IX

Nos desayunamos, a pesar de todo, en el hotel, para guardar las apariencias, pero hasta delante del ascensorista nos sentíamos avergonzados. Nunca me han gustado los uniformes… Me recuerdan demasiado que existen los que mandan y los que obedecen… y ahora estaba convencido de que todos los que usaban uniformes sabían que no podíamos pagar la cuenta. Nos quedamos siempre con la llave del cuarto, de manera que no necesitamos nunca ir a recogerla, y como habíamos cambiado al llegar todos nuestros cheques de viajero, tampoco teníamos que acercarnos al cajero. Cary había descubierto, al pie de una de las grandes escalinatas, un pequeño bar llamado el Taxi Bar, y ahí tomábamos nuestro almuerzo y nuestra comida invariables. Durante años no pude probar panecillos de nuevo y hasta ahora siempre bebo té en lugar de café. Después de nuestro tercer almuerzo, al salir del bar, nos topamos con el conserje auxiliar del hotel que pasaba por la calle. Nos saludó y siguió su camino, pero yo sentí que nuestra hora había llegado.

Después nos sentamos en los jardines y al sol de la tarde trabajé duro en mi sistema, pues sentía como si estuviera trabajando contra el tiempo. Le dije a Cary:

—Dame mil francos. Tengo que ensayar.

—Pero, querido —dijo —, ¿te das cuenta de que sólo nos quedan cinco mil? Pronto no tendremos ni para comprar panecillos.

—A Dios gracias. No puedo ver un panecillo ni en pintura.

—Entonces cambiémoslos por helados. No son más caros. Y piénsalo: podemos variar nuestra minuta, querido. Helados de café para el almuerzo, helados de fresa para la comida. Querido, qué ganas tengo de comer.

—Si concluyo con mi sistema a tiempo, comeremos como reyes…

Tomé los mil francos y fui a la cuisine. Con papel en mano observé cuidadosamente la mesa durante un cuarto de hora antes de jugar y después tranquila y constantemente perdí, pero, cuando no me quedaban ya fichas, mis números empezaron a salir en el orden previsto. Volví adonde estaba Cary. Dije:

—El demonio aquél tenía razón. Es una cuestión de capital.

Ella dijo tristemente:

—Te estás poniendo como los demás.

—¿Qué quieres decir?

—Piensas, sueñas con números. Te despiertas de noche y dices: Cero. Escribes en papeluchos durante las comidas.

—¿A eso llamas comidas?

—Tengo cuatro mil francos en mi cartera y tienen que durarnos hasta la llegada de «La Gaviota». No vamos a jugar más. No creo en tu sistema. Hace una semana dijiste que no se podía hacer saltar la banca.

—No había estudiado…

—Eso fue lo que dijo aquel demonio… Él había estudiado. Pronto estarás vendiendo tu sistema por un vaso de whisky.

Se puso de pie y se fue caminando al hotel y yo no la seguí. Una mujer tiene que creer en su marido hasta el amargo fin, pensé, y no habíamos estado casados ni una semana ; y después de un rato empecé a comprender su punto de vista. Durante los últimos días yo no había sido un compañero muy ameno, y qué vida era la nuestra… Con temor de mirar al portero en los ojos, desvié mi mirada y naturalmente me topé con él al entrar al hotel. Se interpuso a mi paso y me dijo: «El gerente lo saluda, señor, y desea verlo un momento. En su despacho». Pensé: a ella no la pueden meter presa, sólo a mí, y pensé: el Gom, egoísta, hijo de una tal por cual, encaramado en su octavo piso; a él le debemos todo esto porque es demasiado importante para cumplir con sus promesas. Hace el mundo y el séptimo día se dedica a descansar y poco le preocupa que su creación se derrumbe ese día. ¡Si sólo por un momento hubiera podido depender de mi memoria! Pero era como si yo estuviera condenado a depender de su recuerdo: él jamás dependería del mío.

—Siéntese usted, señor Bertram —dijo el gerente. Empujó una caja de cigarrillos hacia mí —. ¿Fuma?

Tenía la cortesía de los que han ejecutado a mucha gente durante su vida.

—Gracias —dije.

—El tiempo no ha estado tan caluroso como era de esperarse en esta época del año.

—¡Oh!, mejor que en Inglaterra, siempre.

—Espero que esté usted pasándolo bien aquí.

Esto, supuse, era la rutina…, para mostrar que no mediaba ninguna animadversión… Uno tiene que cumplir con su deber, nada más. Yo deseaba que fuera al grano de una vez.

—Muy bien, gracias.

—¿Y su señora? ¿También?

—¡Oh!, sí, sí.

Hubo una pausa y pensé: llegó el momento. Dijo:

—Sea dicho de paso, ¿ésta es su primera visita, señor Bertram?

—Sí.

—Tenemos gran orgullo de nuestra cocina. No creo que se pueda encontrar mejor comida en toda Europa.

—Estoy seguro que así ha de ser.

—No quiero ser indiscreto, señor Bertram, por favor, discúlpeme si lo soy, pero hemos notado que parece que nuestro restaurante no le agrada, y tenemos gran empeño en que usted y su señora se sientan felices aquí, en Montecarlo. ¿Tiene usted alguna queja…? ¿El servicio, el vino?…

—No tengo ninguna queja. Pero ninguna.

—No pensé que podría tenerla, señor Bertram. Tengo gran confianza en nuestro servicio. Llegué a la conclusión… usted perdonará que me entremeta…

—Sí, desde luego.

—Sé que nuestros clientes ingleses a menudo tienen dificultades con el cambio. Un poco de mala suerte en la ruleta puede tan fácilmente desbaratar sus planes en estos tiempos.

—Sí. Supongo que así ha de ser.

—Así que se me ocurrió, señor Bertram, que quizá… cómo decirlo… se encontrará usted un poco… me perdonará, ¿no es cierto?… bueno, escaso de fondos.

Ahora que había llegado el momento tenía la boca seca y no encontraba las palabras francas y atrevidas que me había propuesto usar. Dije: «Bien» y miré con los ojos muy abiertos más allá del escritorio. De la pared colgaba un retrato del príncipe de Mónaco, sobre la mesa había un inmenso y pesado tintero y se podía oír el tren que partía para Italia. Era como mi última mirada de hombre libre.

El gerente dijo:

—Se dará usted cuenta que la Administración de este Casino y de este hotel tiene verdaderos deseos… realmente verdaderos deseos… se dará usted cuenta, señor Bertram, que estamos en una posición muy especial aquí. No somos quizá —se sonrió mirando sus uñas —hoteleros cualesquiera. Tenemos aquí clientes de los que nos hemos ocupado… bueno, treinta años —tardaba increíblemente para pronunciar su sentencia —. Nos complace pensar en ellos más como amigos que como clientes. Aquí, en el Principado, tenemos una gran tradición… de discreción, señor Bertram. No publicamos los nombres de nuestros huéspedes. Somos los depositarios de muchas confidencias.

Yo ya no podía soportar este galimatías. Aquello ya no se parecía a una ejecución sino más bien a la tortura china del agua. Dije:

—Estamos sin un céntimo… ¿Le parece bien la confidencia?

Sonrió de nuevo mirándose las uñas.

—Eso era lo que yo sospechaba, señor Bertram, y espero que usted aceptará un pequeño préstamo. Para un amigo del señor Dreuther. El señor Dreuther es un muy viejo cliente nuestro y estaríamos desolados si un amigo suyo no lo pasara bien en nuestra casa.

Se puso de pie, saludó y me tendió un sobre… Yo me sentía como un niño que recibe, de un obispo, un premio por su buena conducta. Después me acompañó hasta la puerta y dijo en voz baja y confidencial:

—Pruebe nuestro Chateau Gruaud Larose 1934. No se arrepentirá.