II
Estuvimos muy corteses el uno con el otro durante el almuerzo. Hasta vino Cary al Casino conmigo temprano a la tarde, pero creo que su único motivo era descubrir a la mujer que le mencioné. Por casualidad, una joven de gran belleza estaba jugando en una de las mesas, y Cary obviamente sacó la conclusión falsa que yo esperaba. Trató de ver si cambiábamos miradas y al fin no pudo contener su curiosidad. Me dijo:
—¿No le vas a hablar?
—¿A quién?
—A esa muchacha.
—No te entiendo —dije, y traté de dar una inflexión a mi voz que delatara mi preocupación por el honor de alguien. Cary dijo con furia:
—Tengo que irme. No puedo tener a Philippe esperando. Es tan sensible…
Mi sistema marchaba: estaba perdiendo exactamente lo que había previsto que iba a perder, pero ya no sentía alborozo por el éxito de mis cálculos. Pensé: ¿y si esto no fuera lo que llaman una pelea de enamorados? ¿Y si ella se interesara realmente por aquel hombre? ¿Y si fuera el fin? ¿Qué hago? ¿Qué es lo que me queda? Quince mil libras parecía una contestación inadecuada.
Yo no era el único que estaba perdiendo con regularidad. El señor Bowles, sentado en su silla de ruedas, dirigía a su enfermera que colocaba las fichas sobre el paño, inclinándose sobre sus hombros. Él también tenía un sistema, pero sospecho que su sistema no marchaba. Dos veces la mandó a la caja a buscar más dinero, y la segunda vez vi que su cartera no contenía sino unos cuantos billetes de mil francos. Bruscamente le hizo las indicaciones necesarias y ella puso las fichas que quedaban —unos ciento cincuenta mil francos —, la bola giró y él perdió la postura. Alejándose de la mesa en su silla, me vio y dijo:
—Usted… ¿cómo dijo que se llama?
—Bertram.
—Traje poco dinero. No quiero volver al hotel. Présteme cinco millones.
—Lo siento —dije.
—Usted sabe quién soy. Sabe lo que valgo.
—El hotel… —empecé.
—No me pueden dar esa suma hasta que abran los Bancos. La quiero esta noche. Usted ha estado ganando mucho. Lo he observado. Le pagaré la deuda antes de que termine la noche.
—La gente suele perder.
—No puedo oír lo que dice —dijo, moviendo su aparato.
—Lo siento, señor Otro —dije.
—Mi nombre no es Otro. Usted me conoce. Soy E. L. Bowles.
—Nosotros le llamamos E. L. Otro en la oficina. ¿Por qué no va al Banco aquí y cobra un cheque? Hay siempre alguien que atiende a los clientes.
—No tengo depósito en Francia, joven. ¿No ha oído hablar del control de cambio?
—No parecen estar molestándonos mucho a todos nosotros —dije.
—Mejor es que venga a tomar una taza de café y discutiremos el asunto.
—Estoy ocupado ahora.
—Joven —dijo Otro —, soy su patrón.
—No le reconozco a nadie ese título sino al Gom.
—¿Quién caray es el Gom?
—El señor Dreuther.
—El Gom. E. L. Otro. Parece que hay una singular falta de respeto por los directores de nuestra compañía. Y Sir Walter Blixon… ¿también tiene sobrenombre?
—Tengo entendido que el personal más joven lo llama Blister[4].
Una fina sonrisa brilló un instante en el rostro ceniciento.
—Por lo menos, ese sobrenombre es expresivo —observó Otro —. Nurse, puede irse a dar una vuelta media hora. Puede ir hasta la bahía. Siempre me dijo que le gustaban los barcos.
Cuando empecé a empujar la silla de Bowles hacia el bar, un ligero sudor se había formado en mi frente y mis manos. Una idea tan fantástica se me había cruzado por la mente que hasta el recuerdo de Cary y su hambriento caballero se desvaneció. Casi ni podía esperar a que llegáramos al bar. Dije:
—Tengo quince millones en mi caja de hierro del hotel. Se los puedo dar esta noche a cambio de sus acciones.
—No sea insensato. Valen veinte millones a la par y Dreuther o Blixon me darían cincuenta millones por ellas. Un vaso de agua Perrier, por favor.
Le traje un vaso de agua. Dijo:
—Ahora vaya a buscarme esos cinco millones.
—No.
—Joven —dijo —, tengo un sistema infalible. Me he prometido a mí mismo, desde hace veinte años, hacer saltar la banca. No me detendrán unos miserables millones. Vaya y tráigalos. Si no lo hace, lo haré dejar cesante.
—¿Cree usted que semejante amenaza significa algo para un hombre con quince millones en una caja de hierro? Y mañana tendré veinte.
—Ha estado perdiendo toda la noche. Yo lo he estado mirando.
—Yo sabía que iba a perder. Eso prueba que mi sistema marchaba bien.
—No puede haber dos sistemas infalibles.
—El suyo, me temo, probará a las claras que es de lo más falible.
—Dígame cómo es el suyo.
—No. Pero le mostraré por dónde peca el suyo.
—Mi sistema es mío.
—¿Cuánto ha ganado con él?
—Todavía no he empezado a ganar. Estoy en la primera etapa. Esta noche empiezo a ganar. Váyase al demonio, joven, búsqueme esos cinco millones.
—Con mi sistema he ganado más de quince millones.
Yo tenía la falsa impresión de que Otro era un hombre tranquilo. Es fácil parecer tranquilo cuando nuestros movimientos están muy reducidos. Pero sus dedos, cuando se movieron una pulgada sobre sus rodillas, demostraron una emoción incontenible; su cabeza osciló y el cordón del aparato que llevaba en la oreja se agitó. Era como el pequeño movimiento que el aire imprime a una persiana y que sin embargo es la señal de que se aproxima un ciclón. Dijo:
—¿Y si hubiéramos descubierto el mismo sistema?
—No lo hemos descubierto. Yo lo he estado observando. Y conozco el suyo. Se puede comprar en una papelería por mil francos.
—Eso es falso. Lo pensé yo mismo, durante años, joven, en esta silla. Veinte años, veinte.
—No son sólo los grandes espíritus los que piensan igual. Pero nunca se hará saltar la banca con un sistema comprado por el precio de mil francos y marcado sobre el sobre: Infalible.
—Le probaré que se equivoca. Le haré comer ese fajo. Tráigame los cinco millones.
—Ya le he dicho mis condiciones.
Hacia delante, hacia atrás, hacia los lados se movían las manos confinadas por la enfermedad a un espacio reducido. Corrían como ratones en una jaula… Las podía imaginar tratando de roer los intolerables barrotes.
—Usted no sabe lo que está diciendo. ¿No se da cuenta que tendría el control de la compañía si apoyara a Blixon?
—Por lo menos sabría algo de la compañía que estaría bajo mi control.
—Oiga. Si usted me presta los cinco millones esta noche, le pagaré mañana por la mañana y le daré la mitad de mis ganancias.
—No habrá ganancias con su sistema.
—Usted parece muy seguro del suyo.
—Sí.
—Podría considerar la posibilidad de vender mis acciones por veinte millones, más su sistema.
—No tengo veinte millones.
—Oiga. Si usted está tan seguro de sí, puede tomar ahora una opción a las acciones por valor de quince millones. Usted pagará el saldo dentro de veinticuatro horas: a las nueve de mañana noche… o usted pierde sus quince millones. Además me da su sistema.
—Es una propuesta de loco.
—Éste es un sitio de locos.
—Si no gano los cinco millones mañana, no tendré ni una sola acción.
—Ni una sola acción. —Sus dedos se habían inmovilizado.
Me reí.
—¿No se le ocurre a usted que me bastaría llamar por teléfono a la oficina mañana y Blixon me adelantaría el dinero para la opción? Él quiere las acciones.
—Mañana es domingo y el acuerdo ha de pagarse en efectivo.
—No le doy mi sistema hasta el pago final
—dije.
—No lo necesitaré si usted pierde.
—Pero necesito dinero para jugar.
Reflexionó sobre el asunto cuidadosamente. Dije:
—No se puede jugar con un sistema con sólo unos pocos miles de francos.
—Usted puede pagarme diez millones ahora —dijo—, a cuenta de los quince. Si pierde me debe cinco millones.
—¿Cómo los conseguiría?
Hizo una mueca maligna.
—Los haría retener de su sueldo: quinientos mil por año, a diez años.
Yo creo que lo pensaba de veras. En el mundo de los Dreuther y de los Blixon, él y su pequeña tenencia de acciones habían sobrevivido gracias a su dureza, a su mezquindad y a su implacabilidad de carácter,
—Tendré que ganar diez millones con cinco millones.
—Usted dijo que tenía un sistema perfecto.
—Creía que lo tenía.
El viejo se sentía derrotado por su propio juego. Dijo, mofándose:
—Mejor es que me preste los cinco millones y se olvide de la opción.
Pensé en el Gom, en pleno mar, en su yate, con sus ilustres huéspedes y nosotros dos olvidados… ¿Qué le importaba de su contador auxiliar? Recordé la forma en que se había vuelto hacia miss Bullen y le había dicho: «Arregle usted las cosas para que el señor Bertrand (no podía tomarse el trabajo de recordar mi nombre exacto) pueda casarse». ¿Arreglaría también, por vía de miss Bullen, el nacimiento de nuestros hijos y el fallecimiento de nuestros padres? Pensé: con estas acciones, ayudado por Blixon lo podré reventar… ya no tendrá poder, yo lo utilizaré hasta que me dé la gana hacerle sentir el aguijón ; después ya no habrá cuarto en el octavo piso, ni yate, ni luxe, calme et volupté. Me había engañado con su cultura y su cortesía y su bondad engañosa hasta que yo había casi creído que era aquel gran hombre que él mismo se imaginaba ser. Ahora, pensé con una tristeza que no llegaba a explicarme, será lo bastante pequeño como para estar en mis manos, y me miré con disgusto los dedos manchados de tinta.
—Ve usted —dijo Otro —, usted ya no cree.
—Sí, creo —dije—. Acepto su apuesta. Estaba pensando en otra cosa: eso es todo.