—¡Llévatelo! —le decía—. ¡Qué me importa! ¡Llévame a mí con él y abandono el ejército, renuncio a todo! Más allá de Gades, a veinte días de mar, hay una isla[118] cubierta de polvo de oro, de verdor y de pájaros. En las montañas, grandes flores llenas de perfumes se balancean como eternos incensarios; en los limoneros, más altos que cedros, serpientes de color de leche hacen caer, con los diamantes de sus fauces, los frutos sobre el césped; el aire es tan suave que impide morir. ¡Ya verás como la encontraré! Viviremos en grutas de cristal, abiertas al pie de las colinas. O nadie la habita aún o llegaré a ser el rey del país.

Se limpió el polvo de sus coturnos; quiso que ella le pusiera entre sus labios un casco de granada; amontonó unos vestidos detrás de su cabeza para hacerle un cojín. Buscaba los medios de servirla, de humillarse y hasta llegó a extender bajo sus piernas el zaimph, como si fuera un simple tapiz.

—¿Conservas aún —decía— aquellos cuernecillos de gacela donde cuelgan tus collares? ¡Me los darás; los quiero!

Hablaba como si la guerra hubiese terminado, y se le escapaban unas risas de alegría; los mercenarios, Amílcar, todos los obstáculos habían desaparecido ahora. La luna se deslizaba entre dos nubes. La veían por una abertura de la tienda.

—¡Ay, cuántas noches he pasado contemplándola! Me parecía un velo que ocultaba tu rostro; tú me mirabas a través de él; tu recuerdo se asociaba a sus rayos, ya no os distinguía —y con la cabeza entre sus pechos, lloraba a lágrima viva.

«¡Y éste es el hombre terrible que hace temblar a Cartago!», pensaba Salambó.

Matho se durmió. Entonces, Salambó, desprendiéndose de sus brazos, puso un pie en el suelo y se dio cuenta de que su cadenita estaba rota. Acostumbraban las vírgenes de alta alcurnia respetar esta traba como algo religioso, y Salambó, ruborizándose, arrolló alrededor de sus piernas los dos trozos de la cadena de oro.

Cartago, Megara, su casa, su habitación y los campos que había atravesado se agitaban en su mente en imágenes tumultuosas y, sin embargo, precisas. Pero el abismo abierto a sus pies las hacía retroceder lejos de ella, a una distancia infinita.

Cesaba la tormenta; las escasas gotas de agua, crujiendo una a una, hacían retemblar el techo de la tienda.

Matho, como un hombre embriagado, dormía tendido de lado con un brazo fuera del lecho. Su diadema de perlas se le había subido un poco y dejaba al descubierto su frente. Una sonrisa mostraba sus dientes. Brillaban entre su barba negra, y en sus párpados entornados había una alegría silenciosa y casi ultrajante.

Salambó lo contemplaba inmóvil, con la cabeza baja y las manos cruzadas.

A la cabecera de la cama, un puñal se mostraba ostentosamente sobre una mesa de ciprés; a la vista de aquella hoja reluciente le invadió un deseo sanguinario. Voces de lamentación se arrastraban a lo lejos, en la sombra, y, como un coro de genios, la solicitaban. Se acercó; cogió el arma por el mango. Al roce de su vestido, Matho entreabrió los ojos, adelantando la boca hacia sus manos, y el puñal cayó.

Se oyeron gritos; un resplandor espantoso fulguraba detrás de la tela. Matho la apartó; vieron grandes llamas que rodeaban el campamento de los libios.

Ardían sus barracas de caña y los tallos, retorciéndose, estallaban entre la humareda y volaban como si fuesen flechas; contra el rojizo horizonte, desatinadas, se veían correr sombras negras. Se oían los alaridos de los que estaban en las cabañas; los elefantes, los bueyes y los caballos saltaban entre la multitud, aplastándola, con las municiones y los bagajes que salvaban del incendio. Sonaban las trompetas. Gritaban: «¡Matho! ¡Matho!». Y la gente que estaba a la puerta quería entrar.

—¡Ven pronto! ¡Amílcar incendia el campamento de Autharita! Dio un salto. Salambó se quedó completamente sola.

Entonces examinó el zaimph, y después de haberlo contemplado se sorprendió de no haber sentido la dicha que se había imaginado. Permaneció melancólica ante su sueño realizado.

Pero el borde de la tela de la tienda se levantó y apareció una forma monstruosa. Salambó no distinguió de pronto más que los dos ojos y una luenga barba blanca que llegaba al suelo, pues el resto del cuerpo, embarazado por los andrajos de un vestido leonado, se arrastraba por el suelo y, a cada movimiento para avanzar, las dos manos se metían en la barba, volviendo luego a caer. Arrastrándose así llegó hasta sus pies y Salambó reconoció al viejo Giscón.

En efecto, los mercenarios, para impedir que los antiguos cautivos huyeran, les habían roto las piernas a golpes de barras de bronce y se pudrían todos revueltos en un foso, entre las inmundicias. Los más robustos, cuando oían el ruido de las gamellas, se alzaban gritando; así es como Giscón había visto a Salambó. Había adivinado a una cartaginesa en las bolitas de sandastrum que golpeaban contra sus coturnos, y presintiendo un gran misterio, haciéndose ayudar por sus compañeros, había conseguido salir del foso; luego, con los codos y las manos, se había arrastrado veinte pasos más lejos hasta la tienda de Matho. Dos voces hablaban allí. Había escuchado desde fuera y se había enterado de todo.

—¡Eres tú! —exclamó por fin, casi asustada.

Apoyándose sobre sus puños, replicó:

—¡Sí, soy yo! Me creen muerto, ¿verdad?

Ella bajó la cabeza.

—¡Ah! —continuó él—. ¿Por qué los Baals no me han concedido esa misericordia? —y acercándose tanto, que la rozaba—: ¡Así me hubieran evitado la pena de maldecirte!

Salambó se echó vivamente atrás; tal era el miedo que sentía de aquel ser inmundo que era tan asqueroso como una larva y tan terrible como un fantasma.

—Pronto cumpliré cien años —añadió—. ¡Yo he visto a Agatocles, he visto a Regulus y a las águilas romanas pasar sobre las cosechas de los campos púnicos! ¡He visto todos los horrores de la guerra y el mar atestado con los restos de nuestras flotas! Bárbaros que yo mandaba me han encadenado por los cuatro miembros, como si fuese un esclavo homicida. Mis compañeros, uno tras otro, van muriendo a mi lado; el olor de sus cadáveres me despierta de noche; espanto a las aves de rapiña que vienen a picotearles los ojos, ¡y, sin embargo, ni un solo día he desesperado de Cartago! Aun cuando hubiera visto a todos los ejércitos de la tierra contra ella y las llamas del asedio rebasar la altura de sus templos, ¡todavía hubiese creído en su eternidad! ¡Pero ahora todo ha terminado! ¡Todo está perdido! ¡Los dioses la execran! ¡Maldita seas, porque con tu ignominia has precipitado la ruina de Cartago!

Salambó despegó sus labios.

—¡Yo estaba ahí! —interrumpió Giscón—. ¡Te he oído gemir de amor como una prostituta! ¡Él te brindaba su deseo y tú te dejabas besar las manos! ¡Ya que el ardor de tu impudicia te empujaba, debiste hacer al menos como las fieras que se ocultan en sus ayuntamientos y no exponer tu vergüenza hasta bajo los ojos de tu padre!

—¿Cómo?

—¡Ah! ¿No sabías que los dos atrincheramientos están a sesenta codos uno de otro y que tu Matho, por soberbia, se ha situado enfrente de Amílcar? Tu padre está ahí, detrás de ti, y si yo pudiera subir el sendero que lleva a la plataforma, le gritaría: «¡Ven a ver a tu hija entre los brazos del bárbaro!». ¡Se ha puesto, para agradarle, el manto de la diosa y, al renunciar a su cuerpo, entrega, con la gloria de tu nombre, la majestad de los dioses, la venganza de la patria, la salvación misma de Cartago! —y el movimiento de su boca desdentada sacudía su barba todo a lo largo; sus ojos, clavados en ella, la devoraban, y repetía, convulso, en el polvo—: ¡Sacrílega! ¡Maldita seas! ¡Maldita! ¡Maldita!

Salambó había apartado la tela, la sostenía levantada con la mano y, sin responderle, miraba hacia el lugar donde suponía a Amílcar.

—Es por aquí, ¿verdad? —preguntó Salambó con firmeza.

—¡Qué importa! ¡Vuélvete! ¡Aplasta más bien tu faz contra la tierra! ¡Es un lugar sagrado que manchas con tu vista!

Salambó se echó el zaimph en torno a su talle, recogió rápidamente sus velos, su manto y su chal.

—¡Vuelo allá! —exclamó, y echando a correr, desapareció.

Primero anduvo entre tinieblas sin encontrar a nadie, pues todos habían acudido al incendio, y el clamor aumentaba, grandes llamaradas enrojecían el cielo por detrás; una larga terraza la detuvo.

Volvió sobre sus pasos, de derecha a izquierda, a la ventura, buscando una escala, una cuerda, una piedra, algo en fin para ayudarse. Tenía miedo de Giscón y le parecía que la perseguían gritos y pasos. El día empezaba a clarear. Vio un sendero en el espesor del atrincheramiento. Se cogió con los dientes el bajo de su vestido que le estorbaba y, de tres saltos, se encontró en la plataforma.

Un grito sonoro estalló bajo ella, en la sombra, el mismo que había oído al pie de la escalinata de las galeras; e inclinándose, reconoció al hombre de Schahabarim, con los caballos del diestro.

Había errado toda la noche entre los dos atrincheramientos; luego, alarmado por el incendio, había retrocedido, intentando ver lo que ocurría en el campamento de Matho; y como sabía que este lugar era el más próximo a su tienda, por obedecer al sacerdote, no se había movido de allí.

Se puso de pie sobre uno de los caballos. Salambó se dejó deslizar hasta él, y huyeron a galope tendido dando la vuelta al campamento púnico, para buscar una puerta en alguna parte.

* * *

Matho entró en su tienda. La lámpara, humeante, apenas alumbraba, e incluso creyó que Salambó dormía. Entonces palpó delicadamente la piel de león, en la cama de palma. La llamó, no le respondió; arrancó vivamente un jirón de tela para que entrara la luz del día; el zaimph había desaparecido.

Temblaba la tierra bajo pasos precipitados. Gritos, relinchos, choques de armaduras hendían los aires y las músicas de los clarines tocaban a ataque. Era como un huracán que se arremolinaba en torno a él. Un furor desordenado lo impulsó a saltar sobre sus armas, y se lanzó afuera.

Las largas filas de los bárbaros bajaban corriendo por la montaña y los cuadrados púnicos avanzaban contra ellos, con una oscilación pesada y regular. La niebla, desgarrada por los rayos del sol, formaba nubecillas que flotaban en el aire, y poco a poco, al elevarse, dejaban al descubierto los estandartes, los cascos y la punta de las picas. Bajo las rápidas evoluciones, porciones de terreno aún en la sombra parecían desplazarse en un solo bloque; por otra parte, se dirían torrentes que se entrecruzaban. Matho distinguía a los capitanes, a los soldados, a los heraldos y hasta los criados de espaldas, que iban montados en asnos. Pero en lugar de conservar su posición para cubrir a la infantería, Narr-Havas torció bruscamente a la derecha, como si quisiese dejarse aplastar por Amílcar.

Sus jinetes rebasaron a los elefantes que disminuían su marcha, y todos los caballos, alargando sus cabezas sin bridas, galopaban con tal furia que parecían rozar la tierra con su vientre. Luego, súbitamente, Narr-Havas marchó resueltamente hacia un centinela. Tiró su espada, su lanza, sus dardos y desapareció entre los cartagineses.

El rey de los númidas llegó a la tienda de Amílcar y, mostrándole a sus hombres que se mantenían parados a distancia, le dijo:

—¡Barca, te traigo mis jinetes! ¡Son tuyos!

Entonces se prosternó en señal de esclavitud, y, como prueba de fidelidad, recordó toda su conducta desde el comienzo de la guerra.

Primero había impedido el sitio de Cartago y la matanza de los cautivos; y luego no se había aprovechado de la victoria sobre Hannón después de la derrota de Útica. En cuanto a las ciudades tirias, es que se encontraban en las fronteras de su reino. En fin, no había participado en la batalla de Macar; e incluso se ausentó expresamente para eludir la obligación de combatir al sufeta.

Narr-Havas, en efecto, había querido engrandecerse con usurpaciones en las provincias púnicas y, según los vaivenes de la guerra, ayudaba o abandonaba a los mercenarios. Pero viendo que el más fuerte sería definitivamente Amílcar se había pasado a su bando. Quizá decidió esta defección un odio contra Matho, bien fuera a causa de su mando o de su antiguo amor.

El sufeta lo escuchó sin interrumpirlo. El hombre que se presentaba así con un ejército ante el que tenía tantas responsabilidades no era despreciable; Amílcar adivinó enseguida la autoridad de tal alianza para sus grandes proyectos. Con los númidas se desembarazaría de los libios. Luego los arrastraría al occidente a la conquista de Iberia, y sin preguntarle por qué no había acudido antes, ni tratar de deshacer ninguna de sus mentiras, besó a Narr-Havas, chocando por tres veces su pecho contra el del númida.

Era para terminar y, por desesperación, por lo que había incendiado el campamento de los libios. Aquel ejército le llegaba como un socorro de los dioses; disimulando su alegría, respondió:

—¡Que los Baals te favorezcan! Ignoro lo que hará por ti la república, pero Amílcar no es ingrato.

Aumentaba el tumulto; entraban los capitanes. El sufeta se armó al tiempo que decía:

—¡Vamos, vuelve! ¡Con tus jinetes aplastarás a su infantería entre tus elefantes y los míos! ¡Valor! ¡Exterminio!

Y Narr-Havas iba a abalanzarse cuando apareció Salambó.

Saltó ésta rápidamente del caballo. Abrió su amplio manto y, extendiendo sus brazos, desplegó el zaimph.

La tienda de cuero, levantada en sus esquinas, dejaba ver toda la falda de la montaña, cubierta de soldados, y como estaba en el centro, desde todos los lados se veía a Salambó. Un clamor inmenso rasgó los aires, un grito prolongado de triunfo y de esperanza. Los que estaban en marcha se detuvieron; los moribundos, apoyándose en los codos, se volvían para bendecirla. Todos los bárbaros sabían que había recobrado el zaimph; la veían desde lejos, creían verla, y otros gritos, pero de rabia y de venganza, resonaron atronadores, a pesar de los aplausos de los cartagineses; los cinco ejércitos escalonados en la montaña pateaban y vociferaban alrededor de Salambó.

Amílcar, sin poder hablar, le daba las gracias con señales y movimientos de cabeza. Sus ojos iban alternativamente del zaimph a ella, y viceversa. Advirtió que su cadenita estaba rota. Se estremeció, asaltado por una sospecha terrible. Pero recobrando rápidamente su impasibilidad, miró a Narr-Havas de reojo, sin volver la cabeza.

El rey de los númidas se mantenía aparte, en una actitud discreta; todavía llevaba en la frente un poco de polvo que había tocado al prosternarse. Por fin, el sufeta se adelantó hacia él y, con aire lleno de gravedad, le dijo:

—En recompensa por los servicios que me has prestado, Narr-Havas, te doy a mi hija.

Y añadió:

—¡Sé hijo mío y defiende a tu padre!

Narr-Havas hizo un gesto de profunda sorpresa; luego se arrojó sobre sus manos, que cubrió de besos.

Salambó, tranquila como una estatua, parecía no comprender. Se ruborizaba un poco, bajando enseguida los párpados; la sombra de sus pestañas, largas y curvadas, caía sobre sus mejillas.

Amílcar quiso unirlos inmediatamente con esponsales indisolubles. Pusieron en las manos de Salambó una lanza que ésta ofreció a Narr-Havas[119]; les ataron sus pulgares con una correa de buey, luego les derramó trigo sobre las cabezas y los granos que caían alrededor de ellos sonaron como granizo que rebota.