XIV. El desfiladero del hacha
[155]Los cartagineses no habían entrado aún en sus casas cuando las nubes se espesaron; los que levantaban las cabezas hacia el coloso sintieron sobre su frente gruesas gotas, y la lluvia comenzó a caer.
Llovió durante toda la noche, copiosamente, a raudales; retumbaba el trueno; era la voz de Moloch; había vencido a Tanit, y, ahora fecundada, abría en lo alto del cielo su vasto seno. A veces se la percibía, en una claridad luminosa, tendida sobre cojines de nubes, luego las tinieblas se cernían y la ocultaban como si, demasiado cansada aún, quisiera dormir otra vez; los cartagineses, que creían que el agua era engendrada por la luna, clamaban para facilitar su trabajo.
La lluvia azotaba las terrazas y desbordaba por encima, formaba charcos en los patios, cascadas en las escaleras, torbellinos en las esquinas de las calles. Se vertía en masas densas y tibias, en hilos apretados; gruesos chorros espumosos saltaban de los ángulos de todos los edificios, y los tejados de los templos, lavados, brillaban en negro al resplandor de los relámpagos. Por mil caminos descendían los torrentes de la acrópolis; algunas casas se derrumbaban de improviso, y trozos de vigas pequeñas, cascotes, muebles pasaban arrastrados por los arroyos que corrían sobre las losas impetuosamente. Se habían sacado ánforas, calabazas, lienzos, pero las antorchas se extinguían, cogieron teas de la hoguera del Baal, y los cartagineses, para beber, abrían la boca echando la cabeza hacia atrás. Otros, junto a las charcas cenagosas, hundían sus brazos hasta el sobaco y se hartaban de agua de tal modo que la vomitaban como búfalos. Poco a poco se refrescaba la atmósfera; aspiraban el aire húmedo estirando sus miembros, y en la delicia de aquella embriaguez enseguida brilló una inmensa esperanza. Todas las penas fueron olvidadas. La patria, una vez más, renacía.
Los cartagineses experimentaban como una especie de necesidad de volver contra otros el exceso de furor que no habían podido emplear contra sí mismos. Tal sacrificio no debía ser inútil; aunque no tuviesen ningún remordimiento, se hallaban poseídos de ese frenesí que da la complicidad en crímenes irreparables.
Los bárbaros habían aguantado la tormenta en sus tiendas mal cerradas, y aun transidos de humedad al día siguiente, chapoteaban en medio del barro, buscando sus municiones y sus armas, estropeadas o perdidas.
Amílcar, por su propia cuenta, fue a buscar a Hannón, y en virtud de sus plenos poderes le confió el mando. El viejo sufeta todavía vaciló unos minutos entre su rencor y su ambición de poder. Al fin aceptó.
Inmediatamente Amílcar hizo salir una galera armada con una catapulta a proa y otra a popa. La fondeó en el golfo, enfrente de la balsa; luego embarcó en las naves disponibles a sus mejores tropas. Huía, pues, y a velas desplegadas rumbo al norte, desapareció en la bruma.
Tres días después —cuando se iba a reanudar el ataque— llegaron tumultuosamente gentes de la costa líbica. Barca había penetrado en su territorio. Había recogido víveres por todas partes y se desplegaba por el país.
Los bárbaros se indignaron como si los hubiese traicionado. Los que más se aburrían en el asedio, los galos sobre todo, no dudaron en abandonar las murallas para intentar unirse a él. Spendius quería reconstruir la helépolis; Matho se había trazado una línea imaginaria desde su tienda hasta Megara, se había jurado seguirla y ninguno de sus hombres se movió. Pero los demás, mandados por Autharita, fueron, abandonando la porción occidental del baluarte. La incuria era tan profunda que no se pensó ni siquiera en reemplazarlos.
Narr-Havas los espiaba desde lejos, en las montañas. Durante la noche, hizo pasar a toda su gente al lado exterior de la laguna, por la orilla del mar, y entró en Cartago.
Se presentó en la ciudad como un libertador, con seis mil hombres con harina bajo sus mantos y cuarenta elefantes cargados de forrajes y de carnes secas. La gente se apresuró a rodearlos, y a darles nombre. La llegada de semejante socorro regocijaba menos a los cartagineses que el espectáculo mismo de aquellos fuertes animales consagrados a Baal; era una prenda de su favor, una prueba de que al fin, para defenderlos, iba a intervenir en la guerra.
Narr-Havas recibió las felicitaciones de los ancianos. Después se dirigió al palacio de Salambó.
No la había vuelto a ver desde aquella vez en que, en la tienda de Amílcar, entre los cinco ejércitos, había sentido su mano, fría y suave, atada contra la suya; después de los esponsales, la joven había regresado a Cartago. Su amor, apartado por otras ambiciones, le había vuelto otra vez; y ahora contaba con gozar de sus derechos, casarse con ella, poseerla.
Salambó no comprendía que este joven pudiera llegar a ser su dueño. Aunque le pidiese, todos los días, a Tanit la muerte de Matho, su horror por el libio disminuía. Sentía confusamente que el odio que antes le tuviera era algo casi religioso y hubiese querido ver en Narr-Havas como un reflejo de aquella violencia que aún la tenía deslumbrada. Deseaba conocerlo mejor y, sin embargo, la turbaba su presencia. Le hizo saber que no podía recibirlo.
Por otra parte, Amílcar había prohibido a sus sirvientes que dejasen entrar al rey de los númidas en la estancia de Salambó; al aplazar hasta el final de la guerra esta recompensa, esperaba conservar su adhesión, y Narr-Havas, por temor al sufeta, se retiró.
En cambio, se mostró altivo con los ciento. Cambió sus disposiciones. Exigió prerrogativas para sus hombres y los colocó en los puestos importantes; también los bárbaros abrieron los ojos, llenos de asombro, al ver a los númidas en las torres.
La sorpresa de los cartagineses fue aún mayor cuando vieron llegar, sobre un viejo trirreme púnico a cuatrocientos de los suyos, que habían sido hechos prisioneros durante la guerra de Sicilia. En efecto, Amílcar había devuelto secretamente a los quirites las tripulaciones de las naves latinas tomadas antes de la defección de las ciudades tirias; y Roma, en correspondencia a tan buenos procedimientos, le devolvía ahora sus cautivos. Desdeñó las negociaciones de los mercenarios en Cerdeña, e incluso no quiso reconocer como súbditos a los habitantes de Útica[156].
Hierón, que gobernaba en Siracusa, siguió este ejemplo. Precisaba, para conservar sus estados, un equilibrio entre los dos pueblos; le interesaba, pues, la salvación de los cananeos, y se declaró amigo suyo al enviarles mil doscientos bueyes, junto con cincuenta y tres mil nebel de buen trigo.
Una razón más profunda obligaba a socorrer a Cartago: se daban perfecta cuenta de que si triunfaban los mercenarios, desde el soldado hasta el último fregón de escudillas, todos se sublevarían y que ningún gobierno, ninguna casa podría resistirlos.
Mientras tanto, Amílcar batía las campiñas orientales. Rechazó a los galos, y todos los bárbaros se sentían a sí mismos como sitiados.
Entonces se dedicó a hostigarlos. Se acercaba, se alejaba y repitiendo continuamente esta maniobra, poco a poco, los separó de sus campamentos. Spendius se vio obligado a seguirlos, Matho, al fin, cedió como él.
No pasó de Túnez. Se encerró en sus murallas. Esta obstinación revelaba prudencia, pues pronto se vio a Narr-Havas que salía por la puerta de Kamón con sus elefantes y sus soldados; Amílcar lo llamaba. Pero ya los demás bárbaros erraban por las provincias en persecución del sufeta.
Había recibido en Clypea a tres mil galos. Hizo traer caballos de la Cirenaica, armaduras del Brutium, y reanudó la guerra.
Jamás su genio fue tan impetuoso y fértil. Durante cinco lunas los arrastró en pos de sí. Tenía un objetivo, y a él quería llevarlos.
* * *
Los bárbaros habían intentado al principio envolverlo con pequeños destacamentos; se les escapaba siempre. No desistieron. Su ejército se componía de unos cuarenta mil[157] hombres, y muchas veces tuvieron la alegría de ver retroceder a los cartagineses.
Lo que los atormentaba eran los jinetes de Narr-Havas. A menudo, en las horas de más bochorno, cuando se avanzaba por las llanuras dormitando bajo el peso de las armas, se elevaba de pronto en el horizonte una densa línea de polvo; galopes de corceles acudían, y del seno de una nube llena de pupilas centelleantes, se descargaba una lluvia de dardos. Los númidas, cubiertos con mantos blancos, lanzaban alaridos, levantaban los brazos apretando las rodillas contra sus caballos encabritados, los hacían dar la vuelta bruscamente y luego desaparecían. Siempre tenían a corta distancia, en los dromedarios, acopio de dardos, y volvían más terribles, aullando como lobos, huyendo como buitres. Los bárbaros que iban en los flancos caían uno a uno, y se continuaba así hasta la noche, en que se procuraba entrar en las montañas.
Aunque éstas fuesen peligrosas para los elefantes, Amílcar se aventuró por ellas. Siguió la larga cadena que se extiende desde el promontorio Hermaeum hasta la cumbre del Zaguan. Era, creían los bárbaros, un medio de ocultar la insuficiencia de sus tropas. Pero la incertidumbre continua en que los mantenía acababa por exasperarlos más que una derrota. No se desanimaban, y le seguían los pasos.
Por fin, una noche, entre la Montaña de Plata y la de Plomo, en medio de enormes rocas, a la entrada de un desfiladero, sorprendieron a un cuerpo de vélites[158]; y todo el ejército estaba seguramente próximo, pues se oía un ruido de pasos y de toques de clarín; enseguida los cartagineses huyeron por el desfiladero. Desembocaba éste en una llanura que tenía la forma del hierro de un hacha, rodeada de altas rocas escarpadas. Para dar alcance a los vélites, los bárbaros se abalanzaron hacia la llanura; allá al fondo, entre bueyes que galopaban, los demás cartagineses corrían tumultuosamente. Se vio a un hombre con un manto rojo: era el sufeta, a quien llamaban a gritos; los bárbaros se sintieron arrebatados por un enardecimiento de furor y de alegría. Muchos, por pereza o por prudencia, se habían quedado a la entrada del desfiladero. Pero la caballería, saliendo de un bosque, a lanzadas y sablazos, los empujó al sitio donde se encontraban los otros, y enseguida todos los bárbaros se encontraron abajo, en la hondonada.
Esta enorme masa de hombres, después de haberse agitado durante un rato, se detuvo, no descubría ninguna salida.
Los que se hallaban más cerca del desfiladero volvieron atrás, pero el paso estaba cortado. Se azuzó a los que iban delante para hacerlos continuar; se apelotonaban contra la montaña, y desde lejos apostrofaban a sus compañeros porque no sabían dar con el camino.
En efecto, apenas habían bajado los bárbaros cuando unos hombres, ocultos detrás de las rocas, levantándolas con vigas, las derribaron; y como la pendiente era rápida, aquellos bloques enormes, rodando confundidos, cerraron completamente la estrecha boca del desfiladero.
Al otro extremo de la llanura se extendía un largo corredor, hendido acá y allá por grietas, que conducían a una barranca por la que se subía a la planicie superior, donde estaba el ejército púnico. En este corredor se habían preparado de antemano escalas contra la pared de rocas y, protegidos por las sinuosidades de las resquebrajaduras, los vélites, antes de ver alcanzados, pudieron llegar hasta allí y subir por ellas. Muchos hasta se hundieron en el fondo de la barranca: se los subió con cables, pues el terreno en aquel sitio era de arena movediza y tan inclinado que ni aun de rodillas hubiese sido posible escalarlo. Casi inmediatamente llegaron los bárbaros. Pero un rastrillo de cuarenta codos[159] de alto, y hecho a la medida exacta del portillo, bajó de pronto ante ellos como un baluarte caído del cielo.
Así pues, los planes del sufeta habían salido bien. Ninguno de los mercenarios conocía la montaña y, como caminaban a la cabeza de las columnas, habían arrastrado a los demás. Las peñas, algo estrechas por la base, se volcaban fácilmente, y mientras todos corrían, su ejército, en el horizonte, había prorrumpido en gritos de angustia y socorro. Amílcar, es cierto, podía perder a sus vélites; solamente pereció la mitad. Hubiese sacrificado un número veinte veces mayor a cambio del éxito de semejante empresa.
Hasta la madrugada, los bárbaros se empujaron en filas compactas de un extremo a otro de la llanura. Tanteaban la montaña con sus manos, tratando de descubrir una salida.
Al fin amaneció, vieron completamente en torno a ellos una gran muralla blanca, cortada a pico. ¡Y ni un solo medio de salvación, ni una esperanza! Las dos salidas naturales de aquel callejón estaban cerradas por el rastrillo y por el montón de peñas.
Miráronse todos en silencio. Se abismaron en sí mismos, desalentados, sintiendo un frío glacial en los riñones y una pesantez abrumadora en los párpados.
Se reanimaron y saltaron por las peñas. Pero las más bajas, oprimidas por el peso de las otras, permanecían inconmovibles. Trataron de trepar por ellas hasta alcanzar la cumbre, pero la forma ventruda de aquellas enormes masas hacía imposible la empresa. Intentaron hender el terreno por los dos lados de la garganta: sus herramientas se rompieron. Con los mástiles de sus tiendas encendieron una gran hoguera, pero el fuego no podía quemar la montaña.
Se acordaron del rastrillo; estaba guarnecido de largos clavos gruesos como estacas, agudos como las púas de un puercoespín y más apretados que las crines de un cepillo. Pero estaban animados de tal furor que se abalanzaron contra él. Los primeros se metieron hasta la armazón, los demás saltaron por encima y todos cayeron, dejando en aquellas horribles ramas jirones de carne humana y cabelleras ensangrentadas.
Cuando su desaliento se hubo calmado un poco, examinaron los víveres que había. Los mercenarios, que habían perdido sus bagajes, apenas tenían para dos días, y los demás carecían de ellos, pues esperaban un convoy prometido por los pueblos del sur.
Pero por allí andaban errantes algunos bueyes que los cartagineses habían abandonado en el desfiladero con el fin de atraer a los bárbaros. Los mataron a lanzadas; se los comieron, y una vez que tuvieron el estómago lleno, los pensamientos fueron menos lúgubres.
Al día siguiente degollaron a todos los mulos, aproximadamente unos cuarenta, y luego masticaron las pieles, cocieron las entrañas, apilaron los huesos, y no desesperaban, porque el ejército de Túnez, avisado sin duda, estaría a punto de llegar.
Pero a la noche del quinto día aumentó el hambre; royeron los tahalíes de las espadas y las esponjillas que cubrían el fondo de los cascos.
Aquellos cuarenta mil hombres estaban amontonados en la especie de hipódromo que formaba alrededor de ellos la montaña. Algunos permanecían ante el rastrillo al pie de las peñas; los demás cubrían la llanura confusamente. Los más fuertes se esquivaban y los tímidos buscaban a los valientes, que, sin embargo, no podían salvarlos.
Por temor a la infección se había enterrado precipitadamente a los cadáveres de los vélites; el sitio de sus fosas ya no se distinguía.
Todos los bárbaros languidecían, postrados en tierra. Por entre sus filas, acá y allá, pasaba algún veterano y prorrumpía en maldiciones contra los cartagineses, contra Amílcar… y contra Matho, aunque fuese inocente de su desastre, pero les parecía que sus pesares hubieran sido menores si los hubiese compartido con ellos. Luego empezaban a gemir; algunos lloraban por lo bajo, como niños pequeños.
Se acercaban a los capitanes y les suplicaban que les diesen algo que mitigase sus sufrimientos. Aquéllos no les respondían nada o, arrebatados de furor, cogían una piedra y se la tiraban a la cara.
Muchos, en efecto, guardaban cuidadosamente, en un agujero en la tierra, parte de sus víveres, unos racimos de dátiles, un poco de harina, y se lo comían durante la noche, tapándose la cabeza bajo el manto. Los que tenían espadas, las conservaban desenvainadas en sus manos; los más desconfiados se mantenían de pie, apoyados contra la montaña.
Acusaban a sus jefes y los amenazaban. Autharita no temía darles la cara. Con esa obstinación de bárbaro que no cede ante nada, avanzaba veinte veces al día hasta el fondo, hacia las peñas, esperando encontrar una escapatoria, y balanceando sus macizos hombros cubiertos de pieles, les recordaba a sus compañeros a un oso que sale de su caverna, en primavera, para ver si las nieves se han derretido.
Spendius, rodeado de griegos, se ocultaba en una de las grietas; como tenía miedo, hizo correr el rumor de su muerte. Todos estaban ahora espantosamente flacos; en su piel se formaban placas violáceas. En la noche del noveno día murieron tres iberos.
Sus compañeros, asustados, abandonaron el lugar. Se despojó a los cadáveres, y sus cuerpos desnudos y blancos quedaron sobre la arena, al sol.
Entonces, los garamantes empezaron lentamente a rondar a los muertos. Eran seres acostumbrados a la soledad y que no respetaban a dios alguno. Al fin, el más viejo de la banda hizo una señal, y echándose sobre los cadáveres, con sus cuchillos, cortaron trozos; luego, sentados en cuclillas, comían[160]. Los demás los miraban desde lejos; se oyeron unos gritos de horror; muchos, sin embargo, envidiaban en el fondo de su alma aquella desaprensión.
A medianoche, algunos de los bárbaros se acercaron y, disimulando su deseo, les pedían un trocito, solamente para probar, según decían. Acudieron los más atrevidos; su número aumentó y pronto fueron un enjambre. Pero casi todos, al sentir en sus labios aquella carne fría, la dejaban caer de sus manos; algunos, al contrario, la devoraban con deleite.
Al fin de estimularse con el ejemplo, se animaban mutuamente. Incluso los que, al principio, habían rehusado ir a ver a los garamantes, ya no se separaban. Asaban los trozos de carne en las brasas, clavándolos en las puntas de las espadas, los salaban con polvo y se disputaban los mejores. Cuando ya no quedó nada de los tres cadáveres, sus ojos vagaron por la llanura en busca de otros.
Pero ¿no poseían unos veinte cartagineses, cautivos en el último encuentro, y en los que nadie hasta entonces se había fijado? Desaparecieron; era una venganza, por otra parte. Luego, como había que vivir, como se le había tomado el gusto a aquel alimento y como se morían de hambre, degollaron a los aguadores, a los palafreneros, a los criados de los mercenarios. Todos los días mataban a alguno de éstos. Había quienes comían mucho, cobraban fuerzas y no estaban tristes.
Enseguida llegó a faltar este recurso[161]. Entonces la gula se volvió hacia los heridos y los enfermos. Puesto que no podían curarse, era preferible librarlos de sus tormentos; y tan pronto como un soldado se tambaleaba, todos gritaban que ya estaba perdido y que debía servir de alimento a los demás. Para acelerar su muerte se valían de astucias; se les robaba el último resto de su inmunda ración; con simulada inadvertencia, los pisaban; los agonizantes, para hacerles creer que aún estaban fuertes, intentaban extender los brazos, levantarse, reír. Hombres desvanecidos volvían en sí al contacto de una hoja mellada que les aserraba un miembro, y mataban también por ferocidad, sin necesidad, para saciar su furor.
Una niebla densa y tibia, como suele serlo en aquellas regiones a finales de invierno, se abatió sobre el ejército al día decimocuarto. El cambio de temperatura acarreó numerosas muertes, y la descomposición se desarrollaba espantosamente rápida en la cálida humedad retenida por las paredes de la montaña. La llovizna que caía sobre los cadáveres, al reblandecerlos, hizo bien pronto de toda la llanura un gran pudridero. Vapores blanquecinos flotaban sobre ellos: picaban en las narices, penetraban en la piel, cegaban los ojos, y los bárbaros creían entrever los hálitos exhalados, las almas de sus compañeros. Un disgusto inmenso los abrumó. Ya no querían más. Preferían morir.
Dos días después, el tiempo aclaró y volvieron a ser presa del hambre. Les parecía a veces como si les arrancaran el estómago con unas tenazas. Entonces se revolcaron por el suelo convulsos, echaban en sus bocas puñados de tierra, se mordían los brazos y estallaban en risas frenéticas.
La sed los atormentaba aún más, pues no tenían ni una gota de agua, ya que los odres, a partir del noveno día, habían sido completamente agotados. Para engañar la necesidad, aplicaban sobre la lengua las láminas metálicas de los cinturones, los pomos de marfil, las hojas de las espadas. Los antiguos conductores de caravanas se comprimían el vientre con cuerdas. Otros chupaban un guijarro. Bebían los orines enfriados en los cascos de bronce.
¡Y aún seguían aguardando al ejército de Túnez[162]! Todo el tiempo que tardaba en aparecer era, según sus conjeturas, indicio seguro de su próxima llegada. Además, Matho, que era un valiente, no los abandonaría. «¡Sería mañana!», se decían, y ese mañana no llegaba nunca.
Al principio habían hecho plegarias, votos, habían practicado toda clase de encantamientos. Ahora no sentían, por sus divinidades, más que odio y, por venganza, trataban de no creer en ellas.
Los hombres de temperamento violento fueron los primeros en perecer; los africanos resistieron mejor que los galos. Zarxas, entre los baleares, permanecía tendido cuan largo era, con los cabellos esparcidos por encima de los brazos, inerte. Spendius encontró una planta de anchas hojas llenas de un jugo sustancioso y, habiéndola declarado venenosa a fin de apartar a los otros, se alimentaba de ella.
Estaban demasiado débiles para matar de una pedrada a los cuervos que volaban. A veces, cuando un gipaete, posado sobre un cadáver, lo despedazaba desde hacía ya un buen rato, alguien se arrastraba hacia él con un dardo entre los dientes. Se apoyaba en una mano y, después de haber apuntado bien, lanzaba su arma. La bestia de blanco plumaje, turbada por el ruido, se interrumpía, miraba completamente en torno suyo con aire tranquilo, como un cuervo marino sobre un escollo, luego volvía a hundir en la carne su horroroso pico amarillo, y el hombre, desesperado, volvía a caer de bruces en el polvo. Algunos llegaban a descubrir camaleones, serpientes. Pero lo que les hacía vivir era el amor a la vida. Tendían su alma sobre esta idea, exclusivamente, y se aferraban a la existencia con un esfuerzo de voluntad tan tenaz que conseguían prolongarla.
Los más estoicos permanecían unos junto a otros, sentados en corro, en medio de la llanura, acá y allá, entre los muertos; y, envueltos en sus mantos, se abandonaban silenciosamente a su tristeza.
Los que habían nacido en las ciudades se acordaban de las calles más concurridas, trepidantes de bullicio, de las tabernas, de los teatros, de los baños y de las barberías, donde se cuentan historias. Otros veían campiñas a la puesta del sol, cuando los trigos amarillos ondulan y los grandes bueyes remontan las colinas con la reja del arado al cuello. Los viajeros soñaban con cisternas, los cazadores con bosques, los veteranos con batallas; y, en la somnolencia que los amodorraba, sus pensamientos contrastaban con la vivacidad y la nitidez de los sueños. Las alucinaciones los invadían súbitamente; buscaban en la montaña una puerta para huir y querían pasar a través de ella. Otros, creyendo navegar en medio de una tempestad, mandaban la maniobra de un navío, o bien retrocedían asustados, al ver, en las nubes, batallones púnicos. Había quienes se figuraban estar en un festín, y cantaban.
Muchos, por una extraña manía, repetían la misma palabra o hacían continuamente el mismo gesto. Luego, cuando volvían a levantar la cabeza y a mirarse, los ahogaban los sollozos al ver el horrible estrago de sus rostros. Algunos ya ni sufrían y, para matar el tiempo, se contaban los peligros de que habían escapado.
Su muerte era para todos ciertísima, inminente. ¡Cuántas veces habían intentado abrirse un paso! En cuanto a implorar las condiciones de una capitulación al vencedor, ¿por qué medio hacerlo? Ni siquiera sabían dónde estaba Amílcar.
Soplaba el viento del lado de la quebrada. Arrastraba la arena por encima del rastrillo en cascadas, incesantemente; y los mantos y las cabelleras de los bárbaros se iban recubriendo de ella, como si la tierra quisiera sepultarlos. No se movía nada; la eterna montaña les parecía cada día más alta.
Algunas veces cruzaban unas bandadas de pájaros con las alas desplegadas, en pleno cielo azul, en la inmensidad del aire. Cerraban los ojos para no verlos.
Sentían primero un zumbido en sus oídos, se les ennegrecían las uñas, el frío les invadía el pecho, se acostaban de lado y se extinguían sin exhalar un grito[163].
Al cumplirse el día decimonono habían muerto dos mil asiáticos, mil quinientos del archipiélago, ocho mil de Libia, los más jóvenes de los mercenarios y tribus completas; en total, veinte mil soldados, la mitad del ejército.
Autharita, al que no le quedaban más que cincuenta galos, iba a dejarse matar para acabar de una vez, cuando, en la cumbre de la montaña, frente a él, creyó ver a un hombre.
Aquel hombre, a causa de la altura a que se encontraba, no parecía más grande que un enano. Sin embargo, Autharita reconoció en su brazo izquierdo un escudo en forma de trébol. Exclamó: «¡Un cartaginés!». Y en la llanura, ante el rastrillo y bajo las peñas, todos se levantaron. El soldado se paseaba al borde del precipicio; desde abajo, los bárbaros lo contemplaban.
Spendius recogió una cabeza de buey; luego, formando con dos cinturones una diadema, la plantó sobre los cuernos en la punta de una pértiga y la levantó en alto, en señal de intenciones pacíficas. El cartaginés desapareció. Esperaron.
Por fin, por la noche, como una piedra que se desprendiese del barranco, cayó de pronto, desde lo alto, un tahalí. Hecho de cuero rojo y cubierto de incrustaciones con tres estrellas de diamante, llevaba impreso en el centro el sello del gran consejo: un caballo debajo de una palmera[164]. Era la respuesta de Amílcar, el salvoconducto que él enviaba.
No tenían nada que temer; cualquier cambio de la fortuna conducía al término de sus males. Un júbilo desmedido los agitó, se abrazaban, lloraban. Spendius, Autharita y Zarxas[165], cuatro italiotas, un negro y dos espartanos se ofrecieron como parlamentarios. Fueron aceptados en el acto. Sin embargo, no sabían cómo salir de allí.
Pero un crujido resonó del lado de las rocas, y la más alta, girando sobre sí misma, cayó rebotando hasta abajo. En efecto, si del lado de los bárbaros las peñas eran inconmovibles, pues hubiera sido preciso hacerlas subir por un plano inclinado, y además estaban amontonadas por la estrechez de la garganta, del otro lado, por el contrario, bastaba con empujarlas fuertemente para que se despeñaran. Los cartagineses las impulsaron y, al ser de día, los peñascos se adelantaban en la llanura como las gradas de una inmensa escalinata en ruinas.
Los bárbaros no podían aún trepar por ellas. Les tendieron escalas; todos se abalanzaron a ellas. La descarga de una catapulta los hizo retroceder; únicamente fueron aceptados los diez embajadores.
Marchaban entre los clinabaros y apoyaban sus manos en la grupa de los caballos para sostenerse.
Ahora que había pasado su primer momento de alegría, empezaban a concebir inquietudes. Las exigencias de Amílcar serían crueles. Pero Spendius los tranquilizaba.
—¡Seré yo quien hable! —y se jactaba de saber lo que tenía que decir para la salvación del ejército.
Detrás de todos los matorrales encontraban centinelas emboscados. Se prosternaban ante el talabarte que Spendius llevaba cruzado al hombro.
Cuando entraron en el campamento púnico, la soldadesca se apiñó alrededor de ellos, riendo y cuchicheando. La puerta de una tienda de campaña se abrió.
Amílcar estaba en el fondo, sentado en un escabel, junto a una mesa baja en la que brillaba una espada desenvainada. Unos capitanes, en pie, lo rodeaban.
Al ver a aquellos hombres, hizo un gesto de repugnancia, luego se inclinó para examinarlos.
Tenían las pupilas extraordinariamente dilatadas y un gran círculo negro alrededor de los ojos, que se prolongaba por debajo de las orejas; las narices lívidas se destacaban entre sus hundidas mejillas, surcadas por profundas arrugas; la piel de sus cuerpos, demasiado ancha para los músculos, desaparecía bajo una capa de polvo de color plomizo; sus labios se pegaban contra sus dientes amarillos; exhalaban un olor nauseabundo; parecían tumbas entreabiertas, sepulcros vivientes.
En medio de la tienda, sobre la estera en que iban a sentarse los capitanes, había una gamella de calabazas humeantes. Los bárbaros clavaban en ella sus miradas, temblándoles todos los miembros, y se les venían las lágrimas a los ojos. Se contenían, no obstante.
Amílcar se volvió para hablar con alguien. Entonces se arrojaron encima, todos, de bruces. Sus rostros se empapaban en la grasa, y el ruido de su deglución se mezclaba con los sollozos de alegría mal contenidos. Más por asombro que por lástima, sin duda, les dejaron terminar la gamella. Luego, cuando se hubieron levantado, Amílcar ordenó, con un gesto, al hombre que llevaba el talabarte, que comenzase a hablar. Spendius tenía miedo; balbucía.
Amílcar, mientras lo escuchaba, daba vueltas en su dedo a un grueso anillo de oro, el mismo con el que había impreso en el tahalí el sello de Cartago. Lo dejó caer al suelo: Spendius lo recogió enseguida; ante su amo, sus hábitos de esclavo volvían a dominarlo. Los demás se estremecieron, indignados por aquella bajeza.
Pero el griego alzó la voz y relatando los crímenes de Hannón, de quien sabía que era enemigo de Barca, intentó conmoverlo con los detalles de sus desgracias y los recuerdos de su abnegación; habló durante mucho tiempo, de una manera rápida, insidiosa, violenta incluso; al fin, divagó, arrastrado por el calor de su ingenio.
Amílcar replicó que aceptaba sus excusas. ¡Pues iba a firmarse la paz y ahora sería definitiva! Pero exigía que se le entregasen diez mercenarios, elegidos por él, sin armas y sin túnica.
No se esperaban esta clemencia; Spendius exclamó:
—¡Oh, veinte, si quiere, señor!
—¡No! Me basta con diez —respondió Amílcar suavemente.
Se les hizo salir de la tienda para que pudiesen deliberar. En cuanto estuvieron solos, Autharita protestó en nombre de los compañeros sacrificados, y Zarxas le dijo a Spendius:
—¿Por qué no lo has matado? ¡Allí estaba su espada, junto a ti!
—¿A él? —replicó Spendius, y repitió varias veces: «¿A él? ¿A él?», como si fuese una cosa imposible y Amílcar algún ser inmortal.
Los abrumaba tal postración que se echaron de espaldas en el suelo, sin saber qué resolver. Spendius los incitaba a ceder. Al fin, consintieron, y volvieron a entrar en la tienda.
Entonces el sufeta puso su mano en las manos de los diez bárbaros, uno después de otro, apretando los pulgares; luego la frotó en sus vestiduras, pues aquella piel viscosa causaba al tacto una impresión ruda y blanda, un hormiguero grasiento que horripilaba. Inmediatamente les dijo:
—¿Sois vosotros los jefes de los bárbaros y habéis jurado por ellos?
—¡Sí! —respondieron.
—¿Sin coacción, desde el fondo del alma, con la intención de cumplir vuestras promesas?
Aseguraron que volverían junto a sus compañeros para cumplir lo pactado.
—¡Pues bien —repuso el sufeta—, de acuerdo con la convención pactada entre yo, Barca, y los embajadores de los mercenarios, os elijo a vosotros, y os guardo como rehenes![166].
Spendius cayó desvanecido sobre la estera. Los bárbaros, como abandonándolo, se estrecharon unos contra otros; y no profirieron ni una palabra, ni una queja.
* * *
Sus compañeros, que los estaban esperando, al ver que no volvían, se creyeron traicionados. Sin duda, los parlamentarios se habían entregado al sufeta.
Esperaron aún dos días más; luego, al amanecer del tercer día tomaron una resolución. Con cuerdas, pico y flechas dispuestos a modo de tramos entre jirones de tela, consiguieron escalar las rocas, y dejando atrás a los más débiles, alrededor de unos tres mil se pusieron en marcha para reunirse con el ejército de Túnez.
En lo alto del desfiladero se extendía una pradera sembrada de algunos arbustos; los bárbaros devoraron sus yemas. A continuación dieron con un campo de habas, y todo él desapareció como si una nube de langosta hubiese pasado por allí. Tres horas después llegaron a una segunda altiplanicie, rodeada de un cinturón de colinas verdes.
Entre las ondulaciones de aquellos montículos brillaban unas gavillas de color de plata, espaciadas entre sí; los bárbaros, deslumbrados por el sol, percibían confusamente, debajo de ellas, unas moles negras que las soportaban. Éstas se levantaron, como si se hubiesen abierto sobre sí mismas. Eran lanzas en torres, sobre elefantes espantosamente armados.
Además del venablo de su petral, de los punzones de sus colmillos, las placas de bronce que cubrían sus flancos, y los puñales de sus rodilleras, llevaban en el extremo de sus trompas un brazalete de cuero al que iba atado el mango de una ancha cuchilla; habiendo partido todos a la vez del fondo de la llanura, avanzaban por cada lado, paralelamente.
Un terror indescriptible heló de espanto a los bárbaros. Ni siquiera intentaron huir. Se encontraban ya cercados.
Los elefantes penetraron en aquella masa de hombres, y los espolones de su petral la dividían, las lanzas de sus colmillos la revolvían como rejas de arados; cortaban, rajaban, descuartizaban con las hoces de sus trompas; las torres, llenas de faláricas, parecían volcanes en movimiento: no se distinguía más que un inmenso montón en el que las carnes humanas formaban manchas blancas; las láminas de bronce, placas grises, y la sangre, cohetes rojos; los horribles animales, al pasar a través de todo aquello, trazaban surcos negros. El más furioso era conducido por un númida, coronado por una diadema de plumas. Lanzaba jabalinas con una celeridad espantosa, acompañándose a intervalos regulares de un largo silbido agudo; las enormes bestias, dóciles como perros, durante la carnicería miraban siempre hacia él.
Su círculo se iba estrechando poco a poco; los bárbaros, debilitados, no oponían resistencia; enseguida los elefantes estuvieron en el centro de la llanura. Les faltaba espacio; se amontonaban casi enfurecidos, se entrechocaban los marfiles. De pronto, Narr-Havas los aplacó, y volviendo grupas, regresaron al trote hacia las colinas[167].
Entre tanto, dos sintagmas se habían refugiado a la derecha, en un repliegue del terreno, habían tirado sus armas, y todos de rodillas hacia las tiendas púnicas, levantando sus brazos implorando perdón.
Les ataron las piernas y las manos; luego, cuando estuvieron tendidos en tierra unos junto a otros, se trajeron los elefantes.
Los pechos crujían como cofres que se rompen; a cada paso aplastaban dos; sus grandes pezuñas se hundían en los cuerpos con un movimiento de ancas que los hacía parecer cojos. Continuaban, y llegaron hasta el fin.
El suelo de la llanura volvió a quedar en calma. Cayó la noche. Amílcar se deleitaba ante el espectáculo de su venganza, pero, de pronto, se estremeció.
¡Veía, y todos veían a seiscientos pasos de allí, a la izquierda, en la cumbre de un otero, bárbaros y bárbaros! En efecto, cuatrocientos de los más robustos mercenarios etruscos, libios y espartanos, habían ganado las alturas desde el comienzo, y se habían mantenido allí indecisos. Después de la matanza de sus compañeros, resolvieron cargar contra los cartagineses, ya descendían en columnas cerradas, de un modo maravilloso y formidable.
Se les envió un heraldo inmediatamente. El sufeta tenía necesidad de soldados; admiraba tanto su bravura que los admitía sin condiciones. Podían incluso, añadió el hombre de Cartago, acercarse un poco, a un sitio que él les designó, y donde encontrarían víveres.
Los bárbaros echaron a correr hacia allí y pasaron la noche comiendo. Entonces, los cartagineses estallaron en rumores contra la parcialidad del sufeta con los mercenarios.
¿Cedió a estas expansiones de un odio insaciable, o bien era un refinamiento de perfidia? Al día siguiente fue él mismo, sin espada, con la cabeza descubierta, acompañado de una escolta de clinabaros, y les declaró que siendo mucha la gente que había que mantener, no era su intención contratarlos. Sin embargo, como le hacían falta hombres y no sabía por qué medio elegir a los mejores, iban a pelearse a muerte; luego admitiría a los vencedores en su guardia personal. Muerte por muerte, valía más ésta…; y entonces, apartando a sus soldados, pues los estandartes púnicos ocultaban a los mercenarios el horizonte, les mostró los ciento noventa y dos elefantes de Narr-Havas, que formaban una sola línea recta y cuyas trompas iban armadas de grandes hierros, parecidos a brazos de gigantes que llevasen hachas en sus cabezas.
Los bárbaros se miraron entre sí silenciosamente. No era la muerte lo que les hacía empalidecer, sino la horrible alternativa a que se veían reducidos.
La vida en común había establecido entre estos hombres amistades profundas. Para la mayoría, el campamento sustituía a la patria; como vivían sin familia, consagraban todo su afecto a un compañero, y dormían uno al lado de otro, bajo el mismo manto, a la luz de las estrellas. Además, en este perpetuo vagabundeo a través de toda clase de países, de muerte y aventuras, habían nacido extraños amores, uniones obscenas tan formales como matrimonios, en las que el más fuerte defendía al más joven en las batallas, le ayudaba a franquear los precipicios, enjugaba en su frente el sudor de las fiebres; robaba para alimentarlo; y el otro, niño recogido a la orilla de un camino, convertido luego en mercenario, pagaba esta abnegación con mil cuidados delicados y complacencias de esposa.
Cambiaron sus collares y pendientes, regalos que se habían hecho en otro tiempo, después de un gran peligro, en horas de embriaguez. Todos querían morir, y ninguno se atrevía a dar el primer golpe. Veíase acá y allá a un joven que le decía a otro, cuya barba empezaba a encanecer: «¡No, tú eres el más fuerte! ¡Tú me vengarás, mátame!», y el hombre respondía: «¡A mí me quedan menos años de vida! ¡Dame en el corazón y no te preocupes!». Los hermanos se contemplaban tristemente, con las manos estrechadas, y el amante le daba a su amado la despedida eterna, de pie, llorando sobre su hombro.
Se quitaron sus corazas para que la punta de las espadas penetrase mejor. Entonces aparecieron las cicatrices de las heridas que habían recibido por Cartago; parecían inscripciones sobre columnas.
Se colocaron en cuatro filas iguales, al modo de los gladiadores, y comenzaron con tímidas acometidas. Algunos se habían vendado los ojos, y sus espadas hendían el aire, blandamente como palos de ciego. Los cartagineses prorrumpieron en silbidos, gritándoles que eran unos cobardes. Los bárbaros se animaron, y enseguida el combate fue general, violento, terrible.
A veces, dos hombres se detenían completamente ensangrentados, caían uno en brazos del otro y morían dándose besos. Ninguno retrocedía. Se arrojaban contra las hojas desnudas. Su delirio era tan furioso que los cartagineses, aun viéndolos desde lejos, tenían miedo.
Por fin, se detuvieron. Sus pechos producían un ruido ronco y se percibían sus pupilas a través de sus largas cabelleras que colgaban como si hubiesen salido de un baño de púrpura. Muchos giraban sobre sus talones, vertiginosamente, como panteras heridas en la frente. Otros permanecían inmóviles contemplando un cadáver a sus pies; luego, de súbito, se arañaban la cara con las uñas, cogían su espada con las dos manos y se la hundían en el vientre.
Quedaban sesenta todavía. Pidieron de beber. Se les gritó que tirasen sus espadas y, cuando las hubieron tirado, se les llevó el agua.
Mientras estaban bebiendo, con la cara hundida en las vasijas, sesenta cartagineses, saltando sobre ellos, los mataron con estiletes, por la espalda.
Amílcar había hecho esto para complacer los instintos de su ejército y, mediante esta traición, atraérselo a su favor.
Así pues, la guerra había terminado; al menos, él lo creía; Matho no resistiría, y en su impaciencia el sufeta dio inmediatamente la orden de salida.
Sus exploradores vinieron a decirle que se había visto un convoy que iba hacia la Montaña de Plomo. Amílcar no le dio importancia. Una vez destruidos los mercenarios, los nómadas no les molestarían más. Lo importante era tomar Túnez. A marchas forzadas se encaminaron hacia ella.
Había enviado a Narr-Havas a Cartago para que llevase la noticia de la victoria; y el rey de los númidas, orgulloso de su éxito, se presentó en el palacio de Salambó.
* * *
Salambó los recibió en sus jardines, bajo un gran sicómoro, entre dos almohadones de cuero amarillo, acompañada de Taanach. Tenía el rostro cubierto por un velo blanco que, pasándole por la boca y por la frente, no dejaba ver más que los ojos, pero sus labios brillaban a través de la transparencia del tejido como las pedrerías de sus dedos, pues Salambó tenía sus dos manos envueltas, y durante todo el tiempo que estuvieron hablando no hizo ni un gesto.
Narr-Havas le anunció la derrota de los bárbaros. Salambó le dio las gracias bendiciéndolo por los servicios que había prestado a su padre. Entonces el númida se puso a contarle toda la campaña.
Las palomas se arrullaban dulcemente en las palmeras, a su alrededor, y otros pájaros revoloteaban entre la hierba: galeolos[168] de collar, codornices de Tartessos y pintadas púnicas. El jardín, sin cultivar desde hacía mucho tiempo, estaba lleno de hierbas; las coloquíntidas trepaban por entre el ramaje de las cañafístulas; las asclepias[169] sembraban los campos de rosas; plantas de todas clases formaban entrelazamientos y cenadores; y los rayos del sol, que caían oblicuamente, dibujaban acá y allá, como en los bosques, la sombra de una hoja en el suelo. Los animales domésticos, vueltos al estado salvaje, huían al menor ruido. A veces se divisaba una gacela arrastrando en sus menudos cascos negros plumas de pavo real, dispersas. Los rumores de la ciudad se confundían a los lejos con el murmullo de las olas. El cielo estaba completamente azul; ni una sola vela aparecía en el mar.
Narr-Havas ya no hablaba; Salambó, sin haberle respondido, miraba al rey númida. Llevaba éste una túnica de lino, con flores pintadas y fimbrias de oro; dos flechas de plata sostenían sus cabellos trenzados, al borde de sus orejas; apoyaba la mano derecha en el mango de una pica, adornado con aros de electro y pellones de piel.
Mientras lo miraba, una infinidad de vagos pensamientos absorbían a Salambó. Aquel joven, de voz dulce y porte femenino, la cautivaba por la gracia de su persona y le parecía como una hermana mayor que los Baals le enviasen para protegerla. El recuerdo de Matho se apoderó de ella; no resistió más al deseo de saber lo que había sido de él.
Narr-Havas respondió que los cartagineses avanzaban sobre Túnez, con el fin de capturarlo. A medida que exponía sus posibilidades de éxito y la débil posición en que se encontraba Matho, parecía animarse con una esperanza extraordinaria. Sus labios temblaban, palpitaba su pecho. Cuando, al fin, le prometió matarlo él mismo, Salambó exclamó:
—¡Sí, mátalo, es necesario!
El númida replicó que deseaba ardientemente aquella muerte, porque así, terminada la guerra, sería su esposa.
Salambó se estremeció y bajó la cabeza.
Pero Narr-Havas, prosiguiendo su charla, comparó sus deseos con las flores que languidecen después de la lluvia, con los viajeros extraviados que esperan a que sea de día. Le dijo incluso que era más bella que la luna, más grata que la brisa matinal y que el rostro de un huésped. Haría traer para ella, del país de los negros, cosas que no se habían visto en Cartago, y los aposentos de su casa serían enarenados con polvo de oro.
Caía la tarde; balsámicos aromas se respiraban en el ambiente. Durante largo rato, se contemplaron en silencio, y los ojos de Salambó, en el fondo de su amplio velo, parecían dos estrellas en el rasgón de una nube. Antes de que el sol se hubiera puesto, Narr-Havas se retiró.
Los ancianos se sintieron aliviados de una gran inquietud cuando éste partió de Cartago. El pueblo lo había recibido con aclamaciones aún más entusiásticas que la primera vez. Si Amílcar y el rey de los númidas triunfaban solos sobre los mercenarios, sería imposible resistirlos. Por tanto, resolvieron, para debilitar la influencia de Barca, había que hacer que participase en la salvación de la república aquél a quienes ellos amaban, el anciano Hannón.
Éste se trasladó inmediatamente a las provincias occidentales, a fin de vengarse en los mismos lugares que habían sido testigos de su oprobio. Pero los habitantes y los bárbaros habían muerto o estaban ocultos o huidos. Entonces desahogó su cólera contra la campiña. Quemó las ruinas de las ruinas, no dejó ni un solo árbol, ni una brizna de hierba; a los niños y enfermos que encontraba, los hacía morir en el suplicio; entregaba las mujeres a sus soldados para que las violasen antes de degollarlas; las más hermosas eran arrojadas dentro de su litera, pues su atroz enfermedad le abrasaba en impúdicos deseos; y los satisfacía con todo el furor de un hombre desesperado.
A menudo, en las crestas de las colinas, se plegaban unas tiendas negras como derribadas por el viento, y grandes discos de borde brillante, que se sabía eran ruedas de carro, girando con un sonido quejumbroso, poco a poco se hundían en los valles. Las tribus, que habían abandonado el asedio de Cartago, erraban de esta manera por las provincias, esperando una ocasión, alguna victoria de los mercenarios para volver. Pero, bien fuese por terror o por hambre, tomaron todas el camino de sus comarcas y desaparecieron.
Amílcar no tuvo celos de los éxitos de Hannón. Sin embargo, tenía prisa por acabar con ellos; le ordenó que se dirigiese sobre Túnez; y Hannón, que amaba a su patria, se halló el día señalado junto a las murallas de la ciudad.
Túnez contaba para defenderse con una población autóctona, con doce mil mercenarios, además con todos los comedores de cosas inmundas, pues éstos estaban, como Matho, fijos en el horizonte de Cartago, y la plebe y el schalischim contemplaban desde lejos sus altas murallas, soñando con los placeres inefables que había detrás de ellas Con este conjunto de odios concertados, la resistencia se organizó con toda presteza. Se cogieron odres para hacer cascos, se cortaron todas las palmeras de los jardines para tener lanzas, se construyeron cisternas y, en cuanto a los víveres, pescaban en las márgenes del lago grandes peces blancos, alimentados con cadáveres e inmundicias. Los baluartes de sus murallas, mantenidas en ruinas por la envidia de Cartago, eran tan débiles que se los podía derribar de un empujón. Matho tapó los agujeros con las piedras de las casas. Era la última batalla; no esperaba nada y, sin embargo, se decía a sí mismo que la fortuna era tornadiza.
Los cartagineses, al acercarse, observaron sobre el baluarte a un hombre que rebasaba la altura de las almenas de cintura para arriba. Las flechas, que pasaban volando en torno suyo, parecían preocuparle menos que una bandada de golondrinas. Ninguna, por rara coincidencia, lo alcanzó.
Amílcar estableció su campamento en el lado meridional; Narr-Havas, a su derecha, ocupaba la llanura de Rhades; Hannón, la orilla del lago, y los tres generales debían conservar su posición relativa para atacar el recinto todos al mismo tiempo.
Pero Amílcar, sin pérdida de tiempo, tuvo empeño en querer demostrarles a los mercenarios que los castigaría como esclavos. Ordenó crucificar a los diez embajadores[170], unos junto a los otros, en un montículo, de cara a la ciudad.
A la vista de este espectáculo, los sitiados abandonaron el baluarte.
Matho se había dicho que, si pudiera pasar entre las murallas y las tiendas de Narr-Havas con la rapidez suficiente para que los númidas no tuvieran tiempo de salir, caería sobre la retaguardia de la infantería cartaginesa, que se vería cogida entre su división y las del interior. Se lanzó fuera con los veteranos.
Narr-Havas lo vio; franqueó la playa del lago y voló a advertir a Hannón que enviara tropas en auxilio de Amílcar. ¿Acaso creía a Barca demasiado débil para resistir a los mercenarios? ¿Era una perfidia o una necedad? Nadie pudo saberlo jamás.
Hannón, deseoso de humillar a su rival, no titubeó. Ordenó que tocasen las trompetas, y todo su ejército se lanzó contra los bárbaros. Éstos se volvieron corriendo derechos hacia los cartagineses; los derribaban, los aplastaban bajo sus pies y, rechazándolos impetuosamente, llegaron hasta la tienda de Hannón, que estaba entonces en medio de treinta cartagineses, de los más ilustres de los ancianos.
Hannón quedó asombrado de su audacia; llamaba a sus capitanes. Todos le ponían sus puños en la garganta, vociferando injurias. Se apretaban unos contra otros, y los que tenían la mano puesta sobre él a duras penas podían retenerlo. Sin embargo, él intentaba decirles al oído: «¡Te daré todo lo que quieras! ¡Soy rico! ¡Sálvame!». Lo llevaban a rastras, pero aunque fuese tan pesado, sus pies no tocaban el suelo. Se habían llevado a los ancianos. Su terror aumentó. «¡Me habéis vencido! ¡Soy vuestro cautivo! ¡Pagaré mi rescate! ¡Escuchadme, amigos míos!». Y, llevado por todos aquellos hombres que se aprestaban a su lado, repetía: «¿Qué vais a hacer? ¿Qué queréis? ¡Ya veis que no hago resistencia! ¡Siempre he sido bueno!».
Una cruz gigantesca había sido izada ante la puerta. Los bárbaros aullaban: «¡Aquí, aquí!». Pero él levantó la voz aún más fuerte, y en nombre de sus dioses, les conminó a que lo llevasen al schalischim, porque tenía que confiarle una cosa de la que dependía la salvación de todos.
Los bárbaros se detuvieron, y algunos pretendían que era prudente llamar a Matho. Salieron en su busca.
Hannón cayó sobre la hierba y veía a su alrededor más cruces aún, como si el suplicio en el que iba a perecer se hubiese multiplicado de antemano, hacía esfuerzos para convencerse de que su vista le engañaba, que no había más que una sola cruz, e incluso para creer que no había ninguna en absoluto. Por fin, lo levantaron.
—¡Habla! —dijo Matho.
Le ofreció entregar a Amílcar, luego entrarían en Cartago y serían reyes los dos.
Matho se alejó, haciendo una seña a los suyos para que se apresurasen. Era, pensaba, un ardid para ganar tiempo.
Matho se engañaba; Hannón se hallaba en una de esas situaciones en que no se repara ya en nada, y además odiaba de tal modo a Amílcar que, a cambio de una leve esperanza de salvarse, lo hubiera sacrificado con todos sus soldados.
Al pie de las treinta cruces, los ancianos languidecían en el suelo; les estaban pasando unas cuerdas bajo sus axilas. Entonces el viejo sufeta, comprendiendo que iba a morir, se echó a llorar.
Le arrancaron los vestidos que le quedaban… y el horror de su cuerpo apareció. Las úlceras cubrían aquella masa innoble; la grasa de sus piernas le cubría las uñas de sus pies; pendían de sus dedos como pingajos verdosos, y las lágrimas que corrían por entre las protuberancias de sus mejillas le daban a su cara un aspecto espantosamente triste, como si ocupase más espacio que en ningún otro rostro humano. Su diadema real, medio deshecha, arrastraba con sus cabellos blancos en el polvo. Creyeron no tener cuerdas suficientemente fuertes para izarlo a lo alto de la cruz, y lo clavaron encima de ella, antes de que fuese alzada, al modo púnico. Pero su orgullo se sobrepuso a su dolor, y los llenó de injurias. Echaba espuma por la boca y se retorcía, como un monstruo marino al que se degüella en la playa, prediciéndoles que acabarían todos más horriblemente aún y que sería vengado[171].
Lo estaba. Al otro lado de la ciudad, de donde se elevaban ahora llamaradas entre columnas de humo, agonizaban los embajadores de los mercenarios.
Algunos, desmayados al principio, se habían reanimado por el frescor del viento; pero seguían con la barbilla clavada en el pecho, y sus cuerpos colgaban un poco, a pesar de que sus brazos habían sido clavados más arriba que sus cabezas; de sus talones y de sus manos, caía la sangre a goterones, lentamente, como de las ramas de los árboles caen los frutos maduros…, y Cartago, el golfo, las montañas y las llanuras, todo les parecía dar vueltas como una inmensa rueda; a veces, una nube de polvo subía del suelo, los envolvía en sus remolinos; se sentían abrasados por una sed horrible, se les pegaba la lengua al paladar, y sentían correr por sus miembros un sudor glacial, a la vez que su alma los abandonaba.
Sin embargo, entreveían a una distancia infinita calles, soldados en marcha, centelleos de espadas; y el tumulto de la batalla les llegaba vagamente, como el ruido del mar a unos náufragos que mueren abrazados a la arboladura de un navío. Los italiotas, más robustos que sus compañeros, gritaban aún; los lacedemonios, silenciosos, mantenían sus párpados cerrados; Zarxas, antes tan vigoroso, se doblegaba como una caña rota; a su lado, el etíope tenía la cabeza echada hacia atrás por encima de sus brazos de la cruz; Autharita, inmóvil, movía los ojos; su larga cabellera, cogida en una hendidura de la madera, se erizaba en su frente, y el estertor que exhalaba parecía más bien un rugido de cólera. En cuanto a Spendius, se sentía animado de un extraño valor, ahora despreciaba la vida, por la certidumbre que tenía de una manumisión casi inmediata y eterna, y esperaba la muerte con impasibilidad.
En medio de su desfallecimiento, a veces se estremecían al roce de plumas que les pasaban por la boca. Grandes alas proyectaban sombras alrededor de ellos, unos graznidos crujían en el aire; y como la cruz de Spendius era la más alta, fue en la suya donde se posó el primer buitre. Entonces volvió su cara hacia Autharita, y le dijo pausadamente, con una sonrisa indefinible:
—¿Te acuerdas de los leones en el camino de Sicca?
—¡Eran nuestros hermanos! —respondió el galo, y expiró.
El sufeta, mientras tanto, había abierto brecha en el recinto, y había llegado a la ciudadela. A una ráfaga de viento, el humo se elevó de pronto, dejando al descubierto el horizonte hasta las murallas de Cartago; creyó incluso distinguir gentes que miraban asomadas en la plataforma de Eschmún; luego, al girar la vista, vio, a la izquierda, a orillas del lago, treinta cruces descomunales.
En efecto, para hacerlas más horripilantes, las habían construido con los mástiles de sus tiendas unidos por los extremos; y los treinta cadáveres de los ancianos aparecían en lo alto, en el cielo. Tenían sobre sus pechos como mariposas blancas; eran las barbas de las flechas que les habían disparado desde abajo.
En la cima de la más alta, brillaba una ancha cinta de oro; colgaba sobre el hombro, le faltaba el brazo de ese lado. A Amílcar le costó trabajo reconocer a Hannón. Como sus huesos esponjosos cedían bajo los taladros de hierro, porciones de sus miembros se habían desgarrado… y sólo quedaban en la cruz restos informes, parecidos a esos fragmentos de animales que cuelgan de la puerta de los cazadores.
El sufeta no había podido saber nada; la ciudad, delante de él, ocultaba todo su otro lado, y los capitanes enviados sucesivamente a los otros dos generales no habían vuelto. Los fugitivos que llegaban contaron la derrota, y el ejército púnico se detuvo. Aquella catástrofe, que se producía en medio de su victoria, los dejó estupefactos. Ya no hacían caso de las órdenes de Amílcar.
Matho aprovechó la ocasión para continuar haciendo estragos entre los númidas.
Después de haber destruido el campamento de Hannón, se volvió contra ellos. Los elefantes salieron. Pero los mercenarios, provistos de teas cogidas en las murallas, avanzaron por la llanura agitando las llamas, y las enormes bestias, asustadas, corrieron a precipitarse en el golfo, donde se mataban unas contra otras al caer, ahogándose bajo el peso de sus corazas. Ya Narr-Havas había lanzado su caballería: todos se echaron de bruces; luego, cuando los caballos estuvieron a dos pasos de ellos, saltaron a sus vientres, abriéndoselos a puñaladas, y la mitad de los númidas había perecido cuando se presentó Barca.
Los mercenarios, agotados, no podían hacer frente a sus tropas. Retrocedieron en buen orden hasta la montaña de las Aguas Calientes. El sufeta tuvo la prudencia de no perseguirlos. Se dirigió hacia la desembocadura del Macar.
Túnez le pertenecía, pero no era ya más que un montón de escombros humeantes. Las ruinas se desplomaban por las brechas de las murallas hasta el centro de la llanura; en el fondo, entre las márgenes del golfo, los cadáveres de los elefantes, impulsados por el oleaje y la brisa, se entrechocaban, como un archipiélago de rocas negras que flotaran en el agua.
Narr-Havas, para sostener esta guerra, había echado mano de todos los elefantes de sus bosques, jóvenes y viejos, machos y hembras, y la fuerza militar de su reino no volvió a rehacerse. El pueblo, que los había visto morir desde lejos, quedó desolado; los hombres se lamentaban en las calles llamándolos por sus nombres, como a amigos difuntos: «¡Ay, el Invencible! ¡La Victoria! ¡El Exterminador! ¡La Golondrina!». El primer día incluso, no se habló más que de los ciudadanos muertos. Pero al día siguiente se vieron las tiendas de los mercenarios en la montaña de las Aguas Calientes. Entonces la desesperación fue tan profunda que mucha gente, en especial mujeres, se arrojaron de cabeza desde lo alto de la acrópolis.
* * *
Se ignoraban los proyectos de Amílcar. Vivía solo, en su tienda, sin más compañía que la de un muchacho, y nadie comía con ellos, ni siquiera Narr-Havas. Sin embargo, le testimoniaba miramientos extraordinarios desde la derrota de Hannón; pero el rey de los númidas tenía demasiado interés en llegar a ser su hijo para desconfiar de sus atenciones.
Aquella inercia encubría hábiles maniobras. Con toda clase de artificios, Amílcar sedujo a los jefes de las aldeas, y los mercenarios fueron perseguidos, rechazados, hostigados como bestias feroces. En cuanto entraban en un bosque, se incendiaban los árboles a su alrededor; cuando bebían en una fuente, estaba envenenada; les tapiaban las cavernas donde se guarecían para dormir. Las poblaciones que hasta entonces los habían defendido, sus antiguos cómplices, los perseguían ahora, y reconocían siempre en aquellas bandas armaduras cartaginesas.
Muchos tenían roída la cara por pústulas rojas; esto provenía, pensaban, de tocar a Hannón. Otros se imaginaban que era por haber comido los peces de Salambó, y lejos de arrepentirse, soñaban con sacrilegios aún más abominables, a fin de que fuese mayor el ultraje a los dioses púnicos. Hubieran querido exterminarlos.
Así se arrastraron durante tres meses a lo largo de la costa oriental, luego por detrás de la montaña de Sellum y hasta los primeros arenales del desierto. Buscaban un lugar de refugio, no importaba cuál. Útica e Hippo-Zarita eran las únicas que no les habían traicionado, pero Amílcar tenía cercadas a estas dos ciudades. Luego remontaron hacia el norte, a la ventura, sin conocer siquiera el terreno. A fuerza de calamidades tenían la cabeza trastornada.
Ya no les quedaba más que el sentimiento de una desesperación que iba en aumento; y un buen día se encontraron en las gargantas del Cobus, ¡ante Cartago otra vez!
Entonces se multiplicaron los combates. La fortuna se mantenía indecisa, pero unos y otros estaban tan abrumados, que en vez de estas escaramuzas, deseaban una gran batalla, con tal de que fuese la última.
Matho tenía deseos de llevarle personalmente la proposición al sufeta. Uno de sus libios se ofreció. Todos, al verlo marchar, estaban convencidos de que no volvería.
Volvió aquella misma noche.
Amílcar aceptaba el reto. Se encontrarían al día siguiente, al amanecer, en la llanura de Rhades.
Los mercenarios quisieron saber si había dicho algo más, y el libio añadió:
—Cuando yo estuve en su presencia, me preguntó qué quería. Yo respondí: «¡Que me maten!». Entonces él dijo: «¡No! ¡Vete! ¡Morirás mañana con los demás!».
Aquella generosidad asombró a los bárbaros; algunos quedaron aterrados, y Matho lamentó que no hubieran matado al parlamentario en terreno cartaginés.
* * *
Le quedaban aún tres mil africanos, mil doscientos griegos, mil quinientos campanios, doscientos iberos, cuatrocientos etruscos, quinientos samnitas, cuarenta galos y un grupo de naffures[172], bandidos nómadas encontrados en la región de los dátiles; en total, siete mil doscientos diecinueve soldados, pero ninguna sintagma completa. Habían tapado los agujeros de sus corazas con omóplatos de cuadrúpedos y reemplazado sus coturnos de bronce por sandalias estropeadas. Placas de cobre o de hierro apesantaban sus vestidos; sus cotas de malla colgaban en andrajos, y se veían las cuchilladas, como hilos de púrpura, entre los pelos de sus brazos y de sus caras.
La ira por sus compañeros muertos les despertaba el alma y centuplicaba su vigor. ¡Sentían confusamente que ellos eran los servidores de un dios esparcido en los corazones de los oprimidos, y como los pontífices de la venganza universal! Luego los encorajinaba el sufrimiento de una injusticia exorbitante. Juraron combatir unos por otros hasta la muerte.
Mataron a las bestias de carga y comieron lo más posible para recuperar fuerzas; inmediatamente se durmieron. Algunos rezaron, de cara a diferentes constelaciones.
Los cartagineses llegaron a la llanura antes que ellos. Untaron con aceite el borde de sus escudos para que las flechas resbalasen con más facilidad; los infantes que llevaban largas cabelleras, se las cortaron por encima de la frente, como medida de precaución; y Amílcar, desde la hora quinta, mandó vaciar todas las gamellas, sabedor de que resultaba desventajoso combatir con el estómago demasiado lleno. Su ejército ascendía a catorce mil hombres, casi el doble del ejército bárbaro. Y no obstante, jamás había experimentado mayor inquietud; si sucumbía, era el aniquilamiento de la república y él perecería crucificado; si, por el contrario, triunfaba, por los Pirineos, las Galias y los Alpes caería sobre Italia, y el imperio de Barca sería eterno. Veinte veces se levantó por la noche para vigilarlo todo, por sí mismo, hasta en sus detalles más nimios. En cuanto a los cartagineses, estaban exasperados por tanto recelo.
Narr-Havas dudaba de la fidelidad de sus númidas. Por otra parte, los bárbaros podían vencerlos. Una extraña debilidad se había apoderado de él; a cada instante bebía grandes copas de agua.
Pero un hombre a quien él no conocía abrió su tienda, y depositó en el suelo una corona de sal gema, adornada con dibujos hieráticos hechos con azufre y rombos de nácar. A veces se solía enviar al desposado su corona de boda; era una prueba de amor, una especie de invitación.
Sin embargo, Salambó no amaba a Narr-Havas.
El recuerdo de Matho la obsesionaba de una manera intolerable; le parecía que la muerte de aquel hombre despejaría su mente, de la misma manera que para curarse la herida de las víboras, se las aplasta contra la llaga. El rey de los númidas estaba bajo su dependencia; esperaba impacientemente las bodas, y como éstas debían seguir a la victoria, Salambó le hacía aquel presente para estimular su valor. Entonces desaparecieron sus angustias, y ya no pensó más que en la felicidad de poseer a tan hermosa mujer.
El mismo pensamiento había asaltado a Matho, pero lo rechazó enseguida, y su amor reprimido se volcó sobre sus compañeros de armas. Los quería como si formasen parte de su propia persona, de su odio, y se sentía con el espíritu más elevado y con brazos más vigorosos; todo lo que había que hacer lo vio nítidamente. Si a veces se le escapaban unos suspiros, es que pensaba en Spendius.
Alineó a los bárbaros en seis filas iguales. En el centro, colocó a los etruscos, unidos por una cadena de bronce; los arqueros estaban detrás, y en las dos alas distribuyó a los naffures, montados en camellos de pelo raso, cubiertos de plumas de avestruz.
El sufeta dispuso a los cartagineses en un orden similar. A distancia de la infantería, cerca de los vélites, colocó a los clinabaros; al otro lado, a los númidas, y al rayar el día estaban alineados frente a frente. Se contemplaban desde lejos con ojos feroces. Al pronto hubo un momento de vacilación. Por fin, los dos ejércitos se movieron.
Los bárbaros avanzaban lentamente, para no fatigarse, pisando con firmeza; el centro del ejército púnico formaba una curva convexa. Sobrevino un choque terrible, parecido al crujido de dos flotas que se abordaban. La primera fila de los bárbaros se había entreabierto rápidamente y los soldados de tiro, que estaban ocultos detrás, lanzaban sus pellas, sus flechas, sus jabalinas. Sin embargo, la curva de los cartagineses poco a poco iba enderezándose, llegó a ser completamente recta; luego se plegó; entonces las dos secciones de los vélites se aproximaron paralelamente, como los brazos de un compás que se cierra. Los bárbaros, encarnizados contra la falange, entraban en aquella cavidad y desaparecían. Matho los contuvo, y en tanto que las alas cartaginesas continuaban avanzando, hizo salir afuera las tres filas interiores de su columna; enseguida desbordaron sus flancos, y su ejército apareció en una triple longitud.
Pero los bárbaros situados en los dos extremos eran los más débiles, especialmente los de la izquierda, que habían agotado sus carcajes, y el destacamento de los vélites, que al fin cayó sobre ellos, los desbarató fácilmente.
Matho les ordenó retroceder. Su ala derecha se componía de campesinos armados de hachas; la lanzó sobre el ala izquierda cartaginesa, el centro atacaba al enemigo, y los del otro extremo, fuera del peligro, contenían a los vélites.
Entonces, Amílcar dividió a sus jinetes por escuadrones, colocó hoplitas entre ellos y los lanzó contra los mercenarios.
Estas masas en forma de cono presentaban un frente de caballos y sus extensos flancos se erizaban llenos de lanzas. Era imposible que los bárbaros pudieran resistir aquel empuje, únicamente los infantes griegos tenían armaduras de bronce; todos los demás, cuchillas en la punta de una pértiga, hoces tomadas en las alquerías, espadas fabricadas con la llanta de una rueda; las hojas demasiado blandas se torcían al golpear, y mientras estaban enderezándolas con los talones, los cartagineses, a derecha e izquierda, los acuchillaban con la mayor facilidad.
Pero los etruscos, amarrados a su cadena, no se movían; los que estaban muertos, como no podían caer, formaban un obstáculo con sus cadáveres; y aquella gruesa columna de bronce se abría y se cerraba alternativamente, flexible como una serpiente, inquebrantable como una muralla. Los bárbaros iban a rehacerse detrás de ella, cobraban aliento un minuto…, luego volvían a la lucha con los pedazos de sus armas en la mano.
Muchos ya no las tenían, y saltaban sobre los cartagineses, a quienes mordían en la cara, como perros. Los galos, por orgullo, se despojaron de sus sayos, mostraban desde lejos sus corpulentos cuerpos blancos y, para asustar al enemigo, ensanchaban sus heridas. En medio de las sintagmas púnicas, no se oía la voz del pregonero que anunciaba las órdenes; los estandartes repetían sus señales por encima del polvo, y cada uno iba llevado por la oscilación de la gran masa que lo rodeaba.
Amílcar ordenó a los númidas que avanzasen. Pero los naffures salieron a su encuentro.
Vestidos con amplias túnicas negras, con un fleco de pelo en la coronilla y un escudo de piel de rinoceronte, manejaban un hierro sin mango, atado por una cuerda; y sus camellos, erizados de plumas, lanzaban prolongados y fuertes ronquidos. Las hojas daban en el sitio preciso, luego volvían a subir con un seco chasquido, arrastrando tras sí un miembro. Las bestias, furiosas, galopaban a través de las sintagmas. Algunos, que tenían las patas rotas, iban dando saltos, como avestruces heridos.
Toda la infantería púnica cayó en masa sobre los bárbaros; logró cortar sus filas. Sus manípulos[173] evolucionaban, espaciados unos de otros. Las armas de los cartagineses, más brillantes, los rodeaban como coronas de fuego; un hormiguero bullía en el centro, y el sol, cayendo a plomo, despedía en las puntas de las espadas blancos resplandores que revoloteaban. Sin embargo, líneas enteras de clinabaros quedaban tendidas en la llanura; los mercenarios les arrancaban las armaduras, se las ponían y volvían al combate. Los cartagineses, engañados, se metieron muchas veces en medio de ellos. Los inmovilizaba un estupor, o bien refluían, y clamores de triunfo que se elevaban a lo lejos parecían empujarlos como frágiles restos en una tempestad. Amílcar se desesperaba, ¡todo iba a perecer bajo el genio de Matho y el invencible valor de los mercenarios!
Pero un gran ruido de tamboriles estalló en el horizonte. Era una muchedumbre, viejos, enfermos, niños de quince años e incluso mujeres que, no pudiendo resistir más su angustia, habían salido de Cartago y, para ponerse bajo la protección de algo que infundiese miedo, habían cogido, de casa de Amílcar, el único elefante que poseía la república: el de la trompa cortada.
Entonces les pareció a los cartagineses que la patria, abandonando sus murallas, venía a ordenarles morir por ella. Se apoderó de ellos un incontenible furor, y los númidas arrastraron a los demás.
Los bárbaros, en medio de la llanura, se habían replegado junto a un montículo. No tenían probabilidad de vencer, ni siquiera de sobrevivir, pero eran los mejores, los más intrépidos y los más fuertes.
La gente de Cartago lanzaba, por encima de los númidas, asadores, larderas, martillos; los que habían infundido miedo a los cónsules morían bajo los palos de las mujeres; el populacho púnico exterminaba a los mercenarios.
Éstos se habían refugiado en lo alto de la colina. Su círculo, a cada brecha nueva, volvía a cerrarse; por dos veces descendió, pero una sacudida los rechazaba enseguida; y los cartagineses, en el desorden de la pelea, alargaban los brazos; introducían sus picas entre las piernas de sus compañeros y pinchaban al acaso. Resbalaban en la sangre; la pendiente del terreno, demasiado rápida, hacía rodar por ella los cadáveres. Al elefante, que trataba de subir la cuesta, le llegaban hasta el vientre; parecía que los pisaba con delicia, y su trompa cortada, ancha en su extremo, se elevaba de cuando en cuando como una enorme sanguijuela.
Después, se detuvieron todos. Los cartagineses, rechinando los dientes, contemplaban lo alto de la colina donde los bárbaros se mantenían en pie.
Por fin, se abalanzaron bruscamente, y el combate se reanudó. A menudo los mercenarios los dejaban acercarse gritándoles que se querían entregar; luego, con una carcajada espantosa, se mataban de un golpe, y a medida que caían los muertos, los otros se subían encima para defenderse. Era como una pirámide que crecía lentamente.
Pronto no quedaron más que cincuenta, luego veinte, tres, dos solamente: un samnita armado de una segur, y Matho que aún tenía su espada.
El samnita, encorvado sobre sus piernas, manejaba su hacha a derecha e izquierda alternativamente, advirtiendo a Matho los golpes que le amagaban: «¡Jefe, por aquí! ¡Por allá! ¡Agáchate!».
Matho había perdido sus espaldares, su casco y su coraza; estaba completamente desnudo —más lívido que un muerto, los cabellos erizados, las comisuras de sus labios llenas de espuma, y su espada giraba con tanta rapidez que formaba una aureola en torno suyo—. Una piedra se la quebró cerca de la empuñadura; el samnita había muerto y la ola de cartagineses se estrechaba y se le venía encima. Entonces levantó al cielo sus dos manos vacías, luego cerró los ojos, y abriendo los brazos, como un hombre que desde lo alto de un promontorio se arroja al mar, se lanzó entre las picas.
Éstas se apartaron al verlo venir. Muchas veces corrió contra los cartagineses. Pero siempre retrocedían, volviendo las armas.
Su pie tropezó en una espada. Matho quiso cogerla. Se sintió trabado por los puños y rodillas, y cayó[174].
Era Narr-Havas, que lo seguía desde hacía un rato, paso a paso, con una de esas grandes redes de cazar animales salvajes, quien aprovechando el momento en que se agachaba lo envolvió con destreza.
Lo ataron sobre el elefante, con los cuatro miembros en cruz; y todos los que no estaban heridos, escoltándolo, se encaminaron tumultuosamente hacia Cartago.
La noticia de la victoria había llegado a la ciudad, cosa inexplicable, desde la tercera hora de la noche; la clepsidra de Kamón había vertido la quinta cuando llegaron a Malqua; entonces Matho abrió los ojos. Había tantas luces en las casas que la ciudad parecía estar en llamas.
Un inmenso clamor llegaba a él, vagamente, y, tumbado de espaldas, contemplaba las estrellas.
Luego se cerró una puerta, y lo envolvieron las tinieblas.
* * *
Al día siguiente, a la misma hora, el último de los hombres que había quedado en el desfiladero del Hacha expiraba.
El día que habían partido sus compañeros, los zuazos que se volvían de allí habían derrumbado las rocas, y los habían alimentado durante algún tiempo.
Los bárbaros seguían esperando ver aparecer a Matho, y no querían abandonar la montaña, ya fuese por descorazonamiento, por languidez o por esa obstinación de los enfermos que se niegan a cambiar de sitio; al fin, agotadas las provisiones, los zuazos se fueron. Se sabía que no eran más que unos mil trescientos apenas, y no hubo necesidad, para acabar con ellos, de emplear soldados.
Las fieras, los leones sobre todo, en los tres años que duraba la guerra, se habían multiplicado. Narr-Havas había dado una gran batida; luego corriendo tras ellos, después de haber atado unas cabras de trecho en trecho, los había empujado hacia el desfiladero del Hacha; y todos vivían ahora allí cuando llegó el hombre enviado por los ancianos para averiguar lo que quedaba de los bárbaros.
Sobre la extensión del llano, leones y cadáveres estaban tumbados, y los muertos se confundían con los vestidos y las armaduras. A casi todos les faltaba la cara o un brazo; algunos aparecían aún intactos; otros estaban completamente desecados y cráneos polvorientos llenaban los cascos; pies descarnados sobresalían de las cnémides; los esqueletos conservaban sus mantos, y los huesos, calcinados por el sol, formaban manchas relucientes en medio de la arena.
Los leones descansaban con el pecho apoyado en el suelo y las dos patas alargadas, parpadeando bajo el rebrillo del día, aumentando por la reverberación de las rocas blancas. Otros, sentados sobre su grupa, miraban fijamente al horizonte; o bien, medio envueltos en sus largas melenas, dormían hechos un ovillo, y todos parecían satisfechos, en una actitud cansina y aburrida. Estaban tan inmóviles como la montaña y como los muertos. Caía la noche; anchas franjas rojizas cubrían el cielo al occidente.
De uno de los montones que se abultaban irregularmente en el llano, se levantó algo más vago que un espectro. Entonces uno de los leones echó a andar, recortando con su forma monstruosa una sombra negra sobre el fondo del cielo purpúreo; cuando estuvo junto al hombre lo derribó de un solo zarpazo.
Echado sobre él, sentado sobre el vientre, con la punta de su colmillo y lentamente, le fue desgarrando las entrañas.
Abrió después sus enormes fauces y durante unos minutos lanzó un prolongado rugido que los ecos de la montaña repitieron y se perdió, al fin, en la soledad.
De pronto, unos fragmentos de casquijo rodaron desde lo alto. Se oyó un deslizamiento de pasos rápidos, y del lado del rastrillo, del lado del desfiladero asomaron hocicos puntiagudos, orejas enhiestas; unas pupilas amarillentas brillaban. Eran los chacales que acudían a devorar los restos.
El cartaginés, que miraba inclinado desde lo alto del precipicio, se volvió.