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Abrí el sobre en la cama y conté los billetes. Dije:
—Nos ha prestado 250.000 francos. —No lo creo.
—¡Lo que es ser amigo del Gom! Desearía tener simpatía por ese hijo de una tal por cual.
—¿Cómo devolveremos ese dinero?
—El Gom tendrá que ayudarnos. Él nos hizo venir aquí.
—Gastaremos lo menos posible, ¿no te parece querido?
—Pero nada de café y panecillos. Esta noche nos daremos un banquete… el banquete de casamiento.
No me importaba un pito del Gruaud Larose 1934: alquilé un auto y fuimos a una aldea en la montaña llamada Peille. Todo allí era color roca gris y amarillenta en el sol poniente, cuya luz se derramaba entre las frías espaldas de las colinas, donde las sombras esperaban. Había muías en la calle y el auto era demasiado grande para llegar hasta la posada y en la posada sólo había una larga mesa para cincuenta personas. Nos sentamos solos y miramos el anochecer, y nos dieron vino tinto del país, que no era muy bueno, y unos pichones gordos asados y fruta y queso. Los aldeanos reían bebiendo en el cuarto de al lado, y pronto pudimos apenas ver el lomo de las colinas.
—¿Contenta?
—Sí.
Después de un rato dijo:
—Me gustaría no tener que volver a Montecarlo. ¿No podríamos mandar el auto y quedarnos aquí? No nos importaría pasar la noche sin cepillo de dientes y mañana yo podría salir de compras.
Dijo esto último con una inflexión de voz ascendente, como si estuviéramos en el Ritz y la rue de la Paix quedara a la vuelta.
—Un cepillo de dientes en Cartier —dije.
—Lanvin para dos pijamas… la parte superior solamente.
—Jabón de Guerlain.
—Algunos pañuelos baratos de la rue de Rivoli —dijo —. No creo que necesitáramos nada más, ¿y tú? ¿Fuiste alguna vez a un lugar como éste con Dirty?
Dirty era el nombre que siempre le daba a mi primera mujer, que había sido morena y gordita y sexual con ojos de pekinés.
—Nunca.
—Me gusta estar en un sitio que no tenga huellas.
Miré mi reloj. Eran casi las diez y teníamos por delante un viaje de media hora. Dije:
—Supongo que ya es tiempo de regresar.
—No es tarde.
—No, pero esta noche quiero ensayar de veras mi sistema. Si juego con fichas de 200 francos tendré justo bastante capital.
—No vas a ir al Casino.
—Claro que iré.
—Pero eso es robar.
—Claro que no. Él nos dio el dinero para que nos divirtiéramos.
—Entonces la mitad es mío. No vas a jugar con la mitad que me corresponde.
—Querida, sé razonable. Necesito capital. Cuando haya ganado tendrás toda la suma y con intereses. Pagaremos nuestra cuenta y volveremos aquí, si quieres, para el resto de nuestra estadía.
—Nunca ganarás. Mira a los demás.
—No son matemáticos. Yo sí.
Un viejo con barba nos guió hasta nuestro auto a través de las oscuras calles con arcos: ella no quería hablar, ni siquiera tomarme del brazo. Dije:
—Ésta es nuestra noche de festejos, querida. No seas mezquina.
—¿Qué he dicho que sea mezquino?
Cómo nos derrotan con esos silencios: uno no puede repetir un silencio o desmentirlo como una palabra. En el mismo silencio volvimos a casa. Al llegar vimos a Mónaco, la ciudad toda iluminada… el Casino, la Catedral, el Palacio y los fuegos artificiales subían desde la roca. Era el último día de una semana de iluminación: recordé nuestra primera noche y nuestra pelea y los tres balcones. Dije:
—Nunca hemos visto la Salle Privée. Tenemos que ir esta noche.
—¿Qué tiene de especial esta noche, querido? —dijo.
—Le mari doit protection à sa femme, la femme obéissance à son mari.
—¿Qué diablos estás diciendo?
—Le dijiste al alcalde que estabas de acuerdo con eso. Hay también otro artículo con el que te mostraste de acuerdo: «La mujer está obligada a vivir con su marido y a seguirlo donde juzgue conveniente residir». Bueno, pues esta noche vamos a residir en la Salle Privée, ¿sabes?
—No comprendí lo que estaba diciendo.
Siempre había pasado lo peor cuando ella consentía en discutir.
—Por favor, querida, ven a ver cómo gano con mi sistema.
—Sólo te veré perder —dijo. Y hablaba con estricta precisión.
A las diez y media, exactamente, empecé a jugar y a perder y perdí constantemente. No podía cambiar de mesa porque en la Salle Privée era la única mesa en que se podía jugar con un mínimo de 200 francos. Cary quería que yo suspendiera mi juego cuando hube perdido la mitad del préstamo del gerente, pero yo creía aún que el momento llegaría, que cambiaría la suerte y mis números saldrían.
—Pero ¿cuánto te queda? —dijo.
—Esto.
Le mostré las cinco fichas de doscientos francos. Se puso de pie y me dejó solo: creo que estaba llorando, pero yo no la podía seguir sin perder mi sitio en la mesa.
Y cuando volví a nuestro cuarto en el hotel yo también lloraba. Hay circunstancias en que un hombre puede llorar sin avergonzarse. Ella estaba despierta: me di cuenta, por la manera en que se había arreglado, hasta qué punto me esperaba con frialdad. Nunca usaba la parte baja del pijama sino para demostrar enojo o indiferencia, pero cuando me vio sentado allí, a los pies de la cama, temblando por el esfuerzo de retener mis lágrimas, su cólera desapareció. Dijo:
—Querido, no tornes así las cosas. Ya nos arreglaremos.
Salió de la cama y me echó los brazos al cuello.
—Querido —dijo —. He sido mezquina contigo. Esto le puede suceder a cualquiera. Mira, probaremos los helados. Nada de café y panecillos, y estoy segura de que llegará «La Gaviota». Tarde o temprano.
—Ahora no me importa que no venga nunca —dije.
—No te amargues, querido. A todo el mundo le pasa eso de perder.
—Pero no he perdido —dijo —. He ganado.
Retiró sus brazos:
—¿Ganado?
—He ganado cinco millones de francos.
—Entonces, ¿por qué estás llorando?
—Me estoy riendo. «Somos ricos.»
—¡Ah!, qué bestia eres —dijo—¡y yo que te compadecía! —y volvió a meterse entre las sábanas.