VIII. La batalla del Macar
[93]Al día siguiente obtuvo de los syssitas doscientas veintitrés mil kikar de oro y decretó un impuesto de catorce shekel sobre los ricos. Hasta las mujeres contribuyeron; se pagaba por los niños, y cosa monstruosa en las costumbres cartaginesas, se forzó a los colegios sacerdotales a que dieran dinero.
Requisó todos los caballos y mulos y se incautó de todas las armas. A los que quisieron disimular sus riquezas les vendieron sus bienes, y para intimidar la avaricia de los demás dio él solo sesenta armaduras y mil quinientos gómors de harina, tanto como la Compañía de Marfil.
Envió a comprar soldados a Liguria: tres mil montañeses acostumbrados a cazar osos; se les pagó por anticipado seis lunas, a razón de quince minas por día.
Sin embargo, hacía falta un ejército, pero no aceptó, como Hannón, a todos los ciudadanos. Rechazó por de pronto a las gentes de ocupaciones sedentarias, luego a los que eran demasiado obesos o tenían aspecto pusilánime; admitió a los hombres sin honor, a la crápula de Malqua, a los hijos de los bárbaros y a los libertos. Como recompensa, prometió a los cartagineses nuevos el derecho completo de ciudadanía.
Su primer cuidado fue reformar la legión. Estos arrogantes jóvenes, que se consideraban como la majestad militar de la república, se gobernaban por sí mismos. Destituyo a sus oficiales; los trató rudamente, les hacía correr, saltar, subir de un tirón la cuesta de Byrsa, lanzar dardos, luchar cuerpo a cuero, dormir al raso en las plazas. Sus familias iban a verlos y los compadecían.
Encargó espadas más cortas y borceguíes más fuertes. Limitó el número de sirvientes y redujo los bagajes, y como se guardaban en el templo de Moloch trescientos pilums[94] romanos se apoderó de ellos a pesar de las reclamaciones del pontífice.
Con los que habían vuelto de Útica y otros que los particulares poseían, organizó una falange de sesenta y dos elefantes, que preparó de un modo formidable. Armó a sus conductores con un martillo y un escoplo para que les rompieran el cráneo si en la confusión se enfurecían.
No permitió que sus generales fuesen nombrados por el gran consejo. Los acianos le echaban en cara que violaba las leyes, pero él pasaba desdeñosamente; no se atrevían ni a murmurar, todos se sometían al empuje de su genio.
Él solo se encargó de la guerra, del gobierno y de la hacienda; y, con el fin de prevenir acusaciones, reclamó como examinador de sus cuentas al sufeta Hannón.
Hacía trabajar en las fortificaciones, y para tener piedras demolió las viejas e inútiles murallas interiores. Pero la diferencia de las fortunas, que reemplazaba la jerarquía de las razas, seguía manteniendo separados a los hijos de los vencidos y de los conquistadores; también los patricios vieron con irritación la destrucción de esas ruinas, mientras que la plebe, sin saber por qué, se regocijaba.
Las tropas armadas desfilaban por las calles, desde la mañana hasta la tarde; a cada momento se oía el resonar de las trompetas; en los carros pasaban escudos, tiendas de campañas, picas; los patios se llenaban de mujeres que desgarraban tela para hacer vendajes; el ardor de unos se comunicaba a otros, el alma de Amílcar representaba la república.
Había dividido a sus soldados en números pares, teniendo cuidado de colocar a lo largo de las filas, alternativamente, un hombre fuerte y otro débil, para que el menos vigoroso o el más cobarde fuese conducido a la vez y empujado por otros dos. Pero con sus tres mil ligures y los mejores cartagineses no pudo formar más que una sencilla falange de cuatro mil noventa y seis hoplitas, con cascos de bronce y que manejaban sarissas de fresno, de catorce codos de largo.
Dos mil jóvenes iban provistos de hondas, puñal y sandalias, reforzados con otros ochocientos armados con escudo redondo y con espada a la romana.
La caballería pesada se componía de mil novecientos guardias que quedaban de la legión, revestidos con láminas de bronce bermejo, como los clinábaros asirios. Había además cuatrocientos arqueros a caballo, de los llamados tarentinos, con birretes de piel de comadreja, hecha de doble filo y túnica de cuero. Finalmente, mil doscientos negros del barrio de las caravanas, mezclados con los clinábaros, debían correr al lado de los garañones, agarrándose a sus crines. Todo estaba dispuesto, y sin embargo, Amílcar no empezaba la campaña.
A menudo salía de Cartago por la noche, solo, y se perdía más allá de la laguna, hacia la desembocadura del Macar[95]. ¿Quería unirse a los mercenarios? Los ligures, que acampaban en los Mappales, rodeaban su casa.
Los temores de los ricos parecieron justificados cuando vieron un día a trescientos bárbaros que se acercaban a las murallas. El sufeta les abrió las puertas; eran tránsfugas; acudían a su jefe de nuevo, impulsados por el temor o por la fidelidad.
El retorno de Amílcar no había sorprendido a los mercenarios; este hombre, según sus ideas, no podía morir. Volvía para cumplir sus promesas: esperanza que no tenía nada de absurda, pues tan profundo era el abismo entre la patria y el ejército. Además, no se creían culpables; se habían olvidado del festín.
Los espías que aprehendieron los desengañaron. Fue un triunfo para los más exaltados; hasta los tibios se volvieron furiosos. Además, los dos asedios los llenaban de fastidio; no se adelantaba nada. ¡Era preferible una batalla! Así, muchos se desbandaban, merodeaban por la campiña. Al enterarse de que había armamentos, volvieron; Matho saltó de alegría.
—¡Por fin! ¡Por fin! —exclamó.
Entonces el resentimiento que le tenía a Salambó se volvió contra Amílcar. Su odio tenía ahora una presa determinada, y como la venganza era más fácil de concebir, creía tenerla casi en la mano y se deleitaba en ella. Al mismo tiempo se sentía dominado por una ambición más elevada y devorado por un deseo más violento. Tan pronto se veía en medio de sus soldados, llevando en su pica la cabeza del sufeta, como en la cámara del lecho de púrpura, estrechando a la virgen entre sus brazos, cubriendo su cara de besos, acariciando sus largos cabellos negros; y aquel sueño que sabía era irrealizable, lo atormentaba. Se juró a sí mismo, ya que sus compañeros lo habían nombrado schalischim, dirigir la guerra; la certidumbre de que no volvería de ella le impulsaba a ser implacable.
Llegó a la tienda de Spendius y le dijo:
—¡Reúne a tus hombres! Yo llevaré a los míos. ¡Avisa a Autharita! ¡Estamos perdidos si Amílcar nos ataca! ¿Me oyes? ¡Levántate!
Spendius quedó estupefacto ante aquel aire autoritario. Matho, por costumbre, se dejaba guiar y los arrebatos que había tenido se le pasaban enseguida. Pero ahora parecía a la vez más tranquilo y más terrible; una voluntad orgullosa fulguraba en sus ojos, como la llama de un sacrificio.
El griego no escuchó sus razones. En una de las tiendas cartaginesas con bordados de perlas, bebía bebidas frescas en copas de plata, jugaba al cottabe, se dejaba crecer la cabellera y dirigía el asedio con lentitud. Por lo demás había entablado negociaciones con la ciudad y no quería partir, seguro de que en pocos días se rendiría.
Narr-Havas, que vagabundeaba entre los tres ejércitos, se encontraba ahora muy de acuerdo con él. Apoyó su opinión, e incluso llegó a acusar al libio de querer echar a perder la empresa por una temeridad.
—¡Vete, si tienes miedo! —exclamó Matho—. ¡Nos prometiste pez, azufre, elefantes, infantes y caballos! ¿Dónde están?
Narr-Havas le recordó que había exterminado a las últimas cohortes de Hannón; en cuanto a los elefantes, los estaban cazando en los bosques; armaba a los infantes y los caballos estaban en camino; y el númida, acariciando la pluma de avestruz que le caía sobre el hombro, movía los ojos como una mujer y sonreía de una manera irritante. Matho, ante él, no sabía qué decir.
Pero entró un hombre que no conocían, sudoroso, asustado, con los pies sangrando y suelto el cinturón; su respiración agitaba su pecho enflaquecido como si fuera a estallar, y hablando en un dialecto ininteligible, abría sus grandes ojos como si contara alguna batalla. El rey salió de un brinco y llamó a sus jinetes.
Formaron en el llano, en semicírculo, ante él. Narr-Havas, a caballo, bajaba la cabeza y se mordía los labios. Por fin, dividió a sus hombres en dos mitades, ordenó a la primera que esperase y luego, con gesto imperioso, salió con los otros a galope y desapareció en el horizonte, por el lado de las montañas.
—¡Señor! —murmuró Spendius—. No me gustan estas cosas extraordinarias: el sufeta que viene y Narr-Havas que se va…
—¡Bah! ¿Qué importa? —contestó desdeñosamente Matho.
Era una razón más para anticiparse a Amílcar, avisando a Autharita. Pero si se abandonaba el sitio de las ciudades, sus habitantes saldrían, los atacarían por la retaguardia y los cartagineses los combatirían de frente. Después de hablar mucho se resolvió lo siguiente, que fue inmediatamente ejecutado.
Spendius, con quince mil hombres, ocupó el puerto de Macar, a tres millas de Útica, cuyas esquinas fortificó con cuatro torres enormes provistas de catapultas. Con troncos de árboles, peñascos, montones de espinos y muros de piedra cerró todos los caminos y gargantas de las montañas; en las cumbres amontonó hierba que se encendería para señales, y de trecho en trecho fueron apostando hábiles pastores acostumbrados a ver de lejos.
Sin duda, Amílcar no iría, como Hannón, por la montaña de las Aguas Calientes. Debía pensar que Autharita, dueño del interior, le cerraría el paso. Además, un fracaso al principio de la campaña lo perdería, mientras que la victoria no sería decisiva para él, pues los mercenarios se hallaban más lejos. También podía desembarcar en el cabo de la Vid y desde allí acudir en socorro de una de las ciudades. Pero se encontraría entonces entre los dos ejércitos, imprudencia de la que no se sentía capaz, con fuerzas tan poco numerosas. Así pues, Amílcar, según todas las probabilidades, tomaría las faldas del Ariana, torcería luego a la izquierda para evitar la desembocadura del Macar y se encaminaría en derechura al puerto. Eso era lo que esperaba Matho.
Por la noche, a la luz de las antorchas, vigilaba a los destacamentos avanzados. Iba a Hippo-Zarita, a las obras de las montañas, volvía, no se daba punto de reposo. Spendius envidiaba su resistencia; pero en cuanto a la preparación de los espías, a la elección de centinelas, al arte de las máquinas de guerra y demás medios de defensa, Matho escuchaba dócilmente a su compañero. Ya no hablaban de Salambó: uno, porque no pensaba en ella, y el otro, porque su pudor se lo impedía.
A menudo se iba hacia el lado de Cartago para ver de lejos las tropas de Amílcar. Clavaba sus miradas en el horizonte; se echaba de bruces con el oído pegado al suelo; y en el zumbido de sus arterias creía oír el rumor de un ejército en marcha.
Le dijo a Spendius que si antes de tres días no llegaba Amílcar iría con todos sus hombres a presentarle batalla. Pasaron aún dos días. Spendius lo retenía, pero en la mañana del sexto, partió.
* * *
Los cartagineses no estaban menos impacientes que los bárbaros por la guerra. En las tiendas de campaña y en las casas había el mismo deseo, la misma ansiedad; todos se preguntaban qué era lo que detenía a Amílcar.
En ocasiones subía éste a la cúpula del templo de Eschmún, junto al anunciador de las lunas, y observaba los vientos.
Un día, el tercero del mes de tibby, se le vio bajar de la acrópolis a paso precipitado. En los Mappales resonó un recio clamor. Enseguida reinó una gran agitación en las calles y por todas partes los soldados comenzaban a armarse en medio de los llantos de las mujeres que los abrazaban desesperadamente, yendo a formar a la plaza de Kamón. No se les podía seguir, ni siquiera hablarles, ni acercarse a las fortificaciones; durante unos momentos toda la ciudad se quedó silenciosa como una tumba. Los soldados, apoyados en sus lanzas, pensaban en su suerte, y los demás, en sus casas, suspiraban.
Al ponerse el sol, el ejército salió por la parte de occidente, pero en vez de tomar el camino de Túnez o de ganar las montañas en dirección a Útica, continuó por la orilla del mar; y enseguida llegaron a la laguna, en la que las manchas redondas de las salitreras se reflejaban como gigantescos espejos de plata olvidados en la orilla.
Se fueron multiplicando los aguazales. El suelo era cada vez más blando y en él se hundían los pies. Amílcar no retrocedió. Iba siempre a la cabeza; y su caballo, lleno de manchas amarillas como un dragón, avanzaba en el fango chapoteando furiosamente, levantando espuma en torno suyo. Cayó la noche, una noche sin luna. Algunos gritaron que iban a la muerte; el caudillo les quitó las armas y se las entregó a los criados. El fango era cada vez más profundo. Tuvieron que subirse encima de las bestias de carga o agarrarse a la cola de los caballos; los más fuertes tiraban de los más débiles y el cuerpo de ligures empujaba a la infantería con la punta de sus picas. La oscuridad se hizo más densa. Se extraviaron. Todos se detuvieron.
Entonces los esclavos del sufeta se adelantaron para buscar las balizas plantadas por orden de éste, a poca distancia unas de otras. Gritaban en las tinieblas, y el ejército los seguía de lejos.
Por fin pisaron tierra firme. Después se perfiló vagamente una curva blanquecina y se encontraron a las orillas del Macar. A pesar del frío no se encendió fuego.
A medianoche se levantaron ráfagas de viento; Amílcar hizo despertar a los soldados, pero no sonó ni un trompeta: los capitanes les golpeaban suavemente en el hombro.
Un hombre de gran estatura se metió en el agua. No le llegaba a la cintura, se podía pasar.
El sufeta ordenó que treinta y dos de los elefantes se colocaran en el río cien pasos más adelante, en tanto que los demás, situándose más abajo, detendrían las líneas de soldados impulsadas por la corriente; y todos, llevando las armas sobre la cabeza, atravesaron el Macar como entre dos murallas. Se había observado que el viento del oeste, al arrastrar las arenas, obstruía el río y formaba en su anchura una especie de calzada natural.
Ahora se hallaba en la orilla izquierda, frente a Útica, y en una vasta llanura, muy ventajosa para mover a sus elefantes que constituían las fuerzas de su ejército.
Aquel rasgo de ingenio entusiasmó a los soldados. Una confianza extraordinaria renació en ellos. Querían acometer enseguida a los bárbaros; el sufeta les hizo reposar durante dos horas. No bien salió el sol se pusieron en marcha, en tres columnas: los elefantes primero, la infantería ligera con la caballería detrás y a continuación marchaba la falange.
Los bárbaros acampados junto a Útica y los quince mil que había alrededor del puente quedaron sorprendidos al ver ondularse la tierra. El viento, que soplaba con fuerza, levantaba torbellinos de arena; se elevaban como arrancados del suelo, subían como enormes jirones amarillentos, luego se desgarraban y volvían a formar de nuevo, ocultando a los mercenarios el ejército púnico. A causa de los cuernos que salían del borde de los cascos, unos creían ver una manada de bueyes, otros, engañados por el revuelo de los mantos, creían distinguir alas, y los que habían viajado mucho, encogiéndose de hombros, se explicaban todo diciendo que eran ilusiones de un espejismo.
Sin embargo, algo enorme continuaba avanzando. Pequeños vapores, sutiles como alientos, corrían por la superficie del desierto; el sol, ahora más alto, brillaba con más fuerza: una luz áspera, que parecía vibrar entre la profundidad del cielo y los objetos, hacía la distancia incalculable La inmensa llanura se desplegaba por todos lados hasta perderse de vista; y las ondulaciones del terreno, casi insensibles, se prolongaban hasta el confín del horizonte, limitado por la gran línea azul del mar. Los dos ejércitos, fuera de sus tiendas, se miraban; las gentes de Útica, para ver mejor, se subían a las murallas.
Al fin, distinguieron muchas barras transversales, erizadas de puntas, que se fueron haciendo más densas, agrandándose; unos montículos negros se balanceaban; de pronto aparecieron unos matorrales cuadrados: eran elefantes y picas, y un solo grito estalló: «¡Los cartagineses!», y, sin más señal, sin que nadie los mandara, los soldados de Útica y los del puente echaron a correr desordenadamente para caer al mismo tiempo sobre Amílcar.
Al oír aquel nombre, Spendius se estremeció. Repetía anhelante: «¡Amílcar! ¡Amílcar!». Matho no estaba allí. ¿Qué hacer? ¡No había manera de huir! La sorpresa de aquel acontecimiento, el miedo al sufeta y, sobre todo, la urgencia de una resolución inmediata, lo desconcertaban; se veía traspasado por mil espadas, decapitado, muerto. Sin embargo, lo llamaban; treinta mil hombres estaban dispuestos a seguirlo; le dominó un furor contra sí mismo; se aferró a la esperanza de la victoria, se las prometía muy felices y se creyó más intrépido que Epaminondas. Para disimular su palidez se embadurnó sus mejillas con bermellón, apretó sus cnémides y su coraza, se engulló una patera de vino puro y corrió junto a su tropa, que se apresuraba a unirse a la de Útica.
Ambas divisiones de bárbaros se unieron con tal celeridad que el sufeta no tuvo tiempo de colocar sus hombres en orden de batalla. Poco a poco disminuyó la marcha. Los elefantes se detuvieron; balanceaban sus pesadas cabezas, cargadas de plumas de avestruz y golpeándose los lomos con su trompa.
En el fondo de los claros que dejaban los elefantes se distinguían las cohortes de los vélites; más lejos, los grandes cascos de los clinabaros, con hierros que brillaban al sol, corazas, penachos y estandartes desplegados. Pero el ejército cartaginés, compuesto de once mil trescientos noventa y seis hombres, parecía ser inferior a este número, pues formaba un largo cuadrado estrecho en los flancos, muy apretado en sí mismo.
Al verlos tan débiles, los bárbaros, tres veces más numerosos, fueron presa de una alegría desordenada; no veían a Amílcar. ¿Se habría quedado atrás tal vez? ¡Bah, qué importaba! El desdén que sentían por estos mercaderes aumentaba su valor, y antes de que Spendius hubiese ordenado la maniobra todos la habían comprendido y la estaban ejecutando.
Se desplegaron en una gran línea recta, que desbordaba las alas del ejército púnico, a fin de envolverlo por completo. Pero cuando estuvieron a trescientos pasos de distancia, los elefantes, en vez de avanzar, retrocedieron; los clinabaros, dando media vuelta, los siguieron; aumentó la sorpresa de los mercenarios al ver que todos los demás hacían lo mismo. ¡Los cartagineses tenían miedo, huían! Una silba formidable estalló en las filas de los bárbaros y desde lo alto de su dromedario, Spendius, gritaba:
—¡Ya lo sabía yo! ¡Adelante, adelante!
Cayó una lluvia de jabalinas, dardos y bolas de hondas. Los elefantes, con la grupa acribillada a flechazos, galoparon más aprisa; una densa polvareda los envolvía y como sombras en una nube se disiparon.
Sin embargo, al fondo se oía un gran ruido de pasos, dominado por el son agudo de las trompetas, que tocaban con furia. Aquel espacio que los bárbaros tenían ante sí, lleno de torbellinos y tumulto, atraía como un abismo; algunos se lanzaron hacía él. Aparecieron cohortes de infantería y jinetes a galope con peones a la grupa.
En efecto, Amílcar había ordenado a la falange que rompiera sus secciones y que los elefantes, la tropa ligera y la caballería pasaran por aquellos espacios para ir a cubrir rápidamente sus flancos. Había calculado tan bien la distancia de los bárbaros que en el momento que éstos llegaban contra él todo el ejército cartaginés formaba una gran línea recta.
En el centro se erizaba la falange formada por sintagmas o cuadros, formados por dieciséis hombres a cada lado. Los jefes de todas las filas aparecían entre largos hierros agudos que sobresalían desigualmente, pues las seis primeras filas atravesaban sus sarissas cogiéndolas por el medio, y las diez filas restantes las apoyaban sobre el hombro de sus compañeros, pasando por delante de ellos. Las viseras de los cascos ocultaban a medias las caras; las cnémides de bronce cubrían todas las piernas derechas; grandes escudos cilíndricos llegaban hasta las rodillas, y esta horrible masa cuadrangular se movía como un solo bloque, viva como un animal fantástico y con la regularidad de una máquina. Dos cohortes de elefantes la flanqueaban de una manera regular, y con bruscas contracciones hacían caer la lluvia de flechas clavadas en su piel negra. Los indios, agazapados entre montones de blancas plumas de avestruz, los retenían con el mango de su arpón, en tanto que en las torres los soldados, ocultos hasta los hombros, agitaban, en el borde de grandes arcos tendidos, varas de hierro con estopas encendidas. A la derecha y a la izquierda de los elefantes maniobraban los honderos, con una honda ceñida a la cintura, otra a la cabeza y una tercera en la mano derecha. Luego los clinabaros, acompañado cada uno por un negro, tendían sus lanzas entre las orejas de sus caballos, revestidos de oro como ellos. A continuación se espaciaban los soldados armados ligeramente, con escudos de piel de lince, por delante de los cuales sobresalían las puntas de jabalinas que sostenían en su mano izquierda; y los tarentinos, conduciendo dos caballos juntos, formaban los dos extremos de esta muralla de soldados.
El ejército de los bárbaros, por el contrario, no había podido mantener su alineación. En la longitud exorbitante de su frente se habían producido ondulaciones, vacíos, y jadeaban todos, sofocados por la carrera.
La falange avanzó pesadamente, enfilando todas sus sarissas; bajo este peso enorme, la línea de los mercenarios, harto endeble, cedió enseguida por el centro.
Entonces las alas cartaginesas se desplegaron para envolverlos; los elefantes las seguían. Con sus lanzas oblicuamente tendidas, la falange dividió a los bárbaros; sus dos enormes mitades se agitaron; las alas, a tiro de honda y de flecha, los empujaban contra los falangistas. Para librarse de éstos, la caballería era impotente, desfallecía; salvo doscientos númidas que acometieron contra el escuadrón derecho de los clinabaros. Todos los demás estaban cercados, no podían salir de aquellas líneas. El peligro era tan inminente que urgía una solución.
Spendius ordenó que atacasen simultáneamente a la falange por los dos flancos, a fin de pasar a través de ella. Pero las filas más cortas se replegaron sobre las largas, ocuparon el lugar de éstas y la falange se volvió contra los bárbaros, tan terrible por sus flancos como momentos antes lo era por el frente.
Golpeaban sobre el asta de las sonrisas, pero la caballería, por detrás, estorbaba su ataque, y la falange, apoyada por los elefantes, se cerraba y se alargaba, evolucionaba presentando un cuadrado, un cono, un rombo, un trapecio, una pirámide. Un doble movimiento interior se producía continuamente de la cabeza a la cola, pues los que estaban en las últimas filas acudían a las primeras líneas, y los de éstas, por cansancio o por estar heridos, se replegaban atrás. Los bárbaros se encontraron estrujados contra la falange. Era imposible avanzar; aquello parecía un océano en el que bullían garzotas rojas con caparazones de bronce, al tiempo que los relucientes escudos ondulaban como espuma de plata. A veces, de un extremo a otro venían impetuosas corrientes, luego retrocedían y, en medio, una pesada masa se mantenía inmóvil. Las lanzas se inclinaban y se alzaban alternativamente. En otras partes había tal revuelo de espadas desnudas que sólo se veía el fulgurar de sus puntas, y cargas de caballería ensanchaban círculos, que volvían a cerrarse tras ella en impetuosos torbellinos.
Dominando la voz de los capitanes, el toque de los clarines y el retemblar de las liras, las bolas de plomo y de arcilla que silbaban, al cruzar el aire, hacían saltar las espadas de las manos y los sesos de los cráneos. Los heridos, resguardándose con un solo brazo bajo sus escudos, sostenían la espada apoyando el puño contra el suelo; mientras que otros, encharcados en sangre, se revolvían para morder los talones de los enemigos. La multitud era tan compacta, el polvo tan denso y el tumulto tan grande que era imposible ver nada; los cobardes que quisieron rendirse ni siquiera fueron oídos. Cuando quedaban desarmados, luchaban cuerpo a cuerpo; los pechos crujían contra las corazas y los cadáveres caían con la cabeza hacia atrás, con los brazos crispados. Hubo una compañía de sesenta umbrios que, firmes sobre sus talones, con la pica en ristre delante de sus ojos, inquebrantables y rechinando los dientes, obligaron a retroceder a dos sintagmas a la vez. Los pastores epirotas corrieron hacia el escuadrón izquierdo de los clinabaros y, agarrando a los caballos por las crines, voltearon sus garrotes; los animales, derribando a sus jinetes, huyeron por la llanura. Los honderos púnicos, repartidos acá y allá, estaban sorprendidos. La falange comenzaba a vacilar, los capitanes corrían desconcertados, los cierrafilas empujaban a los soldados y los bárbaros habían vuelto a organizarse, atacaban con denuedo, la victoria era suya.
Pero de pronto estalló un grito espantoso, un rugido de dolor y de cólera; eran los setenta y dos elefantes que, formados en dos filas, avanzaban sobre los bárbaros, pues Amílcar había esperado a que los mercenarios se amontonaran en un solo lugar para echárselos encima. Los indios los habían aguijoneado tan vigorosamente que la sangre corría por sus enormes orejas. Las trompas, embadurnadas de minio, se erguían en el aire como rojas serpientes; sus pechos estaban armados de un venablo, sus lomos, provistos de una coraza, y sus colmillos, prolongados por cuchillas de hierro encorvadas como sables; y para enfurecerlos más, los habían embriagado con una mezcla de pimienta, vino puro e incienso. Sacudían sus collares de cascabeles, gritaban, y los elefantarcas bajaban la cabeza ante la lluvia de faláricas que empezaba a caer desde lo alto de las torres.
Con el fin de resistir mejor, los bárbaros se abalanzaron en masa compacta; los elefantes se precipitaron en medio de ellos impetuosamente. Los espolones de sus pechos, como proas de naves, hendían las cohortes, que refluían en grandes torbellinos. Con sus trompas ahogaban a los hombres, o bien levantándolos del suelo los entregaban, por encima de sus cabezas, a los soldados de las torres; con sus colmillos les rajaban el vientre, los lanzaban al aire y racimos de entrañas colgaban de sus ganchos de marfil como cordajes en los mástiles. Los bárbaros procuraban vaciarles los ojos o desjarretarlos; otros, metiéndose bajo los vientres, les hundían la espada hasta la empuñadura, y morían aplastados; los más intrépidos se aferraban a sus correas y, bajo las llamas, bajo las piedras y bajo las flechas no dejaban de cortar cueros, y la torre de mimbre se derrumbaba como una torre de piedra. Catorce de los que estaban en el extremo del ala derecha, enfurecidos por sus heridas, retrocedieron a la segunda línea; los indios cogieron su mazo de madera y escoplo y, aplicándolo sobre la nuca, descargaron un golpe terrible con todas sus fuerzas.
Las enormes bestias se desplomaron, cayeron unas encima de otras. Era como una montaña, y sobre aquel montón de cadáveres y de armaduras, un elefante monstruoso, que se llamaba Furor de Baal, aprisionada una pata entre cadenas, estuvo aullando hasta la noche, con una flecha clavada en un ojo.
Mientras tanto, los demás, como conquistadores que se complacen en el extermino, derribaban, aplastaban, pisoteaban y se encarnizaban con los muertos y moribundos. Para rechazar a los manípulos que se apiñaban como coronas a su alrededor, giraban sobre sus patas traseras, en un movimiento de rotación continuo, avanzando siempre. Los cartagineses sintieron que su ardor se redoblaba, y la batalla comenzó de nuevo.
Los bárbaros cedían; unos hoplitas griegos arrojaron sus armas, y el espanto se apoderó de los demás. Vieron a Spendius que huía inclinado sobre el cuello de su dromedario, al que azuzaba pinchando sus lomos con dos jabalinas. Entonces todos huyeron por las alas y corrieron hacia Útica.
Los clinabaros, cuyos caballos no podían más, no intentaron detenerlos. Los ligures, extenuados de sed, clamaban que los llevasen al río. Pero los cartagineses, situados en el centro de las sintagmas y que habían sufrido menos, ardían en deseos ante aquella venganza que se les escapaba de las manos; ya se lanzaban en persecución de los mercenarios cuando apareció Amílcar.
Refrenaba con tiendas de plata a su caballo atigrado, bañado en sudor. Las cintas atadas a los cuernos de su casco flotaban al viento y había puesto bajo su muslo izquierdo su escudo oval. A una señal de su pica de tres puntas, el ejército se detuvo.
Los tarentinos soltaron rápidamente al segundo de sus caballos y partieron a derecha e izquierda, hacia el río y hacia la ciudad.
La falange exterminó a placer al resto de los bárbaros. Cuando los alcanzaban las espadas, tendían el cuello cerrando los ojos. Otros se defendieron denodadamente; se los abatió desde lejos, a pedradas, como a perros rabiosos. Amílcar había encargado que se hicieran prisioneros, pero los cartagineses le obedecieron a regañadientes, tal era el placer que sentían hundiendo sus espadas en el cuerpo de los bárbaros. Como tenían mucho calor se regazaron los brazos, a la manera de los segadores, y cuando descansaban para cobrar aliento, seguían con la mirada a los jinetes que galopaban tras los soldados que huían. Conseguían cogerlos por los cabellos, los sostenían así buen rato y luego los derribaban de un hachazo.
Cayó la noche. Cartagineses y bárbaros habían desaparecido. Los elefantes que se habían escapado erraban a la deriva perfilándose en el horizonte sus torres encendidas. Éstas ardían en las tinieblas, acá y allá como faros medio perdidos en la bruma; y no se advertía en la llanura más movimiento que la ondulación del río, engrosado por los cadáveres que arrastraba al mar.
Dos horas después llegó Matho. Entrevió a la luz de las estrellas largos montones desiguales, tendidos en tierra.
Eran las filas de los bárbaros. Se agachó; todos estaban muertos; gritó a lo lejos; ninguna voz le respondió.
Aquella misma mañana habían abandonado Hippo-Zarita con sus soldados para marchar sobre Cartago. En Útica, el ejército de Spendius acababa de partir y los habitantes comenzaban a incendiar las máquinas. Todos se habían batido encarnizadamente. Pero como el tumulto que se oía del lado del puente aumentaba de una manera incomprensible, Matho se había lanzado por el camino más corto, a través de la montaña, y como los bárbaros huían por la llanura, no se había encontrado con nadie.
Enfrente de él pequeñas masas piramidales se alzaban en la sombra y del lado del río, más cerca, había a ras del suelo unas luces inmóviles. En efecto, los cartagineses se habían replegado detrás del puente y, para engañar a los bárbaros, el sufeta había apostado muchas avanzadas en la otra orilla.
Matho, sin detenerse nunca, creyó distinguir unas enseñas púnicas, pues aparecían en el aire unas cabezas de caballos que no se movían, sujetas a las puntas de astas clavadas en haz que no se podían ver, y más lejos oyó un gran rumor, un ruido de canciones y de copas que entrechocaban.
Entonces, no sabiendo dónde se encontraba ni cómo dar con Spendius, lleno de ansiedad, asustado, perdido en las tinieblas, se volvió más que aprisa por el mismo camino. Despuntaba el alba cuando desde lo alto de la montaña divisó la ciudad, con las armazones de las máquinas ennegrecidas por las llamas, como esqueletos gigantescos que se apoyaban contra las murallas.
Todo reposaba en un silencio y una quietud extraordinarios. Entre los soldados, al lado de las tiendas, unos hombres casi desnudos dormían de espaldas o con la frente descansando sobre el brazo que conservaba aún su coraza. Algunos despegaban de sus piernas vendas ensangrentadas. Los moribundos movían la cabeza muy despacio; otros, arrastrándose, los llevaban a beber. A lo largo de los senderos, los centinelas paseaban para entrar en calor, o bien se quedaban, con la pica al hombro de cara al horizonte, en una fiera actitud.
Matho encontró a Spendius recogido bajo un jirón de tela, puesto sobre dos palos clavados en el suelo, cabizbajo y con las manos entre las rodillas.
Permanecieron largo rato sin hablar.
Por fin, Matho murmuró:
—¡Vencidos!
Spendius contestó con voz sombría:
—¡Sí, vencidos!
Y a todas las preguntas respondía con ademán desesperado.
Mientras tanto, suspiros y estertores llegaban hasta ellos. Matho entreabrió la tela. Entonces, el espectáculo de los soldados le recordó otro desastre en el mismo lugar, y rechinando los dientes, exclamó:
—¡Miserable! Ya una vez…
Spendius lo interrumpió:
—¡Tú tampoco estabas allí!
—¡Es una maldición! —exclamó Matho—. ¡Pero un día u otro lo cogeré, lo venceré, lo mataré! ¡Ah, si yo hubiese estado allí…! —La idea de no haber estado en la batalla lo desesperaba aún más que la derrota. Se quitó la espada del cinto y la tiró por el suelo—. ¿Pero cómo os han derrotado los cartagineses?
El antiguo esclavo se puso a referirle las maniobras de la batalla. Matho creía verlas y se irritaba. El ejército de Útica, en vez de correr hacia el puente, debió atacar a Amílcar por la espalda.
—¡Sí, ya lo sé! —dijo Spendius.
—Tenías que haber reforzado tus filas, no comprometer a los vélites contra la falange, dejar pasar a los elefantes. En el último momento se podían cambiar las tornas; nada obligaba a huir.
Spendius respondió:
—Lo he visto pasar con su gran manto rojo y los brazos levantados, más alto que la polvareda, como un águila que se cernía al lado de las cohortes; y a cada señal de su cabeza, se cerraban, atacaban; la multitud nos arrastró el uno hacia el otro: me miraba, sentí en mi corazón como el frío de una espada.
«Tal vez haya elegido el día», se decía Matho para sí. Se hacía preguntas tratando de averiguar por qué el sufeta había llegado precisamente en las circunstancias más desfavorables. Luego se pusieron a hablar de la situación, y para atenuar su falta o para animarse a sí mismo, Spendius aseguró que aún quedaban esperanzas.
—¡Aunque no haya ninguna, no importa! —dijo Matho—. ¡Yo solo continuaré la guerra!
—¡Y yo también! —exclamó el griego, levantándose de un salto. Caminaba dando largas zancadas, le centelleaban las pupilas y una extraña sonrisa contraía su cara de chacal.
—¡Volveremos a empezar! ¡No me abandones! Yo no estoy hecho para las batallas a la luz del día; el brillo de las espadas me turba la vista; es una enfermedad, he vivido demasiado tiempo en la ergástula. Pero dame murallas que escalar de noche y entraré en las ciudadelas y los cadáveres estarán fríos antes de que los gallos hayan cantado. Indícame a alguien, a algo, un enemigo, un tesoro; una mujer —repitió—: una mujer, aunque fuese la hija de un rey, y pondré rápidamente tu deseo a tus pies. Me reprochas haber perdido la batalla contra Hannón y, sin embargo, la gané. ¡Confiésalo! Mi piara de cerdos nos hizo mejor servicio que una falange de espartanos —y cediendo al deseo de realzarse y de tomar el desquite, fue enumerando todo lo que había hecho por la causa de los mercenarios—: ¡Fui yo quien en los jardines del sufeta incité al galo! Más tarde, en Sicca, los concité a todos por el miedo a la venganza de la república. Giscón los perdonaba, pero yo impedí que los intérpretes pudiesen hablar. ¡Ah! ¡Cómo les colgaba la lengua de la boca! ¿Te acuerdas? Yo te conduje a Cartago, yo he robado el zaimph. Yo te llevé a su casa. ¡Haré más aún, ya lo verás! —y se echó a reír como un loco.
Matho lo observaba asombrado. Experimentaba una especie de malestar ante aquel hombre, que era a la vez tan cobarde y tan terrible.
El griego continuó en tono jovial, castañeteando sus dedos:
—¡Evohé! ¡Después de la lluvia sale el sol! Yo he trabajado en las canteras y he bebido vino del Masico[96] en una nave que me perteneció, bajo un palio de oro, como un Ptolomeo. La desgracia debe servirnos para hacernos más hábiles. A fuerza de trabajo se doma la fortuna. Ésta protege a los prudentes. ¡Cederá!
Se volvió hacia Matho y, cogiéndolo del brazo, le dijo:
—Jefe, ahora los cartagineses están seguros de su victoria. Tienes todo un ejército que no ha combatido, y tus hombres te obedecen. Ponlos a la vanguardia; los míos, para vengarse, los seguirán. Me quedan tres mil doscientos honderos y arqueros, cohortes enteras. ¡Hasta podemos formar una falange! ¡Volvamos!
Matho, aturdido por el desastre, no había imaginado nada aún para repararlo. Escuchaba con la boca abierta, y las láminas de bronce que ceñían su torso se agitaban al impulso de los latidos de su corazón. Recogió su espada gritando:
—¡Sígueme! ¡Vamos!
Pero los exploradores volvieron anunciando que los cartagineses se habían llevado a sus muertos, que el puente estaba en ruinas y que Amílcar había desaparecido con su ejército.