III
Le llamaban Gom todos los que no le querían y también todos los que estaban demasiado alejados para sentir algo por él. Era como el tiempo: imprevisible. Cuando instalaban un teletipo nuevo, o cuando reemplazaban las viejas, seguras y familiares máquinas de calcular por algún modelo nuevo, se decía: «Cosas del Gom, supongo», antes de ponerse a aprender cómo se manejaba este último juguete. Para Navidad, llegaban notitas escritas a máquina y dirigidas personalmente a cada miembro del personal (debían de significar un día de trabajo para los mecanógrafos, pero la firma que estaba al pie del saludo traído por las fiestas, Herbert Dreuther, estaba impresa con un sello). Siempre me sorprendía que la carta no llevara simplemente como firma: Gom. En la estación de los aguinaldos y de los cigarros, imprevisibles en cuanto a cantidad, a veces se le oía llamar por su nombre entero, el Gran Viejo.
Y había en él algo realmente grande, con su melena blanca, su cabeza de músico. Mientras otros hombres coleccionaban cuadros para zafarse del impuesto a la herencia, él los coleccionaba por placer. Solía desaparecer durante un mes en su yate con una carga de escritores y de actrices y algún bicho raro: un hipnotizador, un hombre que había inventado una rosa nueva o descubierto algo sobre las glándulas endocrinas. Nosotros los de la planta baja no hubiéramos advertido su ausencia, desde luego: no habríamos sabido nada del asunto si no hubiera sido por los diarios ; los más baratos del domingo seguían su yate de puerto en puerto. Asociaban los yates con escándalos, pero nunca había escándalos en el barco de Dreuther. Odiaba todo lo desagradable fuera de la oficina.
Yo, por mi empleo, estaba un poco más enterado que los demás: el gasoil, junto con el vino, estaba incluido en el capítulo de gastos generales. Una vez esto trajo inconvenientes con Blixon. Mi jefe me lo contó. Blixon era el otro poder reinante, en el número 45. Tenía casi tantas acciones como Dreuther, pero no se le consultaba en proporción. Era pequeño y desaseado, nada distinguido y devorado por los celos. También él hubiera podido tener un yate, pero nadie habría navegado con él. Cuando protestó por lo del gasoil, Dreuther, magnánimo, cedió, y luego decidió suprimir todo su carburante de la cuenta de la Sociedad. Como vivía en Londres, usaba el auto de la casa, pero Blixon vivía en Hampshire. Se llegó a lo que Dreuther llamaba cortésmente un arreglo: las cosas quedaron como antes. Cuando Blixon consiguió de una manera u otra un título de nobleza, obtuvo una ventaja momentánea hasta que se enteró de cierto rumor: Dreuther había rehusado el que se le confería en la misma lista honorífica. Lo cierto es que durante una comida en que estaban Blixon y mi jefe, se oyó a Dreuther oponerse a que se le diera un título a tal artista. «Imposible. No podría aceptarlo. Un O.M. [1](o quizá un C.H.)[2]son los únicos honores aún respetables».
Y lo peor era que Blixon no había oído hablar jamás del C.H.
Pero Blixon esperaba su hora. Un fajo más de acciones le daría el control, y creíamos que su plegaría principal, de noche (era miembro del Consejo Parroquial de Hampshire), era para pedir que las acciones salieran al mercado mientras Dreuther anduviera navegando.