I
Uno se adapta más fácilmente al dinero que a la pobreza: Rousseau hubiera podido escribir que el hombre había nacido rico y que en todas partes se había empobrecido. Me dio gran satisfacción pagarle mi deuda al gerente y dejar mi llave en la portería. Frecuentemente tocaba el timbre por el placer de enfrentarme sin vergüenza con un uniforme. Le hice hacer a Cary un tratamiento de Elizabeth Arden y pedí el Gruaud Larose 1934 (y hasta lo devolví porque no estaba a la temperatura que correspondía). Me mudé a un departamento y alquilé un auto para que nos llevara a la playa. En la playa alquilé uno de los bimgalow privados donde podía uno darse baños de sol, separado de los ojos de la gente por plantas y cercos vivos. Allí trabajaba al sol todo el día (porque no estaba aún seguro de mi sistema) mientras Cary leía (hasta le compré un libro nuevo).
Descubrí que, como en la Bolsa, el dinero engendra dinero. Ahora jugaba con fichas de diez mil francos y no con las de doscientos, e inevitablemente al final del día había acrecentado mi fortuna en varios millones. Mi suerte empezó a conocerse: jugadores accidéntales apostaban a mis docenas cuando yo había jugado fuerte, pero no se habían protegido, como lo hacía yo, con otras apuestas, y rara vez ganaban. Pude observar un aspecto extraño de la naturaleza humana, pues a pesar de que mi sistema daba resultados y el de ellos no, los veteranos nunca perdían fe en sus cálculos… Ni uno sólo abandonó sus complicadas martingalas que no llevaban sino a perder.
Al segundo día, cuando mis cinco millones se habían convertido en nueve, le oí decir a una señora vieja, con amargura: «Qué mala suerte», como si mi éxito impidiera que la rueda obedeciera a su sistema.
Al tercer día empecé a quedarme más horas en el Casino. Pasaba tres horas por la mañana en la cuisine y otras tantas por la tarde y, desde luego, por la noche me dedicaba a trabajar seriamente en la Salle Privée. Cary me había acompañado el segundo día y yo le había dado unos cuantos miles de francos para jugar (invariablemente los perdía), pero el tercer día me pareció mejor pedirle que no viniera. Me parecía que su presencia y ansiedad junto a mí me distraían, y dos veces calculé mal porque ella me habló.
—Te quiero mucho, querida —le dije —, pero el trabajo es el trabajo. Anda y date baños de sol. Nos veremos a las horas de la comida.
—¿Por qué llaman a eso un juego de azar? —dijo.
—¿Qué quieres decir?
—No es un juego —dijo —. Lo has dicho tú mismo: es un trabajo. Ya estás en la rutina. El desayuno a las nueve en punto, de manera de poder alcanzar la primera mesa. ¡Qué cantidad de precioso dinero estás ganando! ¿A qué edad piensas jubilarte?
—¿Jubilarme?
—La jubilación no debe atemorizarte, querido. Nos veremos mucho más a menudo y podríamos instalar una ruletita en tu escritorio. Te vendrá tan bien no tener que cruzar la calle con buen o mal tiempo.
Aquella noche, antes de la comida, mis ganancias llegaron hasta quince millones y me pareció que era necesario festejar el acontecimiento. Había descuidado a Cary un poco… lo comprendía, así que pensé ofrecernos una buena comida y después ir al ballet en vez de volver yo a la ruleta. Se lo dije y pareció contenta.
—El hombre de negocios quiere distraerse —dijo.
—Efectivamente, estoy un poco cansado.
Los que no han jugado a la ruleta en serio poco saben lo cansado que puede ser. Si no hubiera trabajado tan duro a la tarde no me habría enojado con el mozo del bar. Le había pedido dos Martinis muy secos y los trajo inundados de vermut… con sólo ver el color, antes de probarlos, lo descubrí. Para empeorar las cosas trató de explicar el color diciendo que había usado el gin de Booth. «Pero usted sabe perfectamente que yo no tomo más que Gordon», dije y devolví las bebidas. Trajo dos más y les había echado cáscara de limón. Dije:
—Por Dios, hombre, ¿cuánto tiempo tiene uno que ser cliente de este bar antes de que le conozcan los gustos?
—Lo siento, señor. Empecé a trabajar ayer.
Vi que los labios de Cary se apretaban. Yo no tenía razón, desde luego, pero había pasado el día en el Casino y ella hubiese podido muy bien darse cuenta de que yo no soy de la clase de hombre que habla de mal modo a los sirvientes. Dijo:
—Quién pensaría que hace una semana no nos atrevíamos a hablarle a un mozo, de miedo que nos presentara la cuenta.
Cuando fuimos a comer hubo algunas dificultades para encontrar mesa en la terraza: llegamos más temprano de lo habitual, pero le dije a Cary que éramos buenos clientes y que bien hubieran podido tomarse un poco más de trabajo para complacernos. Pero, de cualquier manera, esta vez me cuidé de no dejar que se viera del todo mi irritación. Estaba resuelto a que nuestra comida fuera digna de recordarse.
Generalmente, a Cary le gusta que uno decida por ella, así que tomé la minuta y empecé a hacer el pedido:
—Caviar —dije.
—Para uno —dijo Cary.
—¿Qué quieres comer? ¿Salmón ahumado?
—Pide para ti —dijo Cary.
Pedí Bresse à l'estragon a la broche, un poco de roquefort y fresas. Éste, pensé, era un momento también para el Gruaud Larose 1934 (ya habrían aprendido a qué temperatura tenía que servirse). Me recosté en la silla, sintiéndome complacido y satisfecho: había olvidado por completo mi pelea con el mozo, y sabía que me había portado cortésmente y con moderación cuando encontramos que nuestra mesa estaba ocupada.
—¿Y la señora? —preguntó el mozo.
—Un panecillo, manteca y una taza de café —dijo Cary.
—Pero la señora quizá quiera…
—Nada más que un panecillo y manteca, por favor. No tengo hambre. Es sólo para acompañar al señor.
Dije, enojado:
—En ese caso daré contraorden…—pero el camarero ya se había ido —. Cómo te atreves —dije.
—¿Qué pasa, querido?
—Sabes muy bien lo que pasa. Me dejas pedir y…
—Pero si no tengo hambre, querido. De veras. Sólo quería ser sentimental, nada más. Un panecillo y manteca me recuerdan los días en que no éramos ricos. ¿Te acuerdas de aquel cafetucho al pie de la escalinata?
—Te estás riendo de mí.
—Pero no, querido. ¿No te gusta nada pensar en aquellos días?
—Aquellos días, aquellos días… por qué no hablas de la semana pasada y del miedo que tenías de mandar ropa a lavar y de que no teníamos con qué comprar los diarios ingleses y no entendíamos los franceses… y…
—¿No te acuerdas de lo derrochador que eras cuando le diste cinco francos a un mendigo? ¡Oh!, eso me hace acordar…
—¿Qué?
—Nunca veo al muchacho hambriento ahora.
—Supongo que no se dedica a tomar baños de sol.
Llegó mi caviar y mi vodka. El mozo dijo:
—¿Quiere la señora que le traiga su café ahora?
—No. No. Creo que prefiero tomarlo cuando el señor tome su…
—Bresse à l'estragon, madame.
Nunca he comido caviar con menos ganas. Ella miraba cada bocado, inclinada hacia mí, apoyado el mentón en la mano en una actitud que supongo creería que era la de la devoción conyugal. La tostada crujía en el silencio, pero yo estaba decidido a no dejarme vencer. Comí con inflexible determinación el otro plato y simulé no percatarme de lo despacio que comía su panecillo… Ella tampoco debía de estar muy complacida con la comida. Le dijo al mozo:
—Tomaré otra taza de café para acompañar al señor mientras come sus fresas. ¿No tienes ganas de una media botella de champaña, querido?
—No. Si bebo más podría perder mi sangre fría…
—Querido, ¿qué he dicho? ¿No te gusta que me acuerde de los días en que éramos pobres y felices? Después de todo, si me hubiese casado ahora contigo, habría podido ser por tu dinero.
Qué terriblemente simpático estuviste cuando me diste aquellos quinientos francos para que yo los jugara. Mirabas la rueda tan seriamente.
—¿Y no estoy serio ahora?
—No miras ya la rueda. Miras tus apuntes y tus números. Querido, estamos de vacaciones.
—Lo hubiéramos estado, si Dreuther hubiera aparecido.
—Ahora podemos ir donde se nos antoje. Tomamos un avión mañana y vamos a cualquier parte.
—Mañana no. Comprendes, según mis cálculos, el ciclo de las pérdidas comienza mañana. Desde luego sólo jugaré con fichas de mil francos, para reducir los riesgos.
—¿Y pasado mañana?
—Ése es el día en que tengo que ganar lo perdido con apuestas dobles. Si has terminado tu café es hora de ir al ballet.
—Me duele la cabeza. No quiero ir.
—Claro que te duele la cabeza. Si no has comido nada.
—Durante tres días no comí más que panecillos y nunca me dolió la cabeza —se levantó de la mesa y dijo lentamente —: Pero en aquellos días yo estaba enamorada.
No quise pelearme y fui solo al ballet.
No puedo recordar qué ballet era… ni esa misma noche creo que lo hubiera recordado. Estaba preocupado. Y tenía que perder al día siguiente si es que tenía que ganar al otro día ; de otra manera mi sistema fallaría. Mi magnífico éxito resultaría efecto de la suerte, únicamente… la clase de suerte que presumiblemente por las leyes del azar se produce una vez en muchos siglos, así como esos longevos y laboriosos monos que escriben a máquina y producen eventualmente, en el curso de los siglos, la obra de Shakespeare. La bailarina era menos una mujer, para mí, que una bola dando vueltas en la rueda: cuando terminó sus evoluciones finales y vino sola ante el telón, era como si triunfalmente hubiese caído en él cero y todas las fichas a su alrededor fueran barridas por la banca… las de dos mil francos de los asientos baratos junto con las cuadradas de la platea, todas mezcladas. Di una vuelta por la terraza para refrescarme la cabeza: allí había estado la primera noche buscando «La Gaviota» en la bahía. Deseé que Cary estuviera conmigo y casi regresé en seguida al hotel para darle todo lo que pedía. Ella estaba en lo cierto: sistema o suerte, ¿qué importaba? Podríamos alcanzar un avión, prolongar nuestras vacaciones: tenía ahora cómo hacerme socio en algún modesto y seguro negocio, sin paredes de vidrio, esculturas modernas y un Gom en el octavo piso y, sin embargo… era como dejar, sin tocarla ni probarla, a la mujer que uno quiere… irse y nunca más saber la verdad de cómo la bola había llegado a caer en ese orden particular… la poesía del azar absoluto o la determinación de un sistema cerrado. Yo quedaría agradecido por la poesía, pero qué orgullo sentiría si llegara a comprobar el determinismo.
El regimiento estaba reunido: al pasear junto a las mesas me sentí como un alto jefe que inspecciona una unidad. Me hubiera gustado reprocharle a la vieja señora el usar su sombrero muy torcido, adornado con margaritas artificiales, y hubiera regañado ásperamente al señor Bowles por no tener su aparato para sordos bien limpio. Un empujoncito en mi codo… y le di una ficha de doscientos francos a la señora pedigüeña: «Más destreza—hubiera querido decirle—, el brazo ha de extenderse completamente, no debe quedar doblado en el codo y es hora de que se arregle ese pelo». Me miraron pasar con expresión de inquieto pesar, esperando que yo eligiera mi mesa, y, cuando me detuve, alguien se puso de pie y me ofreció su asiento. Pero yo no había venido a ganar… Había venido simbólicamente a perder y en seguida a irme. Así que cortésmente rehusé el ofrecimiento, coloqué mis fichas en su orden y, con una sensación de triunfo, vi que me las barrían. Después volví al hotel.
Cary no estaba y me sentí decepcionado. Le quería explicar la importancia de esta pérdida simbólica, y en vez de eso sólo pude desvestirme y meterme entre las aburridas sábanas. Dormí a ratos, estaba acostumbrado a la compañía de Cary, y encendí la luz a la una para ver la hora, y estaba aún solo. A las dos y media me despertó Cary al acercarse a tientas a su cama.
—¿Dónde has estado?—le pregunté.
—Caminando —dijo.
—¿Sola?
—No.
El espacio que separaba las dos camas se llenó de hostilidad, pero me guardé bien de asestar el primer golpe… ella estaba esperando esa ventaja. Fingí darme vuelta y acomodarme para dormir. Después de un largo rato, dijo:
—Fuimos hasta el Sea Club.
—Está cerrado.
—Encontramos la manera de entrar. Todo parecía muy grande e imponente en la oscuridad, con las sillas puestas unas sobre otras.
—Toda una aventura. ¿Cómo hicieron con la luz?
—¡Oh!, había la de la luna, muy brillante. Philippe me contó toda su vida.
—Espero que se agenciaría alguna silla. —Nos sentamos en el suelo.
—Si era una vida locamente interesante, cuéntamela. De otra manera ya es tarde y tengo que estar…
—Mañana temprano en el Casino. No. No creo que te parecería una vida interesante. Era tan simple, muy idílica. Y la contaba con mucha intensidad. Fue al colegio, a un Lycée.
—La mayoría lo hace en Francia.
—Sus padres murieron y vivió con su abuela.
—¿Y qué le pasó al abuelo?
—Él también había muerto.
—La mortalidad senil es muy elevada en Francia.
—Hizo durante dos años el servicio militar.
Dije:
—Por lo visto, se trata de una vida que llama la atención por su originalidad.
—Puedes mofarte a tus anchas —dijo.
—Pero, querida, no he dicho nada.
—Naturalmente, no podía interesarte. Nunca te interesas en alguien diferente de ti, y él es joven y pobre. Vive de café y panecillos.
—Pobre desgraciado —dije con genuina simpatía.
—Estás tan poco interesado que ni siquiera preguntas su nombre.
—Dijiste que se llamaba Philippe.
—Philippe ¿qué?—dijo, triunfalmente.
—Dupont —dije.
—Nada de eso. Chantier.
—¡Ah! se me confundieron los dos nombres.
—¿Quién es Dupont?
—Quizá se parezcan.
—Redicho, ¿quién es Dupont?
—No tengo idea —dije—. Pero ya es tardísimo.
—Eres imposible. —Le dio un golpe a la almohada como si hubiera sido mi cara. Hubo una pausa de varios minutos y dijo con amargura: —Ni siquiera me has preguntado si me acosté con él.
—Lo siento. ¿Te acostaste?
—No. Pero me pidió que pasara la noche con él.
—¿En las sillas apiladas?
—Mañana como con él.
Estaba empezando yo a caer en el estado de ánimo que ella quería. No pude contenerme más tiempo. Dije:
—¿Quién demonios es este Philippe Chantier?
—El muchacho hambriento, naturalmente.
—¿Comeréis panecillos y café?
—Yo pagaré la comida. Él es muy orgulloso, pero yo insistí. Él me va a llevar a un lugar muy barato y tranquilo y sencillo… un lugar donde van los estudiantes.
—¡Mira qué casualidad! —dije —. Yo también tengo que comer con alguien. Una persona que conocí esta noche en el Casino.
—¿Quién?
—Una señora de Dupont. —No existe tal nombre.
—No podría decirte el verdadero. Tengo que cuidar el honor de una mujer.
—¿Quién es?
—Estaba ganando mucho dinero esta noche en el bacarrá y nos pusimos a conversar. Su marido ha muerto hace poco, ella lo quería mucho, y ahora está algo así como ahogando su pena. Supongo que pronto encontrará quien la consuele, porque es joven y linda e inteligente y rica.
—¿Dónde vais a comer?
—Bueno, yo no la quería traer aquí… podrían desatarse las lenguas. Y a ella la conocen demasiado bien en la Salle Privée. Ella me sugirió que fuéramos hasta Cannes donde nadie nos conocería.
—Bueno, y no te des prisa en volver. Yo llegaré tarde.
—Justo lo que yo te estaba por decir, querida.
Así estábamos pasando la noche. Mientras estaba acostado y desvelado, sabiendo que ella también estaba desvelada a unos centímetros de mi cama, pensé: Todo esto es culpa de Gom ; ahora hasta nos arruina nuestro casamiento. Dije:
—Querida, si renuncias a tu comida, yo renunciaré a la mía.
Dijo:
—Ni siquiera creo en la tuya. La has inventado.
—Te juro, mi palabra de honor, que comeré con una mujer mañana.
Dijo:
—No puedo plantar a Philippe.
Pensé sombríamente: ahora no me queda más remedio que hacerlo, y ¿dónde diablos voy a encontrar a una mujer?