VII
Después del desayuno tomamos un coche de caballo para ir a la Alcaldía… Yo quería asegurarme de que a Miss Bullen no se le había escapado algún requisito, pero no, todo estaba previsto y arreglado ; el casamiento debía tener efecto a las cuatro en punto. Nos pidieron que no llegáramos con retraso, pues había otro casamiento a las cuatro y media.
—¿Te gustaría ir al Casino?—le pregunté a Cary —. Podríamos jugar mil francos, quizá, ahora que todo está arreglado.
—Antes echemos una mirada al puerto y veamos si ha llegado.
Bajamos por unos escalones que me recordaron Montmartre, con la diferencia de que aquí todo estaba limpio, reluciente y nuevo, en vez de gris, viejo e histórico. En todas partes aparecía el Casino ; las librerías vendían martingalas en sobres, «2.500 francos por semana garantizados»; las jugueterías vendían pequeñas ruletas; los estancos vendían ceniceros en forma de rueda ; y hasta en las tiendas de modas había echarpes con números, par e impar, colorado y negro.
Vimos en la bahía una docena de yates, y tres llevaban banderas inglesas, pero ninguno de ellos era «La Gaviota», de Dreuther.
—Sería terrible que se hubiera olvidado —dijo Cary.
—Miss Bullen nunca le dejaría olvidarse. Supongo que estará en Niza, descargando pasajeros. Y acuérdate que anoche querías que llegara con retraso.
—Sí, pero esta mañana me da miedo. Quizá no debiéramos jugar en el Casino… por si acaso.
—Tomaremos un término medio —dije —. Trescientos francos. No podemos irnos de Mónaco sin haber jugado una vez.
Nos quedamos dando vueltas por la cuisine bastante tiempo antes de jugar. Éste era el momento grave del día… no había turistas y las Salles Privées estaban cerradas y sólo los veteranos sentados rodeaban las mesas. Uno tenía la sensación de que el almuerzo de todos ellos dependía de la victoria. Para ellos se trataba de una tarea larga, dura, aburrida, una taza de café y a trabajar hasta la hora del almuerzo, si la martingala tenía éxito y podían permitirse ese lujo. Una vez, Cary rió… he olvidado de qué, y un viejo y una vieja en dos lados opuestos de la mesa levantaron la cabeza y la miraron fijamente. Esta frivolidad los ofendía: para ellos, la cosa no era un juego. Incluso si la martingala daba resultado, ¡cuánto trabajo costaba ganarse dos mil quinientos francos por semana! Con sus libretas y sus apuntes no dejaban nada librado al azar, y, sin embargo, una y otra vez el azar, de una dentellada, les arrancaba sus fichas.
—Querida, apostemos.
Ella puso sus trescientos francos en el número de su edad, y cruzó los dedos para que le trajera suerte. Yo tomé mis precauciones ; puse una ficha en la esquina del mismo número y jugué a negro e impar con las otras. Los dos perdimos en su edad, pero yo gané a chance.
—Has ganado un dineral, querido. Qué astuto eres.
—He ganado doscientos y he perdido cien.
—Nos pagaremos una taza de café. Siempre dicen que hay que irse cuando uno gana.
—Pero no hemos ganado realmente. Hemos perdido cuatrocientos.
—Tú has ganado.
Mientras tomábamos el café, dije:
—¿Sabes que creo que voy a comprar una martingala, para divertirme? Me gustaría ver cómo llegan a convencerse…
—Si alguien puede inventar una martingala, tendrías que ser tú.
—Vería posibilidades si no hubiese límites para las posturas, pero entonces habría que ser millonario.
—Querido, no inventarás una de verdad, ¿no? Es divertido pensar que se es rico durante dos días, pero no sería divertido si fuera verdad. Mira los clientes de este hotel, son ricos. Esas mujeres con la piel tirante por la cirugía estética, el pelo teñido y esos atroces perritos…
Y añadió con uno de sus relámpagos de inquietante sabiduría:
—Una casi se asusta de ser vieja cuando se es rica.
—Ha de haber peores temores cuando se es pobre.
—A esos estamos acostumbrados. Querido, vamos a mirar un poco la bahía otra vez. Es casi hora de almorzar. Quizá el señor Dreuther esté a la vista. Este lugar… no me gusta demasiado.
Desde el mirador pudimos ver que no había ningún cambio en la bahía. El mar estaba muy azul y en calma y podíamos oír la voz de un timonel dirigiendo sus ocho remeros que subía clara desde el agua. Allí lejos aparecía un barco blanco, más pequeño que un juguete de celuloide para el baño de un niño.
—¿No piensas que pueda ser el señor Dreuther? —preguntó Cary.
—Podría ser. Supongo que será.
Pero no lo era. Cuando volvimos a la bahía, después del almuerzo, no estaba «La Gaviota» y el barco que habíamos visto había desaparecido. Naturalmente, no era cuestión de inquietarse: incluso si no llegaba antes de la noche, podríamos casarnos. Dije:
—Si algo le hubiese detenido, hubiera telegrafiado.
—Quizá se haya olvidado, sencillamente —dijo Cary.
—Eso es imposible —dije, pero muy bien sabía que nada era imposible con el Gom.
Añadí:
—Creo que avisaré al hotel que nos quedaremos con una habitación… por si acaso.
—El cuarto pequeño —dijo Cary.
El conserje estaba un poco enojado.
—¿Un cuarto, señor?
—Sí, un cuarto. El pequeño.
—¿El pequeño para usted y la señora, señor?
—Sí —y tuve que explicar —: nos casamos
esta tarde.
—Felicitaciones, señor.
—El señor Dreuther tenía que estar aquí.
—No hemos recibido ningún aviso del señor Dreuther, señor. Generalmente nos anuncia su llegada… No le esperamos.
Ni yo tampoco, pero no se lo dije a Cary. Después de todo, con o sin Gom, éste era el día de nuestro casamiento. Traté de hacerla volver al Casino y perder unos pocos francos, pero dijo que quería caminar por la terraza y mirar el mar. Era un pretexto para vigilar la llegada de «La Gaviota». Y, naturalmente, «La Gaviota» nunca vino. Mi entrevista no había significado nada, la bondad de Dreuther no había significado nada: era un capricho que había pasado como un pájaro selvático sobre el blanco erial de su mente, sin dejar rastro alguno. Nos había olvidado. Dije:
—Es hora de ir a la Alcaldía.
—No tenemos ni siquiera un testigo —dijo Cary.
—Encontrarán dos —dije con una seguridad que no sentía.
Pensé que resultaría alegre llegar en un coche de caballo y subimos románticamente en un desvencijado vehículo, en la puerta del Casino, y nos sentamos bajo su capota de un blanco sucio. Pero habíamos elegido mal. El caballo era puro hueso y pellejo, y yo no tuve en cuenta que el camino iba cuesta arriba. Un señor de edad, con un aparato para oír pegado a la oreja, empujado por una mujer madura, iba hacia el Casino con más rapidez que nosotros. Cuando nos pasaron, pude oír su nítida voz inglesa. Debía de estar terminando un cuento. Dijo: «Y vivieron felices para siempre». El viejo, con una risita, dijo: «Cuéntamelo otra vez». Miré a Cary y esperé que no hubiera oído, pero había oído.
—Querida —dije—, no seas supersticiosa. No lo seas hoy.
—Hay mucho de cierto en las supersticiones. ¿Corno sabes que el destino no nos manda mensajes… para que estemos preparados? Algo así como un código. Estoy siempre inventando nuevos. Por ejemplo —pensó un momento —…nos traerá suerte encontrar una confitería antes que una florista. Vigila tu lado de la calle.
Lo hice, y naturalmente la florista se presentó antes. Esperé que no se hubiese dado cuenta, pero se dio cuenta.
—No se le puede hacer trampas al destino —dijo, apesadumbrada.
El coche andaba más y más despacio: hubiésemos ganado tiempo andando. Miré mi reloj: sólo teníamos diez minutos. Dije:
—Debiste sacrificar un pollo esta mañana para averiguar qué presagiaban sus entrañas.
—Está muy bien eso de burlarse —dijo—. Pero quizá nuestros horóscopos no coincidan.
—¿Estarías dispuesta a romper conmigo? Quién sabe. A lo mejor encontramos a un bizco.
—¿Y eso es malo?
—Es terrible.
Le dije al cochero:
—Por favor, vayamos más aprisa. Plus vite.
Cary me tomó el brazo.
—¡Oh!—dijo.
—¿Qué pasa?
—¿No viste a ese que iba por la calle cuando volvió la cabeza? Era bizco.
—Pero Cary, si yo estaba bromeando solamente.
—No le hace. ¿Comprendes? Las cosas son como yo digo: se inventa un código y el destino lo usa.
Dije, enojado:
—Bueno, pues no importa nada. Vamos a llegar demasiado tarde, de cualquier modo.
—¿Demasiado tarde?—Me tomó la muñeca y miró mi reloj. Dijo —: Querido, no podemos llegar tarde. Pare. Arrêtez: Anda, págale.
—No podemos correr cuesta arriba —dije ; pero ya había bajado del coche y les hacía señas frenéticas a todos los autos que pasaban.
Desfilaban padres de familia, contentos de sí mismos, y los niños, aplastando su nariz contra los vidrios, nos hacían muecas. Dijo:
—No hay nada que hacer. Tenemos que correr.
—¿Por qué hacerse mala sangre? Nuestro casamiento iba a ser desgraciado… Ya has visto los presagios, ¿no?
—No me importa —dijo —, prefiero ser desgraciada contigo que ser feliz con cualquier otro.
Ésa era su manera súbita de disipar una pelea, un mal estado de ánimo, con una declaración categórica. La tomé de la mano y empezamos a correr. Pero nunca habríamos podido llegar a tiempo si un camión de mudanzas no se hubiese parado para que subiéramos. ¿Habrá alguien que haya llegado a su casamiento sentado en una vieja cama de bronce? Dije:
—De hoy en adelante, una cama de bronce nos traerá siempre suerte.
Dijo:
—Hay una cama de bronce en el cuartito del hotel.
Nos quedaban dos minutos cuando el hombre del camión de mudanzas nos ayudó a bajar en la plazuela que parecía encontrarse en el tejado del mundo. Al sur no había nada más elevado, supongo, hasta las montañas del Atlas. Las casas altas se erguían como cactos hacia el cielo azul, y una estrecha calle color terracota terminaba abruptamente al borde de la gran roca de Mónaco. Una Virgen celeste pálido con ángeles volando alrededor de ella como una bufanda miraba desde la iglesia de enfrente, y hacía calor, había brisa y mucha quietud y todos los caminos de nuestras vidas nos habían llevado a esta plaza.
Creo que por un momento los dos tuvimos miedo de entrar. Nada, adentro, podía ser tan bueno como esto, y no lo fue. Nos sentamos en un banco de madera, y pronto otra pareja vino a sentarse junto a nosotros, la muchacha de blanco, el hombre de negro. De repente tuve desagradablemente conciencia de no estar vestido para las circunstancias. Entonces un hombre con cuello duro y alto hizo muchos reparos por los documentos y por un momento pensamos que el casamiento no se celebraría ; luego hubo inconvenientes porque nos habíamos presentado sin testigos, y por fin consintieron en prestarnos un par de empleados cabizbajos. Nos hicieron pasar a un gran cuarto vacío con una araña, un escritorio —observé que en la puerta decía Salle des Mariages, y el alcalde, un hombre muy viejo que se parecía a Clemenceau, con la banda azul y roja de su oficio, esperó, impaciente, mientras el hombre del cuello leía nuestros nombres y las fechas de nuestro nacimiento.
Entonces el alcalde repitió lo que sonaba como todo un código en francés rápido, y nosotros nos mostramos de acuerdo con él (aparentemente se trataba de cláusulas del código de Napoleón). Después el alcalde dijo un discursito en un inglés muy malo sobre nuestros deberes hacia la sociedad y nuestra responsabilidad hacia el Estado, y por fin me dio un apretón de manos, besó a Cary en la mejilla, y salimos, pasando ante la pareja que esperaba, a la plazuela ventosa.
No Había sido una ceremonia impresionante, no había habido órgano, como en San Lucas, y ningún invitado.
—No tengo la impresión de que me haya casado —dijo Cary, pero agregó —: Es divertido no sentirse casada.