V. Tanit

Cuando salieron de los jardines se vieron detenidos por el recinto de Megara. Pero descubrieron una brecha en la gruesa muralla y pasaron por ella.

El terreno descendía, formando una especie de valle muy ancho. Era una plaza descubierta.

—¡Escucha —dijo Spendius— y no temas nada!… Cumpliré mi promesa…

Se interrumpió; reflexionaba como buscando las palabras que iba a decir.

—¿Te acuerdas cuando una vez te señalé, Matho, al salir el sol, desde la azotea de Salambó la ciudad de Cartago? ¡Aquel día éramos fuertes, pero tú no quisiste escucharme! —y tras un silencio añadió con voz grave—: Amo, en el santuario de Tanit hay un velo misterioso, caído del cielo, que envuelve a la diosa.

—Lo sé —dijo Matho.

—Es un velo divino, pues forma parte de la deidad. Los dioses ejercen su poder donde residen. Cartago es poderosa, porque Cartago posee el simulacro de la diosa —y acercándose a su oído, le dijo—: ¡Te he traído conmigo para robarlo!

Matho retrocedió horrorizado.

—¡Vete! ¡Búscate a otro! Yo no quiero ayudarte en esta acción execrable.

—Pero Tanit es tu enemiga —replicó Spendius—; te persigue, y su cólera te mata. Te vengarás de ella. La diosa te obedecerá. Serás casi inmortal e invencible.

Matho bajó la cabeza. Spendius prosiguió:

—Sucumbiríamos; el ejército se aniquilaría por sí mismo. ¡No tenemos escapatoria posible, ni socorro, ni perdón! ¿Qué castigo puedes temer de los dioses si tienes su poder en tus manos? ¿Prefieres morir en la amargura de una derrota, miserablemente, al amparo de un matorral, o entre el ultraje del populacho, en las llamas de una hoguera? Jefe, un día entrarás en Cartago entre los colegios de los pontífices, que besarán tus sandalias; y si el velo de Tanit te pesa aún, lo devolverás a su templo. ¡Sígueme! ¡Ven a cogerlo!

Un ansia terrible devoraba a Matho. Hubiera querido poseer el velo sin cometer ningún sacrilegio. Se decía que acaso no tendría necesidad de cogerlo para acaparar su virtud. No iba hasta el fondo de su pensamiento, parándose en el límite que le espantaba.

—¡Vamos! —dijo, y se alejaron con paso rápido, uno al lado del otro, sin hablarse.

El terreno volvió a elevarse; las casas de las quintas aparecieron. Torcían por calles estrechas en medio de las tinieblas. Jirones de esparto que cerraban las puertas golpeaban contra las paredes. En una plaza unos camellos rumiaban ante un montón de hierba cortada. Luego pasaron por debajo de una galería cubierta de follaje. Ladró una jauría de perros. Pero, de repente, se ensanchó el espacio y reconocieron la cara occidental de la acrópolis. Más abajo de Byrsa se destacaba una gran mole negra: era el templo de Tanit, conjunto de monumentos y jardines, de patios y antepatios, rodeado de un pequeño muro de piedras secas. Spendius y Matho lo franquearon.

Este primer recinto encerraba un bosque de plátanos, plantados por precaución contra la peste y el aire infestado. Acá y allá estaban diseminadas las tiendas en que se vendían durante el día pastas depilatorias, perfumes, vestidos, dulces en forma de medias lunas e imágenes de la diosa con reproducciones del templo, grabados en un bloque de alabastro.

No tenían nada que temer, pues las noches en que no salía el astro se suspendían todos los ritos. Sin embargo, Matho acortaba el paso; se detuvo ante los tres peldaños de ébano que conducían al segundo recinto.

—¡Adelante! —dijo Spendius.

Granados, almendros, cipreses y mirtos, inmóviles como si fuesen de bronce, alternaban con regularidad; el camino, pavimentado con guijarros azules, crujía bajo sus pies, y rosas en flor se mecían como cunas a lo largo de la avenida. Llegaron a una abertura oval, defendida por una verja. Entonces, Matho, a quien espantaba aquel silencio, le dijo a Spendius:

—Aquí es donde se mezclan las aguas dulces con las aguas amargas.

—Yo he visto todo esto —respondió el antiguo esclavo— en Siria, en la ciudad de Maphug.

Por una escalera de seis peldaños de plata subieron al tercer recinto.

Un cedro enorme se erguía en el centro. Sus ramas más bajas desaparecían bajo los montones de telas y collares que había colgado en ellas los fieles. Avanzaron aún unos pasos y apareció ante ellos la fachada del templo.

Dos largos pórticos, cuyos arquitrabes descansaban sobre unos pilares muy gruesos, flanqueaban una torre cuadrangular, adornada en su plataforma con una luna en cuarto creciente. En los ángulos de los pórticos y en las cuatro esquinas de la torre se elevaban vasos llenos de aromas encendidos. Granadas y coloquíntidas festoneaban los capiteles. Entrelizos, rombos y líneas de perlas se alternaban en los muros, y una barandilla de filigrana de plata formaba un amplio semicírculo delante de la escalera de bronce que bajaba del vestíbulo.

Había a la entrada, entre una estela de oro y otra de esmeralda, un cono de piedra. Matho, al pasar por su lado, se besó la mano derecha.

La primera cámara era muy alta, con innumerables aberturas en su bóveda; al levantar la cabeza se podían ver las estrellas. Alrededor de la pared, en cestas de cañas, se amontonaban barbas y cabelleras, primicias de adolescentes; y, en medio de la sala circular, el cuerpo de una mujer salía de una vaina cubierta de mamas. Gruesa, barbuda y con los párpados caídos, parecía sonreír, cruzando sus manos en la parte baja de su vientre redondo, pulido por los besos de la muchedumbre.

Después volvieron a encontrarse al aire libre, en un corredor transversal, donde un altar de exiguas proporciones se apoyaba contra una puerta de marfil. Nadie pasaba de allí; sólo los sacerdotes podían abrir aquella puerta, pues un templo no era un lugar de reunión para la multitud, sino la vivienda particular de una divinidad.

—¡La empresa es imposible! —decía Matho—. Tú no habías pensado en esto. ¡Volvámonos! —mientras Spendius examinaba las paredes.

Quería el velo, no porque tuviese confianza en su virtud —Spendius sólo creía en el oráculo—, sino porque estaba persuadido de que los cartagineses, al verse privados de él, caerían en un gran abatimiento. Para buscar una salida dieron la vuelta por detrás del altar.

Se veían, bajo grupos de terebintos, edículos de formas diferentes. Acá y allá se erguía un falo de piedra; grandes ciervos erraban tranquilamente, empujando con sus pezuñas las piñas caídas por el suelo.

Volvieron sobre sus pasos entre dos largas galerías que se adelantaban paralelamente. Unas celdillas se abrían a los lados. Tamboriles y címbalos pendían de arriba abajo en sus columnas de cedro. Unas mujeres dormían fuera de las celdas, tendidas sobre esteras. Sus cuerpos, engrasados con ungüentos, exhalaban un olor a especias y a pebeteros apagados; estaban tan cubiertas de tatuajes, de collares, de anillos, de bermellón y de antimonio que, a no ser por el movimiento de su pecho, se las hubiera tomado por ídolos tumbados en el suelo. Unos cuantos lotos florecían alrededor de una fuente, en la que nadaban unos peces parecidos a los de Salambó; luego, al fondo, contra la muralla del templo, refulgía una viña, cuyos sarmientos eran de vidrio y los racimos de esmeralda: las irisaciones de las piedras preciosas parecían juegos de luz entre las columnas pintadas, sobre los rostros de las durmientes.

Matho se ahogaba en la cálida atmósfera que se desprendía de la fecundación, aquellos perfumes, aquellos brillos y hálitos lo abrumaban. A través de los deslumbramientos místicos pensaba en Salambó. La confundía con la misma diosa, y su amor iba en aumento, desplegándose como los grandes lotos que florecen sobre las aguas profundas.

Spendius calculaba el dinero que hubiese ganado en otro tiempo vendiendo aquellas mujeres, y de un vistazo valoraba, al pasar, los collares de oro.

El templo era tan impenetrable por este lado como por el otro. Volvieron por detrás de la primera cámara. En tanto que Spendius buscaba, fisgoneaba, Matho, prosternado ante la puerta, imploraba a Tanit. Le rogaba que no permitiera aquel sacrilegio. Trataba de amansarla con palabras cariñosas, como se hace con una persona irritada.

Spendius observó por encima de la puerta una abertura estrecha.

—¡Levántate! —le dijo a Matho, y le hizo arrimarse contra la pared, bien derecho. Entonces, poniendo un pie en sus manos y luego otro sobre su cabeza, llegó a la altura de la tronera, se metió por allí y desapareció. Después Matho sintió caer sobre sus hombros una cuerda de nudos, la misma que Spendius se había arrollado a su cuerpo antes de arriesgarse a entrar en las cisternas; y, cogiéndose con ambas manos a ella, enseguida se encontró junto a Spendius en una gran sala llena de una densa oscuridad.

Semejantes atentados eran una cosa extraordinaria. La insuficiencia de medios para evitarlos atestiguaba bien a las claras que los consideraban imposibles. El terror, más que los muros, defendía los santuarios. Matho, a cada paso, creía que iba a morir.

Sin embargo, un resplandor brillaba en el fondo de las tinieblas. Se acercaron allí. Era una lámpara que ardía en una concha, sobre el pedestal de una estatua tocada con el gorro de los cabiros. Discos de diamantes esmaltaban su larga túnica azul, y unas cadenas que se hundían bajo las losas la retenían por los talones. Matho contuvo un grito. Balbuceaba:

—¡Oh! ¡Aquí está! ¡Aquí está! —Spendius cogió la lámpara para alumbrarse.

—¡Qué impío eres! —murmuró Matho. Sin embargo, lo seguía.

La sala en que entraron sólo tenía una pintura negra, que representaba a otra mujer. Sus piernas subían hasta lo alto de la muralla. Su cuerpo ocupaba todo el techo. De su ombligo pendía un hilo con un huevo enorme, y la figura caía sobre la otra pared, con la cabeza hacia abajo, hasta el nivel de las losas, en las que se apoyaban sus dedos puntiagudos.

Para seguir adelante apartaron un tapiz, pero sopló el viento y la luz se apagó.

Entonces anduvieron errantes, vagando a la ventura, perdidos en el dédalo de piedra de aquella complicada arquitectura. De pronto, notaron bajo sus pies una cosa de extraña suavidad. Saltaban y chisporroteaban chispas; caminaban sobre fuego. Spendius tocó el suelo y se dio cuenta de que estaba cuidadosamente alfombrado con pieles de lince; luego le pareció que una gruesa cuerda, húmeda, fría y viscosa, se deslizaba entre sus piernas. Hendiduras talladas en el muro dejaban pasar tenues rayos blancos. Avanzaban con esta luz incierta. Por fin, descubrieron una gran serpiente negra. Serpeó rápidamente y desapareció.

—¡Huyamos! —exclamó Matho—. ¡Es ella! ¡La oigo, ya viene!

—¡Oh, no! —respondió Spendius—. El templo está vacío.

En aquel instante una luz les hizo cerrar los ojos. Luego vieron en torno suyo a una infinidad de animales flacos, jadeantes, enseñando las garras y confundidos unos con otros, en un desorden misterioso que daba espanto. Serpientes con patas, toros con alas, peces con cabezas de hombre devoraban frutas, flores que se abrían en las fauces de los cocodrilos y elefantes, con la trompa levantada, volaban por el cielo, orgullosamente, como águilas. Un esfuerzo terrible distendía sus miembros incompletos o múltiples. Al sacar la lengua parecía como si quisiesen hacer salir su alma. Todas las formas se hallaban allí como si el receptáculo de los gérmenes, reventando en una súbita eclosión, se hubiera vaciado sobre las paredes de la sala.

Doce globos de cristal azul la rodeaban circularmente, sostenidos por monstruos que parecían tigres. Sus pupilas sobresalían como los ojos de los caracoles, y encorvando sus lomos poderosos se volvían hacia el fondo, donde resplandecía, en un carro de marfil, la Rabbet suprema, la omnifecunda, la última inventada.

Escamas, plumas, flores y pájaros le subían hasta el vientre. Por pendientes tenía unos címbalos de plata que le tintineaban en las mejillas. Sus ojos grandes miraban con fijeza, y una piedra luminosa, engastada en su frente como un símbolo obsceno, alumbraba toda la sala, al reflejarse por encima de la puerta, en espejos de cobre rojizo.

Matho dio un paso; una losa cedió bajo sus pies, y he aquí que las esferas empezaron a girar, los monstruos a rugir; se elevó una música, melodiosa y arrulladora como la armonía de los planetas; el alma tumultuosa de Tanit se desbordaba chorreando. De pronto, los monstruos cerraron la boca y los globos de cristal dejaron de girar.

Una lúgubre modulación ondeó algún tiempo en el aire, hasta que al fin se extinguió.

—¿Y el velo? —dijo Spendius.

No se veía por ninguna parte. ¿Dónde estaría? ¿Cómo descubrirlo? ¿Y si los sacerdotes lo habían escondido? Matho experimentaba un desgarro en su corazón y como una decepción en su fe.

—¡Por aquí! —cuchicheó Spendius. Lo guiaba una inspiración. Arrastró a Matho detrás del carro de Tanit, donde una hendidura, de un codo de ancha, cortaba la pared de arriba abajo.

Entonces penetraron en una salita redonda y tan alta que parecía el interior de una columna. En el centro había una gran piedra negra, semiesférica, como un tamboril; encima de ella ardían unas llamas; por detrás se elevaba un cono de ébano, que sostenía una cabeza y dos brazos.

A distancia les pareció ver una nube cuajada de estrellas; de entre las profundidades de sus pliegues surgían mil figuras: Eschmún con los cabiros, algunos de los monstruos que ya habían visto, los animales sagrados de los babilonios, además de otros que ni Matho ni Spendius conocían. El velo pasaba como un manto bajo el rostro del ídolo, y remontándose desplegado sobre la pared, se enganchaba por los ángulos, a la vez azulado como la carne, amarillo como la aurora, purpúreo como el sol, innumerable, leve, diáfano, centelleante. Aquel era el manto de la diosa, el zaimph sagrado que nadie podía ver[56].

Los dos palidecieron.

—¡Cógelo! —dijo al fin Matho.

Spendius no vaciló, y, apoyándose en el ídolo, desenganchó el velo, que cayó a tierra. Matho puso la mano encima; después metió su cabeza por la abertura y se envolvió el cuerpo con él, separando los brazos para contemplarlo mejor.

—¡Vámonos! —dijo Spendius.

Matho, jadeante, permanecía con los ojos fijos en las losas. De pronto, exclamó:

—¿Y si fuera a su casa? ¡Ya no me da miedo su belleza! ¿Qué podría hacer contra mí? Ahora soy más que un hombre. ¡Me siento capaz de atravesar las llamas y de caminar sobre las aguas! ¡Qué emoción me embarga! ¡Salambó! ¡Salambó! ¡Yo soy tu dueño!

Su voz atronaba. A Spendius le pareció de mayor estatura y como transfigurado.

Se oyó un ruido de pasos, se abrió una puerta y apareció un hombre, un sacerdote, con su gorro alto y los ojos desmesuradamente abiertos. Antes que pudiera hacer un además, Spendius se había precipitado sobre él y, estrechándole entre sus brazos, le clavó en los flancos los dos puñales. La cabeza chocó contra las losas.

Luego, inmóviles como el cadáver, permanecieron algún tiempo escuchando. No se oía más que el murmullo del viento por la puerta entreabierta.

Daba ésta a un pasadizo estrecho. Spendius se metió por él, Matho lo siguió y se encontraron casi inmediatamente en el tercer recinto, entre los pórticos laterales, donde estaban las habitaciones de los sacerdotes.

Detrás de las celdas debía de haber un camino más corto para salir. Se apresuraron para encontrarlo.

Spendius, arrodillándose al borde de la fuente, se lavó sus manos ensangrentadas. Las mujeres dormían. La viña de esmeraldas brillaba. Se pusieron en marcha de nuevo.

Pero alguien, por entre los árboles, corría detrás de ellos, y Matho, que llevaba el velo, sintió varias veces que tiraban de él suavemente, por debajo. Era un gran cinocéfalo, uno de los que vivían sueltos en el recinto de la diosa. Como si tuviese conciencia del robo, se agarraba al manto. Sin embargo, no se atrevían a pegarle por temor a que redoblara sus gritos; de pronto se aplacó su cólera y empezó a trotar al lado de ellos, balanceando su cuerpo, con sus largos brazos colgantes. Luego, al llegar a la barrera, de un salto se subió a una palmera.

Cuando salieron del último recinto se dirigieron al palacio de Amílcar, pues Spendius comprendió que era inútil querer disuadir a Matho de su propósito.

Tomaron por la calle de los Curtidores, la plaza de Muthumbal, el mercado de las hierbas y la encrucijada de Cynasyn. Al doblar una esquina, un hombre retrocedió, asustado por aquel objeto centelleante que brillaba entre las tinieblas.

—¡Oculta el zaimph! —dijo Spendius.

Se cruzaron con otras personas, pero no fueron vistos por ellas. Por fin divisaron las casas de Megara.

El faro, que se levantaba por la parte de atrás, en la cumbre del acantilado, iluminaba el cielo con una claridad rojiza, y la sombra del palacio, con sus terrazas superpuestas, se proyectaba en los jardines como una monstruosa pirámide. Entraron por el seto de azufaifos, cortando las ramas con sus puñales.

Todo evidenciaba las huellas del festín de los mercenarios. Los parques estaban destrozados, los regatos secos, las puertas de la ergástula abiertas. No se veía a nadie por las cocinas y bodegas. Les asombraba aquel silencio, sólo interrumpido a veces por el resoplido de los elefantes que se agitaban en sus encierros y el crepitar del faro, donde ardía una hoguera de áloe.

Matho, sin embargo, repetía:

—¿Dónde está? ¡Quiero verla! ¡Llévame a su lado!

—¡Eso es una locura! —decía Spendius—. ¡Llamará, acudirán sus esclavos y, a pesar de tu fuerza, morirás!

Llegaron así a la escalinata de las galeras. Matho levantó la cabeza y creyó advertir, en lo alto, una vaga claridad, suave y radiante. Spendius quiso contenerlo, pero él se lanzó escaleras arriba.

Al encontrarse en los sitios donde ya la había visto, el intervalo de los días transcurridos se borró de su memoria. La veía ahora cantando entre las mesas; había desaparecido, y desde entonces la seguía subiendo por aquella escalinata. El cielo, sobre su cabeza, estaba cubierto de luminarias; el mar limitaba todo el horizonte; a cada paso que daba le envolvía una inmensidad más grande, y seguía subiendo con esa extraña facilidad que se tiene en los sueños.

El ruido del velo al rozar contra las piedras le recordó su nuevo poder, pero en el ardor de su esperanza ya ni sabía lo que tenía que hacer y esta incertidumbre le intimidó.

De vez en cuando pegaba su cara contra los vanos cuadrangulares de los aposentos cerrados y creyó ver en muchos de ellos personas dormidas.

El último piso, más estrecho, formaba como un dado en lo alto de las terrazas. Matho dio la vuelta en torno a él lentamente.

Una luz lechosa iluminaba las láminas de talco que tapaban las pequeñas aberturas de la muralla; y, como estaban simétricamente dispuestas, parecían en las oscuridad hileras de perlas finas. Reconoció la puerta roja con la cruz negra. Los latidos de su corazón se aceleraron. Hubiese querido huir, pero empujó la puerta y se abrió.

Una lámpara en forma de galera ardía colgada en lo más apartado de la cámara, y tres rayos de luz, que se escapaban de su carena de plata, temblaban en los altos artesonados pintados de rojo con franjas negras. El techo era un conjunto de pequeñas vigas doradas, que llevaban amatistas y topacios en los nudos de la madera. A los dos lados de la habitación aparecía un lecho muy bajo, de correas blancas; y cimbras, en forma de conchas, se abrían por encima en el espesor de la pared, de las que desbordaba algún vestido que colgaba hasta el suelo.

Una grada de ónice daba la vuelta en torno a un estanque ovalado; unas finas sandalias de piel de serpiente habían sido dejadas a la orilla, junto a un jarro de alabastro. Más allá se veían las huellas húmedas de unas pisadas. Perfumes exquisitos se aspiraban en el aire.

Matho se deslizaba levemente por las losas incrustadas de oro, de nácar y de vidrio; y a pesar del bruñido del suelo, le parecía que sus pies se hundían como si caminase por la arena.

Por detrás de la lámpara de plata había visto un gran marco azul, suspendido en el aire por cuatro cordones que subían hasta el techo, y Matho se acercó allí, encorvado y con la boca abierta.

Alas de fenicópteros, sujetas a mangos de coral negro, estaban tiradas entre cojines de púrpura, cepillos de escamas, cofrecillos de cedro y espátulas de marfil. De cuernos de antílope colgaban, enfilados, anillos y brazaletes; vasos de arcilla se refrescaban al aire, en la hendidura de la pared, sobre un tendal de cañas. Varias veces tropezó, pues el suelo tenía niveles a altura desigual que hacían de la cámara como una serie de aposentos. En el fondo, balaustres de plata rodeaban un tapiz lleno de flores pintadas. Por fin, llegó junto al lecho colgante, al lado de un escabel de ébano que servía para subir a él.

Pero la luz cesaba en el mismo borde de la cama, y la sombra, como una gran cortina, sólo dejaba ver en un ángulo del colchón rojo la punta de un piececillo desnudo apoyado sobre el tobillo. Entonces Matho tiró de la lámpara muy suavemente.

Salambó dormía con una mano en la mejilla y el otro brazo extendido a lo largo del cuerpo. Los bucles de su cabellera se esparcían a su alrededor en tal abundancia que parecía estar acostada sobre plumas negras, y su amplia túnica blanca se ondulaba en suaves pliegues hasta sus pies, siguiendo el contorno de su talle. Se percibían un poco sus ojos entre sus párpados medio cerrados. Las cortinas, perpendicularmente tendidas, la envolvían en una atmósfera azulada, y el movimiento de su respiración, que se comunicaba a las cuerdas, parecía mecerla en el aire. Un mosquito largo zumbaba.

Matho, inmóvil, sostenía con la mano la galera de plata, pero el mosquitero ardió de repente, desapareció y Salambó se despertó.

La llamarada se extinguió en un abrir y cerrar de ojos. Salambó no hablaba. La lámpara hacía oscilar en los artesonados grandes ondas luminosas.

—¿Qué es eso? —dijo Salambó.

Matho, le respondió:

—¡Es el velo de la diosa!

—¿El velo de la diosa? —exclamó Salambó. Y apoyándose en las manos se inclinaba hacia fuera, estremecida. Matho prosiguió:

—¡He ido a buscarlo para ti en las profundidades del santuario! ¡Mira! —El zaimph, centelleante, fulguraba con sus vivos destellos.

—¿Te acuerdas? —decía Matho—. De noche te aparecías en mis sueños, pero ¡yo no adivinaba la orden muda de tus ojos! —Salambó adelantaba un pie sobre el escabel de ébano—. Si hubiese comprendido, habría acudido inmediatamente; hubiera abandonado el ejército y no habría salido de Cartago. Para obedecer tus órdenes descendería por la caverna de Adrumeto[57] al reino de las sombras… ¡Perdóname! Era como si pesasen sobre mí montañas y, sin embargo, algo me arrastraba. Me esforzaba por llegar a ti. ¡Sin los dioses jamás me hubiera atrevido!… ¡Vámonos! ¡Es preciso que me sigas, o si no quieres, me quedaré! ¡Me es igual!… ¡Anega mi alma en el soplo de tu aliento! ¡Que mis labios se gasten besando tus manos!

—¡Déjame verlo! —decía Salambó—. ¡Más cerca! ¡Más cerca! Apuntaba el alba y un color vinoso teñía las horas de talco en las paredes. Salambó se apoyaba desfallecida en los cojines del lecho.

—¡Te amo! —gritaba Matho.

Ella balbució:

—¡Dámelo! —y se iban acercando.

Salambó seguía avanzando, vestida con su túnica blanca que le arrastraba y con sus ojos arrobados fijos en el velo. Matho la contemplaba, deslumbrado por los esplendores de su cabeza, y, tendiendo hacia ella el zaimph, iba a envolverla en un abrazo. Salambó abría los brazos. De repente, se detuvo, y los dos se quedaron absortos contemplándose.

Sin comprender lo que él solicitaba, se sobrecogió de terror. Sus finas cejas se enarcaron, sus labios se entreabrieron; temblaba. Por fin, golpeó una de las páteras de bronce que colgaban en las puntas del colchón rojo, gritando:

—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Atrás, sacrílego! ¡Infame! ¡Maldito! ¡A mí, Taanach, Krum, Ewa, Micipsa, Schaul![58].

Y la cara asustada de Spendius, apareciendo en la pared, entre los jarros de arcilla, profirió estas palabras:

—¡Huye, que vienen!

Un gran tumulto subió por las escaleras y un tropel de gente, mujeres, criados y esclavos, se abalanzaron dentro de la habitación, blandiendo estacas, rompecabezas, cuchillas y puñales. Todos se quedaron paralizados de indignación al ver a un hombre; las sirvientas lanzaban el plañido de los funerales y los eunucos palidecían bajo su piel negra.

Matho se mantenía detrás de los balaústres. Con el zaimph que le envolvía parecía un dios sideral rodeado del firmamento. Los esclavos iban a arrojarse sobre él. Salambó los contuvo:

—¡No lo toquéis! ¡Es el velo de la diosa!

Había retrocedido hasta un rincón, pero dando un paso hacia él y extendiendo su brazo desnudo, exclamó:

—¡La maldición sea sobre ti porque has robado a Tanit! ¡Odio, venganza, muerte y dolor! ¡Que Gurzil, dios de las batallas, te destroce! ¡Que Matisman, dios de los muertos, te ahogue! ¡Y que el otro[59], aquél a quien no se puede nombrar, te queme!

Matho lanzó un grito como herido por una espada. Salambó gritó repetidas veces:

—¡Vete! ¡Vete!

El tropel de los criados se apartó, y Matho, con la cabeza baja, pasó lentamente entre ellos, pero se detuvo en la puerta, pues la franja del zaimph se había enganchado en una de las estrellas de oro que esmaltaban las losas. Dio un brusco tirón con el hombro y bajó las escaleras.

Spendius, saltando de terraza en terraza y brincando por encima de los setos y las tajeas, se escapó por los jardines. Llegó al pie del faro. En aquel sitio cesaba la muralla por lo inaccesible que era el acantilado. Se acercó al borde, se tumbó de espaldas y con los pies hacia delante se dejó deslizar hasta abajo; luego ganó a nado el cabo de las Tumbas, dio un gran rodeo por la laguna salada y de noche entró en el campamento de los bárbaros.

Había salido el sol, y como un león que se aleja, Matho bajaba por los caminos, lanzando en torno suyo terribles miradas.

Un rumor indeciso llegó a sus oídos. Había partido del palacio y, al cabo del tiempo, volvía a oírse del lado de la acrópolis. Unos decían que habían robado el tesoro de la república en el templo de Moloch; otros hablaban de un sacerdote asesinado. Corría el rumor, por otra parte, de que los bárbaros habían entrado en la ciudad.

Matho, que no sabía cómo salir de los recintos, caminaba sin vacilar en línea recta. Lo vieron, y entonces se elevó un gran clamoreo. Todos habían comprendido; se produjo una consternación general, luego una cólera inmensa.

Desde el fondo de los Mappales, de las alturas de la acrópolis, de las catacumbas, de las orillas del lago acudía un tropel de gentes. Los patricios salían de sus palacios; los vendedores, de sus tiendas; las mujeres abandonaban a sus hijos; se echaba mano a las espadas, hachas y bastones, pero los detuvo el mismo obstáculo que había detenido a Salambó. ¿Cómo recobrar el velo? Sólo verlo era un crimen; era de la naturaleza de los dioses y su contacto originaba la muerte.

En el peristilo de los templos los sacerdotes, desesperados, se retorcían los brazos. Los guardias de la legión galopaban de un lado para otro; la gente se subía a las casas, a las terrazas, sobre los hombros de las estatuas y a los mástiles de los navíos. Matho seguía avanzando, sin embargo, y a cada paso que daba aumentaba la ira de la gente, pero también su terror. Las calles quedaban desiertas al aproximarse él, y aquel torrente humano que huía rebotaba por los dos extremos hasta encima de las murallas. Por todas partes no se veía más que ojos muy abiertos como para devorarlo con la vista, rechinar de dientes, puños amenazadores, y las imprecaciones de Salambó resonaban, multiplicándose por doquier.

De pronto, silbó una larga flecha; luego otra, y pasaron zumbando unas piedras. Pero los tiros, mal dirigidos por miedo de tocar al zaimph, pasaban por encima de la cabeza de Matho. Por otra parte, haciendo del velo escudo, lo desplegaba a derecha, a izquierda, adelante y atrás, y no sabían cómo aprisionarlo. Caminaba cada vez más rápido, internándose por las calles libres. Estaban interceptadas con cuerdas, carros y trampas; a cada obstáculo se volvía atrás. Por fin entró en la plaza de Kamón, donde habían perecido los honderos baleares; Matho se detuvo, palideciendo como quien se siente morir. Esta vez estaba perdido; la multitud batía palmas.

Corrió hasta la gran puerta cerrada. Era muy alta, de corazón de encina, con clavos de hierro y chapada de bronce. Matho se lanzó. El pueblo aullaba de alegría al ver la impotencia de su furor; entonces se quitó una sandalia, escupió encima y azotó con ella las inmóviles hojas. Toda la ciudad aulló. Olvidándose del velo ahora iban a aplastarlo. Matho dirigió a la muchedumbre una mirada vaga. Las sienes le latían hasta aturdirlo; se sentía invadido por el estupor de las gentes ebrias. De repente, reparó en la larga cadena de la que se tiraba para maniobrar la báscula de la puerta. Se agarró a ella de un brinco, forcejeando con los brazos, apuntalándose con los pies, y al fin, los enormes batientes se entreabrieron.

Cuando estuvo fuera, se quitó del cuello el gran zaimph y lo levantó sobre su cabeza lo más alto que pudo. La tela, sostenida por el viento del mar, resplandecía al sol, con todos sus colores, sus pedrerías y las figuras de los dioses. Llevándolo así, Matho atravesó toda la llanura hasta las tiendas de los soldados, y el pueblo, desde las murallas, veía alejarse la fortuna de Cartago[60].