V
Dreuther se había afeitado y se había cambiado de camisa. Estaba leyendo un libro en su salita. De nuevo tenía su aire imponente del octavo piso. El bar estaba hospitalariamente abierto y las flores parecían recién arregladas. Nada de esto me impresionó. Ya conocía su bondad, pero una bondad epidérmica puede dañar mucho a la gente. A la bondad tiene que enterársele de las cosas. Llevaba un cuchillo en mi mente y esperaba el momento de usarlo.
—Pero ¿su mujer no ha venido también con usted?
—Ya me seguirá —dije.
—¿Y sus maletas?
—Las maletas también. ¿Puedo beber algo?
No sentía ningún remordimiento de ganar, a sus expensas, valor para asesinarlo. Tomé dos whiskys muy de prisa. Él mismo me los preparó, puso el hielo, me sirvió como a un igual. No tenía idea de que de hecho yo era su superior.
—Parece cansado —dijo —. Las vacaciones no le han sentado.
—Tengo preocupaciones.
—¿Se acordó de traer a Racine?
—Sí. —Momentáneamente me conmovió que recordara ese detalle.
—Quizá después de comer podrá usted leer un poco. En una época, a mí también me gustaba como a usted. He olvidado tantas cosas. La vejez es un gran período de olvido.
Me acordé de lo que Cary había dicho: después de todo, a su edad, ¿no tenía acaso el derecho de olvidar? Pero cuando pensé en Cary hubiera llorado, vertiendo amargas lágrimas dentro de mi vaso.
—Olvidamos muchas cosas de las que están cerca, pero nos acordamos del pasado. A menudo me inquieta el pasado. Innecesaria equivocación. Innecesaria pena.
—¿Podría tomar otro whisky?
—Desde luego. —Se puso de pie rápidamente y me sirvió el whisky. Apoyado en su pequeño bar, con su ancha espalda patriarcal vuelta hacia mí, dijo —: Hable libremente. No estamos ahora en el octavo piso. Dos hombres en vacaciones. Amigos, espero. Beba. No es malo emborracharse un poco si uno se siente desgraciado.
Yo estaba un poco borracho… Más que un poco. No podía dominar mi voz cuando dije:
—Mi mujer no vendrá. Me ha abandonado.
—¿Una pelea?
—No se trata de pelea. Ni de palabras que se puedan borrar u olvidar.
—¿Está enamorada de algún otro?
—No lo sé. Quizá.
—Hábleme. Yo no puedo ayudarlo. Pero uno necesita a alguien con quien desahogarse.
Al usar el pronombre «uno» había hecho de la mía una condición del género humano destinado a sufrirla. «Uno» nace, «uno» muere, «uno» pierde lo que ama. Se lo conté todo, excepto lo que había venido a decirle al barco. Le conté lo del café con panecillos, y lo de mis ganancias, y lo del estudiante hambriento, y lo de «Nido de Pájaro». Le conté lo de mis malos modales con el mozo, y le conté las últimas palabras de ella: «Ya no me gustas». Hasta (parece increíble ahora) le mostré la carta. Dijo:
—¡Cuánto lo siento! Si no me hubiese demorado… esto no habría sucedido. Por otro lado, usted no hubiera ganado todo ese dinero.
—Al diablo el dinero —dije.
—Eso se dice fácilmente. Yo mismo lo he dicho tan a menudo. Pero estoy aquí…—hizo un gesto mostrando la modesta salita que sin embargo sólo un hombre rico podía pagarse—. Si hubiera pensado de veras lo que decía, no estaría aquí.
—Yo lo pienso.
—Entonces tiene esperanzas.
—Ella puede estar acostada con él en este momento.
—Eso no destruye la esperanza. A menudo uno ha descubierto cuánto quiere a alguien por acostarse con otro.
—¿Qué haré?
—Fume un cigarro. —No me gustan.
—¿No le molesta? —encendió uno —. Éstos también cuestan dinero. De veras, no me gusta el dinero. ¿A quien podría gustarle? Las monedas están mal dibujadas y el papel es sucio. Como los diarios que se recogen en los paseos públicos. Pero me gustan los cigarros, el yate, la hospitalidad, y supongo, lo temo, sí —agregó bajando la punta de su cigarro como una bandera —, el poder.
Yo había olvidado que ya no lo tenía.
—Uno tiene que soportar esto del dinero. ¿Sabe usted dónde estarán? —preguntó.
—Festejando el acontecimiento con café y panecillos, supongo.
—Yo he tenido cuatro mujeres. ¿Está usted seguro de querer que vuelva?
—Sí.
—Puede uno gozar de mucha paz, sin ellas.
—Yo no busco paz… todavía.
—Mi segunda mujer (yo era joven entonces) me dejó, y cometí el error de persuadirla para que volviera. Pasaron años antes de que pudiera yo deshacerme de ella después de eso. Era una buena mujer. Si uno ha de casarse, mejor es casarse con una mala mujer.
—Yo lo hice, y no resultó muy divertido.
—¡Qué interesante! —aspiró humo y observó cómo subía y se desvanecía —. Por lo menos no dura. Una buena mujer dura. Blixon está casado con una buena mujer. Los domingos, en la iglesia, se sienta a su lado, y ella piensa en la minuta para la comida. Es una excelente ama de casa y tiene muy buen gusto para decorar interiores. Sus manos son gorditas… asegura con orgullo que son buenas manos para la repostería… pero para eso no están hechas las manos de una mujer. Es una mujer moral y cuando él la deja sola, durante la semana, sabe que está seguro de ella. Pero a ella tiene que volver, eso es lo terrible, tiene que volver.
—Cary no es tan buena como todo eso. —Miré el último trago que me quedaba de whisky —. Me gustaría, qué demonios, que usted me dijera qué puedo hacer.
—Soy demasiado viejo. Los jóvenes me llamarían cínico. A la gente no le gusta enfrentarse con la realidad. No le gusta el sentido común. Hasta que la edad le obliga a aceptarlo. Yo le diría: traiga sus maletas, olvídese de todo… mi provisión de whisky es abundante ; durante unos días anestésiese. Tengo unos huéspedes muy agradables que mañana suben a bordo en Portofino. Celia Charteris le gustará mucho. Si el celibato le pesa, en Nápoles encontrará varios burdeles. Telegrafiaré a la oficina para prolongar sus vacaciones. Conténtese con lo que es aventura. No trate de domesticar la aventura.
—Quiero a Cary. Eso es todo. No quiero aventuras —dije.
—Mi segunda mujer me dejó porque dijo que yo era demasiado ambicioso. No se daba cuenta de que sólo los moribundos se ven libres de ambiciones. Y probablemente tengan la ambición de vivir. Algunos hombres disfrutan su ambición… eso es todo. Yo estaba en condiciones de ayudar a ese joven de quien mi mujer se había enamorado. Pronto mostró entonces su ambición. Hay diferentes clases de ambición… eso es todo. Y mi mujer descubrió que prefería la mía. Porque era ilimitada. Porque lo infinito no les parece un rival indigno, pero sí que un hombre prefiera un puesto de Subgerente… eso es un insulto. —Miró con pesadumbre la ceniza de su cigarro —. De cualquier modo uno no debe meterse.
—Yo haría cualquier cosa…
—Su mujer es romántica. La pobreza de ese joven la seduce. Me parece que veo un camino. Tome otro whisky mientras yo se lo digo…