VI. Hannón

—¡Debí haberla robado! —le decía por la noche Matho a Spendius—. ¡Tenía que haberla cogido y arrebatarla de su casa! ¡Nadie me lo hubiera impedido! Spendius no lo escuchaba. Echado de espaldas, descansaba a sus anchas, junto a una gran jarra llena de hidromiel, en la que de cuando en cuando metía la cabeza para beber más abundantemente.

Matho añadió:

—¿Qué haremos ahora?… ¿Cómo volveremos a entrar en Cartago?

—No lo sé —le dijo Spendius.

Su impasibilidad exasperaba a Matho. Y éste exclamó:

—¡Tú tienes la culpa! ¡Me animas y luego me abandonas, como lo que eres, como un cobarde! ¿Por qué te he de obedecer? ¿Acaso crees ser mi jefe? ¡Tú, alcahuete, esclavo, hijo de esclavos!

Rechinaba los dientes y levantaba contra Spendius su recia mano.

El griego no respondió. Una lámpara de arcilla ardía plácidamente en el palo de la tienda, donde el zaimph refulgía, colgado de una panoplia.

De pronto, Matho se calzó sus coturnos, ciñó su peto de láminas de bronce y cogió su casco.

—¿Adónde vas? —le preguntó Spendius.

—¡Me vuelvo allí! ¡Déjame! ¡La traeré! ¡Y si me hacen frente los aplastaré como víboras! ¡La voy a matar, Spendius! —y repitió—: ¡Sí, la mataré, ya lo verás, la mataré!

Pero Spendius, que estaba con el oído alerta, arrancó bruscamente el zaimph y lo echó en un rincón, cubriéndolo con pieles de ovejas. Se oyó un murmullo de voces, brillaron unas antorchas y Narr-Havas entró seguido de unos veinte hombres.

Llevaban mantos de lana blanca, largos puñales, collares de cuero, aretes de madera en las orejas y calzado de piel de hiena; y, parados en el umbral, se apoyaban en sus lanzas como pastores que descansan. Narr-Havas era el más apuesto de todos; ceñían sus delgados brazos unas correas adornadas de perlas; el círculo de oro, que sujetaba alrededor de su cabeza el amplio manto, retenía una pluma de avestruz que le caía por la espalda; una eterna sonrisa descubría sus dientes; sus ojos parecían agudos como flechas, y toda su persona tenía algo de llamativo y distinguido.

Declaró que venía a unirse con los mercenarios porque la república amenazaba desde hacía tiempo a su reino. Tenía, pues, interés en ayudar a los bárbaros y les podría ser útil.

—Os proveeré de elefantes, mis bosques están llenos de ellos, de vino, de aceite, cebada, dátiles, resinas y azufre para los asedios, de veinte mil infantes y diez mil caballos. Si me dirijo a ti, Matho, es porque la posesión del zaimph te ha convertido en el jefe del ejército —y añadió—: Además, somos viejos amigos.

Matho, entre tanto, miraba a Spendius, que escuchaba sentado sobre los montones de pieles de cordero, haciendo con la cabeza leves señales de asentimiento. Narr-Havas seguía hablando. Ponía por testigos a los dioses, a la par que maldecía a Cartago. En sus imprecaciones rompió un dardo por la mitad. Sus hombres lanzaron a la vez un alarido de entusiasmo, y Matho, arrastrado por las demostraciones de ira, dijo que aceptaba la alianza.

Entonces trajeron un toro blanco y una oveja negra, símbolos del día y de la noche. Los degollaron al borde de una zanja. Cuando ésta se llenó de sangre, metieron sus brazos en ella. Luego Narr-Havas puso su mano en el pecho de Matho, y Matho la suya en el pecho de Narr-Havas. Repitieron este estigma en la tela de sus tiendas. Después se pasaron la noche comiendo, y los restos de la carne se quemaron juntamente con la piel, los huesos, los cuernos y las pezuñas de las reses sacrificadas.

Una inmensa aclamación había saludado a Matho cuando apareció con el velo de la diosa; hasta los que no creían en la religión cananea sintieron con vago entusiasmo que un genio aparecía. En cuanto a tratar de apoderarse del zaimph, a nadie se le ocurrió pensar en ello; la forma misteriosa en que había sido adquirido era suficiente, en el espíritu de los bárbaros, para legitimar su posesión. Así pensaban los soldados de raza africana. Los demás, cuyo odio era menos antiguo, no sabían qué resolver. De haber tenido barcos se hubiesen marchado enseguida.

Spendius, Narr-Havas y Matho enviaron mensajeros a todas las tribus del territorio púnico.

Cartago extenuaba a estos pueblos. Exigía impuestos exorbitantes; los grilletes, el hacha y la cruz castigaban los retrasos y hasta las reclamaciones. Había que cultivar lo que convenía a la república, darle lo que pedía; nadie tenía derecho a poseer un arma; cuando se rebelaban pueblos y aldeas, se vendía a sus habitantes; los gobernadores, como los lagares, eran estimados según la cantidad de jugo que producían. Más allá de las regiones directamente sometidas a Cartago estaban los aliados, que sólo pagaban un módico tributo. Detrás de los aliados vagaban los nómadas, que podían concitarse contra ellos. Mediante este sistema las cosechas eran siempre abundantes, las yeguadas florecientes y las plantaciones magníficas. El viejo Catón, maestro en materia de cultivos y de esclavos, se asombró de ello noventa y dos años más tarde, y el grito de muerte que repetía en Roma no era sino la exclamación de una envidia codiciosa.

Durante la última guerra las exacciones se habían redoblado, por lo que casi todas las ciudades de Libia se habían entregado a Regulus. Para castigarlas se les había exigido mil talentos, veinte mil bueyes, trescientos sacos de polvo de oro, considerables anticipos de grano, y los jefes de las tribus habían sido crucificados o arrojados a los leones.

Túnez, especialmente, detestaba a Cartago. Más antigua que la metrópoli, no le perdonaba su grandeza; y permanecía frente a sus murallas, agazapada en el fango, a la orilla del mar, contemplándola como un animal venenoso. Las deportaciones, las matanzas y las epidemias no la debilitaban. Había sostenido a Arcagate, hijo de Agatocles[61], y provisto de armas a los comedores de cosas inmundas.

Aún no habían partido los correos de los bárbaros, cuando estalló en las provincias una alegría general. Sin esperar a más estrangularon en los baños a los intendentes de las casas y a los funcionarios de la república; sacaron de las cuevas las armas que habían escondido antaño; con el hierro de los arados se forjaron espadas; los niños aguzaban dardos en las piedras de las puertas, y las mujeres entregaban sus collares, sus sortijas y sus pendientes, todo cuanto podía servir para la destrucción de Cartago. Todos querían contribuir a ella de alguna manera. Los haces de lanzas se amontonaban en las aldeas como gavillas de maíz. Se enviaron ganados y dinero. Matho pagó enseguida a los mercenarios los atrasos de su soldada, y por esta idea de Spendius fue nombrado general en jefe, schalischim de los bárbaros.

Al mismo tiempo afluían los socorros de hombres. Primero aparecieron las gentes de raza autóctona; luego los esclavos de la campiña. Secuestraron caravanas de negros, se los armó, y hasta mercaderes que iban a Cartago se unieron a los bárbaros con la esperanza de sacar mejor provecho. Incesantemente llegaban bandas numerosas. Desde lo alto de la acrópolis se veía cómo aumentaba el ejército.

En la plataforma del acueducto hacían centinela los guardias de la legión; cerca de ellos, de trecho en trecho, había altas calderas de cobre en las que hervían asfalto. Abajo, en la llanura, la muchedumbre de los bárbaros se agitaba tumultuosamente. Estaban inquietos y experimentaban esa vaga incertidumbre y temor que siempre inspiran a los bárbaros las murallas.

Útica e Hippo-Zarita rehusaron aliarse con ellos. Colonias fenicias como Cartago se gobernaban por sí mismas, y, en los tratados que concluía la república, hacían incluir siempre cláusulas que las favorecieran. Sin embargo, respetaban a su hermana más fuerte, que las protegía, y no creían que un montón de bárbaros fuera capaz de vencerla, sino que, por el contrario, éstos serían exterminados. Deseaban permanecer neutrales y vivir tranquilas.

Pero por su posición eran indispensables. Útica, en el fondo de un golfo, era el conducto por donde llegaban fácilmente a Cartago los socorros de fuera. Tomada Útica, Hippo-Zarita, a seis leguas de la costa, la reemplazaría, y la metrópoli, así avituallada, sería inexpugnable.

Spendius quería que se emprendiese inmediatamente el asedio a Cartago. Narr-Havas se opuso; era preciso ante todo asegurar la frontera. Tal era la opinión de los veteranos, incluso la del mismo Matho, y se decidió que Spendius atacaría a Útica y Matho a Hippo-Zarita; el tercer cuerpo de ejército, apoyándose en Túnez, ocuparía la llanura de Cartago; Autharita se encargaría de esto. En cuanto a Narr-Havas volvería a su reino para traer elefantes, y con su caballería limpiaría los caminos de enemigos.

Las mujeres clamaron contra esta decisión; codiciaban las joyas de las damas púnicas. Los libios también protestaron. Se les había llamado contra Cartago y los llevaban a otra parte. Los soldados partieron casi solos. Matho mandaba a sus compañeros, juntamente con los iberos, los lusitanos, los hombres de occidente y de las islas, y todos los que hablaban griego pidieron servir bajo las órdenes de Spendius, pues fiaban en su inteligencia.

La estupefacción fue grande cuando vieron moverse al ejército de pronto; luego se alejó bajo la montaña de la Ariana[62], por el camino de Útica, del lado del mar. Un destacamento quedó delante de Túnez; el resto desapareció y volvió a aparecer al otro lado del golfo, en la linde de los bosques, en los cuales se internó.

Eran ochenta mil hombres, tal vez. Las dos ciudades tirias no resistirían y volverían pronto para atacar a Cartago. Ya un ejército considerable la amenazaba, ocupando la base del istmo, y enseguida tendría que rendirse por hambre, pues no podía vivir sin el auxilio de las provincias, ya que sus ciudadanos, al contrario que los de Roma, no pagaban contribuciones. Cartago carecía de genio político. Su eterna sed de ganancias le impedía tener esa prudencia que dan las ambiciones más nobles. Galera anclada en la costa líbica, se sostenía a fuerza de trabajo. Los pueblos, como las olas, mugían en torno a ella, y la menor tempestad quebrantaba esta máquina formidable.

El tesoro estaba exhausto por la guerra contra Roma y por todo lo que se había derrochado y perdido, mientras que se regateaba con los bárbaros. Sin embargo, necesitaba soldados y ningún gobierno se fiaba de la república. Hacía poco que Ptolomeo le había negado dos mil talentos. Además, el robo del velo los descorazonaba, como había previsto Spendius.

Pero este pueblo, que se sentía aborrecido, apretaba contra su corazón su dinero y sus dioses, y su patriotismo se sostenía por la constitución misma de su forma de gobierno.

En primer lugar, el poder dependía de todos, sin que nadie fuese lo bastante fuerte para acapararlo. Las deudas privadas eran consideradas como deudas públicas, y los hombres de raza cananea tenían el monopolio del comercio; multiplicando los beneficios de la piratería con los de la usura, y explotando rudamente tierras, esclavos y pobres, se llegaba a veces a alcanzar la riqueza. Sólo los ricos podían optar a las magistraturas, y aunque el poder y el dinero se perpetuaban en las mismas familias, se toleraba la oligarquía porque se abrigaba la esperanza de alcanzarla.

Las sociedades de comerciantes, en las que se elaboraban las leyes, elegían a los inspectores del fisco, quienes, al dejar su cargo, nombraban a los cien miembros del consejo de los ancianos, que dependían a su vez de la gran asamblea, reunión general de todos los ricos. En cuanto a los sufetas, aquellos restos de reyes, menos poderosos que cónsules, se elegían el mismo día en el seno de dos familias distintas. Se procuraba dividirlos por toda clase de odios para que se debilitaran recíprocamente. No podían deliberar sobre la guerra, y cuando eran vencidos, el gran consejo los crucificaba.

Así pues, la fuerza de Cartago emanaba de los syssitas, es decir, de una gran corte en el centro de Malqua, en el sitio donde, según la tradición, había abordado la primera barca de los marineros fenicios, habiéndose retirado el mar desde entonces un gran trecho. Era un conjunto de pequeñas edificaciones de arquitectura arcaica, construidas de troncos de palmeras con esquinazos de piedra, y separadas unas de otras para que pudiesen deliberar aisladamente las diferentes compañías. Los ricos se aglomeraban allí todo el día para debatir acerca de sus intereses y los del gobierno, tratando desde la traída de la pimienta hasta el exterminio de Roma. Tres veces por luna hacían subir sus lechos a la alta azotea que bordeaba el muro del patio, y desde abajo se los veía banqueteando al aire libre, sin coturnos y sin mantos, con los diamantes de sus dedos que manoseaban las viandas y sus grandes arracadas en sus orejas entre los jarros, todos fuertes y gordos, medio desnudos, felices, riendo y comiendo bajo el cielo azul, como tiburones que retozaban entre las olas.

Pero en aquellos momentos no podían disimular sus inquietudes y estaban demasiado pálidos; la muchedumbre que los esperaba en las puertas los escoltaba hasta sus palacios para saber alguna noticia. Como en tiempo de peste, todas las casas estaban cerradas; las calles se llenaban y se vaciaban en un momento; subían a la acrópolis; corrían al puerto; el gran consejo deliberaba todas las noches. Por fin, se convocó al pueblo en la plaza de Ramón y se decidió dar el poder supremo a Hannón, el vencedor de Hecatómpila.

Era un hombre devoto, astuto, implacable para las gentes de África; un verdadero cartaginés. Sus rentas igualaban a las de los Barca. Nadie tenía tanta experiencia como él en los asuntos administrativos.

Decretó el enrolamiento de todos los ciudadanos útiles, colocó catapultas en las torres, exigió exorbitantes provisiones de armas, ordenó también la construcción de catorce galeras sin que hubiese necesidad de ellas, y quiso que todo se registrara y se detallara por escrito. Se hacía transportar al arsenal, al faro, al tesoro de los templos; se veía continuamente su gran litera que, balanceándose de peldaño en peldaño, subía las escaleras de la acrópolis. De noche, en su palacio, como no podía dormir, para prepararse al combate, dirigía con voz terrible maniobras de guerra.

Todo el mundo, excitado por el terror, se volvía belicoso. Los ricos, apenas cantaban los gallos, se alineaban a lo largo de los Mappales y, remangándose las túnicas, se adiestraban en el manejo de la pica. Pero como no tenían instructor disputaban entre sí. Se sentaban, fatigados, sobre las tumbas, y luego volvían a empezar. Muchos de ellos se impusieron incluso un régimen. Unos, creyendo que era preciso comer mucho para estar fuertes, se hartaban, y otros, a quienes les molestaba su corpulencia, se extenuaban con ayunos para adelgazar.

Útica había reclamado ya muchas veces el auxilio de Cartago. Pero Hannón no quería partir en tanto que faltara una sola tuerca a las máquinas de guerra. Así perdió aún tres lunas en equipar los ciento doce elefantes que se alojaban en la muralla; eran los vencedores de Regulus; el pueblo los acariciaba; había que tratar con esmero a aquellos viejos amigos. Hannón hizo fundir las placas de bronce que protegían su pecho, dorar sus colmillos, ensanchar sus torres y cortar las mejores piezas de púrpura para los más hermosos caparazones bordados con franjas muy pesadas. En fin, como sus conductores venían de la India, habiendo llegado los primeros, ordenó que todos fuesen vestidos a la usanza india, es decir, con un rodete blanco alrededor de las sienes y un pequeño calzón de byssus[63] que formaba con sus pliegues transversales.

El ejército de Autharita seguía delante de Túnez. Se ocultaba detrás de un muro hecho con el fango del lago y defendido en la cima por malezas espinosas. Los negros habían plantado allí, en grandes estacas, figuras espantosas: máscaras humanas hechas con plumas de pájaros, cabezas de chacal y de serpiente, que abrían sus fauces de cara al enemigo para amedrentarlo; y, creyéndose invencibles por este procedimiento, los bárbaros bailaban, jugaban y peleaban, convencidos de que Cartago no tardaría en sucumbir. Cualquier otro que no hubiese sido Hannón hubiera aplastado fácilmente a aquella multitud, obstaculizada en sus movimientos por sus ganados y mujeres. Además, no comprendían ninguna maniobra, y Autharita, desalentado, nada les exigía.

Se apartaban cuando éste pasaba a su lado, mirándolos con sus ojos, grandes y azules. Llegado al borde del lago se quitaba su sayo de piel de foca, desataba la cuerda que sujetaba sus largos cabellos rojizos y los sumergía en el agua. Sentía no haber desertado al campamento de los romanos con los dos mil galos del templo de Eryx.

A menudo, en pleno día, el sol se oscurecía de repente. Entonces el golfo y la alta mar parecían inmóviles, como si fuesen de plomo fundido. Una nube de polvo oscuro, elevándose perpendicularmente, venía en torbellino; las palmeras se encorvaban, desaparecía el cielo, se oían rebotar las piedrecillas contra la grupa de los animales, y el galo, con los labios pegados a los agujeros de su tienda, se ahogaba de agotamiento y de melancolía. Soñaba con el aroma de los prados en las mañanas de otoño, con los copos de nieve, con los mugidos de los uros perdidos en la niebla, y, entornando los párpados, creía ver a lo lejos los fuegos de las cabañas, con techos de paja, brillando sobre los pantanos, al fondo del bosque.

Otros, además de él, añoraban la patria, aunque no estuviese tan lejana. En efecto, los cartagineses cautivos podían distinguir al otro lado del golfo, en las pendientes de Byrsa, los velarium, sus casas, echados sobre los patios. Pero los centinelas paseaban a su alrededor constantemente. Se los tenía atados a una misma cadena. Cada uno llevaba una argolla de hierro y la gente no se cansaba de verlos. Las mujeres mostraban a sus hijos sus hermosas túnicas convertidas en andrajos que colgaban de sus miembros enflaquecidos.

Cuantas veces Autharita contemplaba a Giscón se enfurecía al recordar la injuria que éste le había inferido; lo hubiera matado a no ser por el juramento que le había hecho a Narr-Havas. Entonces volvía a su tienda, bebía un brebaje de cebada y comino hasta caer embriagado, para despertar con la fuerza del sol, devorado por una sed terrible.

Matho, mientras tanto, asediaba a Hippo-Zarita.

Esta ciudad estaba protegida por un lago que comunicaba con el mar. Tenía tres recintos, y en las alturas que la dominaban corría una muralla fortificada con torres. Jamás se había metido en empresas semejantes. Por otra parte, el recuerdo de Salambó lo obsesionaba y soñaba con los placeres de su belleza como delicias de una venganza que lo transportaba de orgullo. Era una necesidad de verla, punzante, furiosa, continua. Pensó incluso en ofrecerse como parlamentario, pensando que una vez en Cartago podría llegar hasta ella. A menudo hacía tocar la señal de asalto, y, sin esperar a más, se lanzaba contra el muelle que intentaba levantar en el mar. Arrancaba las piedras con sus manos, desbarataba, golpeaba, hundía en todas partes su espada. Los bárbaros se precipitaban sin orden ni concierto; las escalas se rompían con gran estrépito y racimos de hombres se despeñaban al agua, que rompía en olas sangrientas contra las murallas. Por fin, el tumulto disminuía y los soldados se alejaban para empezar de nuevo.

Matho iba a sentarse fuera de las tiendas; se enjugaba con el brazo su cara manchada de sangre y, volviéndose hacia Cartago, contemplaba el horizonte.

Frente a él, entre olivares, palmeras, mirtos y plátanos, se desplegaban dos grandes estanques que se unían a otro lago, del que no se veían los contornos. Por detrás de una montaña surgían otras montañas, y en el centro del lago inmenso se elevaba una isla completamente negra y de forma piramidal. A la izquierda, hacia el extremo del golfo, montones de arena parecían grandes olas amarillentas petrificadas, en tanto que el mar, liso como un enlosado de lapislázuli, subía insensiblemente hasta confundirse con el cielo. El verdor de la campiña desaparecía a trechos bajo grandes zonas amarillas; las algarrobas brillaban como botones de coral; los pámpanos colgaban de la copa de los sicómoros; se oía el murmullo del agua; saltaban las alondras crestadas y los últimos resplandores del sol doraban el caparazón de las tortugas que salían de entre los juncos para aspirar la brisa.

Matho lanzaba hondos suspiros. Se tenía de bruces en la arena; clavaba las uñas en el suelo y lloraba; se sentía desgraciado, débil y abandonado. Jamás llegaría a poseerla ni tampoco podría apoderarse de la ciudad.

Por la noche, solo en su tienda, contemplaba el zaimph. ¿De qué le serviría aquella prenda de los dioses? Y surgían dudas en el pensamiento del bárbaro. Luego le parecía, por el contrario, que el manto de la diosa pertenecía a Salambó, y que un soplo de su alma flotaba entre sus pliegues, más sutil que hálito vaporoso; y lo palpaba, lo olía, hundía en él su rostro y lo besaba sollozando. Se cubría los hombros con él para forjarse la ilusión de que estaba junto a ella.

Otras veces escapaba repentinamente. A la luz de las estrellas saltaba por encima de los soldados que dormían envueltos en sus mantos; al llegar a las puertas del campamento montaba a caballo y, dos horas después, se encontraba en Útica, en la tienda de Spendius.

Empezaba a hablarle del asedio, pero no había ido más que para aliviar su dolor charlando de Salambó. Spendius le aconsejaba que fuera prudente.

—¡Rechaza de tu alma esos pensamientos que te degradan! En otro tiempo obedecías; ahora mandas un ejército, y si no conquistamos Cartago, al menos nos concederán alguna provincia y seremos reyes.

Pero ¿por qué la posesión del zaimph no les daba la victoria? Según Spendius era preciso esperar.

Matho se imaginaba que el velo únicamente pertenecía a los hombres de raza cananea, y en su sutileza de bárbaro se decía: «El zaimph no hará nada en mi favor, pero como lo han perdido tampoco hará nada por ellos».

Enseguida lo atormentó un escrúpulo. Tenía miedo, al adorar a Aptuknos, dios de los libios, de ofender a Moloch; y le preguntó tímidamente a Spendius a cuál de los dioses sería preferible sacrificar un hombre.

—¡Sacrifica siempre! —dijo Spendius, riéndose de él.

Matho, que no comprendía esta indiferencia, sospechó que el griego adoraba a un genio, del que no quería hablar.

Todos los cultos, como todas las razas, se encontraban en las filas de los ejércitos de los bárbaros y se respetaban a los dioses de los demás, pues también infundían temor. Muchos mezclaban en su religión nativa prácticas extranjeras. Se tenía a gala adorar las estrellas, y a tal o cual constelación funesta o propicia se le hacían sacrificios; un amuleto desconocido, encontrado por casualidad en una ocasión que se había estado en peligro, se convertía en una divinidad; o bien era una palabra, nada más que una palabra, que se repetía sin intentar comprender lo que podía significar. Pero a fuerza de haber saqueado templos, de ver un sinfín de pueblos y de degüellos, muchos acababan por no creer más que en el destino y en la muerte; y todas las noches dormían con la placidez de las bestias feroces. Spendius había escupido a las efigies de Júpiter olímpico; sin embargo, temía hablar en voz alta en las tinieblas y no olvidaba nunca calzarse primero el pie derecho.

Ordenó levantar frente a Útica una gran terraza cuadrangular. Pero a medida que ésta subía también se elevaba la fortificación; lo que unos derribaban, casi inmediatamente se veía reedificado por los otros. Spendius procuraba ahorrar vidas, forjaba planes y procuraba recordar las estrategias que había oído contar en sus viajes. ¿Por qué no volvía Narr-Havas? Todo eran inquietudes.

* * *

Hannón había terminado sus preparativos. En una noche sin luna hizo trasladar en almadías a sus elefantes y soldados al otro lado del golfo de Cartago. Doblaron luego la montaña de las Aguas Calientes para evitar encontrarse con Autharita, y avanzaron con tanta lentitud que en vez de sorprender a los bárbaros al amanecer, como había calculado el sufeta, llegaron ya muy entrado el tercer día de camino.

Había, al este de Útica, una llanura que se extendía hasta la gran laguna cartaginesa; detrás de ella se abría en ángulo recto un valle comprendido entre dos bajas montañas que de pronto se cortaban. Los bárbaros estaban acampados más lejos, a la izquierda, a fin de poder bloquear el puerto; y dormían en sus tiendas, pues aquel día los dos bandos en vez de combatir descansaban, cuando el ejército cartaginés apareció, dando un rodeo por las colinas.

Los honderos estaban repartidos por las dos alas. Los guardias de la legión, bajo sus armaduras de escamas de oro, formaban la primera línea, con sus grandes caballos sin crines, sin pelo y sin orejas, y en la mitad de la frente un cuerno de plata para parecerse a los rinocerontes. Entre sus escuadrones, unos jóvenes, cubiertos con un pequeño casco, blandían en cada mano un dardo de fresno; detrás asomaban las largas picas de la infantería pesada. Todos aquellos mercaderes iban cargados con el mayor número posible de armas: había quien llevaba a la vez una lanza, un hacha, una maza y dos espadas; otros, como puercoespines, estaban erizados de dardos y sus brazos sobresalían por entre sus corazas de láminas de cuerno o de placas de hierro. En último término aparecieron los armatostes de las máquinas de guerra; carrobalistas, onagros, catapultas y escorpiones, que oscilaban sobre carromatos tirados por mulos y cuadrigas de bueyes. A medida que el ejército se desplegaba, los capitanes, vociferando, corrían a derecha e izquierda para comunicar órdenes, cerrar filas y mantener las distancias. Aquellos de los miembros del consejo de los ancianos que mandaban alguna tropa habían acudido con cascos de púrpura, cuyos flecos magníficos y larguísimos se enredaban en las correas de los coturnos. Sus rostros, pintados de bermellón, relucían bajo sus cascos enormes rematados con efigies de dioses, y como sus escudos tenían el reborde de marfil esmaltado de pedrerías, parecían soles que pasasen sobre murallas de bronce.

Los cartagineses maniobraban con tanta pesadez, que los bárbaros, por irrisión, los invitaron a sentarse. Les gritaban que enseguida irían a vaciarles sus gruesos vientres, a rasparles el dorado de su piel y a hacerles beber hierro fundido.

En lo alto del mástil plantado delante de la tienda de Spendius apareció un jirón de tela verde: era la señal. El ejército cartaginés contestó con un estrépito de trompetas, de címbalos, de flautas hechas con huesos de asno y de tímpanos. Ya los bárbaros habían saltado fuera de las empalizadas Estaban cara a cara, a tiro de dardo.

Un hondero balear adelantó una pierna, puso en su honda una bola de arcilla y volteó el brazo: saltó en pedazos un escudo de marfil y los dos ejércitos se abalanzaron uno contra otro.

Con las puntas de las lanzas, los griegos, al pinchar a los caballos en las narices, los derribaron sobre sus jinetes. Los esclavos que debían lanzar piedras las habían cogido tan grandes, que no podían lanzarlas lejos. Los infantes púnicos, dando mandobles con sus grandes espadas, dejaban al descubierto su costado derecho. Los bárbaros adelantaron sus líneas; los degollaban en masa; pisoteaban sobre los moribundos y cadáveres, cegados por la sangre que les saltaba a la cara. Aquel montón de picas, de cascos, de corazas, de espadas y de miembros entremezclados giraba sobre sí mismo, ensanchándose o replegándose con elásticas contracciones. Las cohortes cartaginesas menguaban cada vez más; sus máquinas no podían salir de las arenas; por fin, la litera del sufeta, aquella gran litera con arambeles de cristal que se veía desde el comienzo balanceándose entre los soldados como una barca entre las olas, cayó derribada. ¿Habría muerto Hannón? Los bárbaros se encontraron solos.

Aún caía el polvo a su alrededor y ya empezaban a cantar victoria, cuando el mismo Hannón apareció en lo alto de un elefante. Iba con la cabeza descubierta, bajo un quitasol de byssus que llevaba un negro sentado a su espalda. Su collar de placas azules le golpeaba en las flores de su túnica negra; aros de diamantes oprimían sus enormes brazos, y, con la boca abierta, blandía una pica descomunal, con la punta en forma de loto y más brillante que un espejo. La tierra pareció rajarse y los bárbaros vieron avanzar en una sola línea a todos los elefantes de Cartago con sus colmillos dorados, las orejas pintadas de azul, revestidos de bronce y, por encima de sus caparazones de escarlata, las torres de cuero, en cada una de las cuales iban tres arqueros con un gran arco abierto.

Apenas si los bárbaros conservaban sus armas y, considerando ya segura la victoria, se hallaban colocados al azar. El terror los paralizó y quedaron indecisos.

Desde lo alto de las torres les arrojaban dardos, flechas, faláricas y masas de plomo; algunos, pretendiendo subir a las torres, se aferraban a las franjas de los caparazones. Con grandes cuchillas les cortaban las manos y caían de espaldas sobre la punta de sus espadas. Las picas demasiado débiles se quebraban, los elefantes irrumpían entre las falanges como los jabalíes por los matorrales; arrancaban las estacas del campamento con sus trompas y atravesaron éste de un extremo a otro, derribando las tiendas con sus pechos. Todos los bárbaros huyeron, ocultándose en las colinas que bordeaban el valle por donde los cartagineses llegaron.

Hannón, vencedor, se presentó ante las puertas de Útica. Ordenó que tocasen las trompetas. Los tres jueces de la ciudad aparecieron en lo alto de una torre, entre los vanos de las almenas.

Los habitantes de Útica no querían recibir huéspedes tan bien armados. Hannón se encolerizó. Por fin, consintieron en admitirlo con una pequeña escolta.

Las calles resultaban demasiado estrechas para los elefantes y hubo que dejarlos fuera.

En cuanto el sufeta entró en la ciudad, las personas más importantes de la misma fueron a saludarlo. Hannón se hizo conducir a los baños y llamó a sus cocineros.

* * *

Tres horas después estaba aún sumergido en el aceite de cinamomo que llenaba una tina; mientras se bañaba, comía, sobre una piel de buey extendida, lenguas de flamencos con semillas de adormidera sazonadas con miel. Junto a él, su médico, que, inmóvil, se envolvía en su larga túnica amarilla, hacía calentar de cuando en cuando la estufa, y dos mancebos, reclinados sobre las gradas del baño, le frotaban las piernas. Pero los cuidados de su cuerpo no le impedían preocuparse de los asuntos de la cosa pública; dictaba una carta para el gran consejo y, como se habían hecho prisioneros, se preguntaba qué castigo terrible se les daría.

—¡Espera! —dijo al esclavo que escribía de pie en la palma de la mano—. ¡Que los traigan! ¡Quiero verlos!

Del fondo de la sala, llena de un vapor blanquecino, en el que las antorchas ponían resplandores rojizos, surgieron a empellones tres bárbaros: un samnita, un espartano y un capadocio.

—¡Continúa! —dijo Hannón.

—¡Alegraos, luz de los Baals! ¡Vuestro sufeta ha exterminado a los perros voraces! ¡Bendita sea la república! ¡Ordenad preces! —Miró a los esclavos y, entre grandes risotadas, les dijo—: ¡Ah, mis valientes de Sicca! ¡Hoy ya no gritáis tan fuerte! ¡Soy yo! ¿Me reconocéis? ¿Dónde están vuestras espadas? ¡Oh, verdaderamente sois unos hombres terribles! —y fingía querer esconderse, como si les tuviera miedo—: ¡Pedíais caballos, mujeres, magistraturas y hasta sacerdocios! ¿Por qué no? Pues bien, yo os daré tierras de las que no saldréis nunca. ¡Se os casará en horcas nuevecitas! ¿Vuestra soldada? ¡Os la fundiremos en la boca en lingotes de plomo! ¡Y os pondré en buenos pastos, muy altos, entre las nubes, para que se os acerquen las águilas!

Los tres bárbaros, desgreñados y cubiertos de harapos, lo miraban sin comprender lo que decía. Heridos en las rodillas, los había cogido echándoles cuerdas, y las pesadas cadenas de sus manos arrastraban sus extremos por las losas de la sala. Hannón se indignó al ver su impasibilidad.

—¡De rodillas! ¡De rodillas! ¡Chacales, polvo, gusanos, inmundicia! —Los desgraciados no chistaban—. ¡Basta! ¡Callaos! ¡Que los desuellen vivos ahora mismo!

Resoplaba como un hipopótamo, moviendo los ojos. El aceite perfumado desbordaba por la masa de su cuerpo y, pegándose a las escamas de su piel, la hacía parecer sonrosada a la luz de las antorchas.

Siguió diciendo:

—Durante cuatro días hemos sufrido mucho calor. En el paso de Macar perdimos los mulos. A pesar de su posición, del valor extraordinario… ¡Ah, Demónades[64], cómo sufro! ¡Que calienten los ladrillos y que estén al rojo!

Se oyó un ruido de palas y de hornos. Humeó más fuerte el incienso en las anchas cazoletas de los pebeteros, y los masajistas, completamente desnudos, sudando como esponjas, le frotaban las articulaciones con un ungüento compuesto de harina, azufre, vino tinto, leche de perra, mirra, gálbano y estoraque. Una sed inmensa lo devoraba; el hombre vestido de amarillo no cedió a sus deseos, y alargándole una copa de oro en la que humeaba un caldo de víbora:

—¡Bebe —le dijo— para que la fuerza de las serpientes, nacidas del sol, penetre en el tuétano de tus huesos y cobres valor, oh reflejo de los dioses! Tú sabes además que un sacerdote de Eschmún observa alrededor del Can las estrellas crueles de donde proviene tu enfermedad. Ya palidecen como las manchas de tu piel; ¡porque tú no debes morir!

—Sí, ¿verdad? —repitió el sufeta—. ¡Yo no debo morir! —y de sus labios violáceos se escapaba un aliento más nauseabundo que las emanaciones de un cadáver. Dos carbones encendidos parecían arder en el lugar de sus ojos, que no tenían ya cejas; un montón de piel rugosa caía sobre la frente; sus dos orejas, separándose de la cabeza, comenzaban a crecer, y las profundas arrugas que formaban semicírculos alrededor de sus narices le daban un aspecto extraño y espantoso, el aire de una bestia feroz. Su voz desnaturalizada parecía un rugido. Y añadió:

—Tal vez tengas razón, Demónades. Mira cuántas úlceras se han cerrado. Me siento fuerte. ¡Mira, mira con qué apetito como!

Y menos por gula que por ostentación, y para demostrarse a sí mismo que tenía buen apetito, devoraba rellenos de queso y de orégano, pescados sin espinas, calabacines, ostras, junto con huevos, rábanos, trufas y sartas de pajaritos. Mirando a los prisioneros se deleitaba pensando en el suplicio que iba a darles. Sin embargo, se acordaba de Sicca, y la rabia de todos sus dolores se desahogaba en injurias contra los tres bárbaros.

—¡Ah, traidores, miserables, infames, malditos! ¡Me ultrajasteis a mí, a mí, el sufeta! ¡Sus servicios, el precio de su sangre, como ellos dicen! ¡Ah, sí, su sangre, su sangre! —Luego, hablando consigo mismo—: ¡Perecerán todos! ¡No se venderá ni uno! Sería preferible conducirlos a Cartago, ya veremos…; pero no he traído bastantes cadenas. ¡Escribe! ¡Que las traigan! ¿Cuántos son? ¡Id a preguntárselo a Muthumbal! ¡Y nada de piedad! ¡Que me traigan en cestas todas sus manos cortadas!

Pero gritos extraños, a la vez roncos y agudos, llegaban a la sala, ahogando la voz de Hannón y el ruido de los platos que le servían. Sonaron más recios, y de pronto estalló el bramido furioso de los elefantes, como si empezara la batalla de nuevo. Un gran tumulto agitaba la ciudad.

Los cartagineses no habían intentado perseguir a los bárbaros. Se habían establecido al pie de las murallas, con sus bagajes, sus criados y todo su tren de sátrapas; se divertían en sus hermosas tiendas con bordados de perlas, mientras que el campamento de los bárbaros no era más que un montón de ruinas en la llanura. Spendius había recobrado su valor. Envió a Zancas a que se entrevistara con Matho, recorrió los bosques, reunió a sus hombres (las pérdidas no habían sido considerables), y rabiosos por haber sido vencidos sin combatir, formaban de nuevo sus tropas, cuando descubrieron una cuba de petróleo, abandonada sin duda por los cartagineses. Entonces Spendius hizo traer cerdos de las granjas, los embadurnó de betún, les prendió fuego y los lanzó sobre Útica.

Los elefantes, asustados por aquellas llamas, huyeron. El terreno subía en cuesta, y como les arrojaban dardos, los elefantes dieron media vuelta, y embistiendo con sus colmillos y pisoteándolos con sus pies, despanzurraban a los cartagineses, los asfixiaban y los aplastaban. Tras ellos los bárbaros bajaban por la colina; el campamento púnico, sin atrincheramientos, fue saqueado al primer ataque y los cartagineses fueron aplastados contra las puertas porque los de Útica no quisieron abrirlas por miedo a los mercenarios.

Apuntaba el día; del lado de occidente se vieron llegar los soldados de infantería de Matho. Al mismo tiempo aparecieron unos jinetes; era Narr-Havas con sus númidas. Saltando por encima de barrancos y matorrales, perseguían a los fugitivos como cazadores que cazan liebres. Aquel revés de la fortuna interrumpió al sufeta. Gritó para que vinieran a ayudarlo a salir del baño.

Los tres cautivos seguían delante de él. Entonces un negro, el mismo que en la batalla llevaba su quitasol, le dijo algo al oído.

—¿Qué?… —respondió el sufeta lentamente—. ¡Ah, mátalos! —añadió con tono brusco.

El etíope sacó de su cinto un largo puñal y las tres cabezas rodaron por el suelo. Una de ellas, rebotando entre los restos del festín, fue a saltar dentro de la tina, donde flotó unos momentos con la boca abierta y los ojos fijos. Los resplandores de la mañana entraban por las hendiduras del muro; los tres cuerpos, tendidos boca abajo, manaban a grandes borbotones como tres fuentes y un charco de sangre corría por los mosaicos, enarenados con polvo azul. El sufeta mojó sus manos en aquel fango aún caliente y se frotó las rodillas. Era un remedio.

Al caer la noche escapó de la ciudad con su escolta y se internó en la montaña para reunirse con su ejército.

Llegó a encontrar sus restos.

Cuatro días después estaba en Gorza, en lo alto de un desfiladero, cuando aparecieron por la parte de abajo las tropas de Spendius. Veinte buenas lanzas, atacando al frente de su columna, los hubiera detenido fácilmente; los cartagineses los dejaron pasar, llenos de estupor. Hannón reconoció en la retaguardia al rey de los númidas; Narr-Havas se inclinó para saludarlo, haciéndole una señal que no pudo comprender.

Se volvieron a Cartago pasando toda clase de terrores. Caminaban de noche únicamente; por el día se ocultaban en los olivares. En cada etapa morían algunos; muchas veces creyeron estar perdidos para siempre. Por fin, llegaron al cabo Hermaeum, donde los recogieron unos barcos.

Hannón estaba tan fatigado, tan desesperado —le abrumaba sobre todo la pérdida de los elefantes—, que pidió un veneno a Demónades para acabar de una vez. Por otra parte, se veía ya clavado en una cruz.

Cartago no tuvo valor para indignarse contra él. Se habían perdido cuatrocientos mil novecientos setenta y dos siclos de plata, quince mil seiscientos veintitrés shekels de oro, dieciocho elefantes, catorce miembros del gran consejo, trescientos ricos, ocho mil ciudadanos, trigo para tres lunas, un bagaje considerable y todas las máquinas de guerra. La defección de Narr-Havas era cierta; los dos asedios iban a comenzar. El ejército de Autharita se extendía ahora sobre Túnez hasta Rhades. Desde lo alto de la acrópolis se veían en la campiña largas humaredas que subían al cielo; eran las quintas de los ricos, que estaban ardiendo.

Sólo un hombre podría salvar la república. Todos se arrepintieron de haberlo desdeñado, y el mismo partido de la paz votó los holocaustos para el regreso de Amílcar.

Ver el zaimph había trastornado a Salambó. Por las noches creía oír los pasos de la diosa y se despertaba sobresaltada dando gritos. Ordenaba todos los días que llevasen comida a los templos. Taanach se extenuaba cumpliendo sus órdenes, y Schahabarim no la abandonaba un momento.