III
Fui a buscar el dinero y en seguida redactamos la opción en una hoja de papel y la nurse —que había vuelto —y el barman fueron testigos. La opción expiraba a las 9 p.m. del día siguiente en el mismo lugar: el Otro no quería que interrumpieran su juego antes de la hora de comer, ya fuese con buenas o malas noticias. Entonces hice que me pagara un vaso de whisky, a pesar de que a Moisés le dio menos trabajo extraer agua de la roca del Sinaí, y miré cómo lo llevaban de nuevo a la Salle Privée. Durante las próximas veinticuatro horas, prácticamente yo era el dueño de Sitra. Ni Dreuther, ni Blixon en su interminable guerrear, podían ya dar un paso sin el consentimiento de su contador auxiliar. Era extraño pensar que ninguno de los dos estaba enterado de cómo el control de su negocio había pasado de un amigo de Dreuther a un enemigo de Dreuther. Blixon estaría en Hampshire ensayando la lectura que haría en la iglesia al día siguiente y perfeccionando su pronunciación de los nombres del libro de los Jueces… No se sentiría regocijado. Y Dreuther… Dreuther estaba navegando, fuera de alcance, jugando al bridge, probablemente, con sus ilustres huéspedes. No tendría ninguna sensación de inseguridad. Pedí otro whisky. Ya no dudaba de mi sistema y no tenía ningún pesar. Blixon sabría las cosas primero: yo telefonearía a la oficina el lunes por la mañana. Informarlo del asunto por medio de mi jefe Arnold, sería una muestra de tacto de mi parte. No tenía que haber ningún raprochement entre Dreuther y Blixon para hacer frente al intruso: yo quería que Arnold le explicara a Blixon que por el momento podía contar conmigo. Dreuther ni siquiera se enteraría de la cosa, a menos que llamara a su oficina desde algún puerto. Y yo podía evitar hasta esto. Podía decirle a Arnold que el secreto tenía que mantenerse hasta el regreso de Dreuther, porque así tendría yo el placer de poder darle en persona la noticia.
Fui a contarle las cosas a Cary, olvidando nuestros compromisos: quería ver su cara cuando le anunciara que era la mujer de un hombre que controlaba una Compañía. Has odiado mi sistema, quería decirle, y las horas que he pasado en el Casino, pero había una razón insólita…, no era cuestión de dinero, y me olvidé completamente que hasta esa noche no tenía otro motivo que el dinero. Empecé a creer que yo había planeado esto desde los primeros doscientos francos que jugué en la cuisine.
Pero naturalmente había que encontrar a Cary… «La señora salió con un señor», dijo el portero inútilmente, y yo recordé la cita en el modesto café para estudiantes. Bueno, pues hubo una época en mi vida en que nada me costaba encontrar a una mujer, y volví al Casino para cumplir con mi palabra. Pero la hermosa joven estaba ahora con un hombre: los dedos de ambos se enredaban sobre las fichas que jugaban en sociedad, y pronto me di cuenta de que las mujeres solas que venían a jugar en el Casino eran rara vez hermosas o rara vez se interesaban por los hombres. La bola y no la cama era el punto de enfoque. Pensé en las preguntas de Cary y en mis propias mentiras… y no había una mentira que ella, no descubriera.
Observé a «Nido de Pájaro» que circulaba entre las mesas y pegaba un sablazo aquí y allí, cuando el croupier no la veía. Tenía una técnica magistral: si una pila era suficientemente grande, ponía un dedo encima de una ficha y lanzaba una mirada tierna al poseedor como diciendo: «Usted es tan generoso y yo estaré eternamente a su disposición». Estaba tan segura del éxito de su ruego que nadie tenía el valor de demostrarle su error. Aquella noche tenía puestos sus pendientes de ámbar y un traje de noche violeta que dejaba al descubierto lo mejor de su persona: sus hombros. Sus hombros eran magníficos, anchos y animales, pero, como un faro giratorio, su cara inevitablemente se volvía hacia uno, el pelo postizo desordenado y rubio se enredaba en sus aros (estoy seguro que ella pensaba que esas mechas eran rulos irresistibles) y aquella sonrisa fija era la de un fósil. Mirándola girar empecé a girar yo también: me había arrastrado en su órbita y me di cuenta de que ésta era mi única posibilidad. Tenía que comer con una mujer y en el Casino entero ésta era la única mujer que aceptaría comer conmigo. En el momento en que se desviaba para darle paso a un sirviente con un revuelo de pliegues de su traje y un tintineo de su bolsita, donde había guardado, supongo, las fichas de cien francos, le toqué la mano. «Distinguida señora» dije… la frase me sorprendió: era como si me la hubieran colocado en la lengua, y de veras parecía pertenecer al mismo período que el traje de tarde lila y los magníficos hombros. «Distinguida señora» repetí con creciente sorpresa (esperaba casi que un bigotito blanco me creciera sobre el labio superior) «usted disculpará a un extraño…».
Creo que debía de vivir con un temor constante de la servidumbre, porque, al verme, instintivamente su mirada de soslayo se expandió con alivio, en algo así como un verdadero rayo de luz ; relampagueó por toda su cara.
—¡Oh!, no es un extraño —dijo, y sentí alivio al descubrir que era inglesa y que por lo menos no tendría que hablar en mal francés toda la noche —. He estado siguiendo con tanta admiración su gran suerte… (en verdad había aprovechado de ella en varias ocasiones).
—Yo me estaba preguntando, distinguida señora —la frase extraordinaria volvió a deslizarse —, si usted me haría el honor de comer conmigo. No tengo a nadie con quien celebrar mi suerte.
—Pero, desde luego, coronel, será un gran placer.
En aquel instante me llevé la mano a la boca para ver si el bigotito estaba allí. Parecía como si los dos hubiéramos aprendido nuestros papeles en una pieza… y empecé a temer el fin del tercer acto. Noté que ella se estaba dirigiendo hacia el restaurant de la Salle Privée, pero todo mi esnobismo se rebeló ante la idea de comer allí con un personaje tan notorio por su comicidad. Dije:
—Pienso que quizá… si pudiéramos tomar un poco de aire…, hace una noche tan linda, el calor de estas salas… algún lugar exclusivo…
Hubiera sugerido un cabinet particulier si no hubiera temido que mis intenciones fueran a la vez mal interpretadas y bienvenidas.
—Nada podría serme más grato, coronel.
Salió afuera con un revuelo (no hay otra palabra para ello) del vestido y yo recé para que Cary y su caballero estuvieran comiendo a salvo en algún cafetín. Me hubiera resultado intolerable que me viese en ese momento. La mujer destilaba irrealidad. Yo estaba persuadido ahora de que al bigotito blanco se había agregado una chistera y una capa forrada de rojo.
Dije:
—Un coche de caballo, no le parece, en una noche tan embalsamada…
—¿Embalsamada, coronel?
Cuando estuvimos sentados en el coche le pedí ayuda.
—Soy realmente un extraño aquí. ¡He comido fuera tan pocas veces! ¿Dónde podemos ir para estar tranquilos… y que al mismo tiempo sea un lugar exclusivo?
Estaba resuelto a que el lugar fuera especial: si de él podía excluirse a todo el mundo, excepto a nosotros dos, yo respiraría con menos dificultad.
—Hay un pequeño restaurante… en realidad un club, pero muy comme il faut. Se llama Orphée. Un poco caro, lo temo, coronel.
—El gasto poco importa.
Le dije el nombre al cochero y me recosté. Como ella estaba sentada muy tiesa yo podía ocultarme detrás de su bulto. Dije:
—¿Cuándo estuvo por última vez en Cheltenham?
El diablo nos rondaba aquella noche. Cualquier cosa que yo dijera estaba ya escrita en mi papel. Ella contestó en seguida:
—Querido Cheltenham… Cómo descubrió usted…
—Usted sabe… una mujer buena moza siempre llama la atención.
—¿Usted vive allí también?
—En una de las casitas de Queen's Parade.
—Hemos de ser vecinos —y para dar más énfasis a nuestra vecindad pude sentir que se me aproximaba ligeramente un macizo flanco lila; me alegré de que se parara el coche: estaríamos solamente a unas doscientas yardas del Casino.
—Un poco intelectualoide, ¿eh? —dije, mirando fijamente, como suponía que lo haría un coronel, a la máscara iluminada, hecha de una enorme papa ahuecada, que estaba sobre la puerta. Tuvimos que abrirnos camino entre jirones de algodón destinados, me imagino, a representar telas de araña. El cuartito en que entramos estaba adornado con fotografías de autores, actores y estrellas de cine, y tuvimos que firmar en un álbum, convirtiéndonos así en socios vitalicios del club. Yo firmé Robert Devereux. La podía sentir inclinada sobre mi hombro y echando una mirada de soslayo a mi firma.
El restaurante estaba repleto de gente y llamativamente iluminado con lámparas sin pantalla. Había muchos espejos que debieron comprar en el remate de algún viejo restaurante, porque anunciaban antiguas especialidades, como «Mutton Chopps».
Ella dijo:
—Cocteau estaba en la inauguración.
—¿Quién es?
—¡Oh!, coronel —dijo —, usted se está burlando de mí.
Dije:
—Bueno, usted comprenderá, dado mi género de vida, a uno le queda poco tiempo para los libros —y súbitamente, debajo de la palabra Chopp, vi a Cary que me estaba mirando a su vez.
—Cómo envidio una vida de pura acción —dijo mi compañera, dejando caer su bolsita sobre la mesa con un tintineo de fichas. El nido entero se estremeció y los aros de ámbar se balancearon cuando se volvió hacia mí y me dijo confidencialmente: —Cuénteme, coronel, adoro apasionadamente oír a los hombres hablar de sus vidas.
(Los ojos de Cary, en el espejo, se agrandaron desmesuradamente: su boca estaba un poco abierta como si la hubieran sorprendido en medio de una frase.)
Dije:
—¡Oh!, no hay mucho que contar.
—Los hombres son tanto más modestos que las mujeres. Si yo tuviera hazañas en mi haber nunca me cansaría de contarlas. Cheltenham ha de parecerle a usted muy tranquilo.
Oí una cuchara que se cayó en la mesa de al lado. Dije débilmente:
—Mire usted, a mí no me disgusta la tranquilidad. ¿Qué quiere comer?
—Tengo un apetito tan diminuto, coronel. Una Langouste thermidor…
—¿Y una botella de Veuve Clicquot? —Me hubiera querido morder la lengua, pero las atroces palabras habían salido antes de que pudiera pararlas. Quería volverme hacia Cary y decirle: «Éste no soy yo. Yo no he escrito esto. Es mi papel. Échale la culpa al autor».
Una voz que yo conocía dijo: —Pero yo la adoro. Adoro todo lo que hace, su manera de hablar, su manera de callarse. Me gustaría hablar inglés mucho mejor para poder decirle…
Me volví lentamente a un costado para mirar a Cary. Nunca, desde que la besé por primera vez, la había visto sonrojarse de esa manera. «Nido de Pájaro» dijo:
—Tan jóvenes y tan románticos, ¿no? Siempre pienso que los ingleses son demasiado reticentes. Eso es lo que hace que nuestro encuentro sea tan extraño. Hace media hora ni siquiera nos conocíamos, y ahora estamos con… ¿cómo lo llamó usted?… una botella de Veuve. Cómo me gustan estas frases masculinas. ¿Es usted casado, coronel?
—De cierta manera…
—¿Qué quiere usted decir?
—Estamos algo así como separados.
—¡Qué triste! Yo también estoy separada… por la muerte. Quizá sea menos triste.
Una voz que yo había comenzado a detestar dijo:
—Su marido no merece que usted le sea fiel. Dejarla toda la noche, mientras juega…
—No está jugando esta noche —dijo Cary. Agregó con voz ahogada: —Está en Cannes, comiendo con una viuda joven, linda e inteligente.
—No llore, chérie.
—No lloro, Philippe. Estoy, estoy riéndome. Si pudiera verme ahora…
—Estaría muerto de celos, espero. ¿Es usted celosa?
—¡Qué conmovedor!—dijo «Nido de Pájaro» —. Uno no puede menos de escuchar. Uno tiene la impresión de echar una mirada a una vida entera…
Todo el asunto me parecía abominable, desventajoso para mí.
—Las mujeres son tan bobas —dije, levantando un poco la voz —. Mi mujer empezó a salir con un joven porque tenía facha de hambriento. Quizá tuviera hambre. Él la llevaba a restaurantes muy caros como éste y la hacía pagar. ¿Sabe lo que cobran aquí por una Langouste thermidor? Es tan cara que ni se atreven a poner el precio en la cuenta. ¡Ah, un café barato para estudiantes!
—No entiendo, coronel. ¿Es que algo le ha molestado?
—¡Y el vino! ¿No cree usted que ya es el colmo que beba vino a mis expensas?
—Lo han tratado de manera vergonzosa.
Alguien puso su vaso sobre la mesa con tanta violencia que se rompió. La voz detestable dijo:
—Chérie, eso es buena suerte para nosotros… Mire, pongo un poco de vino detrás de su oreja, sobre su cabeza, así… ¿Cree que su marido dormirá con la linda señora, en Cannes?
—Dormir es casi todo lo que puede hacer.
Me puse de pie y le grité… ya no podía soportarlo más:
—Cómo se atreve a decir esas cosas?
—Philippe —dijo Cary —, vámonos.
Dejó unos billetes sobre la mesa y salieron. Él estaba demasiado sorprendido para protestar.
«Nido de Pájaro» dijo:
—Realmente, iban demasiado lejos, ¿no le parece? Hablar así en público. Me gusta su caballerosidad de antaño, coronel. Los jóvenes tienen mucho que aprender.
Tomó casi una hora para terminar con su langosta termidor y su helado de fresas ; se puso a contarme toda la historia de su vida, empezando, con la langosta, por su infancia en una rectoría de Kent y acabando, junto con el helado, por sus penurias de viuda de Cheltenham. Vivía en una pequeña pensión, en Montecarlo, porque era «selecta», y supongo que sus métodos en el Casino bastaban casi para pagar su estadía.
Por fin me deshice de ella y volví a casa. Temía no encontrar allí a Cary, pero estaba sentada en la cama, leyendo uno de esos libros de frases hábiles que se disfrazan de novelas y son tan terriblemente brillantes y alegres. Cuando abrí la puerta, levantó la cabeza del libro y me dijo:
—Entrez, mon colonel.
—¿Para qué estás leyendo eso? —dije.
—J'essaye de faire mon française un peu meilleur.
—¿Por qué?
—Quizá viva en Francia algún día.
—¡Oh! ¿Con quién? ¿Con el estudiante hambriento?
—Philippe me ha pedido que me case con él.
—Después de lo que te ha debido de costar su comida esta noche, supongo que no le quedaba más remedio.
—Le dije que existía un impedimento…
—Quieres decir tu mal francés.
—Quiero decir tú, naturalmente.
De repente se puso a llorar, escondiendo su cara detrás del remedo de novela de modo que yo no pudiera ver. Me senté sobre la cama y puse mi mano en su cintura. Me sentía cansado: sentía como si estuviéramos muy lejos del café de la esquina ; sentía que habíamos estado casados desde hacía mucho tiempo y la cosa no había marchado. No se me ocurría cómo podría componerse lo que estaba roto… nunca he tenido manos hábiles. Dije:
—Vámonos a casa.
—¿No esperas más al señor Dreuther?
—¿Por qué habíamos de esperarlo? Prácticamente, soy el patrón del señor Dreuther, ahora.
No pensaba decírselo, pero todo salió a relucir, todo. Ella emergió de su remedo de novela y dejó de llorar. Le dije que cuando hubiese terminado de sacarle el jugo a la diversión de ser patrón de Dreuther, vendería mis acciones con ganancias a Blixon… y ése sería el fin de Dreuther.
—Tendremos un buen pasar —dije.
—No lo tendremos.
—¿Qué quieres decir?
—Querido, no estoy histérica ahora, ni estoy enojada. Estoy hablando realmente en serio. No me casé con un hombre que tenía un buen pasar. Me casé con un hombre que encontré en el bar del Volunteer, alguien a quien le gustaban las salchichas frías y que viajaba en ómnibus porque los taxis eran demasiado caros. No había tenido una vida muy feliz. Se había casado con una puta que lo abandonó. Yo quería… ¡Oh!, quería tanto… alegremente la vida. Ahora me he despertado de golpe en cama con un hombre que puede comprar todas las diversiones que quiera y su idea de lo divertido es arruinar a un viejo que fue bueno con él. ¿Y qué si Dreuther olvidó que te había invitado? Tenía la intención de hacerlo cuando lo hizo. Te miró, te vio cara de cansado y le gustaste… nada más, sin otra razón, así como a mí me gustaste la primera vez en el Volunteer. Los seres humanos reaccionan así. No reaccionan como tu ruleta a través de un maldito sistema.
—El sistema no ha dejado de serte útil.
—¡Oh!, sí, lo ha sido. Me ha destruido. He vivido para ti, y ahora te he perdido.
—Eso no. Aquí estoy.
—Cuando vuelva a casa y vaya al bar del Volunteer, tú no estarás allí. Cuando me pare a esperar el ómnibus 9, tampoco estarás. No estarás en ninguna parte donde yo pueda encontrarte. Estarás viajando en auto a tu propiedad de Hampshire, como Sir Walter Blixon. Querido, has tenido mucha suerte y has ganado un montón de dinero, pero ya no me gustas.
Hice un gesto despectivo, pero en mi corazón no había desprecio:
—Sólo quieres a los pobres, supongo.
—¿Y no es eso mejor que el querer sólo a los ricos? Querido, voy a dormir en el sofá de la sala.
Temamos de nuevo una sala, ahora, y un cuarto de vestir para mí, como al principio. Dije:
—No te molestes. Yo tengo mi propia cama.
Salí al balcón. Era como la primera noche, cuando nos habíamos peleado, pero esta vez ella no vino al balcón, y no nos habíamos peleado. Quería llamar a su puerta y decirle algo, pero no sabía qué palabras emplear. Todas mis palabras tintineaban, como las fichas en la bolsita de «Nido de Pájaro».