XIII. Moloch
[130]Los bárbaros no tenían necesidad de rodear a Cartago por el lado de África: ésta les pertenecía.
Mas para poder acercarse con más facilidad a las murallas, se derribó el atrincheramiento que rodeaba al foso. Inmediatamente, Matho dividió el ejército en grandes semicírculos, con el fin de envolver mejor a Cartago. Los hoplitas de los mercenarios fueron colocados en primera línea; detrás de ellos, los honderos y los jinetes; al fondo, los bagajes, los carromatos y los caballos; más acá de esta muchedumbre, a trescientos pasos de las torres, se erizaban las máquinas de guerra.
Bajo la variedad infinita de sus nombres[131] —que cambiaron muchas veces en el transcurso de los siglos—, podían reducirse a dos sistemas: unas funcionaban como hondas y otras como arcos.
Las primeras, las catapultas, se componían de un bastidor cuadrado, con dos montantes verticales y una barra horizontal. En su parte anterior, un cilindro, provisto de cables, retenía una gran lanza que llevaba una cuchara para recibir los proyectiles; la base estaba sujeta en una madeja de hilos retorcidos, y cuando se soltaban, la lanza se levantaba yendo a chocar contra la barra que, al detenerla con una gran sacudida, multiplicaba su fuerza.
Las segundas eran de un mecanismo más complicado: sobre una pequeña columna iba fijo un travesaño por su parte central, donde terminaba en ángulo recto una especie de canal; en los extremos del travesaño se elevaban dos capiteles que contenían un revoltijo de crines; dos viguetas se hallaban sujetas allí para sostener los cabos de una cuerda que se llevaba hasta el pie del canal, sobre una tablilla de bronce. Por medio de un resorte, esta placa de metal se soltaba, y deslizándose por unas ranuras impulsaba las flechas.
Las catapultas se llamaban también onagros, como los asnos salvajes que lanzan guijarros con sus patas, y las ballestas, escorpiones, a causa de un gancho erecto sobre la tablilla que, bajándose de un puñetazo, hacía saltar el resorte.
Su construcción exigía sabios cálculos; sus maderas debían elegirse entre las más duras; sus engranajes eran todos de bronce; se armaban con palancas, aparejos, cabrestantes o tímpanos[132]; fuertes ejes variaban la dirección de su tiro, avanzaban sobre cilindros, y las más grandes se llevaban pieza por pieza y se montaban a la vista del enemigo.
Spendius situó las tres grandes catapultas en los tres ángulos principales; delante de cada puerta colocó un ariete, delante de cada torre una ballesta, y las carroballestas[133] circularían por detrás. Pero era preciso resguardar a las máquinas del fuego de los sitiados y rellenar primero el foso que las separaba de las murallas.
Se hicieron galerías de zarzos de juncos y cimbras de encina, parecidos a enormes escudos, que se deslizaban sobre tres pares de ruedas[134]; pequeñas chozas cubiertas de pieles sin curtir y rellenas de algas protegían a los trabajadores[135]; las catapultas y las ballestas fueron defendidas con redes de cuerdas empapadas en vinagre para hacerlas incombustibles. Las mujeres y los niños iban por piedras a la playa, recogían tierra con sus manos y se la llevaban a los soldados.
Los cartagineses también se preparaban.
Amílcar los había tranquilizado asegurándoles que quedaba agua en las cisternas para ciento veintitrés días. Esta afirmación, su presencia entre ellos y la recuperación del zaimph sobre todo, les dieron mucha esperanza. Cartago salió de su postración; los que no eran de origen cananeo se dejaron llevar del entusiasmo de los demás.
Armaron a los esclavos, se vaciaron los arsenales; los ciudadanos tuvieron cada uno su puesto y su misión. Sobrevivían mil doscientos hombres de los tránsfugas, el sufeta los nombró a todos capitanes; y los carpinteros, los armeros, los herreros y los orfebres fueron destinados a las máquinas. Los cartagineses se habían quedado con algunas, a pesar de las condiciones de la paz con Roma. Las repararon, pues eran expertos en estos trabajos.
Los dos lados septentrional y oriental, defendidos por el mar y por el golfo, eran inaccesibles. Sobre la muralla, de cara a los bárbaros, dispusieron troncos de árboles, ruedas de molino, vasijas llenas de azufre, cubas repletas de aceite, y se construyeron hornos. Amontonaron piedras en las plataformas de las torres, y las casas inmediatas a la muralla se rellenaron con arena para afirmarlas y aumentar su espesor.
Ante estos preparativos, los bárbaros se irritaron. Quisieron combatir enseguida. Los pesos que colocaron en las catapultas eran tan enormes, que se rompieron los timones; el ataque se retrasó.
Por fin el día decimotercero del mes de schabar[136] —al amanecer— resonó un gran golpe contra la puerta de Kamón.
Setenta y cinco soldados tiraban de las cuerdas afianzadas a la base de una viga gigantesca, suspendida horizontalmente por cadenas que descendían de una horca, y una cabeza de morueco, de bronce, la remataba. La habían envuelto en pieles de buey; cercos de hierro la guarnecían de trecho en trecho, era tres veces más gruesa que el cuerpo de un hombre, de ciento veinte codos[137] de longitud, y bajo la multitud de brazos desnudos que la impulsaban y la atraían, avanzaba y retrocedía con oscilación regular.
Los demás arietes empezaron a moverse ante las otras puertas. En las ruedas huecas de los tímpanos se vieron hombres que subían de tramo en tramo. Las poleas, los capiteles rechinaron, las redes de cuerda cayeron, y nubes de piedras y flechas salieron despedidas al mismo tiempo; todos los hombres corrían desperdigados. Algunos se acercaban al baluarte, escondiendo bajo los escudos ollas de resina; luego las lanzaban con todas sus fuerzas. Esta rociada de proyectiles, de dardos y de fuego pasaba por encima de las primeras líneas y, describiendo una curva, iba a caer detrás de las murallas Pero, en lo alto de éstas, se levantaron grandes grúas de las que sirven para enarbolar los navíos; y de ellas bajaban enormes pinzas terminadas en dos semicírculos interiormente dentados. Estas máquinas mordían los arietes. Los soldados, aferrándose a la viga, tiraban hacia atrás. Los cartagineses se esforzaban por hacerla subir; y la porfía se prolongó hasta la noche.
Cuando los mercenarios, al día siguiente volvieron a la brega, todo el adarve de las murallas estaba cubierto con fardos de algodón, con telas y cojines; las almenas tapadas con esteras; y, sobre el baluarte, entre las grúas, se veía una ristra de horquillas y hoces enastadas en palos. Al momento comenzó una furiosa resistencia.
Troncos de árboles, sostenidos por cables, caían una y otra vez golpeando los arietes; garfios, lanzados por ballestas, arrancaban el techo de las cholas; y desde la plataforma de las torres se vertían ríos de pedernal y cantos rodados.
Por fin, los arietes rompieron la puerta de Kamón y la de Tagaste. Pero los cartagineses habían amontonado en el interior tal cantidad de materiales que sus batientes no se abrieron y quedaron en pie.
Entonces dirigieron contra la muralla taladros que aplicaban a las junturas de los bloques para desencajarlos. Las máquinas fueron gobernadas mejor, sus sirvientes repartidos por escuadras; de la mañana a la noche, funcionaban, sin interrupción, con la monótona precisión de un telar.
Spendius no se cansaba de dirigirlas. Era él mismo quien atirantaba las madejas de las ballestas. Para obtener una paridad completa en sus tensiones gemelas, se apretaban sus cuerdas golpeando alternativamente a derecha e izquierda, hasta el momento en que los dos lados daban un sonido igual. Spendius subió a su armazón. Con la punta del pie, las tocaba muy suavemente, y aplicaba el oído como músico que templa una lira. Pero cuando el timón de la catapulta se levantaba a la sacudida del resorte, y las piedras salían disparadas como rayos y los dardos volaban a raudales, doblaba todo su cuerpo y estiraba los brazos al aire como para seguirlos.
Los soldados, admirados de su destreza, ejecutaban sus órdenes. En la alegría de su trabajo se chanceaban de los nombres de las máquinas. Así, las tenazas para arrebatar los arietes se llamaban lobos, y las galerías cubiertas o emparrados eran corderos que iban a hacer la vendimia; y, al armar sus piezas, decían a los onagros: «¡Vamos, cocea bien!», y a los escorpiones: «¡Atraviésalos hasta el corazón!». Aquellas burlas, siempre las mismas, sostenían su valor.
Sin embargo, las máquinas no demolían el baluarte. Estaba formado por dos muros rellenos de tierra; abatían sus partes superiores, pero los sitiados las reparaban enseguida. Matho ordenó la construcción de torres de madera que debían ser tan altas como las torres de piedra. Echaron al foso césped, estacas, cantos rodados y carros con sus ruedas, para rellenarlo más aprisa; antes de que se colmara, la inmensa muchedumbre de los bárbaros onduló en el llano como un solo movimiento y fue a estrellarse contra la base de la muralla como un mar desbordado.
Adelantaron las escalas de cuerdas, las escalas rectas y las sambucas, es decir, dos mástiles de donde se bajaban, por aparejos, una serie de bambúes que terminaba un puente móvil. Formaban numerosas líneas rectas apoyadas contra el muro, y los mercenarios, en fila unos detrás de otros, subían por ellas, llevando las armas de la mano. No aparecía ni un cartaginés; ya los asaltantes llegaban a los dos tercios del baluarte. Las almenas se abrieron, vomitando, como fauces de dragón, fuego y humo; la arena se desparramaba, entraba por la junta de las armaduras; el petróleo se pegaba a los vestidos; el plomo líquido saltaba al caer sobre los cascos, agujereando las carnes; una lluvia de chispas salpicaban contra las caras, y las órbitas sin ojos parecían llorar lágrimas tan grandes como almendras. Hombres, totalmente amarillos de aceite, ardían por la cabellera. Al echar a correr, inflamaban a otros. Los apagaban echándoles a la cara, desde lejos, mantas empapadas en sangre. Algunos que no tenían heridas, quedaban inmóviles, más tiesos que un poste, con la boca abierta y los dos brazos extendidos.
El asalto se reanudó durante muchos días seguidos, esperando triunfar los mercenarios por su mayor número y audacia.
En ocasiones, un hombre subido en las espaldas de otro hundía un hierro entre las piedras, luego se servía de él como escalón para subir más arriba, clavaba luego otro y otro; y, protegidos por el borde de las almenas que sobresalía de la muralla, poco a poco, iban subiendo; pero siempre, al llegar a cierta altura, se caían. El gran foso, demasiado repleto, desbordaba; bajo las pisadas de los vivos, los heridos se amontonaban confundidos con los cadáveres y los moribundos. En medio de las entrañas abiertas, los sesos saltados y los charcos de sangre, los troncos calcinados formaban manchas negras, y brazos y piernas a medio salir de un montón quedaban enhiestos como rodrigones en una viña incendiada.
Siendo insuficientes las escalas, se emplearon los tolenones, instrumentos compuestos de una larga viga puesta transversalmente sobre otra, y que llevaba en su extremidad una cesta cuadrangular en la que cabían treinta infantes con sus armas.
Matho quiso subir en la primera que se dispuso. Spendius lo contuvo.
Unos hombres se encorvaron sobre un molinete; la enorme viga se levantó, se puso horizontal, luego se elevó casi verticalmente y, demasiado cargada en la punta, se doblaba como una inmensa caña. Los soldados, ocultos hasta la barbilla, iban oprimidos; no se veía más que las plumas de los cascos. Por fin, cuando estuvo a cincuenta codos[138] en el aire, giró de derecha a izquierda varias veces, y luego bajó; y, como un brazo gigante que sostuviera en la mano una cohorte de pigmeos, depositó al borde de la muralla la cesta llena de hombres. Saltaron entre la multitud y no regresaron jamás.
Los demás tolenones estuvieron dispuestos rápidamente. Pero se hubieran necesitado cien más para tomar la ciudad. Se los utilizó de una manera mortífera; arqueros etíopes se metían en las cestas; luego, una vez que se sujetaban los cables, permanecían suspendidos y disparaban flechas envenenadas. Los cincuenta tolenones, dominando las almenas, rodeaban a Cartago, como buitres monstruosos; y los negros se reían al ver morir sobre el baluarte a los soldados entre atroces convulsiones.
Amílcar envió hoplitas; les hacía beber todas las mañanas el jugo de ciertas hierbas que los preservaba del veneno.
Una noche oscura embarcó a sus mejores hombres en gabarras y balsas, y dando la vuelta a la derecha del puerto, fue a desembocar en la Taenia. Luego avanzaron hasta las primeras líneas de los bárbaros y, cogiéndolos por el flanco, les hicieron una gran carnicería. Hombres descolgándose de cuerdas bajaban por la noche desde lo alto de las murallas con antorchas en la mano, quemaban las obras de los mercenarios, y volvían a subir.
Matho estaba enfurecido; cada obstáculo avivaba su cólera; se le ocurrían cosas terribles y extravagantes. Convocó a Salambó, mentalmente, a una cita, y la esperó. Como no acudió, le pareció aquello una nueva traición y desde entonces la execró. Si hubiera visto su cadáver, tal vez se hubiese ido. Dobló el número de puestos en las avanzadas, plantó horcas al pie del baluarte, disimuló trampas en el suelo y mandó a los libios que le trajeran todo un bosque para prenderle fuego allí y quemar a Cartago como a una madriguera de zorros.
Spendius se obstinaba en continuar el asedio. Trataba de inventar máquinas espantosas, como no se habían visto nunca.
Los otros bárbaros acampados a lo lejos, en el istmo, se sorprendían de aquella lentitud; murmuraban; se los dejó en libertad de acción.
Entonces se precipitaron con sus cuchillas y jabalinas, con las que golpeaban las puertas. Pero como por la desnudez de su cuerpo era fácil herirlos, los cartagineses los mataban a placer y los mercenarios se alegraron de ello, sin duda por la codicia del botín. A causa de esto se originaron riñas y peleas entre ellos. Luego, como la campiña estaba devastada, enseguida comenzaron a disputarse los víveres. Iban descorazonándose. Hordas numerosas se marcharon. La muchedumbre era tan inmensa que ni se notó.
Los más esforzados intentaron cavar minas; el terreno, mal sostenido, se derrumbó. Comenzaron a hacerlas en otros sitios; Amílcar adivinaba siempre su dirección aplicando su oído contra un escudo de bronce. Horadó contraminas debajo del camino que debían recorrer las torres de madera; cuando quisieron empujarlas, éstas se hundieron en los agujeros.
Finalmente, todos reconocieron que la ciudad era inexpugnable, mientras no se levantara hasta la altura de las murallas una larga terraza que permitiese combatir al mismo nivel y se pavimentase su cima para hacer rodar las máquinas por encima. Entonces le sería imposible a Cartago resistir.
* * *
La ciudad comenzaba a padecer sed. El agua, que al principio del asedio valía dos kesitah la carga, se vendía ahora a un shekel de plata; las provisiones de carne y de trigo se agotaban también; tenían miedo al hambre; algunos incluso hablaban de las bocas inútiles, lo que asustaba a todo el mundo.
Desde la plaza de Kamón hasta el templo de Melkart, los cadáveres interceptaban las calles; y como se estaba a fines de verano, unas moscas negras, muy grandes, hostigaban a los combatientes. Los viejos transportaban a los heridos, y la gente devota continuaba los funerales ficticios de sus allegados que habían muerto a lo largo de la guerra. Estatuas de cera con cabellos y vestidos se ponían atravesadas en las puertas. Se fundían al calor de los cirios que ardían junto a dilas; la pintura corría por sus hombros, y los llantos se desbordaban a raudales por la cara de los vivos, que salmodiaban a su lado canciones lúgubres. La muchedumbre, mientras tanto, corría; pasaban bandas armadas; los capitanes gritaban órdenes, y se oía constantemente el golpear de los arietes contra el baluarte.
La temperatura se hizo tan sofocante que los cuerpos se hinchaban y no cabían en los ataúdes. Los quemaban en medio de los patios. Pero las hogueras, en espacio tan reducido, incendiaban las paredes vecinas, y grandes llamaradas salían, de pronto, de las casas, como sangre que brota de una arteria. Así poseía Moloch a Cartago; cercaba los baluartes, rondaba por las calles, devoraba hasta los cadáveres.
Hombres que llevaban, en señal de desesperación, mantos hechos con harapos recogidos, se situaron en las esquinas de las encrucijadas. Declamaban contra los ancianos, contra Amílcar, predecían al pueblo una ruina completa y lo incitaban a destruirlo todo y a permitirse toda clase de excesos. Los más peligrosos eran los bebedores de beleño[139]; en sus crisis se creían bestias feroces y se arrojaban sobre los que pasaban para despedazarlos. La gente formaba grupos levantiscos alrededor de ellos; se olvidaba la defensa de Cartago. El sufeta ideó pagar a otros para sostener su política.
A fin de retener en la ciudad el genio de los dioses, habían cubierto de cadenas sus símbolos. Pusieron velos negros sobre los pataicos y cilicios alrededor de los altares, se procuraba excitar el orgullo y la envidia de los Baals cantándoles al oído: «¿Vas a dejarte vencer? ¿Acaso los otros son más fuertes que tú? ¡Ayúdanos! Muestra quién eres, para que los pueblos no digan: “¿Dónde están ahora sus dioses?”».
Una constante ansiedad agitaba a los colegios de los pontífices. Los de la Rabbetna sobre todo tenían miedo, pues la restitución del zaimph no había servido para nada. Permanecían encerrados en el tercer recinto, inexpugnable como una fortaleza. Sólo uno de ellos se atrevía a salir: el gran sacerdote Schahabarim.
Iba a casa de Salambó. Pero se quedaba muy silencioso, contemplándola con una extraña fijeza, o bien decía algo, y los reproches que le hacía eran más duros que nunca.
Por una contradicción inconcebible no perdonaba a la joven que hubiese seguido sus órdenes; Schahabarim había adivinado todo, y la obsesión de esta idea avivaba la envidia de su impotencia. La acusaba de ser la causa de la guerra. Según él, Matho sitiaba a Cartago para volver a apoderarse del zaimph, y profería imprecaciones e ironías contra aquel bárbaro, que pretendía poseer cosas santas. No era esto, sin embargo, lo que el sacerdote quería decir.
No inspiraba a Salambó temor alguno. Las ansiedades que antes la dominaban se le habían disipado. Una tranquilidad singular reinaba en ella. Sus miradas, más firmes, brillaban con un límpido fulgor. Entre tanto, la pitón había vuelto a caer enferma; y como Salambó, por el contrario, iba mejorando, la vieja Taanach se alegraba, convencida de que pasaba a la serpiente el decaimiento de su ama.
Una mañana la encontró detrás del lecho de pieles de buey, totalmente enroscada en sí misma, más fría que un mármol y con la cabeza oculta bajo un montón de gusanos. A los gritos de la nodriza, acudió Salambó. La removió un rato con la punta de su sandalia, y la esclava quedó sorprendida de su insensibilidad.
La hija de Amílcar no prolongaba ya sus ayunos con tanto fervor. Se pasaba los días en lo alto de su terraza, con los codos apoyados en la balaustrada, distrayéndose en contemplar el horizonte. La parte superior de la muralla, al extremo de la ciudad, reportaba en el cielo zigzags desiguales, y las lanzas de los centinelas formaban como una orla de espigas. Divisaba más allá, entre las torres, las maniobras de los bárbaros; los días en que no había asalto, podía incluso observar sus ocupaciones. Remendaban sus armas, se engrasaban la cabellera o bien se lavaban en el mar sus brazos ensangrentados; las tiendas tenían echadas sus telas; las acémilas comían; y, en lontananza, las hoces de los carros, puestos en semicírculo, parecían una cimitarra de plata tendida al pie de los montes. Los discursos de Schahabarim volvían a su memoria. Esperaba a su desposado Narr-Havas. Hubiese querido, a pesar de su odio, ver de nuevo a Matho. De todos los cartagineses, ella era quizá la única persona que le hubiese hablado sin miedo.
Con frecuencia, su padre subía a su habitación. Se sentaba jadeando sobre los cojines y la contemplaba casi enternecido, como si al verla encontrase un alivio a sus fatigas. A veces le hacía preguntas sobre su viaje al campamento de los mercenarios. Le preguntó incluso si acaso alguien la había impulsado a hacerlo, y, con un gesto de cabeza, le respondía que no, tan orgullosa estaba de haber salvado el zaimph.
Pero el sufeta volvía siempre a hablar de Matho, con el pretexto de que le diera informes militares. No comprendía en qué pudo emplear ella las horas que había pasado en la tienda. En efecto, Salambó no hablaba de Giscón; pues como las palabras tenían para ellos un poder efectivo, las maldiciones que se contaban a alguien podían volverse contra éste, y ocultaba su tentativa de asesinato, pues temía que le reprochasen que no lo hubiera consumado. Decía que el schalischim parecía furioso, que había gritado mucho y que después se había dormido. Salambó no contaba más por vergüenza tal vez, o bien porque un candor excesivo le hiciera no dar importancia a los besos del soldado. Todo esto, por lo demás, flotaba en su mente melancólica y brumosa como el recuerdo de una pesadilla; y no hubiera sabido de qué manera, ni con qué palabras expresarlo.
Una noche en que se encontraban uno enfrente del otro, apareció Taanach muy asustada. Un viejo con un niño aguardaba allí, en el patio y quería ver al sufeta.
Amílcar palideció, luego replicó vivamente:
—¡Que suban!
Entró Iddíbal, sin prosternarse. Llevaba de la mano a un muchacho cubierto con un manto de piel de macho cabrío, y enseguida, levantando la capucha que ocultaba su rostro, exclamó:
—¡Aquí lo tienes, amo! ¡Tómalo!
El sufeta y el esclavo se retiraron a un rincón de la habitación.
El niño permaneció en el centro, de pie; y, con una mirada más de curiosidad que de asombro, examinaba el techo, los muebles, los collares de perlas tirados sobre las tapicerías de púrpura y aquella majestuosa joven que se inclinaba hacia él.
Tendría unos diez años y no era más alto que una espada romana. Sus crespos cabellos sombreaban su frente abombada. Parecía como si sus pupilas buscasen espacio. Las ventanas de su fina nariz se dilataban ampliamente; en toda su persona se mostraba ostensiblemente el indefinible esplendor de los que están destinados a altas empresas. Cuando se hubo quitado su manto demasiado pesado, apareció vestido con una piel de lince ceñida a su cintura, y apoyada resueltamente sobre las losas sus piececillos descalzos, completamente blancos de polvo. Pero, sin duda, adivinó que se trataba de cosas importantes, pues permanecía inmóvil, con una mano a la espalda y la otra en la barbilla, con un dedo en la boca y la cabeza agachada, en actitud pensativa.
Por fin, Amílcar, con un ademán, llamó a Salambó y le dijo en voz baja:
—Lo guardarás en tu habitación, ¿entiendes? Es preciso que nadie, ni aun los de casa, sepan que está aquí.
Luego, detrás de la puerta le preguntó una vez más a Iddíbal si estaba seguro de que no los habían visto.
—¡No! —dijo el esclavo—. Las calles estaban vacías.
Como la guerra ardía en todas las provincias había temido por el hijo de su amo. Entonces, no sabiendo dónde ocultarlo, había venido bordeando las costas, en una chalupa; y desde hacía tres días merodeaba por el golfo, observando los baluartes. Por fin, aquella noche, como los alrededores de Kamón parecían estar desiertos, había franqueado el canal con presteza y, encontrando libre la entrada del puerto, había desembarcado cerca del arsenal.
* * *
Los bárbaros no tardaron en establecer una inmensa balsa para impedir a los cartagineses salir de la ciudad. Elevaban las torres de madera y al mismo tiempo dieron principio a la terraza artificial.
Al ser interceptadas las comunicaciones con el exterior, comenzó a padecerse un hambre intolerable.
Mataron todos los perros, todos los mulos, todos los asnos, y luego los quince elefantes que había traído el sufeta. Los leones del templo de Moloch se habían enfurecido, y los hieródulos[140] no osaban acercarse a ellos. Se los alimentó primero con los heridos de los bárbaros; luego les dieron cadáveres aún calientes; los rehusaron y murieron todos. A la hora del crepúsculo se veían gentes que vagaban a lo largo de las murallas viejas, y recogían entre las piedras hierbas o flores para cocerlas con vino, pues el vino costaba menos que el agua. Otros se deslizaban hasta las avanzadas del enemigo y se introducían en las tiendas para robar alimentos. Los bárbaros, llenos de asombro, a veces los dejaban irse. Llegó por fin un día en que los ancianos resolvieron degollar los caballos de Eschmún[141]. Eran animales sagrados, a los que los pontífices trenzaban las crines con cintas de oro, y significaban para su existencia el movimiento del sol, la idea del fuego en su forma más elevada. Su carne, cortada en porciones iguales, fue ocultada detrás del altar. Luego, todas las noches, con el pretexto de cualquier acto devoto, los ancianos subían al templo, y se regalaban a escondidas, y se llevaban bajo sus túnicas un trozo de carne para sus hijos. En los barrios desiertos lejos de las murallas, los habitantes menos pobres, por miedo a los demás, habían levantado parapetos.
Las piedras de las catapultas y las demoliciones ordenadas para la defensa habían acumulado montones de ruinas en medio de las calles. A las horas más tranquilas, de repente, masas del pueblo se lanzaban vociferando; y, desde lo alto de la acrópolis, los incendios formaban como jirones de púrpura dispersos que el viento agitaba sobre las terrazas.
Las tres grandes catapultas, a pesar de aquellos trabajos, no cesaban en su labor de destrucción. Sus estragos eran extraordinarios; así, una vez la cabeza de un hombre fue a chocar contra el frontón de las syssitas; en la calle de Kinisdo, una parturienta fue aplastada por un bloque de mármol, y su hijo, con la cuna, lanzado hasta la encrucijada de Cinasyn, donde se encontró la manta.
Lo más irritante eran las piedras de los honderos. Caían sobre los tejados, en los jardines y en medio de los patios, mientras, sentados a la mesa, se estaba comiendo un pobre yantar, con el corazón encogido de angustia. Aquellos atroces proyectiles llevaban grabadas leyendas que se imprimían en las carnes; y en los cadáveres, se leían injurias, tales como puerco, chacal, gusano, y a veces burlas como: ¡Atrapado! o ¡Lo tengo bien merecido!
La parte de la fortificación que se extendía desde el ángulo de los puertos hasta la altura de las cisternas cayó derribada. Las gentes de Malqua se encontraron cogidas entre el antiguo recinto de Byrsa y los bárbaros. Pero ya tenían bastante trabajo con espesar la muralla y elevarla lo más alto posible, para ocuparse de ellos; los abandonaron; todos perecieron; y aunque fuesen odiados por los cartagineses, desde entonces Amílcar inspiró un gran horror.
Al día siguiente, ordenó abrir los silos donde se guardaba el trigo; sus intendentes lo repartieron entre el pueblo. Durante tres días se hartaron.
La sed se hizo más intolerable, y veían constantemente ante sus ojos la gran cascada que formaba al caer el agua clara del acueducto. Bajo los rayos del sol, un fino vaho subía de su base, con un arco iris al lado y un arroyuelo que, haciendo curvas en la playa, iba a verterse en el golfo.
Amílcar no se intimidaba. Contaba con algo imprevisto, decisivo, extraordinario.
Sus propios esclavos arrancaron las láminas de plata del templo de Melkart, sacaron del puerto cuatro grandes naves, con cabrestantes, las transportaron hasta el pie de los Mappales, fue horadada la muralla que daba a la ribera, y partieron para las Galias a fin de comprar, a cualquier precio, mercenarios. Sin embargo, Amílcar se desolaba por no poder comunicar con el rey de los númidas, pues sabía que estaba a la retaguardia de los bárbaros, presto a caer sobre ellos. Pero Narr-Havas, demasiado débil para esto, no iba a arriesgarse solo; y el sufeta ordenó levantar la muralla doce palmos[142], reunir en la acrópolis todo el material de los arsenales y reparar una vez más las máquinas.
Como madejas para las catapultas se empleaban tendones del cuello de los toros o de los jarretes de los ciervos. Pero ya no quedaban en Cartago ni ciervos ni toros. Amílcar pidió a los ancianos las cabelleras de sus mujeres; todas las entregaron, pero no hubo suficiente. Había en las edificaciones de las dissitas mil doscientas esclavas núbiles, de las que se destinaban a las prostituciones de Grecia y de Italia, y sus cabellos, que se habían vuelto elásticos por el uso de los ungüentos, resultaban ser maravillosos para las máquinas de guerra. Pero la pérdida sería luego demasiado considerable. Se decidió, pues, que se elegirían entre las esposas de los plebeyos las más hermosas cabelleras. Sin cuidarse de las necesidades de la patria, éstas gritaban desesperadas cuando los criados de los ciento llegaron, tijera en mano, a cumplir la orden.
Un redoblado furor animaba a los bárbaros. Se los veía desde lejos coger la grasa de los muertos para ensebar sus máquinas y otros les arrancaban las uñas, que cosían unas con otras para hacerse corazas. Idearon poner en las catapultas vasijas llenas de serpientes traídas por los negros; los pucheros de arcilla se rompían en las losas, las serpientes corrían, pululaban por doquier, y eran tan numerosas, que parecían salir naturalmente de los muros. Luego, los bárbaros, no satisfechos de esta invención, la perfeccionaron; lanzaban toda clase de inmundicias, de excrementos humanos, de carroña y de cadáveres. Apareció la peste. A los cartagineses se les caían los dientes, y tenían las encías descoloridas, como las de los camellos después de un largo viaje.
Subieron las máquinas a la terraza, aunque ésta no alcanzaba aún la altura del baluarte. Frente a las veintitrés torres de las fortificaciones se alzaban otras veintitrés torres de madera. Todos los tolenones habían sido remontados, y en el centro, un poco más atrás, aparecía la formidable helépolis de Demetrio Poliorcetes[143], que Spendius, al fin, había conseguido reconstruir. Piramidal como el faro de Alejandría, tenía ciento treinta codos[144] de alto por veintitrés de anchura, con nueve pisos que iban disminuyendo hacia la parte superior y que estaban protegidos por láminas de bronce, agujereados por numerosas puertas y llenos de soldados; en la plataforma superior había una catapulta y dos ballestas.
Entonces, Amílcar hizo levantar cruces para los que hablaran de rendirse, y fueron enroladas hasta las mujeres. Se dormía en las calles y se despertaban llenos de ansiedad.
Una mañana, un poco antes de salir el sol —era el séptimo día del mes de myssán[145]—, oyeron un gran clamor lanzado por todos los bárbaros a la vez; las trompetas de tubo de plomo roncaban y los grandes cuernos paflagonios mugían como toros. Todos se levantaron y corrieron al baluarte.
Un bosque de lanzas, de picas y de espadas se erizaba en su base. Saltaron contra la muralla, acercaron las escalas, y las cabezas de algunos bárbaros aparecieron en los huecos de las almenas.
Vigas sostenidas por largas filas de hombres golpeaban las puertas; y en los lugares donde no había terraza, los mercenarios, para demoler la muralla, llegaban en apretadas cohortes; los de la primera fila en cuclillas, los de la segunda agachados, y los demás irguiéndose gradualmente hasta los últimos, que iban completamente de pie; mientras en otras partes, para subir arriba, los más altos avanzaban en cabeza, los más bajos en último lugar, y todos, con el brazo izquierdo, apoyaban los escudos sobre los cascos, juntándolos por el borde tan estrechamente, que parecía un conjunto de grandes tortugas. Los proyectiles resbalaban sobre estas masas oblicuas.
Los cartagineses lanzaban ruedas de molino, cubas, toneles, camas, todo lo que podía pesar y aplastar. Algunos acechaban en las aberturas de una red de pescar, y cuando llegaba el bárbaro, se veía atrapado entre las mallas, debatiéndose como un pez. Demolían ellos mismos sus almenas; derrumbaban lienzos de muralla levantando una gran polvareda, y las catapultas de la terraza, disparando unas contra otras, chocaban sus piedras y estallaban en mil pedazos que caían sobre los combatientes como una granizada.
Muy pronto los dos bandos no formaron más que una sólida cadena de cuerpos humanos; desbordando el espacio de la terraza, y un poco más floja en los extremos, daba vueltas sin avanzar nunca. Se apretaban tendidos boca abajo como luchadores, aplastándose. Las mujeres aullaban inclinadas sobre las almenas. Les arrancaban los velos, y la blancura de sus senos, desnudos de pronto, brillaba entre los brazos de los negros que hundían allí sus puñales. Había cadáveres que, oprimidos entre la apiñada multitud, no caían al suelo; sostenidos por los hombros de sus compañeros, iban algunos minutos de pie y con los ojos abiertos. Algunos, con las dos sienes atravesadas por una jabalina, balanceaban su cabeza como osos. Bocas que se abrían para gritar se quedaban así, rígidas, mientras a otros les volaban por los aires las manos cortadas. Hubo golpes famosos, de los que hablaron durante mucho tiempo los supervivientes.
Mientras tanto, las flechas brotaban a chorros desde lo alto de las torres de madera y de las torres de piedra. Los tolenones movían rápidamente sus largas antenas, y como los bárbaros habían saqueado en las catacumbas el viejo cementerio de los autóctonos, lanzaban sobre los cartagineses losas sepulcrales. Bajo el peso de las cestas demasiado cargadas, algunas veces se rompían los cables, y masas de hombres, levantando los brazos, caían desde lo alto.
Hasta el mediodía, los veteranos de los hoplitas habían atacado encarnizadamente contra la Taenia para penetrar en el puerto y destruir la flota. Amílcar hizo encender sobre la techumbre de Kamón un fuego de paja húmeda; al cegarles la humareda, se volvieron hacia la izquierda, viniendo a aumentar la horrible batahola que se aprestaba en Malqua. Sintagmas compuestas de hombres robustos, escogidos a propósito, habían derribado tres puertas. Altas barreras, hechas con tablas provistas de clavos, los detuvieron; la cuarta puerta cedió fácilmente; se lanzaron por encima de ella corriendo y rodaron a un foso en el que se habían ocultado cepos. En el ángulo sudeste, Autharita y sus hombres abatieron el baluarte por una grieta que estaba tapada con ladrillos. Por detrás, el terreno subía en cuesta; treparon por él con toda presteza. Pero arriba se encontraron con una segunda muralla, compuesta de piedras y de vigas tendidas de plano, que alternaban como las casillas de un tablero de ajedrez. Era una costumbre gala[146] adoptada por el sufeta ante lo apurado de la situación; los galos creyeron encontrarse delante de una ciudad de su país. Atacaron con flojedad y fueron rechazados.
Desde la calle de Kamón hasta el mercado de las hierbas, todo el camino de ronda estaba ahora en poder de los bárbaros, y los samnitas remataban a los moribundos a golpes de venablo; o bien, poniendo un pie en el muro, contemplaban debajo de sí las ruinas humeantes, y a lo lejos la batalla que volvía a entablarse.
Los honderos, distribuidos en la retaguardia, disparaban sin cesar. Pero, a fuerza de usarse, la cazuela de las hondas acarnanianas[147] se había roto, y muchos, igual que los pastores, tiraban cantos con la mano; otros lanzaban bolas de plomo con el mango de un látigo. Zarxas, con los hombros cubiertos por sus largos cabellos negros, acudía a todas partes brincando y animaba a los baleares. Dos zurrones le colgaban hasta la cadera; en ellos hundía continuamente la mano izquierda, mientras su brazo derecho volteaba como la rueda de un carro.
Matho, al principio, se abstuvo de combatir, para poder mandar mejor a todos los bárbaros a la vez. Se le había visto a lo largo del golfo con los mercenarios, cerca de la laguna con los númidas, a la orilla del lago entre los negros, y desde el fondo de la llanura lanzaba a las masas de los soldados que llegaban sin cesar contra las líneas de las fortificaciones. Poco a poco se había acercado; el olor de la sangre, el espectáculo de la matanza y el estruendo de los clarines había acabado por enardecerle el corazón. Entonces se había vuelto a su tienda y, arrojando la coraza, había cogido su piel de león, más cómoda para la batalla. El hocico se adaptaba sobre la cabeza rodeando la cara de un círculo de colmillos; las dos patas anteriores se cruzaban sobre el pecho, y las de atrás alargaban sus garras hasta más abajo de sus rodillas.
Se había quedado su recio cinturón en el que relucía un hacha de doble filo, y empuñando su gran espada con ambas manos, se había lanzado por la brecha, impetuosamente. Como un podador que corta ramas de sauce, y que trata de abatir el mayor número posible para ganar más dinero, así avanzaba segando cartagineses a su alrededor. A los que intentaban cogerlo por los flancos, los derribaba golpeándolos con el pomo de la espada; cuando lo atacaban de frente, los atravesaba de parte a parte; si huían, se arrojaba a fondo sobre ellos. Dos hombres a la vez saltaron a su espalda; retrocedió de un salto junto a una puerta y los aplastó. Su espada subía y bajaba descargando golpes sin cesar. Se rompió contra la esquina de una pared. Entonces echó mano a su pesada hacha, y por delante, y por detrás, reventaba cartagineses como si fueran un rebaño de ovejas. Se apartaban a su paso, y llegó completamente solo ante el segundo recinto, al pie de la acrópolis. Los materiales lanzados desde la cumbre llenaban de escombros las gradas y desbordaban sobre la muralla Matho, en medio de las ruinas, se volvió para llamar a sus compañeros.
Vio sus penachos diseminados sobre la multitud; se sumían en ella, iban a perecer; se abalanzó hacia ellos; entonces, al estrecharse la vasta corona de plumas rojas, se reunieron enseguida y lo rodearon. Pero de las calles laterales desembocaba una enorme multitud. Fue llevado en vilo hasta fuera del baluarte, en un lugar donde la terraza era alta.
Matho dio a gritos una orden: todos los escudos se plegaron sobre los cascos; saltó encima, para agarrarse donde pudiera y volver a entrar en Cartago; y, blandiendo el hacha terrible, corría por encima de los escudos, semejantes a olas de bronce, como un dios marino sobre las olas, agitando su tridente.
Mientras tanto, un hombre de túnica blanca se paseaba junto al borde del baluarte, impasible e indiferente a la muerte que lo rodeaba. A veces extendía su mano derecha sobre sus ojos como si intentase descubrir a alguien. Matho acertó a pasar bajo su vista. Súbitamente, sus pupilas llamearon, su rostro lívido se crispó y, levantando sus escuálidos brazos, le vociferaba injurias.
Matho no las oyó, pero sintió penetrar en su corazón una mirada tan cruel y tan furiosa que lo hizo lanzar un rugido. Le tiró con el hacha; unas gentes se echaron sobre Schahabarim; y Matho, no viéndolo más, se dejó caer de espaldas, agotado.
Un crujido espantoso se acercaba, mezclado con el ritmo de voces roncas que cantaban al compás.
Era la gran helépolis, rodeada por una turba de soldados. La arrastraban con dos manos, la remolcaban con cuerdas y la empujaban con la espalda, pues el talud que subía de la llanura a la terraza, aunque era muy suave, resultaba impracticable para máquinas de peso tan prodigioso. Tenía, sin embargo, ocho ruedas con llantas de hierro, y desde la mañana avanzaba así, lentamente, como una montaña que se hubiese encaramado sobre otra. Luego salió de su base un inmenso ariete; a lo largo de las tres caras que daban a la ciudad, se abrieron las puertas, y en su interior aparecieron, como columnas de hierro, soldados acorazados. Se los veía trepar y descender por las dos escaleras a través de sus pisos. Algunos esperaban para lanzarse a que los pestillos de las puertas tocasen en la muralla; en el centro de la plataforma superior, las madejas de las ballestas giraban, y el gran timón de la catapulta descendía.
Amílcar estaba, en aquel momento, de pie en el terrado de Melkart. Había supuesto que la máquina debía dirigirse directamente hacia allí, contra la parte de la muralla más invulnerable y, por esto mismo, desguarnecida de centinelas. Desde hacía mucho tiempo ya sus esclavos llevaban odres al camino de ronda, donde habían levantado, con arcilla, dos tabiques transversales que formaban una especie de alberca. El agua corría insensiblemente sobre la terraza, y Amílcar, cosa extraordinaria, parecía no preocuparse de ello.
Pero, cuando la helépolis estuvo a unos treinta pasos, ordenó colocar tablas por encima de las calles, de casa a casa, desde las cisternas hasta el baluarte; y las gentes, formando cuerda, se pasaban de mano en mano cascos y ánforas que vaciaban continuamente. Los cartagineses, sin embargo, se indignaban por esta pérdida de agua. El ariete demolía la muralla; de pronto, brotó una fuente de entre las piedras. Entonces la alta masa de bronce, de nueve pisos y en la que cabían y contenía más de tres mil soldados, comenzó a oscilar suavemente como un navío. En efecto, el agua, penetrando en la terraza, había socavado el camino delante de la máquina; sus ruedas se encenagaron; en el primer piso, entre cortinas de cuero, apareció la cabeza de Spendius soplando a pleno pulmón en un cuerno de marfil. El enorme ingenio, como agitado convulsivamente, avanzó unos diez pasos, pero el terreno era cada vez más blando, el fango llegaba a los ejes y la helépolis se detuvo, inclinándose espantosamente de un lado. La catapulta rodó hasta el borde de la plataforma y, arrastrada por el peso de su timón, cayó, aplastando bajo ella a los pisos inferiores. Los soldados que estaban de pie en las puertas cayeron al abismo, o bien se retenían en el extremo de largas vigas, aumentando con su peso la inclinación de la helépolis, que se resquebrajaba crujiendo por todas sus junturas.
Los demás bárbaros acudieron en su auxilio. Se amontonaban en una masa compacta. Los cartagineses descendieron del baluarte y, atacándolos por retaguardia, los mataron a discreción. Pero acudieron los carros provistos de hoces. Galopaban alrededor de aquella multitud, que volvió a ganar la muralla; cayó la noche, y poco a poco los bárbaros se retiraron.
No se veía en el llano más que una especie de hormiguero completamente negro, desde el golfo azulado hasta la laguna completamente blanca; y el lago, hacia donde había corrido la sangre, se mostraba más lejos, como una gran mancha purpúrea.
La terraza estaba ahora tan cargada de cadáveres que parecía construida con cuerpos humanos. En medio se erguía la helépolis, cubierta de armaduras; y, de cuando en cuando, se desprendían de ella fragmentos enormes, como piedras de una pirámide que se desmorona. Se distinguían en las murallas anchos rastros hechos por los chorros de plomo hirviendo. Acá y allá ardía una torre de madera derruida; y las casas aparecían vagamente como las gradas de un anfiteatro en ruinas.
Densas humaredas se elevaban, despidiendo chispas que se perdían en el cielo oscuro.
* * *
Entre tanto, los cartagineses, a quienes devoraba la sed, se habían abalanzado hacia las cisternas. Rompieron sus puertas. Un charco cenagoso aparecía en el fondo.
¿Qué sucedería ahora? Además, los bárbaros eran innumerables y, una vez pasada su fatiga, volverían a la carga.
El pueblo, durante toda la noche, deliberó por secciones, en las esquinas de las calles. Unos decían que se debía despedir a las mujeres, a los enfermos y a los viejos; otros proponían abandonar la ciudad para establecerse lejos, en una colonia. Pero faltaban los barcos, y salió el sol sin que se hubiese decidido nada.
Aquel día no se peleó, pues todos estaban abrumados de cansancio. Las gentes que dormían tenían aspecto de cadáveres.
Entonces los cartagineses, reflexionando sobre la causa de sus desastres, se acordaron de que no habían enviado a Fenicia la ofrenda anual debida al Melkart Tirio; y un inmenso terror se apoderó de ellos. Los dioses, indignados contra la república, iban sin duda a proseguir su venganza.
Se los consideraba como amos crueles, a quienes se apaciguaba con súplicas y se los corrompía a fuerza de dádivas. Todos eran insignificantes comparados con Moloch, el devorador. La vida, la carne misma de los hombres le pertenecían; así pues, para salvarla, los cartagineses tenían la costumbre de ofrecerle una porción de ella para calmar su furor. Se quemaba a los niños en la frente o en la nuca con mechas de lana; y esta manera de satisfacer al Baal reportaba a los sacerdotes mucho dinero, por lo que no dejaban de recomendarla como la más fácil y llevadera.
Pero esta vez se trataba de la república misma. Ahora bien, como todo provecho se resarce con una pérdida determinada, como toda transacción se regula según las necesidades del más débil y las exigencias del más fuerte, no había sacrificio demasiado exorbitante para el dios, puesto que se deleitaba en los más horrendos y se estaba ahora bajo su voluntad. Era preciso, pues, saciarlo por completo. Los ejemplos probaban que aquel medio hacía desaparecer el azote. Por otra parte, creían que una inmolación por el fuego purificaría a Cartago. La ferocidad del pueblo se gozaba en aquel espectáculo por anticipado. Además, la elección debía recaer exclusivamente entre las familias más importantes[148].
Los ancianos se reunieron[149]. La sesión fue larga. Hannón había asistido a ella. Como ya no podía sentarse, permaneció tumbado cerca de la puerta, medio oculto entre las franjas de la alta tapicería; y cuando el pontífice de Moloch les preguntó si consentirían en entregar a sus hijos, su voz, de repente, estalló en la sombra como el rugido de un genio en el fondo de una caverna. Lamentaba, decía, no tener hijos para darles su propia sangre; y miraba fijamente a Amílcar, que estaba frente a él, al otro extremo de la sala. Al sufeta le turbó de tal modo aquella mirada, que bajó la vista. Todos aprobaron con una inclinación de cabeza, sucesivamente; y, conforme a los ritos, tuvo que responder al gran sacerdote: «Así sea». Entonces los ancianos decretaron el sacrificio por una perífrasis tradicional, pues hay cosas que cuestan más decir que hacer.
La decisión fue conocida en Cartago inmediatamente; atronaron las lamentaciones. Por todas partes se oía gritar a las mujeres; sus maridos las consolaban o las recriminaban haciéndoles amonestaciones.
Pero, tres horas después, circuló una noticia aún más extraordinaria: el sufeta había encontrado manantiales al pie del acantilado. La gente echó a correr hacia allí. Unos agujeros cavados en la arena se llenaban de agua; y ya algunos, echados de bruces, bebían en ellos.
Amílcar mismo no sabía si esto era por una disposición de los dioses o el vago recuerdo de una revelación que su padre le había hecho tiempo atrás; pero, al separarse de los ancianos, había bajado a la playa y, con sus esclavos, se había puesto a cavar en el casquijo.
Repartió ropas, calzado y vino. Repartió todo el resto del trigo que quedaba en su casa. Incluso hizo entrar a la multitud en su palacio, y abrió las cocinas, los almacenes y todas las habitaciones, excepto la de Salambó. Anunció que iban a llegar seis mil mercenarios galos, y que el rey de Macedonia enviaba un ejército.
Pero, desde el segundo día, los manantiales disminuyeron; en la noche del tercero se habían agotado por completo. Entonces el decreto de los ancianos pasó de nuevo de boca en boca y los sacerdotes de Moloch comenzaron su tarea.
Hombres vestidos de negro se presentaron en las casas. Muchos las abandonaban anticipadamente con el pretexto de cualquier asunto o compra que iban a realizar; los sirvientes de Moloch llegaban y se apoderaban de los niños. Otros los entregaban ellos mismos, estúpidamente. Luego se los llevaban al templo de Tanit, donde las sacerdotisas estaban encargadas de alimentarlos y distraerlos hasta el día solemne.
Se presentaron de improviso en casa de Amílcar y, al verlo en los jardines, le gritaron:
—¡Barca! Venimos a lo que sabes… ¡Por tu hijo! —y añadieron que unas gentes se lo habían encontrado una noche de la otra luna, en mitad de los Mappales, acompañado de un viejo.
Al pronto, sintió como un sofoco. Pero comprendiendo inmediatamente que toda negativa sería en vano, Amílcar se inclinó y los introdujo en la casa de comercio. Unos esclavos que acudieron a una señal suya vigilaban los contornos.
Entró en la cámara de Salambó completamente trastornado[150]. Cogió de una mano a Aníbal, arrancó con la otra la presilla de un vestido que arrastraba, ató sus pies, sus manos, le introdujo una extremidad en la boca a modo de mordaza y lo ocultó debajo de la cama de pieles de buey, dejando colgar hasta el suelo un amplio ropaje.
A continuación se paseó agitadamente por la habitación; levantaba los brazos, giraba sobre sí mismo, se mordía los labios. Luego se quedó con la vista fija y jadeando como si fuese a morir.
Pero llamó por tres veces con las manos. Giddenem apareció.
—¡Escucha! —le dijo—. Busca entre los esclavos a un muchacho de ocho a nueve años, de pelo negro y frente abombada. ¡Tráemelo! ¡Date prisa!
Giddenem volvió enseguida, acompañado de un mozuelo.
Era un pobre muchacho, a la vez flaco y abotagado; su piel parecía de un color terroso como el infecto harapo que colgaba de su cintura; encogía la cabeza entre los hombros, y con el revés de la mano se frotaba sus ojos, llenos de moscas.
¡Era imposible confundirlo con Aníbal! ¡Y no había tiempo para buscar otro! Amílcar miraba a Giddenem con deseos de estrangularlo.
—¡Vete! —gritó, y el jefe de los esclavos se fue.
Así pues, la desgracia que temía desde hacía tanto tiempo había llegado, y buscaba desesperadamente si no habría alguna manera, algún medio de evitarla.
De pronto se oyó a Abdalomin hablar detrás de la puerta. Preguntaba por el sufeta. Los servidores de Moloch se impacientaban.
Amílcar contuvo un grito, como si le aplicaran un hierro candente; y de nuevo comenzó a pasear por la estancia como un insensato. Luego salió al borde de la balaustrada, y con los codos en las rodillas, se apretaba la frente con sus dos puños cerrados.
El pilón de pórfido contenía aún un poco de agua clara para las abluciones de Salambó. A pesar de su repugnancia y de todo su orgullo, el sufeta metió allí al niño, y, como un mercader de esclavos, empezó a lavarlo y a restregarlo con las strigilas[151] y la tierra roja. Cogió luego de los estantes que había alrededor de la pared dos cuadrados de púrpura, le colocó uno en el pecho y otro en la espalda, y los unió junto a las clavículas por medio de dos broches de diamantes. Vertió un perfume sobre su cabeza, le puso en el cuello un collar de electro y le calzó unas sandalias con tacones de perlas: ¡las propias sandalias de su hija! El niño sonreía, deslumbrado por aquellos esplendores, e incluso, perdiendo la timidez, empezaba a palmotear y a saltar cuando Amílcar se lo llevó.
Lo sujetaba por el brazo con fuerza, como si tuviera miedo de perderlo; y el niño, a quien este apretón le hacía daño, lloriqueaba mientras corría junto a él.
Al llegar a la altura de la ergástula, bajo una palmera, se elevó una voz suplicante y dolorida. Murmuraba: «¡Amo, amo!».
Amílcar se volvió y se encontró a su lado a un hombre de abyecta apariencia, a uno de aquellos miserables que vivían por ventura en la casa.
—¿Qué quieres? —le dijo el sufeta.
El esclavo, que temblaba convulsivamente, balbució:
—¡Yo soy su padre!
Amílcar continuaba andando; el otro lo seguía, encorvado, con las piernas dobladas y la cabeza hacia adelante. Su rostro convulso reflejaba una angustia infinita, y le ahogaban los sollozos que reprimía, por el deseo que tenía de preguntarle y de gritarle a la vez: «¡Piedad!».
Al fin se atrevió a tocarlo ligeramente con el dedo en el codo.
—¿Es que lo llevas a…? —no tuvo fuerzas para terminar, y Amílcar se detuvo, asombrado de tanto dolor.
Nunca se le había ocurrido —tan grande era el abismo que los separaba— que pudiese haber entre ellos nada de común. Esto incluso le pareció una especie de ultraje y como usurpación de sus privilegios. Le respondió con una mirada más fría y cortante que el hacha de un verdugo; el esclavo, desmayándose, cayó en el polvo, a sus pies. Amílcar saltó por encima.
Los tres hombres vestidos de negro lo esperaban en el salón, de pie, junto al disco de piedra. Inmediatamente se rasgó sus vestiduras y se revolcaba sobre las losas lanzando gritos agudos:
—¡Ay, mi pequeño Aníbal! ¡Hijo mío, mi consuelo, mi esperanza, mi vida! ¡Matadme a mí también! ¡Llevadme con él! ¡Maldición, maldición! —Se arañaba el rostro con las uñas, se mesaba los cabellos y lanzaba alaridos como las plañideras de los funerales—. ¡Lleváoslo! ¡Sufro demasiado! ¡Marchaos! ¡Matadme como a él! —Los servidores de Moloch se asombraban de que el gran Amílcar tuviera un corazón tan débil, y estaban casi enternecidos.
Se oyó un ruido de pies descalzos junto con un resuello parecido a la respiración de una fiera que corre; y en el dintel de la tercera galería, entre los montantes de marfil, apareció un hombre, lívido, terrible, con los brazos abiertos, y exclamó:
—¡Hijo mío!
Amílcar, de un salto, se arrojó sobre el esclavo y, tapándole la boca con las manos, gritaba aún más fuerte:
—¡Es el anciano que lo ha criado! Lo llama «¡hijo mío!». ¡Se volverá loco! ¡Basta, basta! —y empujando por los hombros a los tres sacerdotes y a su víctima, salió con ellos, y de un puntapié cerró de golpe la puerta.
Amílcar aguzó el oído durante unos minutos, temiendo a cada momento verlos aparecer de nuevo. Pensó inmediatamente en deshacerse del esclavo para estar bien seguro de que no volvería a hablar; pero el peligro no había desaparecido, y esta muerte podría irritar a los dioses y volverse contra su hijo. Entonces, cambiando de idea, le envió por Taanach las mejores cosas de las cocinas: un cuarto de macho cabrío, habas y conservas de granadas. El esclavo, que no había comido desde hacía mucho tiempo, se precipitó encima; y sus lágrimas caían en los platos.
Amílcar, volviendo al fin al lado de Salambó, desató las cuerdas a Aníbal. El niño, exasperado, le mordió en la mano hasta hacerle sangre. Su padre lo rechazó con una caricia.
Para apaciguarlo, Salambó quiso asustarlo con Lamia, una ogresa de Cirene.
—¿Dónde está? —preguntó.
Le dijeron que vendrían los bandidos para llevárselo preso, y respondió: «¡Que vengan, y los mato!».
Amílcar le dijo entonces la espantosa verdad. Pero se encolerizó contra su padre, diciéndole que podía aplastar a todo el pueblo, puesto que era el amo de Cartago.
Al fin, extenuado por los esfuerzos y la cólera, se durmió con un sueño intranquilo. Hablaba entre sueños, apoyando la cabeza contra un cojín escarlata; su cabeza caía un poco hacia atrás, y su bracito, separado del cuerpo, permanecía extendido en una actitud imperativa.
Cuando cerró la noche, Amílcar lo cogió suavemente y bajó a oscuras la escalinata de las galeras. Al pasar por una casa de comercio, cogió una sera de uvas y una jarra de agua clara; el niño se despertó ante la estatua de Atetes, en la cueva de las piedras preciosas, y sonreía —como el otro— en brazos de su padre, al resplandor de las claridades que lo rodeaban.
Amílcar tenía la seguridad de que no podían quitarle a su hijo. Era un lugar impenetrable, que comunicaba con la costa por un subterráneo que únicamente conocía él, y al echar un vistazo a su alrededor, aspiró una bocanada de aire. Luego colocó al niño sobre el escabel, junto a los escudos de oro.
Nadie lo veía ahora; ya no tenía que preocuparse de vigilar nada; entonces dio rienda suelta a su cariño. Como una madre que acaba de encontrar a su primogénito después de haberlo perdido, se arrojó sobre su hijo; lo estrechaba contra su pecho, reía y lloraba al mismo tiempo, lo llamaba con los nombres más cariñosos y lo cubría de besos; el pequeño Aníbal, impresionado por tanta ternura, permanecía silencioso.
Amílcar se volvió con paso silencioso, tanteando las paredes a su alrededor, y llegó a la gran sala, donde la luz de la luna entraba por una de las aberturas de la cúpula; en el centro, el esclavo, ahíto, dormía, tumbado cuan largo era sobre las baldosas de mármol. Lo miró y se sintió compasivo. Con la punta de su coturno le acercó un tapiz bajo su cabeza. Luego alzó la vista y contempló a Tanit, cuyo cuarto creciente brillaba en el cielo, y se sintió más fuerte que los Baals y lleno de desprecio hacia ellos.
* * *
Los preparativos para el sacrificio habían comenzado.
Se derribó en el templo de Moloch un lienzo del muro para sacar al dios de bronce, sin tocar las cenizas del altar. Luego, apenas apuntó el sol, los hieródulos lo empujaron hacia la puerta de Kamón.
Iba hacia atrás, deslizándose sobre cilindros; sus hombros rebasaban la altura de las murallas; por más que lo vieran desde lejos, los cartagineses huían asustados, pues no se podía contemplar impunemente a Baal más que en el ejercicio de su cólera.
Un olor a hierbas aromáticas se esparció por las calles. Todos los templos acababan de abrirse a la vez; de ellos salieron tabernáculos sobre carretones o sobre literas que llevaban los pontífices. Grandes penachos de plumas se balanceaban en sus ángulos, y rayos de luz se escapaban de sus agudos copetes, rematados por bolas de cristal, de oro, de plata o de cobre.
Eran los Baalim cananeos, desdoblamientos del Baal supremo, que volvían hacia su principio, para humillarse ante su fuerza y anonadarse ante su esplendor.
El pabellón de Melkart, de fina púrpura, llevaba en su interior una lámpara de petróleo; sobre el de Kamón, de color de jacinto, se erguía un falo de marfil, rodeado de un círculo de piedras preciosas; entre las cortinas de Eschmún, azules como el éter, una pitón dormida formaba un círculo con su cola; y los dioses pataicos, llevados en brazos de sus sacerdotes, parecían grandes niños en pañales, pues con los talones rozaban el suelo.
Venían a continuación todas las formas inferiores de la divinidad: Baal-Samin, dios de los espacios celestes; Baal-Peor, dios de los montes sagrados; Baal-Zebub, dios de la corrupción, y los de los países vecinos y de las razas congéneres: el Iarbal de Libia, el Adrammelech de Caldea, el Kijun de los sirios; Derceto, representado como una virgen, se arrastraba sobre sus aletas, y el cadáver de Tammuz era llevado en el centro de un catafalco, entre antorchas y cabelleras. Para que los reyes del firmamento quedasen sometidos al Sol e impedir que sus influencias particulares contrarrestasen la suya, tremolaban en el extremo de largas pértigas estrellas de metal de diversos colores; y todos se encontraban allí, desde el negro Nebo, genio de Mercurio, hasta el horroroso Rahab, que es la constelación del Cocodrilo. Los abaddirs, piedras caídas de la luna, volteaban en hondas de hilos de plata; pequeñas tortas, que reproducían el sexo femenino, eran llevadas en cestas por los sacerdotes de Ceres; otros traían sus fetiches, sus amuletos; reaparecieron ídolos olvidados; y hasta se habían cogido de los navíos sus símbolos místicos, como si Cartago hubiese querido recogerse por completo en un pensamiento de muerte y desolación.
Delante de cada uno de los tabernáculos, un hombre sostenía en equilibrio, sobre su cabeza, un ancho vaso en el que humeaba el incienso. Nubes de humo se cernían acá y allá, y se distinguía, entre sus densos vapores, las tapicerías, los flecos y los bordados de los pabellones sagrados. Avanzaban lentamente a causa de su enorme peso. A veces, los ejes de los carros se empotraban en las calles, y entonces los devotos aprovechaban la ocasión para tocar a los Baalim con sus vestidos, que luego guardaban como cosas santas.
La estatua de bronce continuaba avanzando hacia la plaza de Kamón. Los ricos, llevando cetros con puños de esmeralda, acudieron desde el fondo de Megara; los ancianos, ciñendo diademas, se habían reunido en Kinisdo, y los intendentes de hacienda, los gobernadores de provincia, los comerciantes, los soldados, los marineros y la horda numerosa empleada en los funerales, todos, con las insignias de su magistratura o los instrumentos de su oficio, se dirigían hacia los tabernáculos que bajaban de la acrópolis, entre los colegios de los pontífices.
Por respeto a Moloch, se habían adornado con sus joyas más espléndidas. Los diamantes centelleaban en los vestidos negros; pero los anillos, demasiado anchos, caían de sus dedos enflaquecidos, y no había nada más lúgubre que aquella multitud silenciosa en la que los pendientes golpeaban contra sus rostros pálidos, en la que las tiaras de oro apretaban frentes crispadas por una desesperación desgarradora.
Por fin, el Baal llegó justamente al centro de la plaza. Sus pontífices hicieron con enrejados un recinto, para apartar a la multitud, y permanecieron a sus pies, en torno a él.
Los sacerdotes de Kamón, con túnicas de lana color leonado, se alinearon ante su templo, bajo las columnas del pórtico; los de Eschmún, con mantos de lino, collares y tiaras puntiagudas, se colocaron en las gradas de la acrópolis; los sacerdotes de Melkart, con túnica de color violeta, eligieron para ellos el lado de occidente; los sacerdotes de los Abaddirs, ceñidos con bandas de telas frigias, se situaron a oriente; y se alinearon al lado del mediodía, con los nigrománticos llenos de tatuajes, los plañideros con sus mantos remendados, los servidores de los pataicos y los yidonim, que para adivinar el porvenir se ponían en la boca un hueso de muerto. Los sacerdotes de Ceres, vestidos con túnicas azules, se habían detenido prudentemente en la calle de Satheb, y salmodiaban en voz baja un tesmoforion[152] en dialecto megarense[153].
De cuando en cuando, llegaban filas de hombres completamente desnudos, con los brazos extendidos hacia delante y cogiéndose por los hombros. Arrancaban, de las profundidades de su pecho, una entonación bronca y cavernosa; sus pupilas, fijas en el coloso, brillaban entre el polvo, y se balanceaban el cuerpo a intervalos regulares, todos a un tiempo, como sacudidos por un solo movimiento. Estaban tan furiosos que, para restablecer el orden, los hieródulos, a bastonazos, los hicieron echarse de bruces, de cara contra los enrejados de bronce.
Entonces fue cuando, del fondo de la plaza, se adelantó un hombre vestido de blanco. Atravesó lentamente por entre la multitud y reconocieron a un sacerdote de Tanit, al gran sacerdote Schahabarim. Se elevó un clamor de gritos y silbidos, pues la tiranía del principio viril prevalecía aquel día en todas las conciencias, e incluso la diosa misma estaba de tal modo olvidada, que ni siquiera habían observado la ausencia de sus pontífices. Pero el asombro aumentó cuando se le vio abrir en los enrejados una de las puertas destinadas a los que debían entrar para ofrecer las víctimas. Era un ultraje, creían los sacerdotes de Moloch, que acababa de hacer a su dios; y con violentos ademanes trataron de rechazarlo. Alimentados con la carne de los holocaustos, vestidos de púrpura como reyes y llevando coronas de tres pisos, escupían al rostro de aquel pálido eunuco, extenuado por las maceraciones, y sus risas coléricas sacudían sobre sus pechos sus barbas negras recortadas en forma de sol.
Schahabarim, sin responder, continuaba su marcha; y, atravesando paso a paso todo el recinto, llegó bajo las piernas del coloso, luego lo tocó en ambos lados abriendo los brazos, lo que era una fórmula solemne de adoración. Desde hacía demasiado tiempo la Rabbet lo torturaba y por desesperación, o tal vez a falta de un dios que satisficiera por completo su pensamiento, se decidía al cabo por Baal.
La muchedumbre, asustada por esta apostasía, prorrumpió en protestas. Sentía romperse el último lazo que unía a las almas con una divinidad clemente.
Pero Schahabarim, a causa de su castración, no podía participar en el culto de Baal. Los hombres de mantos rojos lo excluyeron del recinto; luego, cuando estuvo fuera, dio la vuelta alrededor de todos los colegios, uno tras otro, y el sacerdote, en adelante sin dios, desapareció entre la muchedumbre. Ésta se apartaba a su paso.
Entre tanto, una hoguera de áloe, de cedro y de laurel ardía entre las piernas del coloso. Las largas alas del dios hundían sus puntas en la llama; los ungüentos con que se le había frotado corrían como sudor por sus miembros de bronce. En torno a la losa redonda en que apoyaba sus pies, los niños, envueltos en velos negros, formaban un círculo inmóvil, y sus brazos desmesuradamente largos bajaban las palmas de sus manos hasta ellos, como para apoderarse de aquella corona y llevarla al cielo.
Los ricos, los ancianos, las mujeres, toda la multitud se apiñaba detrás de los sacerdotes y en las terrajas de las casas. Las grandes estrellas pintadas ya no giraban: los tabernáculos estaban colocados en el suelo; y las humaredas de los incensarios subían perpendicularmente, tal como árboles gigantescos que desplegasen en lo alto del firmamento sus ramas azuladas.
Muchos se desmayaron; otros se quedaban inertes y petrificados en su éxtasis. Una angustia infinita agobiaba todos los pechos. Los últimos clamores se extinguían uno a uno, y el pueblo de Cartago jadeaba, absorto en el deseo de su terror.
Por último, el gran sacerdote de Moloch pasó su mano izquierda bajo los velos de los niños y les arrancó de la frente un mechón de cabellos que arrojó a las llamas. Los hombres de los mantos rojos entonaron el himno sagrado.
«¡Homenaje a ti, Sol! ¡Rey de las dos zonas, creador que se engendra, padre y madre, padre e hijo, dios y diosa, diosa y dios!». Y su voz se perdió en el estruendo de los instrumentos que tocaban a la vez, para ahogar los gritos de las víctimas. Los scheminith, de ocho cuerdas; los kinnor, que tenían diez, y los nebal, que tenían doce, chirriaban, silbaban, atronaban. Odres enormes erizados de tubos producían un chasquido agudo; los tamboriles, aporreados con toda la fuerza de los brazos, retumbaban con golpes sordos y rápidos; y, a pesar del furor de los clarines, los salsalim[154] crujían como alas de langosta.
Los hieródulos, valiéndose de un largo gancho, abrieron los siete compartimentos escalonados en el cuerpo de Baal. En el más alto, pusieron harina; en el segundo, dos tórtolas; en el tercero, un mono; en el cuarto, un carnero; en el quinto, una oveja, y como no había bueyes para el sexto, se arrojó en él una piel curtida que habían cogido del santuario. El séptimo apartamento quedaba vacío.
Antes de operar era conveniente ensayar los brazos del dios. Unas delgadas cadenitas que arrancaban de sus dedos subían hasta los hombros y colgaban por las espaldas, donde unos hombres, tirando hacia arriba, hacían subir, hasta la altura de sus codos, sus dos manos abiertas que, al juntarse, tocaban en su vientre; las movieron varias veces seguidas, con tirones refrenados; luego se callaron los instrumentos. El fuego crepitaba.
Los pontífices de Moloch se paseaban por la gran losa, observando a la multitud.
Era preciso un sacrificio individual, una oblación completamente voluntaria, que era considerada como preliminar a las otras. Pero nadie, hasta aquel momento, se prestaba, y las siete avenidas que conducían desde las barreras hasta el coloso estaban totalmente vacías. Entonces, para excitar al pueblo, los sacerdotes sacaron de sus cintos unos punzones con los que se arañaban el rostro. Hicieron entrar en el recinto a los fieles, que estaban tendidos en el suelo, por la parte de afuera. Se les arrojó un montón de horribles instrumentos de hierro y cada uno eligió su tortura. Se pasaban agujas entre los senos; se tajaban las mejillas; se pusieron coronas de espinas en la cabeza; luego se enlazaron de los brazos y, rodeando los niños, formaban otro gran círculo que se cerraba y se ensanchaba. Llegaban junto a la balaustrada, se echaban hacia atrás y comenzaban de nuevo incesantemente, atrayendo la multitud con el vértigo de este movimiento sanguinario y clamoroso.
Poco a poco fue entrando la gente hasta el fondo de las avenidas, lanzaban a la llama perlas, vasos de oro, copas, antorchas, todas sus riquezas; las ofrendas iban siendo cada vez más espléndidas y numerosas. Por fin, un hombre que se tambaleaba, un hombre pálido y lleno de terror, arrojó un niño; luego se vio entre las manos del coloso una pequeña masa negra, y se hundió en la abertura tenebrosa. Los sacerdotes se inclinaron al borde de la gran losa, y un nuevo cántico estalló, celebrando las alegrías de la muerte y los renacimientos de la eternidad.
Los niños subían lentamente, y como la humareda, al volar, formaba altos torbellinos, parecían desde lejos desaparecer en una nube. Ninguno se movía. Estaban atados por las muñecas y los tobillos, y los oscuros ropajes les impedían ver nada ni ser reconocidos.
Amílcar, con su manto rojo como los sacerdotes de Moloch, estaba cerca de Baal, erguido ante el dedo pulgar de su pie derecho. Cuando trajeron al niño decimocuarto, todo el mundo pudo darse cuenta de que hizo un gesto de horror. Pero enseguida, recobrando su actitud, cruzó los brazos y miró al suelo. Al otro lado de la estatua, el gran pontífice permanecía inmóvil como él. Inclinando su cabeza cargada con una mitra asiria, observaba sobre su pecho la placa de oro cubierta de piedras fatídicas, y donde la llama, reflejándose, producía resplandores irisados. Palidecía, desesperado. Amílcar inclinaba su frente; y estaban los dos tan cerca de la hoguera que la orla de sus mantos, al levantarse, la rozaban de cuando en cuando.
Los brazos de bronce se movían rápidamente. Ya no se detenían. Cada vez que depositaban un niño allí, los sacerdotes de Moloch extendían la mano sobre él, para cargarlo con los crímenes del pueblo, vociferando: «¡No son hombres, sino bueyes!», y la multitud en torno a ellos repetía: «¡Bueyes, bueyes!». Los devotos gritaban: «¡Señor, come!», y los sacerdotes de Proserpina, conformándose por el terror a las necesidades de Cartago, mascullaban la fórmula eleusina: «¡Derrama la lluvia! ¡Engendra!».
Las víctimas, apenas llegaban al borde de la abertura, desaparecían como una gota de agua sobre una placa enrojecida, y una humareda blanca subía entre el color escarlata del coloso.
Sin embargo, el apetito del dios no se calmaba. Siempre quería más. Con el fin de saciarlo mejor, los apilaron en sus manos con una gruesa cadena por encima, que los sujetaba. Algunos devotos quisieron contarlos al principio, para ver si su número correspondía con el de los días del año solar; pero se añadieron más, y era imposible distinguirlos en el movimiento vertiginoso de los horribles brazos. Esto duró mucho tiempo, indefinidamente, hasta el amanecer. Luego las paredes interiores adquirieron un brillo más sombrío. Entonces se vieron carnes que ardían. Algunos incluso creían reconocer cabellos, miembros, cuerpos enteros.
Cayó el día; unas nubes se acumularon encima de Baal. La hoguera, ahora sin llamas, formaba una pirámide de carbones hasta sus rodillas; completamente rojo como un gigante cubierto de sangre, parecía, con la cabeza echada hacia atrás, tambalearse bajo el peso de su embriaguez.
A medida que los sacerdotes se apresuraban, el frenesí del pueblo aumentaba; al disminuir el número de las víctimas, unos gritaban que los perdonasen y otros que se necesitaban más. Parecía como si las murallas cargadas de gente se derrumbasen bajo los alaridos de espanto y de voluptuosidad mística. Luego entraron unos fanáticos en las avenidas, arrastrando a sus hijos que se agarraban a ellos; y les pegaban para hacerlos soltar su presa y entregarlos a los hombres rojos. Los tañedores de instrumentos se paraban a veces extenuados; entonces se oían los gritos de las madres y el chirriar de la grasa que caía sobre los carbones. Los bebedores de beleño, andando a gatas, daban vueltas alrededor del coloso y rugían como tigres; los yidonim vaticinaban; los devotos cantaban con sus labios hendidos; se había roto el enrejado, todos querían tomar parte en el sacrificio; y los padres cuyos hijos habían muerto en otro tiempo, arrojaban al fuego sus efigies, sus juguetes y las reliquias de sus huesos. Algunos que llevaban cuchillos se arrojaban sobre los demás. Se degollaban entre sí, con harneros de bronce; los hieródulos recogieron del borde de la losa las cenizas caídas y las lanzaban al aire para que el sacrificio se esparciese sobre la ciudad y hasta la región de las estrellas.
Aquel gran ruido y aquella gran luz habían atraído a los bárbaros al pie de las murallas; encaramándose, para ver mejor, sobre los restos de la helépolis, lo contemplaban, mudos de horror.