VI
Comimos en la terraza del hotel y observamos a la gente que entraba al Casino. Cary dijo:
—Deberíamos ir sólo a mirar, para divertirnos. Al fin y al cabo, no somos jugadores.
—No podríamos serlo —dije —con cincuenta libras por todo haber. —Habíamos decidido no gastar el dinero de ella para el caso en que nos fuera posible ir al Touquet a pasar una semana en invierno.
—Eres contador —dijo Cary —. Debes de saberlo todo en materia de martingalas.
—Las martingalas cuestan un dineral —dije.
Había descubierto que Miss Bullen nos había reservado un departamento y no tenía idea de cuánto podría costar. Nuestros pasaportes llevaban todavía nombres distintos; supongo, pues, que era razonable que tomáramos dos cuartos, pero la sala me parecía innecesaria. Quizá se suponía que recibiríamos allí después del casamiento. Dije:
—Se necesita un millón de francos para jugar con martingala, y asimismo se llega al límite. La banca no puede perder.
—Yo pensé que alguien había hecho saltar la banca una vez.
—Sólo en una canción cómica —dije.
—Sería espantoso si fuéramos jugadores de verdad —dijo—. Hay que tener tanto cuidado con el dinero. A ti no te preocupa, ¿eh?
—No —dije, y así lo pensaba.
Toda mi preocupación aquella noche era saber si nos acostaríamos juntos. Nunca lo habíamos hecho. Era esa clase de casamiento. Yo había ensayado la otra clase, y ahora era capaz de esperar meses si de esa manera podía ganar el resto de los años. Pero aquella noche no quería esperar más. Estaba tan alborotado como un muchacho… y no lograba ya leer en el pensamiento de Cary. Tenía quince años menos que yo, nunca se había casado antes, y los triunfos estaban en su mano. Ni siquiera podía interpretar lo que me decía. Por ejemplo, mientras cruzamos para ir al Casino, dijo: «Nos quedaremos sólo diez minutos. Estoy terriblemente cansada». ¿Era eso una alusión a mi favor o en contra? ¿O era simplemente la comprobación de un hecho? ¿El problema que yo llevaba en la cabeza no se le habría planteado a ella, o es que ya lo había resuelto y, por consiguiente, el tal problema no existía? ¿Presumía que yo sabía las razones?
Yo había pensado que lo descubriría cuando nos mostraran nuestros cuartos, pero todo lo que dijo, con gran regocijo, fue: «¡Querido! ¡Qué lujo!»
Aproveché los méritos de Miss Bullen. «Es sólo por una noche. Después estaremos en el yate.» Había un gran cuarto para dos personas, uno muy pequeño para una persona y entre los dos una sala de tamaño mediano: los tres tenían balcones. Yo tenía la sensación de que ocupábamos todo el frente del hotel. Primero me deprimió diciendo: «Hubiésemos podido tener dos cuartos para una persona» y después se contradijo agregando : «Todas las camas son dobles» y después se me cayó el alma a los pies de nuevo cuando miró el sofá de la salita y dijo: «No me hubiese importado dormir allí». No saqué nada en limpio, así que hablamos de martingalas, aunque me importaban un bledo las martingalas.
Después de haber mostrado nuestros pasaportes y de haber tomado entradas, pasamos a lo que llaman cuisine, donde se hacen las pequeñas apuestas. «Esto es lo que me corresponde», dijo Cary, y nada era menos verdad. Los viejos veteranos, sentados alrededor de las mesas, tomaban notas de cada número. Algunos parecían deshidratados, como los fumadores de opio. Había una pequeña señora morena que llevaba un sombrero de paja de cuarenta años atrás, cubierto de margaritas ; su garra izquierda reposaba sobre el borde de la mesa como el mango de una sombrilla y en su derecha tenía una ficha de cien francos. Después que la bola había dado cuatro vueltas, colocó la ficha y la perdió. Después se puso a esperar de nuevo. Un joven se inclinó sobre ella, puso cien francos a una docena, ganó y se fue. «Ahí va un sabio» dije ; pero cuando llegamos frente al bar, ahí estaba con un vaso de cerveza y un bocadillo.
—Festejando sus cien francos —dije irónicamente.
—No seas mezquino. Míralo… Creo que es lo primero que ha comido hoy.
Tenía los nervios de punta a fuerza de desearla, así que me irrité ; tontamente, pues de otra manera jamás lo hubiese mirado dos veces. Así es cómo preparamos nuestra propia perdición. Dije:
—No me llamarías mezquino si él no fuera joven y buen mozo.
—Querido —dijo con sorpresa—, yo sólo…—y entonces su boca tomó una expresión dura—. Eres mezquino ahora —dijo.
—No pienso disculparme, ¡qué diablos!
Ella se quedó inmóvil, mirando al joven hasta que éste levantó su absurdo y romántico rostro hambriento y la miró.
—Sí —dijo—, es joven, es buen mozo.
Y sin más salió del Casino. Yo la seguí diciendo : «Caray, caray, caray», en voz baja. Ya sabía ahora cómo pasaríamos la noche.
Subimos en el ascensor en un silencio de muerte y marchamos por el corredor hasta la salita.
—Puedes tornar el cuarto grande —dijo.
—No, tómalo tú.
—El pequeño es bastante espacioso para mí. No me gustan los cuartos inmensos.
—Entonces tendré que cambiar de lugar el equipaje. Han puesto el tuyo en el cuarto grande.
—Y bueno, está bien así —dijo, y entró al cuarto y cerró la puerta sin decir buenas noches. Empecé a enojarme con ella y conmigo también.
—Espléndida noche de bodas —dije en alta voz dándole una patada a mi valija, y después, me acordé que todavía no estábamos casados, y todo me pareció tontería y despilfarro.
Me puse la robe de chambre y salí al balcón. El frente del Casino estaba iluminado: parecía una mezcla de palacio británico y de supéreme, con sus absurdas estatuas que, sentadas al borde del techo verde, miraban hacia el gran pórtico y los commissionaires; todo resaltaba en la luz blanca como si estuviera proyectado en tres dimensiones. En la bahía, los yates brillaban de luces, y un cohete estalló en el aire sobre la colina de Mónaco. Aquello era tan estúpidamente romántico que hubiera podido llorar.
—Fuegos de artificio, querido —dijo una voz y Cary apareció en el balcón, separada de mí por toda la anchura de la salita—. Fuegos de artificios —dijo —; ¡mira que tenemos suerte! —y así comprendí que no había pasado nada y que las cosas andaban bien de nuevo.
—Cary —dije, y teníamos que alzar la voz para oírnos —. Siento mucho lo que ha ocurrido…
—¿Crees que dispararán una traca?
—No me extrañaría.
—¿Ves las luces de la bahía?
—Sí.
—¿Crees que ha llegado el señor Dreuther?
—Me figuro que entrará a primera hora de mañana.
—¿Podríamos casarnos sin él? Quiero decir que él no es imprescindible, ¿verdad? Y su yate pudo tener algún desperfecto, o pudo naufragar en el mar, o pudo haber una tormenta, o algo, ¿no?
—Pienso que podríamos arreglarnos sin él.
—Piensas que todo ha estado bien arreglado, ¿no?
—Desde luego. Miss Bullen se ha encargado de todo. A las cuatro, mañana.
—Me estoy poniendo ronca de gritar. ¿Y tú? Ven al otro balcón, querido.
Pasé entonces a la salita y de allí salí al balcón. Dijo:
—Supongo que tendremos que almorzar juntos, tú, yo y el Gom.
—Si llega antes de almorzar.
—Sería divertido, no, que llegara demasiado tarde. Me gusta este hotel.
—Supongo que nos alcanzará el dinero para dos días.
—Claro que podríamos hacer subir la cuenta fabulosamente —dijo, y agregó —: pero supongo que no sería tan divertido como si viviéramos realmente en pecado mortal. Me pregunto si aquel muchacho tenía deudas.
—Me gustaría que te olvidaras de él.
—¡Oh!, a mí no me interesa para nada, querido. No me gustan los muchachos. Supongo que tengo predisposición paternal.
—Caray, hija —dije—, no tengo edad de ser tu padre.
—¡Ah!, sí que la tienes —dijo—, la pubertad empieza a los catorce años.
—Entonces de aquí a quince años y medio, a partir de esta noche, podrás ser abuela.
—Esta noche —dijo nerviosamente, y se calló.
Los fuegos de artificio estallaron en la noche. Dije:
—Ahí va tu traca.
Se volvió y la miró sin mayor interés.
—¿En qué estás pensando, Cary?
—Es tan raro —dijo —, ahora vamos a estar juntos años y años y años. Querido, ¿te parece que tendremos bastante de qué hablar?
—No tenemos necesidad de hablar solamente.
—Querido, hablo en serio. ¿Tenemos algo en común? Soy un desastre en matemáticas. Y no entiendo nada de poesía. Tú sí.
—Pues ni falta que te hace. Las personas como tú… son poesía.
—No, pero escucha… Hablo en serio.
—Todavía no hemos agotado ningún tema… y, sin embargo, no hemos hecho más que hablar.
—Sería tan terrible que nos convirtiéramos simplemente en un matrimonio —dijo —. Sabes lo que quiero decir. Tú con tus papeles y yo con mi punto.
—No sabes hacer punto.
—Bueno, haciendo un solitario entonces. O escuchando la radio. O mirando la televisión. Nunca tendremos un aparato de televisión, ¿no?
—Nunca.
Los fuegos de artificio se iban muriendo; hubo una larga pausa ; desvié mi mirada de las luces de la bahía. Ella se había acurrucado en el suelo, en el balcón, la cabeza contra la pared, y se había dormido. Cuando me incliné hacia ella, pude tocar su pelo. Se despertó en seguida.
—¡Ay!, qué tonta. Estaba amodorrada.
—Es hora de irse a la cama.
—¡Oh!, pero no estoy nada cansada. De veras.
—Dijiste que lo estabas.
—Es el aire fresco. Es tan agradable estar respirando este aire fresco.
—Entonces ven a mi balcón.
—Sí, podría, ¿no? —dijo dubitativamente.
—No necesitamos los dos balcones.
—No.
—Ven, pues.
—Pasaré por encima.
—No. No lo hagas. Podrías…
—No discutas —dijo—, allí voy.
Debieron de pensar que estábamos locos cuando vinieron a arreglar los dormitorios al día siguiente. Tres camas para dos personas y nadie había dormido en ellas.