y del hombre que cantaba? Yo no sabía que tú eras mi jefe ni tú que yo era tu secretaria; no eras más que un hombre guapo con una hija encantadora, y supe que querías hacer una locura con una botella de champán y estaba tan harta de sentido común…

—Pero no soy un chiflado.

—Dicen que la Tierra es redonda

y a mi locura ofenden.

—No sería vendedor de aspiradoras si fuera un chiflado.

—Yo digo que la noche es día

y no me empeño en la porfía.

—¿No eres más leal que yo?

—Tú eres leal.

—¿A quién?

—A Milly. Me importan un comino los hombres que son leales a la gente que les paga, a las organizaciones…

No creo que ni siquiera mi país signifique tanto. Llevamos muchos países en la sangre, ¿no?, pero sólo una persona. ¿Sería el mundo el lío que es si fuéramos leales al amor y no a un país?

Wormold repuso:

—Supongo que podrían quitarme el pasaporte.

—Que lo intenten.

—De todas maneras —afirmó él—, esto es para los dos el final de un trabajo.