VIII
Hay tantas caras en las calles, en los bares, los ómnibus y las tiendas que a uno le recuerdan el Pecado Original, y tan pocas que lleven permanentemente el signo de la Inocencia Original. El rostro de Cary era así: hasta la vejez miraría al mundo con ojos de niño. Nunca estaba aburrida: cada día era un día nuevo ; hasta la pena era eterna, y cada alegría iba a durar para siempre. «Terrible» era su adjetivo favorito, en su boca no era un clisé, y había terror en sus placeres, sus miedos, sus ansiedades, su risa: el terror de la sorpresa de ver algo por primera vez. La mayoría de nosotros sólo ve semejanzas, cada situación ha sido experimentada ya, pero Cary sólo veía diferencias, como el catador de vinos que puede percibir el sabor más exótico.
Volvimos al hotel y «La Gaviota» no había llegado y Cary no estaba preparada para esta ansiedad y la recibió como si fuera la primera vez que tal cosa nos sucediera. Después fuimos al bar a tomar algo, y fue como si por primera vez tomáramos algo juntos. Tenía por el gin y el Dubonnet una insaciable afición que yo no compartía. Dije:
—Ahora no llegará hasta mañana.
—Querido, ¿nos alcanzará el dinero para la cuenta?
—¡Oh!, podremos pasar la noche sin preocuparnos. Nos alcanzará.
—Podríamos ganar suficiente dinero en el Casino.
—Nos quedaremos con el cuarto barato. No podemos arriesgar más.
Creo que perdimos doscientos francos aquella noche y a la mañana y a la tarde miramos la bahía, pero «La Gaviota» no estaba allí.
—Se ha olvidado —dijo Cary —. De otro modo hubiera telegrafiado.
Yo sabía que tenía razón, y no sabía qué hacer, y cuando llegó el día siguiente sabía menos aún.
—Querido —dijo Cary —, sería mejor que nos fuéramos mientras estamos en condiciones de pagar la cuenta.
Pero yo había pedido ya la cuenta secretamente (con el pretexto de que no queríamos jugar más allá de nuestros recursos), y sabía que nuestros fondos eran ya insuficientes. No quedaba más remedio que esperar. Telegrafié a Miss Bullen y contestó que el señor Dreuther estaba ya en alta mar y fuera de su alcance. Yo le estaba leyendo el telegrama a Cary cuando el viejo que usaba el aparato para sordos se sentó en una silla, arriba de la escalinata, y se puso a mirar a la gente que pasaba a la luz del sol poniente. Súbitamente preguntó:
—¿Usted conoce a Dreuther?
Dije:
—Desde luego, Dreuther es mi patrón.
—Usted cree que lo es —dijo ásperamente —Trabaja en Sitra, ¿no es así?
—Sí.
—Entonces yo soy su patrón, joven. No ponga usted su fe en Dreuther.
—¿Es usted el señor Bowles?
—Desde luego, soy el señor Bowles. Vaya a buscar a mi enfermera, ya es tiempo de que vayamos a la ruleta.
Cuando nos quedamos de nuevo solos, Cary dijo:
—¿Quién era ese viejo horrendo? ¿Era realmente tu patrón?
—En cierto modo. En la casa lo llamamos
E. L. Otro. Tiene unas cuantas acciones en Sitra, sólo unas cuantas, pero establecen un equilibrio entre Dreuther y Blixon. Mientras él apoye a Dreuther, Blixon no puede hacer nada, pero si Blixon llega a comprar las acciones, lo sentiré por el Gom. Y esto es una manera de hablar —agregué—. Hoy día nada podría hacerme sentir que le pasara algo.
—Querido, sólo está desmemoriado.
—Esa manera de estar desmemoriado no se padece sino cuando a uno le importa un bledo lo de los demás. Ninguno de nosotros tiene el derecho de olvidar a nadie. Excepto olvidarnos a nosotros mismos. El Gom nunca se olvida de sí mismo. Vamos al Casino, ¡qué demonios!
—No podemos permitírnoslo.
—Debemos tanto dinero ya que es lo mismo.
Aquella noche no jugamos mucho ; estuvimos allí, mirando a los veteranos. El joven estaba de vuelta en la cuisine. Lo vi cambiar un billete de mil francos por fichas de cien, y después, cuando las perdió, se fue. Nada de café y tostadas aquella tarde. Cary dijo:
—¿Crees que se irá con hambre a la cama?
—Así nos iremos nosotros —dije —si «La Gaviota» no aparece.
Observé a los que jugaban con un sistema, perdiendo un poco, ganando un poco, y pensé qué extraño era que pudiera persistir la creencia de que se le puede ganar a la banca. Eran pequeños teólogos tratando pacientemente de racionalizar un misterio. Supongo que en todas las vidas llega un momento en que nos preguntamos: ¿y si después de todo existiera Dios, y si los teólogos tuvieran razón? Pascal era un jugador que jugaba su dinero a un sistema divino. Pensé que yo era mucho mejor matemático que cualquiera de los que estaban allí… ¿Sería por ese motivo que no creía yo en su misterio? ¿No sería posible que yo lo solucionara donde ellos fracasaban? Y fue casi como una plegaria cuando pensé: no es por el dinero… Yo no deseo una fortuna… Nada más que unos pocos días con Cary, libres de ansiedad. De todos los sistemas que se usaban en torno a la mesa, uno sólo daba resultados verdaderos y no dependía de la llamada ley de la suerte. Una mujer de edad madura, con un gran nido de pelo postizo y rubio y dos dientes de oro, no se despegaba de la mesa más concurrida. Si alguno daba un golpe se acercaba a él y, tocándole el codo, mendigaba del modo más descarado, siempre que el croupier no mirara para ese lado, la dádiva de una ficha de doscientos francos. Quizá se considere que la caridad, como los jorobados, trae suerte. Cuando recibía la ficha la cambiaba por dos de cien, guardaba una en su bolsillo y jugaba la otra a pleno. Así no perdía sus cien, y un día ganó 3.500 francos. La mayoría de las noches debía de marcharse de la mesa con mil francos de lo que se guardaba en su bolsillo.
—La viste —dijo Cary mientras íbamos hacia el bar a tomar un café. Habíamos renunciado a los gin y a los Dubonnets —. ¿Por qué no habría yo de hacer lo mismo?
—No hemos llegado a eso.
—He resuelto algo —dijo Cary —. No comeremos más en el hotel.
—¿Quieres que nos muramos de hambre?
—Tomaremos café con panecillos en un café… O quizá leche… Es más nutritivo.
Dije tristemente:
—Ésta no es la luna de miel planeada por mí. Bournemouth hubiese sido mejor.
—No te inquietes, querido. Todo se arreglará cuando llegue «La Gaviota».
—Ya no creo en «La Gaviota».
—Y entonces, ¿qué vamos a hacer durante estos quince días?
—Ir a la cárcel, me figuro. Quizá la cárcel pertenezca a la misma empresa que el Casino y tengamos horas de recreo en torno a una mesa de ruleta.
—¿No podrías pedirle un préstamo al otro?
—¿Bowles? En su vida ha prestado un céntimo sin estar bien seguro. Es más astuto que Dreuther y Blixon juntos… De otra manera ya le hubieran sacado sus acciones hace años.
—Pero ha de haber algo que podamos hacer, querido.
—Sí, hay, señora.
Levanté los ojos de mi café que se estaba enfriando y vi a un hombrecito con un traje gastado, pero limpio y con zapatos en las mismas condiciones. Su nariz parecía más grande que el resto de la cara: la experiencia de toda una vida le había hinchado las venas y nublado la vista. Llevaba con garbo debajo del brazo un bastón cuyo mango era una cabeza de pato, y que había perdido su contera. Dijo con borrosa cortesía:
—Es imperdonable que yo me entremeta, pero ustedes no han tenido suerte en las mesas y les traigo la buena nueva, señor y señora.
—Estábamos por irnos —dijo Cary. Me dijo después que el uso de una frase bíblica la hizo estremecerse como ante una diablerie... El diablo se dedica siempre a ese juego: citar las santas escrituras.
—Sería mejor que se quedaran, pues yo tengo encerrado en mi cabeza un sistema perfecto. Estoy dispuesto a entregárselo por unos míseros diez mil francos.
—Está pidiendo lo que no tenemos —le dije.
—Pero ustedes están viviendo en el hotel de París. Los he visto.
—Es por el cambio —dijo Cary en seguida —. Usted ya sabe lo que pasa con nosotros los ingleses.
—Mil francos.
—No —dijo Cary —. Lo siento.
—¡Mire! Le propongo darle algo de beber en cambio.
—Whisky—contestó el hombrecito lacónicamente.
Me percaté demasiado tarde que el whisky costaba 500 francos. Se sentó a una mesa con el bastón entre las rodillas, de modo que el pato parecía dispuesto a compartir su bebida. Yo dije:
—Adelante.
—Es un whisky muy diminuto.
—No le daré otro.
—Se trata de algo muy sencillo —dijo el hombrecito —como todo gran descubrimiento matemático. Primero se apuesta a un número y después cuando el número sale, se ponen todas las ganancias en la correcta transversal de seis números. La correcta transversal del uno es del 31 al 36; la del dos es del 13 al 18 ; la del tres…
—¿Por qué?
—Puede estar seguro de que estoy en lo cierto. Me he pasado estudiando estas cosas durante muchos años, aquí. Por quinientos dólares le venderé la lista de todos los números que han salido el mes de junio pasado.
—Pero, ¿supongamos que el número no sale?
—Espere, para comenzar con el sistema, que salga.
—Podría esperar años.
El hombrecito se puso de pie, saludó y dijo:
—Es por eso que uno necesita capital. Yo tenía demasiado poco capital. Si en vez de cinco millones hubiera tenido diez millones no estaría vendiendo sistemas por un vaso de whisky.
Se retiró con dignidad. Su bastón sin contera daba golpecitos sordos sobre el piso encerado y el pato miraba hacia atrás como con ganas de quedarse.
—Creo que mi sistema es mejor—dijo Cary—. Si esa mujer puede utilizarlo, también puedo yo…
—Eso es mendigar. No quiero que mi mujer pida limosna.
—Soy una mujer recién estrenada. Y no es mendigar… No se trata de dinero sino de tener fichas.
—Hay algo en lo que dijo ese hombre que me da que pensar, ¿sabes? Es cuestión de reducir las pérdidas y de aumentar las ganancias.
—Sí, querido. Pero con mi sistema no pierdo nada.
Durante cerca de media hora no la vi y después volvió casi corriendo.
—Querido, deja tus garabatos. Quiero volver a casa.
—No son garabatos. Estoy combinando algo.
—Querido, por favor, ven en seguida o voy a llorar.
Cuando salimos afuera me arrastró por el jardín, entre las palmeras iluminadas y los canteros de flores de confitería. Dijo:
—Querido, resultó un terrible fracaso.
—¿Qué sucedió?
—Hice exactamente lo que hizo la mujer. Esperé hasta que alguien ganara una buena suma y entonces le di un codazo y dije: «Déme». Pero no me dio. Dijo ásperamente: «Váyase a casa con su mamá». Y el croupier levantó los ojos. Así que pasé a otra mesa. Y el hombre dijo: «Más tarde, más tarde. En la terraza». Querido, me tomó por una puta. Y cuando ensayé por tercera vez… ¡ah!, fue terrible. Uno de esos empleados que encienden los cigarrillos de la gente, me tocó el brazo y dijo: «Creo que por esta noche ya jugó bastante la señorita». El que me llamara señorita empeoraba la cosa. Sentía ganas de tirarle a la cara mi libreta de matrimonio, pero se me había olvidado en el cuarto de baño del hotel. —¿En el cuarto de baño?
—Sí. En la bolsa de mi esponja, querido, porque no sé por qué razón nunca pierdo la bolsa de la esponja… La he tenido años y años. Pero no es por eso que tengo ganas de llorar. Querido, sentémonos aquí. No puedo llorar caminando… Es como comer chocolate al aire libre. Se queda uno tan sin aliento que no se le puede tomar el gusto al chocolate.
—Si tienes algo peor que decirme, dímelo de una vez, por Dios santo —dije —. ¿Te das cuenta que ya no podremos entrar de nuevo al Casino?… Justo cuando yo iba a empezar a jugar con un sistema, un verdadero sistema.
—No se trata de algo tan desastroso, querido. El empleado me guiñó el ojo tan amablemente, en la puerta. Yo sé que a él no le importará que yo vuelva… Pero yo no quiero volver más, nunca más.
—Me gustaría que me hablaras de una vez.
—Aquel muchacho tan simpático lo vio todo.
—¿Qué muchacho?
—El muchacho hambriento. Y cuando iba a salir me siguió hasta el hall y dijo con tanta suavidad: «Señora, sólo me queda una ficha de cien, pero puede disponer de ella».
—¿No la tomaste?
—Sí… No pude rehusarla. Era tan amable, y se fue antes de que yo pudiera darle las gracias.
Y cambié la ficha y usé los francos en el automático[3] que hay a la entrada, y siento chillar así, pero no puedo impedírmelo, él estuvo tan terriblemente cortés conmigo, y ha de tener un hambre terrible, y tiene un espíritu que está por encima del dinero o no me hubiera prestado cien francos, y cuando gané quinientos lo busqué para darle la mitad y ya no estaba.
—¿Has ganado quinientos? Con eso pagaremos nuestro café con panecillos de mañana.
—¡Querido, qué proceder más mezquino! ¿No ves que ahora, para siempre, él pensará que yo era una de esas viejas harpías como la del Nido de Pájaro?
—Supongo que estaba intentando comprarte.
—¡Qué mal pensado eres! No hacía nada de eso. Tiene demasiada hambre para buscarme.
—Dicen que el hambre aguza las pasiones.