IV

No la vi a la hora del desayuno, ni a la del almuerzo. Fui al Casino después del almuerzo y por primera vez no tenía ganas de ganar. Pero el demonio se había metido en mi sistema, y gané. Tenía el dinero para pagar a Bowles, estaba en posesión de las acciones, y deseaba haber perdido en la cuisine mis últimos doscientos francos. Después de eso me puse a caminar por la terraza… A uno a veces le vienen ideas caminando, pero no me vinieron. En ese momento, al mirar la bahía vi un barco blanco que no estaba allí antes. Enarbolaba la bandera inglesa y lo reconocí por las fotos de los periódicos. Era «La Gaviota». Después de todo el Gom había llegado… con sólo una semana de retraso. Pensé: hijo de tal por cual, si te hubieras tomado el trabajo de cumplir con lo prometido, yo no hubiera perdido a Cary. Yo no era bastante importante para que me recordaras y ahora soy demasiado importante para que ella me quiera. Pues bien, si yo la he perdido, vas a perderlo todo tú también… Probablemente Blixon comprará tu yate.

Entré al bar y el Gom estaba allí. Acababa de pedir un Pernod, y le estaba hablando al mozo del bar con amable familiaridad y en perfecto francés. Hubiera hablado cualquier idioma con igual perfección… Era de tipo Pentecostés. Sin embargo, ahora no era el Dreuther del octavo piso… Había dejado sobre el bar un gorro viejo de yate, tenía una barba blanca de varios días y llevaba un viejo par de pantalones azules arrugados y una camisa ordinaria. Cuando entré no paró de hablar, pero pude ver que me examinaba en el espejo que estaba detrás del bar. Me echaba miradas como si algo en mí despertara un recuerdo. Me di cuenta de que no sólo había olvidado su invitación: me había olvidado a mí.

—Señor Dreuther —dije.

Se volvió hacia mí con toda la lentitud que pudo: evidentemente trataba de recordar.

—No se acuerda de mí —dije.

—Hola, amigo, lo recuerdo perfectamente. La última vez que nos encontramos fue… déjeme pensar…

—Me llamo Bertram.

Vi que esto no significaba nada para él. Dijo:

—Claro. Claro. ¿Ha estado aquí mucho tiempo?

—Llegamos hace más o menos nueve días. Esperábamos que usted llegara a tiempo para nuestro casamiento.

—¿Casamiento?

Vi que empezaba a recordarlo todo y que momentáneamente se sentía acorralado por no encontrar disculpa.

—Espero, amigo, que todo habrá andado bien. Tuvimos un desperfecto en la máquina. No podíamos comunicarnos con tierra. Ya sabe usted cómo pueden suceder esas cosas en el mar. Ahora vendrán a bordo esta noche, espero. Haga sus maletas. Quiero salir a medianoche. Montecarlo es demasiada tentación para mí. ¿Y para usted? ¿Ha perdido dinero? —Con una marea de palabras procuraba enviar su falta al limbo.

—No, he ganado un poquito.

—Guárdelo. Es la única manera. —Estaba pagando rápidamente su Pernod ; deseaba escaparse de su falta lo más pronto posible. —Sígame. Comeremos a bordo esta noche. Los tres. Nadie sube en el barco hasta Portofino. Dígales que yo pagaré la cuenta.

—No es necesario. Yo puedo arreglarme.

—No puedo permitir que usted se meta en gastos porque he llegado tarde.

Le pegó un manotazo a su gorro y se fue. Casi pude imaginar que caminaba con el balanceo de los lobos de mar. No me había dado tiempo para desplegar mi odio, ni siquiera para decirle que ignoraba el paradero de mi mujer. Puse el dinero de Bowles en un sobre y le dije al portero que lo tuviera allí para entregárselo en el bar del Casino a las nueve. Entonces subí a mi cuarto y empecé a hacer mis maletas. Tenía una esperanza insensata de que si lograba llevar a bordo a Cary, todos nuestros disgustos se quedarían en tierra en el hotel de lujo, y en la ornamentada y grande Salle Privée. Me hubiera gustado juntar todos nuestros disgustos y perderlos. Y sólo cuando terminé de hacer mi equipaje y entré a su cuarto supe que no había esperanza. El cuarto estaba peor que vacío: estaba vacante. El tocador esperaba que otro pasajero lo usara, y lo único que quedaba allí era la carta convencional. Las mujeres leen tantas revistas : conocen las fórmulas para la separación. Hasta creo que han aprendido de memoria las palabras en las páginas de papel reluciente: son impersonales. «Querido, me voy. No hubiera podido soportar decírtelo y ¿para qué habría servido? Ya no nos entendemos.» Pensé en nueve días antes y en cómo le habíamos pedido al cochero que fuera de prisa. «Sí», dijeron en la caja, «la señora se ha ido hace una hora».

Les pedí que guardaran mis maletas. Dreuther no iba a querer que me quedara a bordo después de lo que tenía que decirle.